Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 192

Font:

MEDITACIÓN CUARTA

De lo verdadero y de lo falso

Tanto me he acostumbrado estos días a separar mi espíritu de los sentidos, y tan exactamente he advertido que es muy poco lo que sabemos con certeza acerca de las cosas corpóreas, así como que sabemos mucho más del espíritu humano, y más aún de Dios, que ahora ya no tendré dificultad en apartar mi pensamiento de la consideración de las cosas sensibles o imaginables, para llevarlo a las que, desprovistas de toda materia, son puramente inteligibles.

Y, sin duda, la idea que tengo del espíritu humano, según la cual éste es una cosa pensante, y no una extensa con longitud, anchura, ni profundidad, ni participa de nada de lo que pertenece al cuerpo, es incomparablemente más distinta que la idea de una cosa corpórea. Y se presenta a mi espíritu con tanta claridad la idea de un ser completo e independiente (es decir, Dios) al considerar que dudo, o sea, que soy incompleto y dependiente, e igualmente con tanta evidencia concluyo la existencia de Dios y la completa dependencia en que la mía está respecto de El, partiendo de que aquella idea está en mí, o bien de que yo, poseedor de dicha idea, existo, que no creo que el espíritu humano pueda conocer mejor ninguna otra cosa. Y me parece ya que descubro un camino que nos conducirá, desde esta contemplación del Dios verdadero (en quien están encerrados todos los tesoros de la ciencia y la sabiduría) al conocimiento de las restantes cosas del universo.

Pues, en primer lugar, reconozco que es imposible que Dios me engañe nunca, puesto que en todo fraude y engaño hay una especie de imperfección. Y aunque parezca que tener el poder de engañar es señal de sutileza o potencia, sin embargo, pretender engañar es indicio cierto de debilidad o malicia, y, por tanto, es algo que no puede darse en Dios.

Además, experimento en mí cierta potencia para juzgar, que sin duda he recibido de Dios, como todo lo demás que poseo; y supuesto que Dios no quiere engañarme, es cierto entonces que no me la ha dado para que yerre, si uso bien de ella. Y ninguna duda quedaría sobre esto, si no fuera que parece dar pie a la consecuencia de que no puedo equivocarme nunca; pues, en efecto, si todo lo que tengo lo recibo de Dios, y si Él no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas volviendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores; y, al buscar la causa de ellos, noto que no se presenta sólo a mi espíritu una real y positiva idea de Dios, o sea, de un ser sumamente perfecto, sino también, por decirlo así, cierta idea negativa de la nada, o sea, de lo que está infinitamente alejado de toda perfección; y advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada, es decir, colocado de tal suerte entre el supremo ser y el no ser que, en cuanto el supremo ser me ha creado, nada hallo en mí que pueda llevarme a error, pero, si me considero como partícipe, en cierto modo, de la nada o el no ser -es decir, en cuanto que yo no soy el ser supremo-, me veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre.

De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o defecto, y, por tanto, que no me hace falta para errar un poder que Dios me haya dado especialmente, sino que yerro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la verdad no es en mí infinito.

Sin embargo, esto no me satisface del todo; pues el error no es una pura negación, o sea, no es la simple privación o carencia de una perfección que no me compete, sino la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer. Y, considerando la naturaleza de Dios, no me parece posible que me haya dado alguna facultad que sea imperfecta en su género, es decir, que carezca de alguna perfección que le sea propia; pues si es cierto que, cuanto más experto es el artífice, más perfectas y cumplidas son las obras que salen de sus manos, ¿qué ser podremos imaginar, producido por ese supremo creador de todas las cosas, que no sea perfecto y acabado en todas sus partes? Y, además, no hay duda de que Dios pudo crearme de tal modo que yo no me equivocase nunca: ¿tendré que concluir que es mejor para mí errar que no errar?

Sopesando esto mejor, se me ocurre, primero, que no debo extrañarme si no entiendo por qué hace Dios ciertas cosas, ni debo dudar de su existencia por tener experiencia de muchas sin comprender por qué ni cómo las ha producido Dios. Pues, sabiendo bien que mi naturaleza es débil y limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta reconocer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. Y basta esta razón sola para persuadirme de, que todas esas causas, que suelen postularse en virtud de los fines, de nada valen en el dominio de las cosas físicas; pues no me parece que se pueda, sin temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios.

Se me ocurre asimismo que, cuando se indaga si las obras de Dios son perfectas, no debe considerarse una sola criatura por separado, sino el conjunto de todas ellas; pues una cosa que no sin razón podría parecer muy imperfecta, si estuviera aislada en el mundo, resulta ser muy perfecta cuando se la considera como una parte del universo. Y aunque yo no he conocido con certeza, desde que me propuse dudar de todo, más que mi existencia y la de Dios, sin embargo, como también he reconocido el infinito poder de Dios, me sería imposible negar que ha producido muchas otras cosas (o que ha podido, al menos, producirlas), de tal manera que yo exista y esté situado en el mundo como una parte de la totalidad de los seres.

Tras esto, viniendo a mí propio e indagando cuáles son mis errores (que por sí solos ya arguyen imperfección en mí), hallo que dependen del concurso de dos causas, a saber: de mi facultad de conocer y de mi facultad de elegir -o sea, mi libre arbitrio-; esto es, de mi entendimiento y de mi voluntad. Pues, por medio del solo entendimiento, yo no afirmo ni niego cosa alguna, sino que sólo concibo las ideas de las cosas que puedo afirmar o negar. Pues bien, considerándolo precisamente así, puede decirse que en él nunca hay error, con tal de que se tome la palabra error en su significación propia. Y aun cuando tal vez haya en el mundo una infinidad de cosas de las que no tengo idea alguna en mi entendimiento, no por ello puede decirse que esté privado de esas ideas como de algo que pertenece en propiedad a su naturaleza, sino sólo que no las tiene; pues, en efecto, ninguna razón puede probar que Dios haya debido darme una facultad de conocer más amplia que la que me ha dado; y por muy hábil artífice que lo considere, no tengo por qué pensar que debió poner, en todas y cada una de sus obras, todas las perfecciones que puede poner en algunas. Tampoco puedo quejarme de que Dios no me haya dado un libre arbitrio, o sea, una voluntad lo bastante amplia y perfecta, pues claramente siento que no está circunscrita por límite alguno. Y debo notar en este punto que, de todas las demás cosas que hay en mí, ninguna es tan grande y perfecta como para que yo no reconozca que podría serlo más. Pues, por ejemplo, si considero la facultad de entender, la encuentro de muy poca extensión y limitada en extremo, y a un tiempo me represento la idea de otra facultad mucho más amplia, y hasta infinita; y por el solo hecho de poder representarme su idea, sé sin dificultad que pertenece a la naturaleza de Dios. Del mismo modo, si examino la memoria, la imaginación, o cualquier otra facultad, no encuentro ninguna que no sea en mí harto pequeña y limitada, y en Dios inmensa e infinita. Sólo la voluntad o libertad de arbitrio siento ser en mí tan grande, que no concibo la idea de ninguna otra que sea mayor: de manera que ella es la que, principalmente, me hace saber que guardo con Dios cierta relación de imagen y semejanza. Pues aun siendo incomparablemente mayor en Dios que en mí, ya en razón del conocimiento y el poder que la acompañan, haciéndola más firme y eficaz, ya en razón del objeto, pues se extiende a muchísimas más cosas, con todo, no me parece mayor, si la considero en sí misma, formalmente y con precisión. Pues consiste sólo en que podemos hacer o no hacer una cosa (esto es: afirmar o negar, pretender algo o evitarlo); o, por mejor decir, consiste sólo en que, al afirmar o negar, y al pretender o evitar las cosas que el entendimiento nos propone, obramos de manera que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza exterior. Ya que, para ser libre, no es requisito necesario que me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elección; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno de ellos (sea porque conozco con certeza que en él están el bien y la verdad, sea porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento) tanto más libremente lo escojo. Y, ciertamente, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan y corroboran. Es en cambio aquella indiferencia, que experimento cuando ninguna razón me dirige a una parte más bien que a otra, el grado ínfimo de la libertad, y más bien arguye imperfección en el conocimiento, que perfección en la voluntad; pues, de conocer yo siempre con claridad lo que es bueno y verdadero, nunca me tomaría el trabajo de deliberar acerca de mi elección o juicio, y así sería por completo libre, sin ser nunca indiferente.

Por todo ello, reconozco que no son causa de mis errores, ni el poder de querer por sí mismo, que he recibido de Dios y es amplísimo y perfectísimo en su género, ni tampoco el poder de entender, pues como lo concibo todo mediante esta potencia que Dios me ha dado para entender, sin duda todo cuanto concibo lo concibo rectamente, y no es posible que en esto me engañe.

¿De dónde nacen, pues mis errores? Sólo de esto: que, siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe y peque.

Así, por ejemplo, cuando estos días pasados examinaba yo si existía algo en el mundo, y venía a saber que, del solo hecho de examinar dicha cuestión, se seguía con toda evidencia que yo mismo existía, no pude por menos de juzgar que una cosa que yo concebía con tanta claridad era verdadera, y no porque a ello me forzara causa alguna exterior, sino sólo porque, de una gran claridad que había en mi entendimiento, derivó una fuerte inclinación en mi voluntad; y con tanta mayor libertad llegué a creer, cuanta menor fue mi indiferencia. Por el contrario, en este momento ya no sé sólo que existo en cuanto cosa pensante, sino que se ofrece también a mi espíritu cierta idea acerca de la naturaleza corpórea; pues bien, ello hace que dude de si esta naturaleza pensante que está en mí, o mejor, por la que soy lo que soy, es diferente de esa naturaleza corpórea, o bien las dos son una y la misma cosa. Y supongo aquí que todavía no conozco ninguna razón que me persuada de lo uno más bien que de lo otro: de donde se sigue que soy del todo indiferente a afirmarlo o negarlo, o incluso a abstenerme de todo juicio.

Y dicha indiferencia no se aplica sólo a las cosas de las que el entendimiento no tiene conocimiento alguno, sino, en general, a todas aquellas que no concibe con perfecta claridad, en el momento en que la voluntad delibera; pues, por probables que sean las conjeturas que me inclinan a juzgar acerca de algo, basta ese solo conocimiento que tengo, según el cual son conjeturas, y no razones ciertas e indudables, para darme ocasión de juzgar lo contrario. Esto lo he experimentado suficientemente en los días pasados, cuando he considerado falso todo lo que antes tenía por verdadero, en virtud sólo de haber notado que podía dudarse de algún modo de ello.

Ahora bien, si me abstengo de dar mi juicio acerca de una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmarla, entonces no uso como es debido de mi libre arbitrio; y, si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño; y hasta cuando resulta ser verdadero mi juicio, ello ocurrirá por azar, y no dejo por ello de hacer mal uso de mi libre arbitrio y de equivocarme, pues la luz natural nos enseña que el conocimiento del entendimiento debe siempre preceder a la determinación de la voluntad. Y en ese mal uso del libre arbitrio está la privación que constituye la forma del error. Digo que la privación reside en la operación, en cuanto que ésta procede de mí, y no en la facultad que he recibido de Dios, ni siquiera en la operación misma, en cuanto que ésta depende de El. Pues no debo quejarme porque Dios no me haya dado una inteligencia o una luz natural mayores de las que me ha dado, ya que, en efecto, es propio del entendimiento finito no comprender muchas cosas, y es a su vez propio de un entendimiento creado el ser finito; más bien tengo motivos para agradecerle que, no debiéndome nada, me haya dado sin embargo las pocas perfecciones que hay en mí, en vez de concebir sentimientos tan injustos como el de imaginar que me ha quitado o retenido indebidamente las demás perfecciones que no me ha dado. Tampoco debo quejarme porque me haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, puesto que, consistiendo la voluntad en una sola cosa y siendo, por así decirlo, indivisible, parece que su naturaleza es tal que no podría quitársele algo sin destruirla; y, sin duda, cuanto más grande resulte ser, tanto más agradecido debo estar a la bondad de quien me la ha dado. Y, por último, tampoco tengo motivo de queja porque Dios concurra conmigo para formar los actos de esa voluntad, es decir, los juicios, que hago erróneamente, puesto que esos actos, en tanto dependen de Dios, son enteramente verdaderos y absolutamente buenos; y, en cierto modo, hay más perfección en mi naturaleza por el hecho de poder formarlos, que si no pudiese hacerlo. En cuanto a la privación, que es lo único en que consiste la razón formal del error y el pecado, no necesita concurso alguno de Dios, pues no es una cosa o un ser; y, si la referimos a Dios como a su causa, entonces no debe ser llamada privación, sino sólo negación, según el significado que la Escuela da a estas palabras.

En efecto, no hay imperfección en Dios por haberme otorgado la libertad de dar o no dar mi juicio acerca de cosas de las que no tengo conocimiento claro en mi entendimiento; pero sí la hay en mí por no usar bien de esa libertad, y dar temerariamente mi juicio acerca de cosas que sólo concibo como oscuras y confusas.

Con todo, veo que hubiera sido fácil para Dios proceder de manera que yo no me equivocase nunca, sin por ello dejar de ser libre y de tener limitaciones en mi conocimiento, a saber: dando a mi entendimiento una clara y distinta inteligencia de aquellas cosas que hubieran de ser materia de mi deliberación, o bien, sencillamente, grabando tan profundamente en mi memoria la resolución de no juzgar nunca de nada sin concebirlo clara y distintamente, que jamás pudiera olvidarla. Y fácilmente advierto que, en cuanto me considero aislado, como si nada más que yo existiese en el mundo, yo habría sido mucho más perfecto si Dios me hubiera creado de manera que jamás incurriese en error. Mas no por ello puedo negar que haya, en cierto modo, más perfección en el universo, siendo algunas de sus partes defectuosas y otras no, que si todas fuesen iguales. Y no tengo ningún derecho a quejarme de que Dios, al ponerme en el mundo, no me haya hecho la cosa más noble y perfecta de todas. Más bien debo estar contento porque, si bien no me ha dado la virtud de no errar, mediante el primero de los medios que he citado, que es el de darme un conocimiento claro y evidente de todas las cosas sujetas a mi deliberación, al menos ha dejado en mi poder el otro medio: conservar firmemente la resolución de no dar nunca mi juicio acerca de cosas cuya verdad no me sea claramente conocida. Pues aunque advierto en mí la flaqueza de no poder mantener continuamente fijo mi espíritu en un solo pensamiento, puedo, sin embargo, por medio de una meditación atenta y muchas veces reiterada, grabármelo en la memoria con tal fuerza que nunca deje de acordarme de él cuando lo necesite, adquiriendo de esta suerte el hábito de no errar, Y como en eso consiste la mayor y más principal perfección del hombre, estimo que, al haber descubierto la causa de la falsedad y el error, no ha sido poco lo que he ganado con esta meditación.

Y, sin duda, no puede haber otra causa que la que he explicado; pues siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener a Dios por autor, el cual, siendo sumamente perfecto, no puede ser causa de error alguno; y, por consiguiente, hay que concluir que una tal concepción o juicio es verdadero.

Por lo demás, no sólo he aprendido hoy lo que debo evitar para no errar, sino también lo que debo hacer para alcanzar el conocimiento de la verdad. Pues sin duda lo alcanzaré, si detengo lo bastante mi atención en todas las cosas que conciba perfectamente, y las separo de todas aquellas que sólo conciba de un modo confuso y oscuro. Y de ello me cuidaré en lo sucesivo.

MEDITACIÓN QUINTA

De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de la existencia de Dios

Me quedan muchas otras cosas por examinar, tocantes a los atributos de Dios y a mi propia naturaleza, es decir, la de mi espíritu: pero acaso trate de ellas en otra ocasión. Pues lo que me urge ahora (tras haber advertido lo que hay que hacer o evitar para alcanzar el conocimiento de la verdad) es tratar de librarme de todas las dudas que me han asaltado en días pasados, y ver si se puede conocer algo cierto tocante a las cosas materiales.

Pero antes de examinar si tales cosas existen fuera de mí, debo considerar sus ideas, en cuanto que están en mi pensamiento, y ver cuáles son distintas y cuáles confusas.

En primer lugar, imagino distintamente esa cantidad que los filósofos llaman comúnmente cantidad continua, o sea, la extensión (con longitud, anchura y profundidad) que hay en esa cantidad, o más bien en la cosa a la que se le atribuye. Además, puedo enumerar en ella diversas partes, y atribuir a cada una de esas partes toda suerte de magnitudes, figuras, situaciones y movimientos; y, por último, puedo asignar a cada uno de tales movimientos toda suerte de duraciones.

Y no sólo conozco con distinción esas cosas, cuando las considero en general, sino que también, a poca atención que ponga, concibo innumerables particularidades respecto de los números, las figuras, los movimientos, y cosas semejantes, cuya verdad es tan manifiesta y se acomoda tan bien a mi naturaleza, que, al empezar a descubrirlas, no me parece aprender nada nuevo, sino más bien que me acuerdo de algo que ya sabía antes; es decir, que percibo cosas que estaban ya en mí espíritu, aunque aún no hubiese parado mientes en ellas.

Y lo que encuentro aquí más digno de nota es que hallo en mí infinidad de ideas de ciertas cosas, cuyas cosas no pueden ser estimadas como una pura nada, aunque tal vez no tengan existencia fuera de mi pensamiento, y que no son fingidas por mí, aunque yo sea libre de pensarlas o no; sino que tienen naturaleza verdadera e inmutable. Así, por ejemplo, cuando imagino un triángulo, aun no existiendo acaso una tal figura en ningún lugar, fuera de mi pensamiento, y aun cuando jamás la haya habido, no deja por ello de haber cierta naturaleza, o forma, o esencia de esa figura, la cual es inmutable y eterna, no ha sido inventada por mí y no depende en modo alguno de mi espíritu; y ello es patente porque pueden demostrarse diversas propiedades de dicho triángulo -a saber, que sus tres ángulos valen dos rectos, que el ángulo mayor se opone al lado mayor, y otras semejantes-, cuyas propiedades, quiéralo o no, tengo que reconocer ahora que están clarísima y evidentísimamente en él, aunque anteriormente no haya pensado de ningún modo en ellas, cuando por vez primera imaginé un triángulo, y, por tanto, no puede decirse que yo las haya fingido o inventad.

Y nada valdría objetar en este punto que acaso dicha idea del triángulo haya entrado en mi espíritu por la mediación de mis sentidos, a causa de haber visto yo alguna vez cuerpos de figura triangular; puesto que yo puedo formar en mi espíritu infinidad de otras figuras, de las que no quepa sospechar ni lo más mínimo que hayan sido objeto de mis sentidos, y no por ello dejo de poder demostrar ciertas propiedades que atañen a su naturaleza, las cuales deben ser sin duda ciertas, pues las concibo con claridad. Y, por tanto, son algo, y no una pura nada; pues resulta evidentísimo que todo lo que es verdadero es algo, y más arriba he demostrado ampliamente que todo lo que conozco con claridad y distinción es verdadero. Y aunque no lo hubiera demostrado, la naturaleza de mi espíritu es tal, que no podría por menos de estimarlas verdaderas, mientras las concibiese con claridad y distinción. Y recuerdo que, hasta cuando estaba aún fuertemente ligado a los objetos de los sentidos, había contado en el número de las verdades más patentes aquellas que concebía con claridad y distinción tocante a las figuras, los números y demás cosas atinentes a la aritmética y la geometría.

Pues bien, si del hecho de poder yo, sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue que todo cuanto percibo clara y distintamente que pertenece a dicha cosa, le pertenece en efecto, )no puedo extraer de ahí un argumento que pruebe la existencia de Dios? Ciertamente, yo hallo en mí su idea -es decir, la idea de un ser sumamente perfecto-, no menos que hallo la de cualquier figura o número; y no conozco con menor claridad y distinción que pertenece a su naturaleza una existencia eterna, de como conozco que todo lo que puedo demostrar de alguna figura o número pertenece verdaderamente a la naturaleza de éstos. Y, por tanto, aunque nada de lo que he concluido en las Meditaciones precedentes fuese verdadero, yo debería tener la existencia de Dios por algo tan cierto, como hasta aquí he considerado las verdades de la matemática, que no atañen sino a números y figuras; aunque, en verdad, ello no parezca al principio del todo patente, presentando más bien una apariencia de sofisma. Pues teniendo por costumbre, en todas las demás cosas, distinguir entre la existencia y la esencia, me persuado fácilmente de que la existencia de Dios puede separarse de su esencia, y que, de este modo, puede concebirse a Dios como no existiendo actualmente. Pero, sin embargo, pensando en ello con más atención, hallo que la existencia y la esencia de Dios son tan separables como la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle.

Pero aunque, en efecto, yo no pueda concebir un Dios sin existencia, como tampoco una montaña sin valle, con todo, como de concebir una montaña con valle no se sigue que haya montaña alguna en el mundo, parece asimismo que de concebir a Dios dotado de existencia no se sigue que haya Dios que exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente.

Pero no es así: precisamente bajo la apariencia de esa objeción es donde hay un sofisma oculto. Pues del hecho de no poder concebir una montaña sin valle, no se sigue que haya en el mundo montaña ni valle alguno, sino sólo que la montaña y el valle, háyalos o no, no pueden separarse uno de otro; mientras que, del hecho de no poder concebir, a Dios, sin la existencia, se sigue que la existencia es inseparable de El, y, por tanto, que verdaderamente existe. Y no se trata de que mi pensamiento pueda hacer que ello sea así, ni de que imponga a las cosas necesidad alguna; sino que, al contrario, es la necesidad de la cosa misma -a saber, de la existencia de Dios- la que determina a mi pensamiento para que piense eso. Pues yo no soy libre de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas.

Y tampoco puede objetarse que no hay más remedio que declarar que existe Dios tras haber supuesto que posee todas las perfecciones, siendo una de ellas la existencia, pero que esa suposición primera no era necesaria; como no es necesario pensar que todas las figuras de cuatro lados pueden inscribirse en el círculo, pero, si yo supongo que sí, no tendré más remedio que decir que el rombo puede inscribirse en el círculo, y así me veré obligado a declarar una cosa falsa. Digo que esto no puede alegarse como objeción, pues, aunque desde luego no es necesario que yo llegue a tener alguna vez en mi pensamiento la idea de Dios, sin embargo, si efectivamente ocurre que dé en pensar en un ser primero y supremo, y en sacar su idea, por así decirlo, del tesoro de mi espíritu, entonces sí es necesario que le atribuya toda suerte de perfecciones, aunque no las enumere todas ni preste mi atención a cada una de ellas en particular. Y esta necesidad basta para hacerme concluir (luego de haber reconocido que la existencia es una perfección) que ese ser primero y supremo existe verdaderamente; de aquel modo, tampoco es necesario que yo imagine alguna vez un triángulo, pero, cuantas veces considere una figura rectilínea compuesta sólo de tres ángulos, sí será absolutamente necesario que le atribuya todo aquello de lo que se infiere que sus tres ángulos valen dos rectos, y esta atribución será implícitamente necesaria, aunque explícitamente no me dé cuenta de ella en el momento de considerar el triángulo. Pero cuando examino cuáles son las figuras que pueden inscribirse en un círculo, no es necesario en modo alguno pensar que todas las de cuatro lados son capaces de ello; por el contrario, ni siquiera podré suponer fingidamente que así ocurra, mientras no quiera admitir en mi pensamiento nada que no entienda con claridad y distinción. Y, por consiguiente, hay gran diferencia entre las suposiciones falsas, como lo es ésta, y las ideas verdaderas nacidas conmigo, de las cuales es la de Dios la primera y principal.

Pues, en efecto, vengo a conocer de muchas maneras que esta idea no es algo fingido o inventado, dependiente sólo de mi pensamiento, sino la imagen de una naturaleza verdadera e inmutable. En primer lugar, porque, aparte Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar, porque me es imposible concebir dos o más dioses de la misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora, veo con claridad que es necesario que haya existido antes desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el futuro. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada.

Por lo demás, cualquiera que sea el argumento de que me sirva, siempre se vendrá a parar a lo mismo: que sólo tienen el poder de persuadirme por entero las cosas que concibo clara y distintamente. Y aunque entre éstas, sin duda, hay algunas manifiestamente conocidas de todos, y otras que sólo se revelan a quienes las consideran más de cerca y las investigan con diligencia, el caso es que, una vez descubiertas, no menos ciertas son las unas que las otras. Así, por ejemplo, aunque no sea a primera vista tan patente que, en todo triángulo rectángulo, el cuadrado de la base es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados, como que, en ese mismo triángulo, la base está opuesta al ángulo mayor, sin embargo, una vez sabido lo primero, vemos que es tan verdadero como lo segundo. Y por lo que a Dios toca, es cierto que si mi espíritu estuviera desprovisto de algunos prejuicios, y mi pensamiento no fuera distraído por la continua presencia de las imágenes de las cosas sensibles, nada conocería primero ni más fácilmente que a Él. Pues ¿hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe?

Y aunque haya necesitado una muy atenta consideración para concebir esa verdad, sin embargo, ahora, no sólo estoy seguro de ella como de la cosa más cierta, sino que, además, advierto que la certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente.

Pues aunque mi naturaleza es tal que, nada más comprender una cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, como también mi naturaleza me lleva a no poder fijar siempre mi espíritu en una misma cosa, y me acuerdo a menudo de haber creído verdadero algo cuando ya he cesado de considerar las razones que yo tenía para creerlo tal, puede suceder que en ese momento se me presenten otras razones que me harían cambiar fácilmente de opinión, si no supiese que hay Dios. Y así nunca sabría nada a ciencia cierta, sino que tendría tan sólo opiniones vagas e inconstantes. Así, por ejemplo, cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, pues estoy algo versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido claramente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza; y a ello me persuade sobre todo el acordarme de haber creído a menudo que eran verdaderas y ciertas muchas cosas, que luego otras razones distintas me han llevado a juzgar absolutamente falsas.

Žanrid ja sildid
Vanusepiirang:
0+
Objętość:
5250 lk
ISBN:
9782380374124
Õiguste omanik:
Bookwire
Allalaadimise formaat:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

Selle raamatuga loetakse

Autori teised raamatud