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100 Clásicos de la Literatura

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Los espectadores se levantaban de sus sitios; algunos, abandonando los asientos, bajaban a los pasillos para ver mejor y se producían así mortales apreturas. Parecía que aquella sobreexcitada multitud acabaría arrojándose también a la arena y se pondría a destrozar a los cristianos en compañía de los leones.

En algunos momentos se escuchaban unos gritos inhumanos; en otros, alaridos, aplausos, gruñidos, rechinamiento de dientes, aullidos de los colosos, y a intervalos, tan sólo unos gemidos aislados.

El César, puesta la esmeralda ante el ojo, contemplaba ahora con atención aquel espectáculo. En la fisonomía de Petronio había una expresión de repugnancia y desdén.

Quilón había sido sacado del circo.

Pero del cuniculum seguían saliendo nuevas víctimas.

Desde la fila superior de asientos del anfiteatro, el apóstol Pedro las contemplaba. Nadie le observaba, porque todas las cabezas se hallaban entonces vueltas hacia la arena; así que se había levantado de su asiento, y, como antes, en la viña de Cornelio había bendecido para la muerte y para la eternidad a los cristianos, que ya se aprestaban para ir a la prisión, así, ahora, bendecía con la señal de la cruz a los que iban siendo destrozados entre las garras y los dientes de las bestias feroces. Bendecía su sangre, su tortura, sus cuerpos inanimados y convertidos en masas informes y sus almas, que volaban huyendo de aquella arena sangrienta.

Algunos alzaban los ojos hacia él, y sus rostros se iluminaban y sonreían al ver en alto, sobre sus cabezas, dibujarse la señal de la cruz. Pero Pedro tenía el corazón desgarrado y decía:

—¡Oh Señor! ¡Hágase tu voluntad! ¡Por la gloria y por la verdad, están pereciendo mis ovejas! Tú me ordenaste que las apacentara; hoy te las entrego, Señor. Tú cuéntalas. Tú acógelas en tu seno, cura sus heridas, suaviza sus dolores y otórgales una felicidad superior al martirio que aquí han sufrido.

Y las iba bendiciendo una tras otra, grupo tras grupo, con tanto amor como si hubieran sido sus propios hijos a quienes estuviera entregando personalmente en manos de Cristo. Entonces, el César, bien acordándose de ello, bien impulsado por el deseo de que aquel espectáculo superase a todo cuanto se hubiera visto en Roma hasta entonces, murmuró algunas palabras al oído del prefecto de la ciudad.

Este abandonó el podium y se dirigió inmediatamente al cuniculum.

Hasta el populacho se sorprendió viendo, al cabo de algunos momentos, abrirse de nuevo el enrejado. Y esta vez salieron a la arena fieras de toda especie: tigres del Éufrates, panteras de Numidia, osos, lobos, hienas y chacales. Toda la arena se vio cubierta de un mar ondeante de pieles rayadas, amarillas, castañas, morenas y manchadas.

Y fue aquél un caos, en medio del cual la mirada nada podía distinguir, excepto las terribles caídas, precipitadas, convulsivas, oscilatorias y ondulantes de los lomos de aquellas fieras. El espectáculo había perdido ya toda apariencia de realidad para transformarse en una orgía de sangre, en un sueño espantoso, en un monstruoso espejismo ideado por una mente delirante. La medida se había colmado.

En medio de gritos, lamentos y rugidos, aquí y allá, en los asientos de los espectadores, empezaron a dejarse oír risas espasmódicas o aterrorizadas de las mujeres, cuyas fuerzas se habían visto vencidas. El pueblo se horrorizaba al fin. Los semblantes se habían ensombrecido, y varias voces empezaron a gritar:

—¡Basta! ¡Basta!

Pero era más fácil traer a las fieras a la arena que sacarlas de ella. No obstante, el César discurrió un medio apropiado para despejar el circo, procurando al mismo tiempo al pueblo un entretenimiento. En todos los pasillos que había entre los asientos se presentaron diferentes grupos de númidas, negros, ataviados con plumas, llevando aretes en las orejas y armados de arcos. El pueblo adivinó lo que iba a suceder y acogió a los arqueros con alegres salutaciones.

Los númidas se aproximaron a la barandilla y, colocando en posición sus flechas, empezaron a asaetear a los grupos de fieras. Y éste fue, en realidad, un espectáculo nuevo.

Los esbeltos cuerpos negros se doblaban hacia atrás, extendían sus flexibles arcos y lanzaban, uno tras otro, dardos. El zumbido característico de las cuerdas y el silbar de las emplumadas flechas se mezclaba con los aullidos de las fieras y los gritos de admiración de los espectadores.

Osos, lobos, panteras y hombres aún vivos iban cayendo uno tras de otro. Aquí y allá, un león, sintiendo una saeta en su costado, contraía rabiosamente las mandíbulas y se volvía con un movimiento súbito a coger y quebrar el proyectil que le había herido. Otros daban rugidos de dolor.

Las fieras menores, poseídas de pánico, corrían a ciegas por la arena o se arrojaban de cabeza contra el enrejado. Y entretanto, los dardos seguían silbando y silbando por el aire hasta que llegó un momento en que el último de los seres vivos que había en la arena quedó derribado y debatiéndose en las convulsiones postreras de la agonía.

Entonces, centenares de esclavos se precipitaron en la arena, armados de azadas, palas, escobas, carretillas, cestas para el transporte de las vísceras y sacos de arena.

Salieron en grupos sucesivos, y en toda la extensión del circo desplegaban una actividad febril. La arena fue así, al cabo de pocos instantes, despejada de cadáveres; se extrajo la sangre y el cieno, se cavó, se niveló el piso y se le cubrió con una nueva capa de arena.

Hecho esto penetró una legión de cupidos, quienes esparcieron sobre el nuevo piso hojas de rosas, azucenas y una gran variedad de otras flores. Fueron de nuevo encendidos los pebeteros y se retiró el velarium, pues el sol ya había bajado considerablemente.

Y entre el público se miraban las personas unas a otras con asombro y preguntándose qué nuevo espectáculo las aguardaba.

Y, en efecto, sucedió un espectáculo que no habrían podido ni siquiera imaginar. El César, que había abandonado el podium algunos momentos antes, se presentó de pronto en la florida arena llevando un manto de púrpura sobre los hombros, y en la cabeza, una corona de oro. Doce coristas con cítaras le seguían. Sostenía en la mano un laúd de plata y se adelantó con solemne paso hasta el centro del circo, saludó varias veces a los espectadores, alzó la mirada hacia el cielo y pareció estar aguardando un soplo de inspiración. Por último hizo vibrar las cuerdas y cantó así:

¡Oh radiante hijo de Leto,

señor de Tenedos, de Quio y Crisópolis!,

¿eres tú quien, teniendo la custodia

de Ilión, la ciudad sagrada,

pudo entregarla a la cólera del griego

y consentir que los altares en los que ardía sacro fuego

los mancillara la sangre troyana?

Se alzaban a ti las temblorosas manos,

¡oh el del arco de plata, que tiras a lo lejos

de los míseros ancianos!

Las madres, desde lo íntimo del pecho,

levantaban su voz lastimera

pidiendo piedad para sus hijos.

Y a sus quejas doloridas

las piedras se hubieran conmovido con sus ruegos.

Pero tú fuiste, ¡oh Esminteo!, insensible

como roca al dolor humano.

Aquel canto fue transformándose gradualmente en una elegía dolorida y lastimera. En el circo reinaba el silencio. Al cabo de algunos instantes, el César, conmovido a su vez, siguió cantando:

Con los sones de tu lira celeste

pudiste ahogar los gemidos

y los lamentos de los corazones.

¡Hoy mismo, a los ecos tristes

de este canto,

nuestros ojos se llenan de lágrimas

como las flores se bañan de rocío!

Mas ¿quién podrá resucitar de las cenizas

del fuego, el desastre y la ruina,

aquel terrible día?

Y entonces tú, ¿dónde estabas, oh Esminteo?…

Al llegar aquí, la voz de Nerón tembló y se le humedecieron los ojos. En las pestañas de las vestales brillaban lágrimas. Y el pueblo, que le había escuchado en silencio, permaneció todavía mudo por breves momentos antes de estallar en una prolongada tempestad de aplausos.

Entretanto, desde fuera, y a través de los vomitoria, venía el ruido de los vehículos chirriantes, sobre los que se habían colocado los sangrientos restos de los cristianos, hombres, mujeres y niños, para ser llevados a las terribles fosas llamadas puticuli.

El apóstol Pedro se llevó ambas manos a su temblorosa y blanca cabeza y se dijo en lo más profundo de su alma: «¡Señor! ¡Señor! ¡En qué manos has puesto el gobierno del mundo! ¿Por qué has querido fundar tu ciudad en este sitio?».

XXII

El sol descendía a su ocaso y parecía disolverse en el crepúsculo vespertino.

Había terminado el espectáculo.

Las multitudes iban saliendo del anfiteatro por los vomitoria, diseminándose por la ciudad. Solamente los augustanos permanecieron algún tiempo más; aguardaban que disminuyese aquella inmensa corriente del pueblo. Habían abandonado sus asientos y se habían reunido en el podium, al que acababa de volver el César a escuchar las alabanzas que le tributarían.

Aun cuando los espectadores no le habían escatimado los aplausos al acabar su canto, no estaba satisfecho Nerón; él había esperado un entusiasmo rayano en la locura. En vano resonaban ahora en sus oídos verdaderos himnos de alabanza, en vano las vestales le besaban la «divina» mano, y Rubria se inclinaba hasta tocar con sus rojizos cabellos el pecho del César.

Nerón no estaba satisfecho y no sabía disimularlo. Le sorprendía y al mismo tiempo le inquietaba el silencio que guardaba Petronio. Cualquier frase ingeniosa y lisonjera de sus labios habría sido para él gran consuelo en aquel momento.

 

Por último, incapaz de contenerse, el César hizo al árbitro señal de que se acercara.

—Habla —le dijo, cuando Petronio hubo entrado en el podium.

—Guardo silencio —contestó el árbitro fríamente— porque no encuentro palabras. Te has excedido a ti mismo.

—Así me pareció a mí también; sin embargo, esa gente…

—¿Acaso esperas que esos bastardos sean capaces de comprender la poesía?

—Pero tú también habrás notado que no me han aplaudido como yo merecía.

—Porque has elegido un mal momento.

—¿Cómo?

—Cuando la ola de sangre llega hasta el cerebro de los hombres es imposible que escuchen atentamente.

—¡Ah, esos cristianos! —replicó Nerón, apretando los puños—. Incendiaron a Roma y ahora me injurian a mí. ¿Qué nuevos castigos podré inventar para ellos?

Petronio vio que había entrado por mal camino y que sus palabras estaban produciendo un efecto contrario al que se había propuesto; así, pues, a fin de distraer la atención del César por otro lado, se inclinó hacia él y le dijo al oído:

—Tu canción es maravillosa, pero he de hacerte una observación: en el cuarto verso de la tercera estrofa deja el metro algo que desear.

Nerón se ruborizó intensamente, como si le hubieran sorprendido en algún acto vergonzoso, se pintó una expresión de temor en su mirada y contestó en voz baja también:

—Tú lo ves todo. Ya lo sé. He de rehacer ese verso. Pero creo que ningún otro lo ha notado. Y tú, por amor de los dioses, no hables de ello a nadie, si estimas la vida.

A esto contestó Petronio, frunciendo las cejas, y como en un estallido de aburrimiento e indiferencia:

—Puedes condenarme a muerte, ¡oh divinidad!, si te engaño; pero no me vas a atemorizar con ella, porque saben los dioses, mejor que nadie, si yo temo la muerte.

Diciendo esto miró fijamente a los ojos del César, que le contestó al cabo de algunos instantes:

—No te enfades… Ya sabes que te amo…

«¡Mala señal!», pensó Petronio.

—Había pensado invitarte hoy a una fiesta —añadió Nerón—; mas prefiero encerrarme y pulir ese maldito verso de la tercera estrofa. Por otra parte, además de ti, bien puede haberlo notado Séneca, y acaso también Segundo Carinas; pero yo me libraré prontamente de ellos.

Hizo entonces llamar a Séneca y le declaró que le mandaba con Acrato y Segundo Carinas a Italia y las demás provincias en busca de dinero, que debía conseguir de las ciudades, de los pueblos y de los templos más famosos; en una palabra: de todo lugar donde fuera posible encontrar dinero, o por lo menos sacarlo por la fuerza. Pero Séneca, comprendiendo que la idea del César era encargarle de una obra de pillaje, sacrilegio y robo, se negó categóricamente a partir.

—Es necesario que me retire al campo, señor —dijo—, y esperar allí la muerte, porque estoy viejo ya, y mis nervios se hallan enfermos.

Los nervios iberos de Séneca eran más fuertes que los de Quilón, y en realidad no estaban enfermos; pero era malo su estado general de salud, parecía ya una sombra y sus cabellos se habían vuelto completamente canos desde hacía poco.

El mismo Nerón, al mirarle, pensó que, en efecto, no tendría necesidad de aguardar mucho tiempo la muerte de aquel hombre y contestó:

—No quiero exponerte a las fatigas de un viaje si estás enfermo, pero el afecto que por ti siento me mueve a retenerte cerca de mí. Así pues, en vez de ir al campo, te quedarás en tu propia casa y no saldrás de ella.

Luego dijo, riendo:

—Si mandase a Acrato y a Carinas solos, eso equivaldría a encargar a un par de lobos que salgan en busca de ovejas. ¿A quién designaré para que los acompañe y dirija?

—A mí, señor —dijo Domicio Afer.

—¡No! De ninguna manera quiero atraer sobre Roma la cólera de Mercurio, a quien avergonzarías con tus robos. Necesito algún estoico parecido a Séneca o a mi nuevo amigo el filósofo Quilón.

Y, echando una ojeada a su alrededor, agregó:

—Pero ¿qué le ha sucedido a Quilón?

El griego había vuelto en sí al salir al aire libre, y al regresar al anfiteatro a escuchar el canto del César se aproximó y dijo:

—Aquí estoy, ¡oh radiante vástago del Sol y de la Luna! Me sentí mal, pero tu canto me ha restablecido.

—Te voy a mandar a la Acaya —dijo Nerón—. Tú has de saber, hasta el último sestercio, cuánto hay allí en cada templo.

—Mándame, sí, ¡oh Zeus!, y los dioses te pagarán un tributo superior a cuantos hayan sido conocidos hasta ahora.

—Bien quisiera, pero no deseo privarte de presenciar los próximos juegos.

—¡Oh Baal!… —exclamó Quilón.

Los augustanos, encantados al ver que el César había recobrado el buen humor, empezaron a reír y exclamaron:

—No, señor, no prives a este valiente griego de la vista de los juegos.

—Pero prívame, sí, ¡oh señor!, de la vista de estos bulliciosos gansos del Capitolio, cuyos sesos, reunidos en una sola masa, no alcanzarían a llenar la cáscara de una nuez —replicó Quilón—. ¡Oh primogénito de Apolo! Estoy escribiendo un himno griego en tu honor y desearía pasar algunos días en el templo de las Musas, a fin de implorar su divina inspiración.

—¡Oh, no! —exclamó Nerón—. Es tu deseo escapar de los futuros juegos. No lo conseguirás.

—¡Te juro, señor, que estoy escribiendo un himno! —Entonces lo escribirás por la noche. Pide inspiración a Diana, que, después de todo, es hermana de Apolo.

Quilón bajó la cabeza y miró con rabia a los presentes, quienes tornaron a reír.

El César, volviéndose a Senecio y a Suilio Nerulino, dijo:

—Imaginaos que de los cristianos destinados para el día de hoy, apenas hemos podido concluir con la mitad.

A estas palabras, el viejo Aquilio Régulo, gran conocedor de todo lo referente al anfiteatro, meditó un momento y dijo:

—Los espectáculos en que se presenta gente sine armis et sine arte duran siempre mucho y son menos entretenidos.

—Ordenaré entonces que les den armas —contestó Nerón. Pero el supersticioso Vestino salió de su meditación y preguntó con voz llena de misterio:

¿No habéis notado que al morir ven algo? Miran hacia arriba y se diría que expiran sin dolor alguno. Estoy seguro de que ven algo…

Y alzó los ojos hacia la parte superior del anfiteatro, sobre la que la noche había empezado a extender ya su estrellado velarium. Pero los demás le contestaron con risas y grotescas conjeturas acerca de lo que podrían ver los cristianos en el momento de la muerte.

Entretanto, el César hizo una señal a los esclavos portadores de las antorchas y salió del circo seguido por las vestales y los senadores, diputados y augustanos.

La noche era clara y tibia. Delante del circo quedaba una multitud deseosa de presenciar la partida del César, pero su actitud era reservada y sombría.

Aquí y allí se escucharon algunos aplausos, pero de muy corta duración.

Del spoliarium seguían saliendo carretas crujientes que conducían los sangrientos despojos de los cristianos.

Petronio y Vinicio emprendieron su camino en silencio. Sólo cuando se hallaban cerca de la puerta del árbitro, preguntó éste:

—¿Has pensado en lo que te propuse?

—Sí —contestó Vinicio.

—¿Creerás que para mí también esta cuestión es ahora de la más alta importancia? Es necesario que yo la liberte, a despecho del César y de Tigelino. Es una especie de batalla, en la que me he comprometido a vencer; una especie de juego en el que deseo ganar, aun a costa de mi vida. El día de hoy me ha confirmado todavía más en mi proyecto.

—¡Quiera Cristo premiarte!

—Ya lo verás.

Y conversando así llegaron a la puerta de la casa y bajaron de la litera. En aquel momento se les acercó una oscura figura y dijo:

—¿Está aquí el noble Vinicio?

—Aquí está —contestó el tribuno—. ¿Qué deseas?

—Soy Nazario, el hijo de Miriam. Vengo de la prisión y te traigo noticias de Ligia.

Vinicio puso una mano en el hombro del joven y le miró a los ojos sin poder articular ni una palabra; pero Nazario adivinó la pregunta que moría en sus labios, y dijo:

—Vive todavía. Urso me manda a decirte que ella reza en medio de su delirio y repite tu nombre.

—¡Alabado sea Cristo, que me la puede restituir! —dijo Vinicio. Y condujo a Nazario a la biblioteca. Al cabo de pocos momentos se reunió con ellos Petronio para escuchar su conversación.

—La enfermedad la salvó de la vergüenza, porque los verdugos temen el contagio —repuso el joven—. Urso y Glauco, el médico, velan de día y de noche a su cabecera.

—¿Tiene siempre los mismos guardianes?

—Sí, señor, y está en el aposento de ellos. Todos los presos que se hallaban en el calabozo inferior murieron de fiebre o asfixiados.

—¿Quién eres tú? —preguntó Petronio.

—El noble Vinicio me conoce. Soy el hijo de la viuda en cuya casa se hospedó Ligia.

—¿Eres cristiano?

El joven dirigió una mirada interrogativa a Vinicio; pero viendo que éste se hallaba rezando, levantó la cabeza, y dijo:

—Sí, señor.

—¿Cómo es que puedes entrar libremente en la prisión?

—Me tomaron para el transporte de cadáveres y acepté el oficio, a fin de poder así ayudar a mis hermanos y llevarles noticias de la ciudad.

Petronio miró con más atención el rostro bien parecido del muchacho, sus ojos azules y sus cabellos negros y abundantes.

—¿De qué país eres, joven? —preguntó.

—Soy galileo, señor.

—¿Y quisieras ver libre a Ligia?

El joven alzó los ojos al cielo y contestó:

—Sí, aunque hubiera de morir después.

En esto terminó Vinicio su oración y dijo:

—Di a los guardianes que la coloquen en un ataúd, como si estuviera muerta. Y tú busca algunos hombres que puedan ayudarte a sacarla durante la noche. Cerca de las «fosas pútridas» habrá gente aguardándote con una litera. A ellos les darás el ataúd. Promete a los guardianes, de parte mía, todo el oro que puedan llevar en sus mantos.

Y mientras hablaba, su rostro iba perdiendo su habitual expresión de estupor y renacía el antiguo soldado, a quien la esperanza le había devuelto ahora su antigua energía.

A Nazario se le iluminó el semblante de alegría, y elevando los brazos al cielo, exclamó:

—¡Quiera Cristo devolverle la salud, porque luego estará libre!

—¿Piensas tú que los guardianes consentirán? —preguntó Petronio.

—¿Ellos, señor? Sí, con tal que estén seguros de escapar al castigo o a la tortura.

—Así es —dijo Vinicio—. Los guardianes han consentido ya en la fuga; con mucha más razón permitirán que nos la llevemos como si fuera un cadáver.

—Es cierto —repuso Nazario— que hay un hombre encargado de quemar con un hierro candente los cuerpos que transportamos fuera de la prisión, a fin de cerciorarse de si, en efecto, son cadáveres. Pero ese hombre, si se le dan unos sestercios, no quemará con el hierro la cara de los muertos. Por un áureo no tocará el cuerpo, sino el ataúd.

—Prométele todo el oro que pueda contener su bonete —dijo Petronio—. Pero ¿podrás tú encontrar auxiliares seguros?

—Puedo encontrar hombres capaces de vender por dinero a sus propias mujeres y a sus hijos.

—¿Dónde los encontrarás?

—En la prisión misma, o en la ciudad. Una vez sobornados los guardianes, dejarán entrar en la cárcel a quienes yo quiera.

—En tal caso llévame como si fuera un sirviente —replicó Vinicio.

Pero Petronio se opuso a esto con todas sus fuerzas.

—Los pretorianos podrían conocerte, a pesar de tu disfraz —dijo—, y entonces todo estaría perdido. No debes ir ni a la cárcel ni a las «fosas pútridas». Es necesario que todos, incluso el César y Tigelino, queden convencidos de que ella ha muerto. Sólo podemos alejar toda sospecha del modo siguiente: aun después que haya sido transportada a los montes Albanos, o más lejos todavía, a Sicilia, será menester que permanezcamos nosotros en Roma. Una o dos semanas después caerás enfermo y llamarás al médico de Nerón, quien te prescribirá un viaje a las montañas. Y entonces, tú y ella os reuniréis por fin, y más tarde…

Aquí se detuvo a meditar, y agregó luego con un ademán:

—Pueden venir otros tiempos.

—¡Tenga Cristo misericordia de ella! —exclamó Vinicio—. ¡Tú estás hablando de Sicilia, mientras que Ligia está enferma y próxima a morir!…

 

—Al principio la alojaremos cerca de Roma. Bastará el aire puro para que se restablezca, con tal que logremos arrancarla de la prisión. ¿No tienes tú en las montañas algún administrador en quien puedas confiar?

—¡Sí, tengo! ¡Sí! —contestó prontamente Vinicio—. Cerca de Corioli hay un hombre de confianza que me llevó en sus brazos cuando yo era niño y que todavía me ama.

—Escríbele que venga mañana —dijo Petronio, pasando a Vinicio unas tablas—. Enviaré un correo inmediatamente.

Y llamó al jefe del atrium, dándole enseguida las órdenes oportunas. Pocos momentos después, un esclavo a caballo se dirigía a toda velocidad, en medio de la noche, a Corioli.

—Quisiera que Urso la acompañase… —dijo Vinicio—. Así quedaría más tranquilo…

—Señor —dijo Nazario—, ése es un hombre de fuerzas sobrehumanas, capaz de derribar puertas, romper rejas y seguirla. Hay una ventana que da a una empinada roca en donde no se ha apostado guardián alguno. Yo puedo llevar a Urso una cuerda; él hará lo demás.

—¡Por Hércules! —dijo Petronio—. Que salga de la prisión como pueda; pero no al mismo tiempo que ella, ni siquiera dos o tres días después, porque le seguirían y descubrirían su escondite. ¡Por Hércules! ¿Queréis perderos y perderla? Os prohíbo que digáis a Urso ni siquiera una sola palabra de Corioli, o me lavo las manos.

Ambos reconocieron la cordura de estas palabras y callaron.

Nazario pidió entonces permiso para retirarse, prometiendo volver al rayar el alba del día siguiente. Esperaba ponerse al habla la misma noche con los guardianes; pero quería correr antes a casa de su madre, que en aquella época de terribles incertidumbres no tenía un momento de tranquilidad pensando en su hijo. Después de meditar el asunto decidió Nazario no elegir cómplices en la ciudad, sino sobornar a uno de sus propios compañeros conductores de cadáveres.

Antes de partir se detuvo y, llamando aparte a Vinicio, le susurró al oído:

—No he de revelar a nadie nuestro plan, ni siquiera a mi propia madre; pero el apóstol nos prometió que iría del anfiteatro a nuestra casa; se lo contaré todo.

—Aquí puedes hablar libremente —le contestó Vinicio—. El apóstol se hallaba en el anfiteatro, entre los acompañantes de Petronio. Yo mismo iré contigo.

Y ordenó que le trajeran un manto de esclavo y salieron juntos. Petronio exhaló un hondo suspiro. «Yo antes deseé —pensó— que ella muriera de esa fiebre, porque eso habría sido menos terrible para Vinicio. Pero ahora, por su salud, estoy dispuesto a ofrecer a Esculapio un trípode de oro. ¡Ah Ahenobarbus! ¡Tú has querido hacer de la angustia de un amante un espectáculo; tú, Augusta, has tenido envidia de la hermosura de esa doncella, y ahora quisieras devorarla viva, porque ha perecido tu Rufio! ¡Tú, Tigelino, quieres destruirla para vengar tu rabia contra mí!… Pues bien: ¡veremos! Os digo a todos que no la habrán de contemplar vuestros ojos en la arena, porque o ha de morir de muerte natural, o he de arrancárosla como una presa de las mandíbulas de los perros, y arrancárosla de manera tal, que ni siquiera os deis cuenta. Y luego, cada vez que vuelva a encontraros después, me diré: "¡He ahí los imbéciles a quienes ha burlado Petronio!"».

Y satisfecho de sí mismo se dirigió al triclinio a cenar con Eunice.

Mientras comían, un lector les recitaba los Idilios de Teócrito. Afuera, el viento arrastraba espesas nubes desde el Soracto, y luego, una tempestad repentina rompió el silencio de aquella tranquila noche. A intervalos retumbaba el trueno por entre las siete colinas, mientras Petronio y Eunice, reclinados juntos en la mesa, escuchaban al poeta bucólico, que en el armonioso dialecto de los dorios celebraba los amores pastoriles.

Un poco más tarde, ambos, lleno el espíritu de dulce tranquilidad, se preparaban ya para entregarse a un agradable sueño, cuando Vinicio regresó. Petronio fue a su encuentro.

—¿Tenéis al fin algún proyecto nuevo? —preguntó—. ¿Ha ido Nazario a la prisión?

—Sí —contestó el joven tribuno, arreglándose el cabello empapado con la lluvia—. Nazario ha ido a entenderse con los guardianes, y yo he visto a Pedro, que me ha mandado que rece y tenga fe.

—Eso está muy bien. Si todo sigue favorablemente podremos llevárnosla la noche próxima.

—Mi administrador debe estar aquí al rayar el alba.

—El camino es corto. Y ahora ve a descansar.

Pero Vinicio entró en su cubiculum solamente para ponerse allí de rodillas y rezar.

A la salida del sol, Níger, el administrador, llegó de Corioli trayendo consigo, por orden de Vinicio, mulas, una litera y cuatro hombres de confianza, elegidos entre sus esclavos de Bretaña, y quienes, intencionadamente, se habían quedado en una posada del Suburra. Vinicio, que había velado toda la noche, salió al encuentro de Níger. Éste, conmovido a la vista de su joven señor, le besó las manos y los ojos, diciendo:

—Querido, ¿estás enfermo, o acaso los sufrimientos han secado de tal manera tu rostro que apenas he podido reconocerte al principio?

Vinicio le condujo a la columna interior (llamada xystum) y le hizo partícipe de su secreto. Níger le escuchó atentamente, y en su enjuto y atezado semblante se pintó una honda emoción, que no intentó dominar.

—Entonces, ¿ella es cristiana? —exclamó por fin.

Y miró inquisitivamente a Vinicio, que adivinó su intención, y dijo:

—También yo soy cristiano.

Lágrimas de alivio brillaron entonces en los ojos de Níger. Permaneció silencioso un instante, y luego, alzando las manos al cielo, exclamó:

—¡Gracias te doy, oh Cristo, por haber quitado la venda de los ojos que más quiero en el mundo!

Estrechó contra su pecho la cabeza de Vinicio, llorando de felicidad, y empezó a besar su frente.

Un momento después llegó Petronio seguido de Nazario.

—¡Buenas nuevas! —exclamó desde lejos.

Y, en efecto, era portador de noticias favorables.

En primer lugar, Glauco, el médico, respondía de la vida de Ligia, aun cuando ésta se hallaba atacada de la misma fiebre de que, en el Tullianum y en las demás prisiones, morían a diario centenares de cristianos. En cuanto a los guardianes y al hombre encargado de comprobar la efectividad de la muerte por medio de la aplicación de hierros candentes no había la menor dificultad. Atís, el ayudante, estaba también conforme.

—Hemos abierto en el ataúd varios agujeros a fin de que la enferma tenga aire —dijo Nazario—. El único peligro posible es que pueda gemir o hablar cuando pasemos delante de los pretorianos. Pero está muy débil y no ha abierto los ojos en toda la mañana. Por lo demás, Glauco le dará un narcótico que preparará él mismo con drogas que le llevé de la ciudad al efecto. No se clavará la tapa del ataúd, de manera que podáis levantarla con facilidad y llevar a la paciente a la litera. Y en su lugar pondremos en el ataúd un saco alargado, lleno de arena, que vosotros habéis de tener preparado.

Vinicio, mientras Nazario decía estas palabras, había palidecido como un lienzo; pero las había escuchado desde el principio con tal atención, que parecía adivinar con los ojos todo lo demás que el muchacho iba diciendo.

—¿Sacarás otros cuerpos de la prisión? —preguntó Petronio.

—Anoche murieron unos veinte, y antes que concluya la tarde habrá más cadáveres —dijo el joven—. Iremos con otros individuos, pero nosotros retardaremos el paso hasta quedar rezagados. En la primera esquina, mi compañero fingirá quedar cojo. Y así quedaremos a considerable distancia detrás de los otros. Nos esperaréis en el pequeño templo de Libitina. ¡Quiera Dios que la noche sea bastante oscura!

—Dios querrá —dijo Níger—. Anoche estaba el cielo despejado y sobrevino de pronto una tempestad. Hoy también se halla despejado; pero desde esta mañana sopla un aire bochornoso. Ahora, todas las noches habrá viento y lluvia.

—¿Iréis sin antorchas? —preguntó Vinicio.

—Las antorchas solamente las llevan los que van delante. En todo caso encontraos cerca del templo de Libitina al oscurecer, aunque con frecuencia transportamos los cadáveres sólo momentos antes de medianoche.

Hubo enseguida un silencio, durante el que no se oyó más que la precipitada respiración de Vinicio.