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100 Clásicos de la Literatura

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8

A pesar del interés absorbente de la lectura del Udolfo y de la falta de formalidad de la modista, el grupo de Pulteney Street llegó al balneario con puntualidad ejemplar. Dos o tres minutos antes se había presentado en él la familia Thorpe, acompañada de James e Isabella; después de saludar a su amiga con su acostumbrada amabilidad, y de admirar de inmediato el traje y el tocado de Catherine, tomó a ésta del brazo y entró con ella en el salón de baile, bromeando y compensando con pellizcos en la mano y sonrisas la falta de ideas que caracterizaba su conversación.

Pocos minutos después de llegar todos al salón dio comienzo el baile, y James, que, mucho antes de que Catherine se comprometiera con John, había solicitado de Isabella el honor de la primera pieza, rogó a la muchacha que le hiciera el honor de cumplir lo prometido; pero al comprobar Miss Thorpe que John acababa de marcharse a la sala de juego en busca de un amigo, decidió esperar a que volviera su hermano y sacase a bailar a su amiga del alma.

—Le aseguro —dijo a James— que estoy resuelta a no levantarme de aquí hasta que no salga a bailar su hermana; temo que de lo contrario permanezcamos separadas el resto de la noche.

Catherine aceptó con enorme gratitud la propuesta de su amiga, y por espacio de unos minutos permanecieron allí los tres, hasta que Isabella, tras cuchichear brevemente con James, se volvió hacia Catherine y, mientras se levantaba de su asiento, le dijo:

—Querida Catherine, tu hermano tiene tal prisa por bailar que me veo obligada a abandonarte. No hay manera de convencerlo de que esperemos. Supongo que no te molestará el que te deje, ¿verdad? Además, estoy segura de que John no tardará en venir a buscarte.

Aun cuando a Catherine la idea de esperar no le agradó del todo, era demasiado buena para oponerse a los deseos de su amiga, y en vista de que el baile empezaba, Isabella le oprimió cariñosamente el brazo y con un afectuoso «Adiós, querida», se marchó a bailar. Como las dos hermanas de Isabella tenían también pareja, Catherine quedó con la única compañía de las dos señoras mayores. No podía por menos de molestarle el que Mr. Thorpe no se hubiera presentado a reclamar un baile solicitado con tanta antelación, y, aparte esto, le mortificaba el verse privada de bailar y obligada por ello a representar el mismo papel que otras jóvenes que aún no habían encontrado quien se dignara acercarse a ellas. Pero es destino de toda heroína el verse en ocasión despreciada por el mundo, sufrir toda clase de difamaciones y calumnias y aun así conservar el corazón puro limpio de toda culpa. La fortaleza que revela en esas circunstancias es justamente lo que la dignifica y ennoblece. En tal difíciles momentos, Catherine dio también prueba de su fortaleza de espíritu al no permitir que sus labios surgiese la más leve queja.

De tan humillante situación vino a salvarla diez minutos más tarde la inesperada visión de Mr. Tilney, el ingrato pasó muy cerca de ella; pero iba tan ocupado charlando con una elegante y bella mujer que se apoyaba en su brazo, que no reparó en Catherine ni apreciar, por lo tanto, la sonrisa y el rubor que en el rostro de ella había provocado su inesperada presencia. Catherine lo encontró tan distinguido como la primera vez que le habló, y supuso, desde luego, que aquella señora sería hermana suya, con lo que inconscientemente desaprovechó una nueva ocasión de mostrarse digna del nombre de heroína conservando su presencia de espíritu aun en el difícil trance de ver al amado pendiente de las palabras de otra mujer. Ni siquiera se le ocurrió transformar su sentimiento por Mr. Tilney en amor imposible suponiéndolo casado. Dejándose guiar por su sencilla imaginación, dio por sentado que no debía de estar comprometido quien se había dirigido a ella en forma tan distinta de como solían hacerlo otros hombres casados que ella conocía. De estarlo, habría mencionado alguna vez a su esposa, tal como había hecho respecto a su hermana. Tal convencimiento, desde luego, la indujo a creer que aquella dama no era otra que Miss Tilney, evitándose con ello que, presa de gran agitación y desempeñando fielmente su papel, cayera desvanecida sobre el amplio seno de Mrs. Allen, en lugar de permanecer, como hizo, erguida y en perfecto uso de sus facultades, sin dar más prueba de la emoción que la embargaba que un ligero rubor en las mejillas.

Mr. Tilney y su pareja se aproximaron lentamente, precedidos por una señora que resultó ser conocida de Mrs. Thorpe, y tras detenerse aquélla a saludar a la madre de Isabella, la pareja hizo otro tanto, momento en que Mr. Tilney saludó a Catherine con una amable sonrisa. La muchacha correspondió el gesto con infinito placer y entonces él, avanzando más aún, habló con ella y con Mrs. Allen, quien le contestó muy cortésmente.

—Me alegra verlo de nuevo en Bath; temíamos que hubiera abandonado definitivamente el balneario.

El joven agradeció aquel cumplido y le informó de que se había «visto obligado» a ausentarse de Bath algunas horas después de haber tenido el placer de conocerlas.

—Estoy segura de que no lamentará el haber regresado, pues no hay mejor lugar que éste, y no sólo gente joven, sino para todo el mundo. Cuando mi marido se queja de que prolongamos demasiado nuestra estancia aquí, le digo que hace mal en lamentarse, pues en esta época del año el lugar donde vivimos es de lo más aburrido, y, al fin y al cabo, supone una suerte mejor poder recobrar la salud en una población donde es posible distraerse tanto.

—Sólo resta, señora, que la gratitud de verse aliviado haga que Mr. Tilney le tome afición al balneario.

—Muchas gracias, caballero, y estoy segura de que así será. Figúrese que el invierno pasado un vecino nuestro, el doctor Skinner, estuvo aquí por padecer problemas de salud y regresó completamente restablecido y hasta con unos kilos de más.

—Pues imagino que su ejemplo debe servirles de aliciente.

—Sí, señor; pero el caso es que el doctor Skinner y su familia permanecieron aquí por espacio de tres meses, lo cual demuestra, como le digo yo a mi marido, que no debemos tener prisa en marcharnos.

Tan grata conversación se vio interrumpida por Mrs. Thorpe, quien les rogó que dejasen lugar para que se sentasen junto a ellas Mrs. Hughes y Miss Tilney, que habían manifestado deseos de incorporarse al grupo. Así hicieron, y al cabo de unos momentos de silencio Mr. Tilney propuso a Catherine que bailaran.

La muchacha lamentó profundamente no poder aceptar tan grata invitación, y de haber reparado en Mr. Thorpe, que en aquel preciso instante se acercaba a reclamar su baile, le habría parecido exagerado y mortificante el que su pareja se mostrase pesarosa de comprometida.

La indiferencia con que Mr. Thorpe disculpó su ausencia y retraso aumentaron hasta tal punto el mal humor de Catherine, que ésta ni siquiera fingió prestar atención a lo que aquél le contaba, y que estaba relacionado, principalmente, con los caballos y perros que poseía un amigo a quien acababa de ver y de un proyectado intercambio de cachorros; todo lo cual interesó tan poco a Catherine que no podía evitar dirigir una y otra vez la mirada hacia el lado del salón donde había quedado Mr. Tilney.

De la amiga entrañable con quien tanto deseaba hablar del joven no había vuelto a saber nada; sin duda estaría bailando en un cuadro distinto. Catherine y su pareja se vieron obligados a entrar en uno compuesto por personas a quienes no conocían, deduciendo la muchacha de tanta contrariedad que el hecho de tener un baile comprometido de antemano no siempre es motivo de mayor dignidad y placer. De tan sabias reflexiones vino a sacarla Mrs. Hughes, que, tocándola en el hombro y seguida muy de cerca por Miss Tilney, le dijo:

—Perdone usted, Miss Morland, que me tome esta libertad, pero no conseguimos encontrar a Miss Thorpe, y su madre me ha dicho que usted no tendría inconveniente en permitir que esta señorita bailase en el mismo cuadro que ustedes.

Mrs. Hughes no habría podido dirigir sus ruegos a persona alguna más dispuesta a complacerla. Ambas muchachas fueron presentadas, y en tanto Miss Tilney expresaba su agradecimiento a Catherine, ésta, con la delicadeza propia de todo corazón generoso, procuraba restar importancia a su acción. Mrs. Hughes, libre ya de la obligación de ocuparse de su bella acompañante, volvió de nuevo al lado de las otras señoras.

Miss Tilney poseía un rostro de facciones agradables y una bonita figura, y si bien carecía de la arrogante belleza de Isabella, resultaba, en cambio, más distinguida que ésta. Sus modales eran refinados y su comportamiento ni excesivamente tímido ni afectadamente fresco, con lo cual resultaba alegre, bonita y atractiva como para llamar la atención de cuantos hombres la miraban sin necesidad de hacer vehementes demostraciones de contrariedad o de placer cada vez que se presentaba ocasión de manifestar cualquiera de estos sentimientos, Catherine, que se mostró sumamente interesada en la joven por su parecido con Mr. Tilney y el parentesco que la unía a éste, trató de fomentar aquel conocimiento hablando con animación apenas encontraba algo que decir y la oportunidad de decirlo. Puesto que ambas circunstancias no se daban, hubieron de contentarse con una conversación banal, limitada a mutuas preguntas acerca de su estancia en Bath, a dedicar frases elogiosas a los monumentos de la población y a la belleza de los alrededores y a indagar sobre los gustos pictóricos, musicales y ecuestres de ambas.

Apenas hubo terminado la pieza, Catherine sintió que alguien le oprimía el brazo; se volvió y comprobó que se trataba de la fiel Isabella, quien con gran regocijo exclamó:

—¡Por fin te encuentro, querida Catherine! Hace hora y media que te busco. ¿Cómo se os ha ocurrido bailar en este cuadro sabiendo que yo estaba en el otro, no sabes cuánto deseaba encontrarme cerca de ti.

 

—Mi querida Isabella —repuso Catherine—, ¿cómo querías que me reuniese contigo si no tenía ni idea dónde estabas?

—Lo mismo le dije a tu hermano, pero no quiso hacerme caso. «Vaya usted a buscarla, Mr. Morland», le pedí, y él sin querer complacerme. ¿No es cierto, Mr. Morland? Pero los hombres son tan holgazanes... advierto que he estado riñéndolo todo el tiempo; ya sabes que en ciertos casos suelo prescindir de toda etiqueta.

—¿Ves a esa muchacha con la tiara de cuentas blancas? —musitó Catherine al oído de Isabella, en un aparte—. Es la hermana de Mr. Tilney.

—¿Qué dices? ¿Es posible? A ver, deja que la mire. ¡Qué chica tan encantadora! Jamás he visto una mujer tan bonita. Y su conquistador y todopoderoso hermano, ¿dónde está? ¿Ha venido al baile? Enséñamelo; me muero por conocerlo. Mr. Morland, le prohíbo que escuche lo que hablamos; entre otras cosas, porque no se refiere a usted.

—Pero ¿a qué viene tanto secreto? ¿Qué ocurre?

—Ya está. ¿Cómo era posible que no pretendiera usted enterarse? ¡Qué curiosos son los hombres! y luego tachan de curiosas a las mujeres... Ya le he dicho que lo que hablamos con mi amiga a usted no le interesa.

—¿Y cree acaso que semejante argumento puede satisfacerme?

—Es el colmo... Jamás he visto cosa igual. ¿Qué puede importarle a usted nuestra conversación? Además, como podría ocurrir que mencionásemos su nombre, será preferible que no escuche, no sea que oiga alguna cosa que no le agrade.

Tanto duró aquella discusión insustancial que el asunto que la provocó quedó relegado al olvido, y aun cuando Catherine se alegró de ello, no pudo por menos de asombrarse ante la falta de interés que por Mr. Tilney mostró repentinamente Isabella. Cuando sonaron las primeras notas de un nuevo baile, James pretendió sacar a danzar de nuevo a su bella pareja, pero ésta, resistiéndose, exclamó:

—De ninguna manera, Mr. Morland. ¡Qué cosas se le ocurren! ¿Querrás creer, querida Catherine, que tu hermano se empeña en bailar otra vez conmigo? Y eso a pesar de haberle dicho que su deseo es contrario a lo que manda la costumbre. Si ambos no eligiéramos a otra pareja todo el mundo nos criticaría.

—Le aseguro —insistió James— que en esta clase de bailes y en salones públicos uno puede bailar con cualquiera.

—¡Qué disparate! Es usted tozudo, de verdad. Cuando un hombre se empeña en una cosa no hay quien convenza de lo contrario. Catherine, ayúdame a pedir a tu hermano, te lo ruego. Haz el favor de decirle, incluso a ti te sorprendería verme incurrir en semejante incorrección. ¿Verdad que te parecería mal?

—Pues lo cierto es que no; pero si para ti es un problema, puedes cambiar de pareja.

—Ya ha oído usted a su hermana —dijo Isabella dirigiéndose a James—. Imagino que habrá bastado para convencerlo. ¿Que no? Está bien, pero medite sobre ello y piense que no será culpa mía si todas las viejas de Bath nos censuran. Catherine, no me abandones, te lo suplico.

Y con estas palabras Isabella se marchó acompañada de James. Como poco antes John Thorpe había hecho lo propio, Catherine, deseosa de ofrecer a Mr. Tilney ocasión de repetir la agradable petición que poco antes había dirigido, se encaminó hacia donde se hallaban Mrs. Allen y Mrs. Thorpe, con la esperanza de encontrar allí a su amigo, pero se llevó una desilusión.

—Hola, hijita —le dijo Mrs. Thorpe, que quería oír elogiar a su hijo—. ¿Te ha resultado agradable la compañía de John?

—Mucho, sí, señora.

—Lo celebro; es un muchacho encantador, ¿no te parece?

—¿Has visto a Mr. Tilney, hija mía? —intervino Allen.

—No,... ¿Dónde está?

—Hasta hace un momento estaba aquí, pero dijo que se cansaba de mirar y que iba a bailar. Supuse que había ido en busca tuya.

—¿Dónde estará? —se preguntó en voz alta Catherine buscando por todas partes, hasta que al fin lo vio acompañado de una hermosa muchacha.

—¡Ay!, ya tiene pareja —exclamó Mrs. Allen—. ¡Qué lástima que no te haya invitado a ti! —Hizo una pausa y añadió—. Es un chico encantador, ¿verdad?

—Sí que lo es, Mrs. Allen —comentó Mrs. Thorpe.

—No lo digo porque sea su madre, pero en el mundo no existe muchacho más amable y simpático.

Semejante afirmación habría dejado confusas a otras personas, pero no desconcertó a Mrs. Allen, quien, tras titubear por un instante, dijo luego en voz baja a Catherine:

—Por lo visto ha creído que me refería a su hijo.

Catherine estaba desolada. Por retrasarse unos minutos había perdido la ocasión que desde hacía tanto tiempo aguardaba. Su desengaño la impulsó a tratar con desdén a John Thorpe cuando éste, acercándose poco después, le dijo:

—Bueno, Miss Morland, supongo que estará usted dispuesta a que bailemos juntos otra vez.

—No, muchas gracias —contestó ella con tono áspero—. Se lo agradezco mucho, pero estoy cansada y por esta noche no pienso bailar más.

—Vaya... En ese caso nos pasearemos y nos reiremos de los demás. Cójase de mi brazo y le indicaré las personas más bromistas que hay aquí esta noche. ¿Sabe cuáles son? Se lo diré. Me refiero a mis hermanas más pequeñas y sus parejas. Hace media hora que me divierto observándolas.

La muchacha se excusó de nuevo y, al fin, logró que Mr. Thorpe se marchara a bromear con sus hermanas. El resto de la velada fue para Catherine extremadamente aburrido. Mr. Tilney tuvo que ausentarse del grupo a la hora del té para acompañar a su pareja. Miss Tilney no se separó de allí, pero no tuvo ocasión de cambiar con ella frase alguna. En cuanto a James e Isabella, se veían tan enfrascados charlando, que ésta no pudo dedicar a su amiga del alma más que una sonrisa, un apretón de mano y un «Querida Catherine».

9

La desdicha de Catherine pasó aquella noche por las siguientes fases: primero, descontento general con cuanto la rodeaba en el salón de baile; luego, un tedio insuperable, y, finalmente, un deseo imperioso de marcharse a su casa. Al llegar a Pulteney Street sintió hambre y, saciada ésta, deseos de acostarse. Esto último supuso el fin de su tristeza, pues una vez en la cama logró dormirse, para despertar, tras nueve horas de sueño, completamente repuesta de cuerpo y de espíritu, animada, contenta y dispuesta a llevar a cabo los planes más ambiciosos. Su primer impulso fue proseguir su amistad con Miss Tilney, y para lograrlo resolvió bajar aquella misma mañana al balneario, donde solían acudir todos los recién llegados, y como quiera que los salones de bañistas habían resultado lugar sumamente propicio para establecer relaciones, pues invitaban a charlar y a pasar el rato agradablemente, así como a mantener charlas íntimas y animadas, supuso con razón que entre sus paredes tal vez lograse entablar una nueva e interesante amistad. Resuelto el plan de acción para aquella mañana, se sentó satisfecha a almorzar y a leer al mismo tiempo, decidida a no interrumpir su lectura hasta después de la una, sin que las observaciones de Mrs. Allen consiguieran incomodarla ni distraerla en absoluto. La incapacidad mental de aquella excelente dama era tal, que, no pudiendo sostener una conversación por mucho tiempo, satisfacía sus ansias de hablar haciendo en voz alta comentarios acerca de cuanto ocurría en torno a ella, lo mismo en casa que en la calle, sirviéndole de pretexto cosas tan banales como el paso de un coche o de un transeúnte conocido, la rotura de una aguja o una mancha hallada en su traje, sin preocuparse jamás de que la escuchasen ni, mucho menos, de que se molestaran en contestar.

Al dar las doce y media, un ruido de coches que se detenían a la puerta de la casa llamó la atención de Mrs. Allen, que se asomó a la ventana, y apenas hubo informado a Catherine de que se habían detenido dos vehículos, ocupados, el primero, por un lacayo, y el segundo por Mr. Thorpe y su hermana Isabella, dicho joven, después de apearse con rapidez sorprendente y de subir de dos en dos las escaleras, se presentó en la estancia diciendo:

—Ya estoy aquí, Miss Morland. ¿Hace mucho que espera? Nos ha sido imposible llegar antes pues el demonio de cochero ha tardado una eternidad en buscare un vehículo decente, y el que al fin ha encontrado tan poco que no me extrañaría que al ocuparlo se hiciera pedazos. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen? Buen baile el anoche, ¿eh? Vamos, Miss Morland, no perdamos tiempo, que los otros tienen gran prisa por salir. Por lo que vi quieren acabar de una vez con su vida y con el coche.

—Pero ¿qué está usted diciendo? —preguntó Catherine—. ¿Adónde quieren ustedes ir?

—¿Cómo que a dónde queremos ir? ¿Se ha olvidado usted del paseo que proyectamos ayer? ¿No decidimos que hoy por la mañana saldríamos en coche? ¡Qué cabeza la suya! Vamos a Claverton Down.

—Sí; ahora recuerdo que hablamos de ello —convino Catherine mirando a Mrs. Allen como para pedirle opinión—. Pero yo, la verdad, no les esperaba...

—¿Que no nos esperaba? Pues ¡sí que la hemos hecho! En cambio, si no hubiéramos venido, bien que nos lo habría reprochado, ¿eh?

Las súplicas silenciosas que Catherine dirigía con la mirada a su amiga pasaban inadvertidas para ésta. Dado que a Mrs. Allen jamás se le habría ocurrido transmitir una impresión por medio de una mirada, no era fácil que comprendiera el que otras personas empleasen para tal fin los ojos, de modo que Catherine, pensando que el placer de dar un paseo en coche compensaba la necesidad de demorar su encuentro con Miss Tilney, y persuadida de que no podía estar mal visto el que ella pasease a solas con John Thorpe, ya que en las mismas circunstancias lo hacían James e Isabella, se decidió a hablar claro y pedir a Mrs. Allen que la aconsejara.

—Bueno, señora, ¿qué le parece que haga? ¿Acepto o rechazo esta invitación?

—Haz lo que quieras, hija mía —contestó la señora con su acostumbrada y tranquila indiferencia.

Y Catherine, siguiendo sus consejos, salió de la habitación para cambiarse de traje. Pocos minutos después, y mientras las dos personas que quedaban en la estancia se entretenían en elogiarla, la muchacha volvió a presentarse, y Mr. Thorpe, después de haber oído de labios de Mrs. Allen grandes elogios del calesín y fervientes deseos de un feliz regreso, condujo a la joven a la puerta de la calle.

—Querida mía —dijo Isabella, a quien Catherine se apresuró a saludar antes de subir al coche—. Has tardado tres horas en arreglarte. Temí que te hubieras indispuesto. ¡Qué baile fantástico, el de anoche! Tengo mil cosas que contarte, pero no nos entretengamos más, sube al coche, que estoy deseando partir.

Catherine complació de inmediato a su amiga, que en ese mismo instante le decía a su hermano James:

—¡Qué criatura tan encantadora! No sabes lo mucho que la quiero.

—No se asustará usted, señorita —le dijo Mr. Thorpe al ayudarla a subir— si a mi caballo le da por hacer cabriolas en el momento de partir. No puede decirse que sea un defecto, lo hace de puro juguetón, y siempre consigo dominarlo.

Catherine no encontró nada tranquilizadoras las costumbres del animal, pero era demasiado joven para atreverse a demostrar que sentía miedo, y subió al calesín sin pronunciar palabra, esperando que el caballo se dejaría dominar por Mr. Thorpe, quien, después de comprobar que ella estaba perfectamente instalada, se sentó en el pescante, a su lado. Una vez allí, dio orden al lacayo que sujetaba la brida del caballo, de soltar a éste, y, con gran sorpresa por parte de Catherine, el animal echó a andar con una mansedumbre admirable. Ni una coz, ni una cabriola, nada de cuanto se le había anunciado, hasta tal punto era manso, que la chica se apresuró a festejar su placer por aquella conducta ejemplar. Mr. Thorpe le explicó que ello obedecía, única y exclusivamente, a la maestría con que él lo guiaba y a la singular destreza con que manejaba las riendas y la fusta. Catherine no pudo por menos de sorprenderse de que estando tan seguro de sí mismo John le hubiera transmitido tan infundados motivos de alarma, pero ello no impidió el que se alegrara de hallarse en manos de tan experto cochero y teniendo en cuenta que a partir de ese momento el caballo no alteró su conducta ni mostró —y esto, considerando que por lo general era capaz de recorrer diez millas en una hora, resultaba verdaderamente asombroso— impaciencia desmesurada por llegar a su destino, la muchacha decidió disfrutar con toda tranquilidad del aire tonificante que les ofrecía aquella suave mañana de febrero.

 

El silencio que siguió al breve diálogo de los primeros momentos fue interrumpido por Thorpe, quien sin preámbulos:

—El viejo Allen es rico como un judío, ¿verdad?

Al principio Catherine no comprendió, y Thorpe se apresuró a repetir la pregunta.

—Sí, hombre, el viejo Allen, ese con cuya esposa está usted viviendo, es rico, ¿verdad?

—¡Ah! ¿Se refiere usted a Mr. Allen? Sí, tengo entendido que es bastante acaudalado.

—¿Y no tiene hijos?

—No, ninguno.

—Buena cosa para los que aspiren a heredarle. Tengo entendido que es su padrino, ¿no es cierto?

—¿Padrino mío? No, señor.

—Bueno, pero usted pasa largas temporadas con ese matrimonio.

—Sí, eso sí...

—Pues eso es lo que yo quería decir. Parece una persona excelente, y sin duda se ha dado buena vida. ¿Cómo no iba a padecer de gota? ¿Sigue bebiéndose una botella de vino a diario?

—¿Una botella? No, señor. ¿Qué le hace pensar tal cosa? El señor Allen es un hombre extremadamente frugal. ¿Acaso cree usted que anoche estaba bajo los efectos del alcohol?

—No, por cierto; ustedes las mujeres siempre suponen que los hombres están bebidos. ¿Imagina que una botella basta para hacernos perder el equilibrio? Lo decía porque si cada hombre bebiese una botella por día, ni gota más ni gota menos, no habría tantas enfermedades y todos gozaríamos más de la vida.

—¡Qué cosas dice usted!

—Le aseguro que no sólo miles de personas disfrutarían el doble que ahora, sino que sería la salvación del País; como que no se consume ni la centésima parte del vino que se debiera. Este clima de nieblas continuas requiere algo que tonifique y alegre.

—Sin embargo, yo he oído decir que en la universidad se bebe más de lo que conviene.

—¿En Oxford? En Oxford ya no se bebe. Aquí estoy yo para dar fe de ello. Apenas si hay estudiante que tome más de dos litros al día. Y sin ir más lejos, en la última reunión que di en mis habitaciones se comentó mucho que mis invitados no llegaran a beber ni tres litros cabeza. Era la primera vez que ocurría semejante cosa y eso que las bebidas que ofrezco son excelentes, tal vez esa moderación se deba a que no hay en toda la universidad vinos más fuertes ni mejores, pero lo digo para demostrar que en Oxford no se bebe tanto como usted cree.

—Lo que verdaderamente se demuestra —replicó Catherine con indignación— es que todos ustedes beben más de lo conveniente. Confío en que al menos James siempre haya dado ejemplo de moderación.

Tal declaración provocó una réplica tan ruidosa como ininteligible, acompañada de exclamaciones que se semejaban más de lo debido a juramentos y que surtió más efecto que confirmar las sospechas de Catherine acerca de la conducta de los estudiantes, al tiempo que aumentó su fe en la austeridad comparativa del hermano.

Los pensamientos de Thorpe, que volvieron a encauzarse por los caminos de costumbre, obligaron a la muchacha a desechar tales preocupaciones y responder a las frases de elogio que Mr. Thorpe prodigaba a su baile, a su coche, a la suspensión de éste y a cuanto prodigiosa marcha que llevaban pudiera referirse. Catherine hizo todo lo posible por mostrarse interesada en cuanto decía su interlocutor, a quien no había modo de interrumpir. El conocimiento que de aquellos temas poseía Thorpe, la rapidez con que se expresaba y la natural timidez de la muchacha impedían a ésta el decir lo que ya no hubiese dicho y repetido hasta la saciedad su compañero. De modo, pues, que se limitó a subrayar frases de éste y a convenir con él en que no podía encontrarse en toda Inglaterra coche más bonito, caballo más rápido ni mejor cochero que aquéllos.

—¿Cree usted, Mr. Thorpe —se aventuró a preguntar Catherine una vez dilucidada plenamente la cuestión—, que el calesín en que va mi hermano es de fiar?

—¡Si es de fiar! ¡En el nombre de Dios! Pero ¿usted ha visto alguna vez cosa más ridícula e insegura que esa? Hace dos años que deberían haberle cambiado las ruedas, y en cuanto a lo demás, creo firmemente que bastaría un empujón para que se deshiciese en pedazos. Es el coche más endiablado y destartalado que he visto jamás. Gracias a Dios que no vamos nosotros en él. No subiría a ese coche ni aunque me diesen cincuenta libras esterlinas.

—¡Cielo santo! —exclamó Catherine, profundamente alarmada—. Es preciso volver de inmediato. Si seguimos ocurrirá una desgracia. Le suplico, Mr. Thorpe, que regresemos cuanto antes para advertir a mi hermano del peligro que corre en ese vehículo.

—¿Peligro? ¿Quién piensa en eso? Suponiendo que el coche se hiciera pedazos, ellos no sufrirían más que un revolcón, y con el barro que hay no se harían daño. ¡Al diablo las preocupaciones! Un vehículo en ese estado puede durar más de veinte años si se le trata con cierto cuidado. Yo era capaz de hacer un viaje de ida y vuelta hasta York en ese coche, apostando lo que se quisiera a que no se le caería un solo tornillo ni ocurriría nada.

Catherine lo escuchó estupefacta sin saber a cuál de las dos versiones atenerse. La educación recibida no había preparado su espíritu para mantener charlas tan vanas e insustanciales, ni para esa propensión a la mentira que tantos hombres padecen. Su familia estaba compuesta de personas sinceras y de sentido común, poco intencionadas, salvo algún que otro retruécano por parte del padre y la repetición ocasional de un proverbio por parte de la madre, a hacer reír con cuentos y con chistes, ni mucho menos a exagerar su propia importancia ni a contradecirse a cada momento. Reflexionó seriamente sobre el particular y estuvo tentada de exigir a Thorpe una explicación acerca del verdadero estado del coche. Sin embargo, la detuvo el presentimiento de que por tratarse de un hombre poco o nada acostumbrado meditar sus palabras, no sabría exponer con claridad lo que en forma tan ambigua había manifestado; esto, junto a la convicción de que seguramente no permitiría que su hermana y su amigo se vieran expuestos a un peligro, la hizo suponer que el calesín no estaba realmente en tan mal estado ni existía, en consecuencia, motivo de alarma. En cuanto a Mr. Thorpe, diríase que había relegado el asunto al más completo olvido, ya que de allí en adelante no volvió a hablar más que de sí mismo de cuanto le interesaba. Habló de los caballos que había comprado a precios inverosímiles y que luego había vendido por sumas increíbles; de las carreras ecuestres, las que su agudo espíritu de discernimiento había adivinado siempre al vencedor, de las partidas de caza en que había cobrado más piezas —y eso sin tener un buen puesto— que todos sus compañeros juntos. Relató detalladamente cómo ciertos días su experiencia y su intuición de cazador, así como su pericia a la hora de dirigir las jaurías, habían compensado los errores cometido por hombres expertos en la materia, y cómo su incomparable destreza como jinete había arrastrado a la muerte a muchos que se habían empeñado en imitarlo.

No obstante la falta de criterio propio de Catherine y su desconocimiento de los hombres en general, semejantes muestras de vanidad y presunción hicieron nacer en ella un inesperado sentimiento de antipatía hacia Torpe. Le asustaba un poco la idea de que pudiera resultarle desagradable el hermano de su amiga Isabella, un hombre a quien su propio hermano James había elogiado muchas veces, pero el tedio que su compañía le producía, y que aumentó en el transcurso de la tarde y hasta el momento de encontrarse de regreso en la casa de Pulteney Street, la obligó a desconfiar de la imparcialidad de Isabella y a rechazar como erróneas las afirmaciones de James acerca del encanto personal y la sugestiva conversación de Mr. Thorpe.