Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 221

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Ni aun siquiera era menester que el rey fuese agente activo en este negocio, en el que Monk tomaría la revancha. El papel del rey se limitaría muy sencillamente a perdonar al virrey de Irlanda todo lo que hubiera hecho contra D’Artagnan. No se necesitaba otra cosa para poner en reposo la conciencia del duque de Albemarle, que un te absolvo dicho riendo, o el garabato del Charles, the King, trazado en el extremo inferior de un pergamino; y con aquellas dos palabras pronunciadas, o con estas tres escritas, el pobre D’Artagnan estaba siempre enterrado bajo las ruinas de su imaginación.

Por otra parte, había una cosa que causaba bastante inquietud a un hombre tan previsor como era nuestro mosquetero: veíase solo, y la amistad de Athos no le bastaba para tranquilizarse. Cierto que si se hubiese tratado de una buena distribución de estocadas, el mosquetero hubiera contado con su amigo; pero, tratándose de delicadezas con un rey, cuando el tal vez de una casualidad desgraciada viniera en ayuda de la justificación de Monk o de Carlos II, D’Artagnan conocía bastante a Athos para estar seguro de que dejaría en buen lugar la lealtad del que sobreviviera, contentándose en verter muchas lágrimas sobre la tumba del muerto, además de, si el muerto era su amigo, componerle enseguida su epitafio con los más pomposos superlativos.

«Decididamente —decía para sí el gascón, y este pensamiento era el resultado de las reflexiones que acababa de hacer en voz baja y que nosotros acabamos de proferir en voz alta—, decididamente, es necesario que me reconcilie con el señor Monk y que yo adquiera la prueba de su completa indiferencia por lo pasado. Si, lo que Dios no permita, él es todavía astuto y reservado en la expresión de su sentimiento, entrego mi dinero a Athos para que se lo lleve, y me quedo en Inglaterra todo el tiempo preciso para descubrirlo, y luego, como tengo el ojo vivo y los pies ligeros, en cuanto vea el primer signo hostil, tomo el portante y me oculto en casa de milord de Buckingham, que me parece un buen diablo en el fondo, y al cual, en recompensa de su hospitalidad, cuento toda la historia de los diamantes, que ya sólo puede comprometer a una reina vieja, la cual puede pasar, siendo la mujer de un cicatero como Mazarino, por haber sido en otro tiempo la querida de un señor arrogante como Buckingham. ¡Diantre! Está dicho, y no me vencerá el señor Monk. ¡Además, una idea…!».

Ya se sabe que, por regla general, no eran ideas lo que faltaba a D’Artagnan. Durante su monólogo, D’Artagnan habíase abotonado hasta la barba, nada excitaba tanto su imaginación como los preparativos a un combate cualquiera, que los romanos llamaban accinction. Llegó, pues, muy sofocado a la posada del duque de Albemarle, y fue introducido en la habitación del virrey con una celeridad que manifestaba bien a fías claras era considerado como de casa. Monk estaba en su despacho.

—Milord —le dijo D’Artagnan con esa expresión de franqueza que tan bien sabía extender por su rostro el astuto gascón—, vengo a pedir un consejo a Vuestra Gracia.

Monk, abotonado moralmente, tanto como su antagonista físicamente, contestó:

—Pedid, querido.

Y su semblante presentaba una expresión no menos franca que la de D’Artagnan.

—Ante todo, milord, prometedme indulgencia y secreto.

—Prometo lo que deseéis. ¿Qué hay? Decid.

—Hay, milord, que no estoy completamente contento de Su Majestad.

—¡De veras! ¿Cómo es eso? Hablad, mi querido teniente.

—Porque el rey se entretiene muchas veces con bromas muy comprometidas para sus servidores, y la broma, milord, es un arma que lastima mucho a la gente de espada como nosotros.

Monk hizo grandes esfuerzos para no manifestar su pensamiento; pero D’Artagnan lo acechaba con atención demasiado sostenida para no distinguir un imperceptible rubor en sus mejillas.

—Lo que es yo —dijo Monk—, no soy enemigo de las bromas, mi querido D’Artagnan; mis soldados podrán deciros cuántas veces escuché en el campamento con la mayor indiferencia, y hasta con cierto gusto, las canciones satíricas que desde el ejército de Lambert pasaban al mío, y que sin duda habrían despedazado los oídos de un general más susceptible que yo.

—¡Oh milord! —dijo D’Artagnan—. Sé que sois un hombre completo y que estáis colocado hace mucho tiempo por encima de las miserias humanas, mas hay bromas y bromas, y ciertas de ellas tienen el privilegio de irritarme de una manera prodigiosa.

—¿Y puede saberse cuáles son, my dear?

—Las que se dirigen contra mis amigos o contra las personas que respeto, general.

Monk hizo un movimiento imperceptible, que advirtió D’Artagnan.

—¿Y cómo —preguntó Monk a espina que araña a otro puede hacer cosquillas en vuestra piel? ¡Contadme eso!

—Veamos, Milord, voy a explicároslo en una sola palabra: se trata de vos.

Monk dio un paso hacia D’Artagnan.

—¿De mí? —dijo.

—Sí, y he ahí lo que no puedo explicarme; tal vez sea por falta de conocer su carácter. ¿Cómo tiene Su Majestad corazón para hacer burla a un hombre que le ha prestado tantos y tan grandes servicios? ¿Cómo comprender que se divierta en indisponer un león como vos con un mosquito como yo?

—Nada de eso veo yo —contestó Monk.

—¡Sí tal! En fin, el rey, que me debía una recompensa, y podría recompensarme como a un soldado, sin imaginar siquiera esa historia del rescate que os concierne, milord…

—No —dijo Monk riendo—, no me concierne de ningún modo, os lo aseguro.

—Ya me conocéis, milord; yo soy tan discreto, que un sepulcro parecería hablador a mi lado, pero… ¿Comprendéis, milord?

—No —dijo Monk.

—Si otro supiera el secreto que yo sé…

—¿Qué secreto?

—¡Eh! Milord, ese desgraciado secreto de Newcastle.

—¡Ah! ¿El millón del conde de la Fère?

—No, milord, no; la empresa contra Vuestra Gracia.

—Estuvo muy bien jugada, caballero; nada hay que decir; sois hombre de guerra, valiente y astuto a la vez, lo cual prueba que reunís las cualidades de Fabio y Aníbal. De modo, que habéis usado de vuestros medios, de la fuerza y de la astucia; nada hay que decir a esto, y es cosa mía el garantirme de ello.

—No lo ignoro, milord, y no esperaba menos de vuestra imparcialidad; si no hubiese más que el rapto en sí mismo, ¡pardiez!, eso no sería nada; pero hay…

—¿Qué?

—Las circunstancias de ese rapto.

—¿Cuáles?

—Bien sabéis lo que quiero decir, milord.

—¡No, Dios me condene!

—Hay… la verdad, es muy difícil de decir.

—¿Hay?

—Pues bien, hay ese diablo de caja.

Monk sonrojóse visiblemente.

—¡Esa indignidad de caja —continuó D’Artagnan—; la caja de pino, ya sabéis!

—¡Bueno! Lo había olvidado.

—De pino —siguió el mosquetero—, con agujeros para la nariz y la boca. En verdad, milord, lo demás podía pasar, ¡pero la caja, la caja! Decididamente, fue una broma pesada.

Monk se revolvía en todos sentidos.

—Y, sin embargo —añadió D’Artagnan—, que yo, un capitán de aventuras, haya hecho eso, es muy sencillo, porque al lado de la acción, un poco ligera, que he cometido, pero que puede excusarme la gravedad de la situación, he sido circunspecto y reservado.

—¡Oh! —murmuró Monk—. Os conozco muy bien, señor de D’Artagnan, y os aprecio.

D’Artagnan no perdía de vista a Monk, estudiando todo lo que pasaba en su interior mientras hablaba.

—Pero no se trata de mí —repuso D’Artagnan.

—¿Pues entonces de quién se trata? —preguntó Monk que empezaba a impacientarse.

—Se trata del rey, que jamás contendrá su lengua.

—¡Y bien! ¿Qué le hemos de hacer, si habla? —dijo Monk, balbuciente.

—Milord —repuso D’Artagnan—, os suplico que no disimuléis con un hombre que habla tan francamente como lo hago yo. Tenéis derecho de erizar vuestra susceptibilidad, por benigna que sea. ¡Qué diantre! El lugar de un hombre como vos, de un hombre que juega con cetros y coronas como un gitano con sus bolas, no era una caja así, como si se tratara de un objeto curioso de Historia Natural; porque, finalmente, ya comprendéis que sería cosa para hacer reventar de risa a todos vuestros enemigos; y sois tan grande, tan noble y generoso, que por fuerza debéis tener muchos. Tal secreto puede hacer morir de risa a la mitad del género humano, si se os representase en esa caja, y no es decente que se rían así del segundo personaje de este reino.

Monk perdió completamente su continencia a la idea de verse representado en la caja.

El ridículo, como juiciosamente había previsto D’Artagnan, causaba en él lo que ni las aventuras de la guerra, ni los deseos de la, ambición, ni el temor de la muerte habían podido causar.

—¡Bien! —pensó el gascón—. Tiene miedo: estoy salvado.

—¡Oh! ¡En cuanto al rey —dijo Monk—, querido D’Artagnan, el rey no se chanceará con Monk, os lo aseguro!

El brillo de sus ojos fue interceptado al paso por D’Artagnan. Monk se dulcificó al instante.

—El rey —prosiguió—, es de un natural demasiado noble y tiene un corazón demasiado elevado para querer mal a quien le ha hecho tanto bien.

—¡Oh! Ciertamente —exclamó D’Artagnan—. Soy enteramente de vuestra opinión respecto al corazón del rey, pero no en cuanto a su cabeza: es bueno, pero ligero.

—Su Majestad no será ligero con Monk, estad tranquilo.

—¿De modo que vos lo estáis, milord?

—Por esa parte al menos, sí, perfectamente.

—¡Ah! Os comprendo, estáis tranquilo por parte del rey.

—Ya os lo he dicho.

—Pero ¿no lo estáis también por la mía?

—Me parece haberos asegurado que contaba con vuestra lealtad y discreción.

—Sin duda, sin duda; pero reflexionad una cosa…

—¿Cuál?

—Que yo no soy solo, que tengo compañeros, y que éstos…

—¡Oh! Sí, los conozco.

—Por desgracia, milord, ellos también os conocen.

—¿Y qué?

—Están allá, en Boulogne, esperándome.

—¿Y teméis…?

—Sí, que en mi ausencia… ¡Cáscaras! Si estuviese a su lado respondería de su silencio.

—Razón tenía yo en deciros que el peligro, si había peligro, no vendría del rey, por más dispuesto que sea para la broma, sino de vuestros compañeros, como acabáis de decir…

Ser burlado por un rey, es cosa tolerable todavía; pero por unos galopines… ¡Goddam!

—Sí, entiendo, es insoportable; y por eso venía a deciros: milord, ¿no creéis que sería bueno que yo marchase a Francia lo más pronto posible?

—Cierto, si creéis que vuestra presencia…

—¿Imponga a todos aquellos tunos? ¡Oh! De eso estoy cierto, milord.

—Pero vuestra presencia no impedirá que se extienda el rumor en caso de que haya transpirado ya.

—¡Oh! No ha transpirado, milord, os lo juro. Y en todo caso, creed que estoy determinado a una cosa.

—¿A qué?

—A romper la cabeza al primero que haya propagado el rumor y al primero que lo haya extendido. Después de lo cual, regresaré a Inglaterra a buscar un asilo y tal vez un empleo al lado de Vuestra Gracias.

—¡Oh! ¡Volved, volved!

—Por desgracia, milord, a nadie conozco aquí sino a vos, y no os encontraré o me habréis olvidado en vuestras grandezas.

—Escuchad, señor de D’Artagnan —respondió Monk—, sois un caballero apreciado, lleno de inteligencia y valor, y merecéis todas las fortunas de este mundo; venid conmigo a Escocia, y juro, haceros en mi virreinato una posición que todos envidiarán.

—¡Oh! Milord, eso es imposible, por ahora. Tengo un deber sagrado por cumplir: he de velar por vuestra gloria, impedir que un mal intencionado empañe a los ojos de los contemporáneos y… ¡quién sabe…! tal vez a los de la posteridad, el brillo de vuestro nombre.

—¿De la posteridad, señor de D’Artagnan?

—¡Sí! Sin duda, es necesario que todos los pormenores de esta historia sean un misterio para la posteridad; porque, en fin, admitid por un instante que se esparciera la desgraciada historia de la caja de pino, y se diría, no que habéis restablecido lealmente al rey, en virtud de vuestro libre albedrío, sino que fue a consecuencia de un compromiso celebrado entre vosotros dos en Scheveningen. Yo pudiera decir perfectamente cómo sucedió la cosa, yo que lo sé, sin embargo, no me creerían, y se diría que habían recibido mi parte de torta y que me la comía.

Monk frunció el entrecejo.

—Gloria, honor; honradez —dijo—. ¡No sois más que palabras vanas!

—Niebla —replicó D’Artagnan—, niebla por entre la cual jamás se ve muy claro.

—¡Pues bien! Entonces marchad a Francia, querido mío —dijo Monk—, id, y para haceros a Inglaterra más accesible y agradable, aceptad un recuerdo mío.

«¡Veamos, pues!», pensó D’Artagnan.

—Tengo a orillas de la Clyde —prosiguió Monk—, una casita rodeada de árboles, un cottage, como aquí se llama, y un centenar de argentas de tierra. Aceptadla.

—¡Oh milord…!

—¡Pardiez! Allí estaréis en vuestra casa, y ése será el refugio de que me hablabais ahora poco.

—¡Cómo! ¿Os quedaré obligado hasta ese punto? En verdad… Me avergüenzo de ello.

—No, señor —replicó Monk con delicada sonrisa—; yo sí que os quedaré reconocido.

Y, estrechando la mano del mosquetero:

—Voy a hacer extender el acta de donación —dijo.

Y salió.

D’Artagnan le vio alejarse y quedó pensativo y hasta emocionado.

—En fin —dijo—, he aquí un barbián. Lo sensible es que lo haga por temor y no por afecto a mi persona. ¡Pues bien, quiero que también me tenga afecto!

Y después de un instante de reflexión más profunda, murmuró:

—¡Bah! ¿Y para qué? ¡Es un inglés!

Y salió, a su vez, algo aturdido de aquel combate.

—Conque —dijo— heme aquí propietario. Pero ¿cómo diantre he de partir esa quinta con Planchet? A menos que le dé las tierras y yo me quede con la casa, o bien que él tome la casa y yo… ¡Vaya! ¡El señor Monk no sufriría que yo dividiera una casa que él ha habitado, con un abacero! ¡Es muy orgulloso! Además, ¿para qué hablar de esto? Con el dinero de la sociedad no he adquirido el inmueble, sino con mi inteligencia; luego es muy mío. Vamos en busca de Athos.

Y se dirigió hacia la morada de éste.

Capítulo XXXVII

D’Artagnan arregla el pasivo de la sociedad antes que su activo

–Decididamente —decía entre dientes D’Artagnan—, estoy de vena. Esa estrella que luce una vez en la vida de todos los hombres, que lució para Job y para Iris, el más desgraciado de los judíos y el más pobre de los griegos, luce por fin para mí. No haré locuras, y me aprovecharé de ella, pues ya es tiempo de ser razonable.

Aquella noche cenó de muy buen humor con su compañero Athos, a quien no habló de la donación esperada; pero no pudo menos de preguntarle, al mismo tiempo que comía, sobre las siembras y plantaciones; a lo cual contestó Athos complaciente como siempre.

Su creencia era que D’Artagnan quería hacerse propietario, y lo único que sentía era perder el humor vivo y las divertidas ocurrencias de su amigo. D’Artagnan, en efecto, aprovechaba el residuo de grasa cuajada en el plato para trazar cifras y hacer sumas asombrosas.

La orden, o más bien la licencia para embarcarse, llegó aquella misma noche. Mientras la entregaban al señor conde, otro mensajero daba a D’Artagnan un rollo de pergamino con todos los sellos con que se reviste la propiedad territorial en Inglaterra. Athos le sorprendió entretenido en hojear estos diversos documentos que establecían la transmisión de la propiedad. El prudente Monk, otros dirían el generoso Monk, había conmutado la donación en una venta, y reconocía haber recibido quince mil libras como precio de la cesión.

Ya el mensajero se había eclipsado. D’Artagnan seguía leyendo, Athos le miraba sonriente. El mosquetero, sorprendiendo una de aquellas sonrisas por encima de su hombro, guardó el rollo en su estuche.

—Perdonad —dijo Athos.

—¡Oh! No sois indiscreto, amigo —replicó el teniente—; quisiera…

—No me digáis nada, os lo ruego, las órdenes son cosas tan sagradas, que el encargado de ellas no debe decir una palabra ni a su hermano ni a su padre. De modo que yo mismo, que os amo más tiernamente que un hermano, que un padre y que todo lo del mundo…

—¿A excepción de Raúl?

—Más aún amaré a Raúl cuando le haya visto manifestarse en todas las fases de su carácter y de sus actos… como os he visto a vos, amigo mío.

—¿Conque decíais que también vos tenéis una orden y que no me la participaréis?

—Sí, querido.

El gascón suspiró.

—Hubo un tiempo —dijo— en que esa orden la hubierais puesto ahí, sobre esa mesa, diciendo: «D’Artagnan, leednos ese logogrifo a Porthos, a Aramis y a mí».

—¡Es verdad…! ¡Oh! ¡Era la juventud, la confianza, la edad generosa en la cual manda la sangre cuando se calienta por las pasiones!

—Pues bien, Athos, ¿deseáis que os diga una cosa?

—Hablad, amigo mío.

—Ese tiempo adorable, esa edad generosa, esa dominación de la sangre caliente, todas esas cosas muy bellas, sin duda, no las siento lo más mínimo. Me sucede con eso lo que con el tiempo en que estudiaba… Siempre he encontrado en alguna parte un tonto para ponderarme esa época de castigos, de disciplinas y de cortezas de pan seco… ¡Es singular! Nunca me han gustado esas cosas; y por activo y sobrio que fuese (y bien sabéis que lo soy), y por sencillo que pareciese en mi traje, no por eso, he dejado de preferir los bordados de Porthos a mi casaquilla porosa, que dejaba penetrar el cierzo en invierno y el sol en estío. Ya veis, querido, siempre desconfiaré de quien pretenda preferir el mal al bien. Todo fue mal para mí en los tiempos pasados, cuando cada mes veía un agujero más en mi piel y en mi casaca, y un escudo de oro menos en mi pobre bolsa. Nada echo de menos de aquel tiempo execrable sino nuestra amistad, porque tengo aquí un corazón; y, cosa milagrosa, este corazón no fue desecado por el viento de la miseria que pasaba a través de los agujeros de mi capa, ni ensartado por las espadas de toda construcción que pasaban a través de los agujeros de mi pobre carne.

—No temáis por nuestra amistad —dijo Athos— porque no morirá sino con nosotros.

La amistad se compone de recuerdos y de costumbres, y si habéis hecho ahora poco una sátira de la mía, porque he vacilado en manifestaron la misión que llevo a Francia…

—¿Yo…? ¡Cielos! ¡Si supieseis cuán indiferentes van a serme ahora todas las misiones del mundo!

Athos se levantó de la mesa y llamó al posadero para pagarle el gasto.

—Desde que soy amigo vuestro —dijo D’Artagnan—, nunca he pagado un escote. Porthos lo hacía a menudo, Aramis alguna que otra vez, y vos casi siempre gastabais hasta la última blanca. Ahora que soy rico, voy a ver si es heroico pagar.

—Hacedlo —repuso Athos guardándose su bolsa.

Enseguida se encaminaron los dos amigos al puerto, no sin que D’Artagnan hubiese mirado atrás para vigilar el transporte de sus amados escudos. La noche acababa de tender su velo sobre las amarillas aguas del Támesis; se oía ese ruido de cuerdas y poleas, precursor de la franquía que tantas veces había hecho latir el corazón de los mosqueteros, cuando el peligro del mar era el menor de todos los que iban a desafiar. Esta vez debían embarcarse en un gran buque que los aguardaba en Gravesend, y Carlos II, siempre delicado en las cosas pequeñas, había enviado uno de sus yacht, con doce hombres de su guardia escocesa, a fin de hacer honor al embajador que enviaba a Francia. A media noche ya había pasado el yacht a sus pasajeros a bordo del navío, y a las ocho de la mañana desembarcaba éste al embajador y a su amigo en el muelle de Boulogne.

En tanto que el conde se ocupaba con Grimaud de los caballos para ir derecho a París, D’Artagnan corría a la posada, donde según sus órdenes debía aguardarle su reducido ejército. Aquellos señores desayunaban ostras, pescado y aguardiente aromatizado, cuando se presentó D’Artagnan. Todos estaban muy alegres, pero ninguno había traspasado los límites de la razón. Un hurra de júbilo acogió al general. Aquí estoy —dijo D’Artagnan—; está terminada la campaña, y vengo a traeros el suplemento de soldado prometido.

Todos los ojos brillaron.

—Apuesto a que ya no hay cien librasen la escarcela del más rico dé vosotros.

—¡Es verdad! —exclamaron a coro.

—Señores —dijo entonces D’Artagnan, ésta es la última consigna. El tratado de comercio se ha concluido, gracias al golpe de mano, que nos hizo dueños del hacendista más hábil de Inglaterra; pues ahora, he de confesarlo, el hombre a quien se trataba de robar era el tesorero del general Monk.

Esta palabra de tesorero produjo cierto efecto en su ejército; mas D’Artagnan notó que únicamente los ojos de Menneville no manifestaban una fe completa.

—A ese tesorero —prosiguió D’Artagnan—, le he conducido a terreno neutral, a Holanda; le he hecho firmar el contrato, y yo mismo le he vuelto a llevar a Newcastle, y como debió quedar satisfecho de nuestra conducta con él, porque el cofre de pino siempre era llevado sin sacudidas y estaba acolchado; he pedido una gratificación para vosotros. Aquí está.

Y echó un saco respetable sobre el mantel. Todos tendieron involuntariamente la mano.

—¡Un instante, corderos míos! —dijo D’Artagnan—. Si hay beneficios, también hay cargas.

—¡Oh, oh! —exclamó la reunión.

—Amigos míos, nosotros vamos a encontrarnos en una posición que no sería sostenible entre gente sin juicio; yo hablo claro: estamos entre la horca y la Bastilla.

—¡Oh, oh! —repuso el coro.

—Esto es fácil de comprender. Ha sido necesario explicar al general Monk la desaparición de su tesorero, y para esto he aguardado el momento inesperado de la restauración del rey Carlos, que es uno de mis amigos.

El ejército cambió una mirada de satisfacción con la mirada bastante orgullosa de D’Artagnan.

—Restaurado el rey, he devuelto al señor Monk su hombre de negocios, un poco desplumado, es cierto, pero al fin se lo he devuelto. El general Monk, perdonándome, porque me ha perdonado, no ha podido menos de decirme estas palabras, que, encargo a cada uno de vosotros grabe aquí entre los ojos y bajo la bóveda del cráneo: «Caballero, la broma puede pasar, pero, naturalmente, no me gustan las bromas; si una palabra siquiera de lo que habéis hecho (comprendéis, señor de Menneville) sale de vuestros labios, o de los labios de vuestros compañeros, tengo en mi gobierno de Escocia y de Irlanda setecientas cuarenta y una horcas de madera de encina, claveteadas y untadas de sebo todas las semanas. Regalaré, pues, una de estas horcas a cada uno de vosotros; y notad bien esto, querido señor de D’Artagnan —añadió— (notadlo también vos, apreciable señor de Menneville), todavía me quedarán setecientas treinta para mis placeres secundarios. Además…».

—¡Ah, ah! —gritaron los auxiliares de D’Artagnan—. ¿Hay más todavía?

—Una miseria más: «Señor de D’Artagnan, he remitido al rey de Francia el tratado en cuestión, con una sola súplica para que haga en cerrar provisionalmente en la Bastilla, y después enviarme aquí a todos los que tomaron parte en la expedición, y ésta es una súplica a la que accederá el rey».

Un grito de terror partió de todos los ángulos de la mesa.

—¡Pero, bah! —exclamó D’Artagnan—. Ese valiente Monk se ha olvidado de una cosa, y es que no sabe el nombre de ninguno de vosotros; sólo yo os conozco, y ya calcularéis que no seré yo quien os venda. ¿Para qué? Yo supongo que nunca seréis bastante necios para denunciaros vosotros mismos, porque entonces, el rey, para ahorrarse los gastos de alimento y habitación, os enviaría a Escocia, donde se hallan las setecientas cuarenta y una horcas. Esto es lo que pasa, señores. Y ahora, ya no tengo una palabra que añadir a lo que acabo de tener el honor de deciros. Estoy seguro de que se me ha comprendido perfectamente; ¿no es cierto, señor de Menneville?

—Perfectamente —replicó éste.

—Ahora, los escudos —exclamó D’Artagnan—. Cerrad las puertas. Y abrió el saco sobre la mesa, donde cayeron muchos escudos de oro. Cada cual hizo un movimiento hacia ellos.

—¡Poco a poco! —dijo D’Artagnan—. Que nadie se mueva, y haré la cuenta.

En efecto, dio cincuenta de aquellos escudos a cada uno, y recibió tantas bendiciones como monedas había entregado.

—Ahora —dijo—, si os fuese posible arreglaros un poco, si pudierais haceros buenos y honrados…

—Dificilillo es —dijo uno de los asistentes.

—¿Por qué decís eso, capitán? —dijo otro.

—Lo digo porque si os hallara por ahí… ¿quién sabe…? regresadlos de cuando en cuando con alguna propina…

E hizo una seña a Menneville, que lo escuchaba con aire reservado.

—Menneville —dijo—, venid conmigo. Adiós, valientes; os recomiendo seáis discretos.

Menneville le siguió, en tanto que los saludos de los otros se confundían con el dulce ruido del oro que sonaba en sus bolsillos.

—Menneville —dijo D’Artagnan cuando estuvieron en la calle—, no sois tonto, y tened cuidado de no convertiros en tal; no me producís el efecto de que tengáis miedo a las horcas del señor Monk, ni a la Bastilla de Su Majestad Luis XIV, pero me haréis la gracia de tenerlo de mí. Pues bien, oíd: a la menor palabra que se os escape, os mataré como a un pollo. Tengo la absolución del Papa.

—Os aseguro que no sé absolutamente nada, señor de D’Artagnan, y que todas vuestras palabras son artículos de fe para mí.

—Bien seguro estaba yo de que sois un muchacho de talento —dijo el mosquetero—; hace veinticinco años que os he juzgado. Estos cincuenta escudos de oro que os doy como plus, os probarán al afecto que os tengo. Tomad.

—Gracias, señor de D’Artagnan —dijo Menneville.

—Con esto ya podéis ser realmente un hombre de bien —repuso D’Artagnan con tono más serio—. Sería vergonzoso que un talento como el vuestro, y un nombre que no os atrevéis a llevar, se encontrasen borrados para siempre bajo el orín de una vida mala. Haceos un hombre honrado, Menneville, y vivid un año con, esos cien escudos de oro, es una bonita cantidad: dos veces el sueldo de un oficial de graduación. Id a verme dentro de un año y ¡diantre! haré de vos alguna cosa.

Menneville juró, como habían hecho sus camaradas, ser mudo como un sepulcro. Y, sin embargo, preciso es que alguien haya hablado; y como sin duda no han sido los nueve compañeros, ni Menneville tampoco, necesario es que fuera D’Artagnan, quien, como gascón, tenía la lengua muy cerca de los labios. Porque, si no él, ¿quién había de ser? ¿Y cómo había de explicarse el secreto de la caja de pino agujereada que de manera tan completa ha llegado a nosotros, como ha podido verse, y cuya historia hemos referido con tan minuciosos pormenores? Pormenores que por lo demás iluminan con claridad tan nueva como inesperada toda esa parte de la historia de Inglaterra, abandonada hasta hoy en la obscuridad por los, historiadores.

Capítulo XXXVIII

Donde se ve cómo el abacero francés se había ya rehabilitado en el siglo XVII

Hechas ya sus cuentas y sus recomendaciones, sólo pensó D’Artagnan en volver a París lo antes posible. Athos, por su parte, también deseaba regresar a casa y descansar un poco.

Por más enteros que hayan quedado el carácter y el hombre después de las fatigas de un viaje, el viajero ve con placer, al fin del día, y mucho más si el día ha sido espléndido, que la noche va a proporcionarle un poco de sueño. Así es que desde Boulogne a París, cabalgando los dos amigos uno junto a otro, un tanto absortos en sus pensamientos individuales, no hablaron cosas bastante interesantes para qué enteremos de ellas al lector; entregados ambos a sus reflexiones personales, y construyéndose el porvenir a su manera, se ocuparon principalmente en acortar la distancia por medio de la celeridad. Athos y D’Artagnan llegaron en la noche del cuarto día después de su salida de Boulogne, a las barreras de París.

—¿Dónde vais, amigo? —preguntó Athos.

—Yo voy derecho a mi casa.

—Y yo derecho a la de mi consocio.

—¿A casa de Planchet?

—Sí, buen amigo, al «Pilón de Oro».

—Por supuesto, nos volveremos a ver.

—Si estáis en París, sí; porque yo me quedo.

—No; después de haber abrazado a Raúl, a quien he citado en mi casa, salgo inmediatamente para la Fère.

—Entonces, adiós, buen amigo.

—Hasta más ver, diréis mejor, pues no sé por qué me parece que os vendréis a vivir conmigo a Blois. Ya que sois libre, ya que sois rico, os compraré, si gustáis, una buena hacienda en las cercanías de Cheverny o en las de Bracieux. Por una parte, tendréis los bosques más hermosos del mundo, que van a unirse con los de Chambord, y por otra, huertas admirables. Vos, a quien tanto place la caza, y que de grado o por fuerza sois poeta, encontraréis allí faisanes, codornices y cercetas, sin contar puestas de sol y paseas en barca, que causarían envidia a Nemrod y al mismo Apolo. Esperando la adquisición habitaréis en la Fère, e iremos a levantar la marica en las viñas, como hacía el rey Luis XIII. Es un moderado placer para viejos como nosotros.

D’Artagnan tomó las manos de Athos.

—Amigo mío —le dijo—, no os digo que sí, ni que no. Dejadme pasar en París el tiempo indispensable para arreglar todos mis asuntos, y para acostumbrarme poco a poco a la pesada y brillante idea que agita mi cerebro. Soy rico, ya lo sabéis, y de aquí a que me haya acostumbrado a la riqueza, me conozco, seré un animal insoportable. Ahora bien, tampoco soy tan bestia como para carecer de espíritu ante un amigo como vos, Athos. El vestido es hermoso y ricamente dorado, pero nuevo, y me molesta en las sisas.

Athos sonrió.

—Sea lo que queráis —dijo—; pero a propósito de ese vestido, ¿queréis que os dé un consejo, amigo D’Artagnan?

—¡Oh! Con mucho gusto.

—¿Y no os enfadaréis?

—¡Vamos!

—Cuando la riqueza llega tarde y de pronto, hay que hacerse avaro para no cambiar, es decir, es preciso no gastar mucho más dinero del que uno tenía antes, o hacerse pródigo y tener tantas deudas que vuelva a ser pobre.

—¡Ah! Eso que me decís se parece mucho a un sofismo, mi querido filósofo.

—No lo creo. ¿Tratasteis de aceros avaro?

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Autori teised raamatud