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100 Clásicos de la Literatura

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—Mamá, pide que traigan una vela para que pueda verte, y dile a mi tío que venga luego; quiero oírle decir que soy tu hija. Y, mamá, cena aquí conmigo, no me dejes sola ni un solo minuto esta noche.

—¡Oh, Caroline! Es una suerte que seas tan buena. Si me dices que me vaya, me iré; si quieres que venga, vendré; si deseas que haga esto, lo haré. Has heredado cierto modo de ser, además de las facciones. Siempre será «mamá», seguido de una orden; en tono amable, viniendo de ti, ¡gracias a Dios! Bueno —añadió por lo bajo—, también él habló con delicadeza en cierto momento, como una flauta que despidiera sonidos amorosos, y luego, cuando no había nadie al lado para escucharle, ruidos disonantes que crispaban los nervios y helaban la sangre; sonidos que inspiraban la locura.

—Me parece tan natural, mamá, preguntarte estas y otras cosas. No quiero tener a nadie más cerca de mí, ni que haga nada por mí; pero no permitas que te importune: ríñeme si abuso de ti.

—No esperes que yo te regañe; tú misma debes contenerte. Carezco de valentía moral, y esa carencia ha sido mi ruina. Fue lo que hizo de mí una madre desnaturalizada, lo que me ha apartado de mi hija durante los diez años transcurridos desde que la muerte de mi marido me dejó en libertad de reclamarla, lo que primero acobardó mis brazos y permitió que la criatura a la que podría haber retenido un poco más fuera arrancada prematuramente de su abrazo.

—¿Cómo, mamá?

—Te dejé marchar cuando eras un bebé, porque eras preciosa y temía esa belleza, creyéndola la marca de la perversidad. Me enviaron el retrato que te hicieron cuando tenías ocho años; ese retrato confirmó mis recelos. De haberme mostrado una niña campesina, tostada por el sol, corpulenta, vulgar y de facciones toscas, me habría apresurado a reclamarte. Pero allí, bajo el papel de plata, vi aflorar la delicadeza de una flor aristocrática: llevabas escrita en todos tus rasgos la etiqueta de «pequeña dama». Demasiado poco hacía que había escapado a duras penas del yugo de un apuesto caballero (herida en mi amor propio, destrozada, paralizada, moribunda) para osar enfrentarme con su viva imagen, más bella aún, semejante a un hada. Mi dulce y pequeña dama me dejó consternada: su aire de elegancia innata me dejó helada. Mi experiencia no me había enseñado que la verdad, la modestia y los buenos principios acompañaran a la belleza. Una figura tan bella y proporcionada, me dije, debía ocultar una mente retorcida y cruel. Tenía muy poca fe en el poder de la educación para rectificar una mente como ésa, o, más bien, dudaba de mi capacidad para influir en ella. Caroline, no me atreví a ocuparme de tu educación; resolví dejarte al cuidado de tu tío. Yo sabía que Matthewson Helstone, si bien austero, era también un hombre recto. Él, como el resto del mundo, tuvo una pésima opinión de mí por mi extraña decisión, impropia de una madre, y yo merecía que así se me juzgara.

—Mamá, ¿por qué te hiciste llamar señora Pryor?

—Era el apellido de la familia de mi madre. Lo adopté para poder vivir sin ser molestada. Mi nombre de casada me recordaba demasiado mi vida conyugal: no podía soportarlo. Además, me amenazaron con obligarme a volver a la esclavitud: era imposible; antes un féretro por cama y una tumba por hogar. Mi nuevo nombre me protegía: ocultándome tras ese escudo, volví a mi antigua ocupación en la enseñanza. Al principio, a duras penas me ganaba el sustento, pero ¡cuán deliciosa era el hambre cuando ayunaba en paz! ¡Qué seguros parecían la oscuridad y el frío de un hogar sin calor cuando ningún espeluznante reflejo de terror teñía de carmesí su desolación! ¡Qué serena era la soledad cuando no temía la irrupción de la violencia y de la depravación!

—Pero, mamá, tú habías estado antes en esta comarca. ¿Por qué no te reconocieron cuando reapareciste aquí con la señorita Keeldar?

—Sólo estuve una vez aquí, de casada, hace veinte años, y entonces era muy diferente de como soy ahora: esbelta, casi tanto como mi hija en este momento; mi cutis, hasta mis facciones han cambiado; mi peinado, mi forma de vestir, todo es distinto. ¿No puedes imaginarme como una joven delgada, vestida con una escasa cantidad de muselina blanca, con los brazos desnudos, pulseras y un collar de cuentas, y con los cabellos peinados en redondos rizos griegos sobre la frente?

—Sin duda debías de ser muy diferente. Mamá, oigo la puerta principal; si es mi tío, pídele que suba y me asegure que estoy totalmente despierta y cuerda, que no sueño ni deliro.

El rector subía la escalera por propia iniciativa y la señora Pryor lo llamó a la habitación de su sobrina.

—¿No estará peor, espero? —se apresuró a preguntar.

—Creo que está mejor: quiere conversar y parece haber recobrado un tanto las fuerzas.

—¡Bien! —dijo el rector, pasando por su lado rápidamente para mirar en la habitación—. ¡Bien, Cary! ¿Cómo estás? ¿Te has tomado mi taza de té? Te la he hecho tal como a mí me gusta.

—Me he bebido hasta la última gota, tío. Me ha sentado muy bien; me ha revivido. Sentía deseos de compañía, de modo que he rogado a la señora Pryor que le hiciera pasar.

El respetable clérigo pareció complacido y, sin embargo, azorado. Estaba más que dispuesto a hacer compañía a su sobrina durante diez minutos, puesto que ése era su capricho, pero medios para distraerla no conocía ninguno. Carraspeó y se movió con nerviosismo.

—Estarás repuesta en un santiamén —comentó, por decir algo—. Pronto pasará esta pequeña debilidad, y luego tienes que beber vino de Oporto, un vaso lleno, si puedes, y comer caza y ostras: yo le las traeré, si se pueden encontrar. ¡Por Dios que te vamos a poner tan fuerte como a Sansón!

—¿Quién es esa señora, tío, que hay junto a usted al pie de la cama?

—¡Dios santo! —exclamó él—. ¿No estará desvariando, señora?

La señora Pryor sonrió.

—Mis desvaríos son muy agradables —dijo Caroline, en tono tranquilo y alborozado—, y quiero que me diga si son reales o imaginarios. ¿Quién es esa señora? Dígame su nombre, tío.

—Tenemos que volver a llamar al doctor Rile, señora, o mejor aún, a MacTurk, que no es un farsante. Thomas tendrá que ensillar el poni e ir en su busca.

—No, no quiero ningún doctor; mamá será mi única medicina. Bien, ¿lo entiende ahora, tío?

El señor Helstone se subió los anteojos hasta el entrecejo, sacó su caja de rapé y se sirvió una pulgarada del contenido. Habiendo cobrado ánimos, respondió escuetamente:

—Claro como el día. ¿Se lo ha dicho, entonces, señora?

—¿Y es cierto? —inquirió Caroline, incorporándose sobre la almohada—. ¿Es realmente mi madre?

—¿No llorarás, ni harás una escena, ni te pondrás histérica, si digo que sí?

—¿Llorar? Lloraría si dijera que no. Ahora sería una terrible decepción. Pero dele un nombre; ¿cómo la llama usted?

—A esta señora robusta con un peculiar vestido negro, que parece aún lo bastante joven para llevar una indumentaria más elegante, si quisiera, yo la llamo Agnes Helstone; se casó con mi hermano James y es su viuda.

—¿Y mi madre?

—¡Qué escéptica es esta pequeña! Fíjese en su rostro menudo, señora Pryor, apenas más grande que la palma de mi mano, animado por la perspicacia y la vehemencia. —A Caroline le dijo—: Ella fue quien sufrió para traerte al mundo, en cualquier caso: no olvides cumplir el deber que tienes con ella, curándote pronto y rellenando esas mejillas hundidas. ¡Ay! Antes estaba más rellenita. Por vida mía que no sé qué ha hecho.

—Si el deseo de ponerme bien basta para ayudarme, no estaré enferma mucho tiempo. Esta mañana no tenía motivos ni fuerzas para desearlo.

Fanny dio unos golpecitos en la puerta y anunció que la cena estaba lista.

—Tío, por favor, mándeme algo de cena, cualquier cosa, de su propio plato. Eso es más sensato que ponerse histérica, ¿no?

—Eso es hablar como un sabio, Cary. Verás cómo te alimento con sentido común. Cuando las mujeres son juiciosas y, por encima de todo, comprensibles, no me cuesta nada complacerlas. Son sólo las sensaciones vagas y refinadas, y las ideas extremadamente sutiles, las que me irritan. Si una mujer me pide algo para comer o para llevar, sea el huevo de roc, el pectoral de Aarón, las langostas y la miel silvestre de Juan el Bautista, o su ceñidor de cuero, al menos puedo entender su demanda. Pero cuando anhelan no saben el qué (comprensión, sentimientos, o alguna otra de esas abstracciones indefinidas) no puedo dárselo, no sé qué es, no lo tengo. Señora, acepte mi brazo.

La señora Pryor le indicó que debía quedarse con su hija aquella noche. En consecuencia, Helstone las dejó solas. Pronto regresó con un plato de su propia mano consagrada.

—Esto es pollo —dijo—, pero mañana tendremos perdiz. Incorpórela y échele un chal sobre los hombros. A fe mía que yo entiendo de cuidar enfermos. Bueno, ésta es la pequeña cuchara de plata que usaste de pequeña, cuando viniste a vivir a la rectoría. Me parece que es lo que tú llamarías una idea feliz, una delicada atención. Tómala, Cary, y cómetelo todo.

Caroline hizo lo que pudo. Su tío la miró ceñudo al comprobar que su apetito era tan limitado. Profetizó, no obstante, grandes cosas para el futuro y, cuando ella alabó la porción que le había ofrecido y le sonrió agradecida, el viejo rector se inclinó sobre su sobrina, la besó y dijo, con voz ronca y entrecortada:

—¡Buenas noches, muchacha! ¡Que Dios te bendiga!

Aquella noche, Caroline gozó de tan grato reposo, rodeada por los brazos de su madre y con la cabeza apoyada en su pecho, que olvidó su deseo de cualquier otro apoyo y, aunque la asaltó más de un sueño febril mientras dormía profundamente, cuando se despertaba jadeando eran tan felices sus sentimientos al recobrar la conciencia, que su agitación se calmaba casi al mismo tiempo que aparecía.

 

En cuanto a su madre, pasó la noche como Jacob en Fanuel: hasta el amanecer, luchó con Dios en ardiente plegaria.

CAPÍTULO XXV

SOPLA EL VIENTO DEL OESTE

Quienes se atreven a entablar semejante batalla divina no siempre vencen. Puede que noche tras noche el oscuro sudor de la agonía empape su frente; puede que el suplicante pida clemencia con esa voz muda con que habla el alma cuando su súplica se dirige a lo Invisible. «Salva a la persona a la que amo», tal vez implore. «Sana a la vida de mi vida. No me despojes de lo que el prolongado afecto entrelaza con mi naturaleza toda. ¡Dios de los cielos, atiéndeme, escúchame, ten piedad!». Y tras este grito y esta lucha, puede que el sol salga para peor. Puede que en ese amanecer, que antes lo saludaba con susurro de céfiros y canto de alondras, las primeras palabras que salgan de los amados labios, cuyo color y calor se han desvanecido, sean:

«¡Oh! He pasado una noche de padecimientos. Esta mañana estoy peor. He intentado levantarme. No puedo. He tenido sueños perturbadores a los que no estoy acostumbrado».

Entonces el que vela se acerca a la cabecera del enfermo y ve un nuevo y extraño moldeado de los rasgos familiares, comprender de inmediato que se acerca el momento insufrible, sabe que es Voluntad de Dios que se derribe su ídolo, y agacha la cabeza y somete su alma a la sentencia que no puede evitar y a duras penas resistir.

¡Feliz señora Pryor! Aún seguía rezando, sin darse cuenta de que el sol brillaba sobre las colinas, cuando su hija se despertó suavemente entre sus brazos. Ningún gemido lastimero e inconsciente —un sonido que merma nuestras fuerzas hasta el punto de que, aun habiéndonos jurado ser firmes, un torrente de irresistibles lágrimas barre nuestro juramento— precedió al momento de despertarse. No le siguió ningún intervalo de sorda apatía. Las primeras palabras pronunciadas no fueron las de alguien que va alejándose ya del mundo y a quien se le permite perderse de vez en cuando en reinos desconocidos para los vivos. Era evidente que Caroline recordaba con claridad lo que había ocurrido.

—Mamá, he dormido tan bien… Sólo he soñado y me he despertado dos veces.

La señora Pryor se levantó de un respingo para que su hija no viera las lágrimas gozosas que había hecho afluir a sus ojos esa cariñosa palabra, «mamá», y la tranquilizadora afirmación a la que precedía.

Durante muchos días, la madre tan sólo se atrevió a entregarse a un regocijo temeroso. Aquella primera vez que revivió parecía la última llamarada de una lámpara antes de apagarse: si bien la llama parecía refulgir un instante, al siguiente volvía a atenuarse. El agotamiento iba a zaga de la exaltación.

Había siempre un conmovedor afán por parecer mejor, pero con demasiada frecuencia la capacidad se negaba a secundar la voluntad; fracasaba con demasiada frecuencia el intento de resistir: el esfuerzo de comer, de hablar, de parecer alegre no daba sus frutos. Muchas horas pasaron en que la señora Pryor temió que las cuerdas vitales no volverían a recuperar la fuerza, aunque el momento de la rotura se retrasara.

Durante aquel período de tiempo, madre e hija parecieron prácticamente abandonadas por sus vecinos. Agosto tocaba a su fin, el tiempo era bueno, es decir, muy seco y polvoriento, pues un viento árido llevaba todo el mes soplando del este, y también muy despejado, aunque una tenue neblina, estancada en la atmósfera, parecía robar al cielo la intensidad de su tono azul, a la tierra, el frescor de su vegetación, y la luminosidad al día. Casi todas las familias de Briarfield estaban fuera. La señorita Keeldar y sus amigos se habían ido a la costa, igual que toda la familia de la señora Yorke. El señor Hall y Louis Moore, entre quienes parecía haber surgido una intimidad espontánea, producto seguramente de una armonía de opiniones y de temperamento, se habían ido «al norte», para hacer una excursión a pie por la región de los lagos. Incluso Hortense, que de buena gana se habría quedado para ayudar a la señora Pryor a cuidar de Caroline, había vuelto a Wormwood Wells, pues se había sentido obligada a atender los encarecidos ruegos de la señorita Mann, que esperaba aliviar unos dolores agudizados por el tiempo insalubre; en realidad, no era propio de ella negarse a una petición que al mismo tiempo apelaba a su bondad y —por la confesión de dependencia que suponía— halagaba su amor propio. En cuanto a Robert, de Birmingham se había ido a Londres, donde aún estaba.

Mientras el soplo de los desiertos asiáticos siguiera cuarteando los labios de Caroline e inflamara sus venas, su convalecencia física no podía ir a la par con la paz de espíritu recobrada, pero llegó el día en que el viento dejó de sollozar en el aguilón del lado este de la rectoría y en el mirador de la iglesia. Una pequeña nube como la mano de un hombre surgió en el oeste: desde allí llegó con las ráfagas de viento, extendiéndose ampliamente; tempestades y aguaceros se desataron durante un tiempo. Cuando cesaron, el sol brilló con un suave calor, el cielo recuperó su límpido azul y la naturaleza su verdor; el lívido matiz del cólera se desvaneció de la faz de la tierra, las colinas se alzaron nítidamente en el horizonte, liberadas de la pálida neblina de la malaria.

La juventud de Caroline podía ahora servirle de algo, y también los solícitos cuidados de su madre; ambas cosas, con la bendición divina que llegaba en forma de puro viento del oeste, fresco y suave, soplando a través de la celosía siempre abierta de la habitación, reavivaron sus energías tanto tiempo mermadas. Por fin la señora Pryor vio que la esperanza era posible: la auténtica convalecencia física había comenzado. No sólo la sonrisa de Caroline era más radiante o su ánimo más alegre, sino que su rostro y su mirada habían perdido cierta expresión, terrible e indescriptible, pero que recordará fácilmente cualquiera que haya velado a un enfermo en peligro de muerte. Mucho antes de que su enflaquecida silueta y su rostro demacrado volvieran a llenarse, o de que regresara el color desvanecido, se produjo un cambio más sutil: todo en ella se hizo más suave y cálido. En lugar de una máscara de mármol y unos ojos vidriosos, la señora Pryor recostaba sobre la almohada un rostro macilento y hundido, sin duda, tal vez más mortecino que antes, pero menos aterrador, pues era una muchacha enferma, pero viva, y no un mero molde blanco o una rígida estatua.

Tampoco se pasaba ya el día pidiendo agua. La frase «Tengo tanta sed» dejó de ser su queja. Algunas veces, después de engullir un bocado, decía que la revivía; no todas las descripciones de alimentos le repugnaban por igual: en ocasiones era posible inducirla a indicar una preferencia. ¡Con qué trémulo placer y ávido esmero preparaba su enfermera lo que ella elegía! ¡Cómo la observaba mientras comía!

Con el alimento recobró las fuerzas. Pudo sentarse. Luego expresó el deseo de respirar aire fresco, de volver a ver sus flores y si los frutos habían madurado. Su tío, siempre generoso, había comprado una silla de jardín para su uso exclusivo: él personalmente la bajó en brazos y la instaló en ella, y William Farren la esperaba allí para empujar la silla, dar un paseo por los senderos del jardín, mostrarle lo que había hecho con sus plantas y recibir nuevas instrucciones.

William y ella tenían mucho de que hablar, tenían una docena de temas en común, interesantes para ellos, sin importancia para el resto del mundo. Sentían una misma afición por animales, pájaros, insectos y plantas, sostenían doctrinas similares sobre el trato humano que merecían las criaturas menores, y compartían una aptitud similar para la observación minuciosa en cuestiones de historia natural. El nido y la conducta de unas abejas mineras que habían hecho un agujero en la tierra bajo un viejo cerezo fueron uno de esos temas; otro lo constituyeron las madrigueras de ciertos acentores comunes y el bienestar de ciertos huevos nacarados y crías implumes.

De haber existido el Chambers’ Journal en aquella época, no cabe duda de que habría constituido la publicación predilecta de la señorita Helstone y de Farren. Ella se habría suscrito y le habría prestado a él todos los números sin faltar uno; ambos habrían saboreado sus maravillosas anécdotas sobre la sagacidad animal, poniendo una fe absoluta en ellas.

Esto era una digresión, pero basta para explicar por qué Caroline no quería que otra mano, salvo la de William, guiara su silla, y por qué su compañía y su conversación bastaban para hacer apetecibles los paseos por el jardín.

La señora Pryor, que paseaba cerca de ellos, se preguntaba cómo su hija podía sentirse tan a gusto con un «hombre del pueblo». A ella le era de todo punto imposible dirigirse a él si no era con un tono envarado. Se sentía como si un gran abismo se abriera entre su casta y la de él, y le parecía que trasponer aquel abismo, o encontrarse con él a mitad de camino, era rebajarse. Amablemente preguntó a Caroline:

—¿No temes, cariño, hablar con esa persona de manera tan abierta? Podría abusar y volverse locuaz en exceso.

—¿Abusar William, mamá? Tú no lo conoces. Jamás lo haría, es demasiado orgulloso y sensible. William tiene sentimientos muy delicados.

Y la señora Pryor sonrió con escepticismo ante la ingenua idea de que aquel payaso de manos callosas, cabellos desgreñados e indumentaria de fustán pudiera tener «sentimientos delicados».

Farren, por su parte, ponía mala cara a la señora Pryor. Sabía que no le juzgaban correctamente, y tendía a volverse intratable con quienes no sabían apreciar sus méritos.

La noche devolvía a Caroline enteramente a su madre, y a la señora Pryor le gustaban las noches, pues entonces, sola con su hija, no había sombra humana que se interpusiera entre ella y el objeto de su amor. Durante el día, su comportamiento era rígido y tenía sus momentos de frialdad, como de costumbre. Con el señor Helstone mantenía una relación muy respetuosa, pero extremadamente formal; cualquier cosa semejante a la familiaridad habría sido causa de desprecio para uno de ellos o para los dos, pero a fuerza de cortesía estricta y una distancia bien medida, se llevaban divinamente.

Con las criadas, la actitud de la señora Pryor no era descortés, sino cohibida, hostil, nada cordial. Tal vez fuera la timidez más que el orgullo lo que le daba una apariencia tan altiva, pero, como era de esperar, Fanny y Eliza no supieron hacer tales distinciones y, en consecuencia, la señora Pryor era impopular. El efecto que esto producía no le pasaba desapercibido: hacía que a veces se sintiera insatisfecha consigo misma por defectos que no podía evitar y con todos los demás se la veía distante, desanimada y taciturna.

Este estado de ánimo cambió por influencia de Caroline, y solamente por ella. La amorosa dependencia del objeto de sus cuidados, el afecto natural de su hija, le sobrevinieron suavemente: su frialdad se derritió, su rigidez se plegó, se volvió risueña y complaciente. No es que Caroline manifestara su amor verbalmente; a la señora Pryor no le habría gustado, lo habría interpretado como una prueba de hipocresía; pero se aferraba a ella con sumisión desenvuelta, depositaba en ella una confianza libre de temores: estas cosas contentaban el corazón de la madre.

Le gustaba oír a su hija decir: «Mamá, haz esto». «Mamá, por favor, tráeme aquello». «Mamá, léeme». «Cántame un poco, mamá».

Nadie más —ni un solo ser viviente— había reclamado así sus servicios, ni había solicitado su ayuda. Otras personas eran siempre más o menos reservadas o estiradas con ella, de igual forma que ella era reservada y estirada con los demás; otras personas dejaban traslucir que conocían sus flaquezas y que las irritaban: Caroline demostraba la misma falta de hiriente sagacidad y de sensibilidad censora que cuando era una criatura de pecho de tres meses de edad.

Aun así, también Caroline sabía encontrar defectos. Ciega a los defectos constitucionales que eran incurables, tenía los ojos muy abiertos para los hábitos adquiridos que se podían remediar. Sermoneaba con naturalidad a su madre sobre ciertas cuestiones, y la madre, en lugar de sentirse dolida, se complacía en descubrir que la hija se atrevía a darle sermones, hasta tal punto se sentía a gusto con ella.

—Mamá, estoy decidida a no dejarte llevar ese vestido viejo nunca más; esa moda no te favorece: la falda es demasiado estrecha. Te pondrás el vestido de seda negra todas las tardes. Con ese vestido estás muy bien, te sienta bien, y tendrás un vestido de raso negro para los domingos, de raso auténtico, nada de rasete ni de imitaciones. Y, mamá, cuando tengas el nuevo, debes ponértelo.

 

—Cariño mío, pensaba que el de seda negra me serviría aún muchos años como mejor vestido, porque quería comprarte a ti varias cosas.

—Tonterías, mamá. Mi tío me da dinero para comprarme cuanto necesito; ya sabes que es muy generoso, y estoy decidida a verte vestida de raso negro. Cómprate la tela en seguida y que te haga el vestido una costurera que yo te recomendaré; déjame a mí elegir el modelo. Estás empeñada en disfrazarte de abuela, quieres persuadir a los demás de que eres vieja y fea… ¡ni hablar! Muy al contrario, cuando vas bien vestida y estás alegre eres realmente atractiva. Tu sonrisa es muy agradable, tus dientes son muy blancos y tus cabellos tienen aún un bonito color claro. Y, además, hablas como una señorita joven, con una voz muy clara y fina, y cantas mejor que cualquier otra señorita a la que haya oído cantar. ¿Por qué llevas esos vestidos y esos sombreros, mamá, que están tan anticuados?

—¿Te molesta, Caroline?

—Mucho; incluso me mortifica. La gente dice que eres una tacaña, y no lo eres, pues das con liberalidad a los pobres y a las instituciones religiosas, pero tus regalos los haces tan a la chita callando que sólo lo saben quienes los reciben. Pero yo misma seré tu doncella; cuando esté un poco más fuerte me pondré manos a la obra, y tú tienes que ser buena, mamá, y hacer lo que yo te pida.

Y Caroline se sentó junto a su madre, le arregló el pañuelo de muselina y le alisó los cabellos.

—¡Una mamá propia —siguió diciendo, como complaciéndose en la idea de su parentesco—, que me pertenece y a la que yo pertenezco! Ahora soy una joven rica, tengo algo que amo y a lo que no temo amar. Mamá, ¿quién te dio este pequeño broche? Déjamelo para mirarlo bien.

La señora Pryor, que solía rehuir los dedos entrometidos y el contacto, se lo dejó quitar con satisfacción.

—¿Te lo regaló papá, mamá?

—Me lo regaló mi hermana, mi única hermana, Cary. ¡Ojalá tu tía Caroline hubiera vivido para ver a su sobrina!

—¿No tienes nada de papá, alguna joya, algún regalo suyo?

—Tengo una cosa.

—¿Que guardas como un tesoro?

—Que guardo como un tesoro.

—¿Bella y valiosa?

—Para mí no tiene precio.

—Enséñamelo, mamá. ¿Está aquí o en Fieldhead?

—Me está hablando ahora mismo, inclinada sobre mí, abrazándome.

—¡Ah, mamá! Te refieres a tu impertinente hija, que no te deja nunca en paz, que, cuando te vas a tu habitación, no puede evitar correr a buscarte, que te sigue arriba y abajo como un perro faldero.

—Y que tiene unas facciones que aún me producen extraños escalofríos en ocasiones. Todavía recelo de tu hermosura, hija mía.

—No, no, no puedes recelar. Mamá, lamento que papá no fuera bueno; desearía con todas mis fuerzas que lo hubiera sido. La maldad estropea y envenena todas las cosas agradables, mata el amor. Si tú y yo pensáramos la una de la otra que somos malas, no podríamos querernos, ¿verdad?

—¿Y si no pudiéramos confiar la una en la otra, Cary?

—¡Qué desgraciadas seríamos! Madre, antes de conocerte, tenía el temor de que no fueras buena, de que no pudiera apreciarte. Ese miedo desalentaba mi deseo de verte, pero ahora mi corazón se regocija porque he descubierto que eres perfecta… casi; buena, inteligente, bonita. Tu único defecto es que eres anticuada, y de eso te curaré yo. Mamá, deja la labor, léeme algo. Me gusta tu acento del sur, es tan puro y tan dulce. No tiene esa dura pronunciación gutural ni ese gangueo nasal que casi todo el mundo tiene aquí, en el norte. Mi tío y el señor Hall afirman que eres una excelente lectora, mamá. El señor Hall dice que jamás había oído leer a ninguna otra señora con expresión tan correcta ni con tan puro acento.

—Ojalá pudiera corresponder a su cumplido, Cary, pero la verdad es que la primera vez que oí leer y predicar a esa excelente persona que es tu amigo, no entendí nada por culpa de su cerrado acento del norte.

—¿A mí me entiendes, mamá? ¿Te ha parecido que hablo mal?

—No, aunque casi deseaba que así fuera, igual que deseaba que tus modales fueran toscos. Tu padre, Caroline, hablaba bien por naturaleza, con corrección, suavidad y fluidez; todo lo contrario que tu respetable tío. Tú has heredado ese don.

—¡Pobre papá! Siendo tan simpático, ¿cómo es que no era bueno?

—Pues era como era, y es una suerte, hija mía, que tú no puedas hacerte una idea del porqué. Yo no lo sé; es un misterio. La respuesta está en manos del Creador; déjalo tal como está.

—Mamá, no haces más que coser y coser. Deja eso; no me gusta que cosas. Ocupa tu regazo y lo quiero para mi cabeza; ocupa tus ojos, y los quiero para leer. Aquí está tu favorito: Cowper.

Estas impertinencias eran el deleite de la madre. Si alguna vez se hacía de rogar, era sólo para oírlas repetidas y disfrutar de la amable premura de su hija, entre festiva y enojadiza. Y luego, cuando se sometía a sus deseos, Caroline decía maliciosamente:

—Me mimas demasiado, mamá. Siempre pensé que me gustaría ser mimada, y lo encuentro muy agradable.

También la señora Pryor.

CAPÍTULO XXVI

VIEJOS CUADERNOS DE EJERCICIOS

Cuando el grupo de Fieldhead regresó a Briarfield, Caroline estaba casi restablecida. La señorita Keeldar, que había recibido por correo noticias de la convalecencia de su amiga, no dejó pasar ni una hora entre su llegada a casa y su primera visita a la rectoría.

Caía una lluvia fina, pero pertinaz, sobre las flores tardías y los rojizos arbustos otoñales cuando se oyó el portillo del jardín y la figura familiar de Shirley pasó junto a la ventana. Cuando entró en la casa, expresó sus sentimientos a su propia y peculiar manera. Shirley no era locuaz cuando estaba realmente conmovida por profundos recelos o alegrías. Raras veces permitía que una fuerte emoción influyera en su forma de hablar, e incluso sus ojos la rehuían más que una conquista furtiva y caprichosa. Shirley abrazó a Caroline, la miró, la besó, y luego dijo:

—Estás mejor. —Y un minuto después—: Ya veo que ahora estás fuera de peligro, pero cuídate. ¡Dios quiera que tu salud no tenga que sufrir nuevas conmociones!

Procedió entonces a explayarse sobre su viaje. Durante su vivaracho discurso, sus ojos no se apartaron de Caroline: en su brillo se leía un sincero cuidado, inquietud, y cierto asombro.

«Mejor está —decían sus ojos—, pero ¡qué débil parece todavía! ¡Qué peligro ha corrido!».

De repente Shirley se volvió hacia la señora Pryor, y la traspasó con la mirada.

—¿Cuándo volverá conmigo mi institutriz? —preguntó.

—¿Puedo contárselo todo? —inquirió Caroline a su madre. Habiendo recibido aquiescencia con un gesto, puso a Shirley al corriente de todo lo ocurrido en su ausencia.

—¡Muy bien! —fue el desapasionado comentario de su amiga—. ¡Muy bien! Pero para mí no es nada nuevo.

—¡Qué! ¿Lo sabías?

—Hace tiempo que lo había adivinado todo. La historia de la señora Pryor la conocía en parte por boca de otros. Estaba al tanto de la vida y milagros del señor James Helstone con todos sus detalles: una tarde, conversando con la señorita Mann, me familiaricé con ellos; además, es uno de los ejemplos que utiliza la señora Yorke como advertencia, una de las banderas rojas que suele izar para espantar a las señoritas que piensan en el matrimonio. Creo que debería haber aceptado con escepticismo el retrato esbozado por tales manos, dado que ambas señoras sienten un morboso placer en revelar el lado más tenebroso de la vida, pero también interrogué al señor Yorke sobre el particular y me dijo: «Shirley, muchacha, si quieres saber algo sobre ese James Helstone, sólo te diré que era una bestia. Era apuesto, disoluto, débil, traicionero, cortés, cruel…». No llores, Cary; no hablaremos más de esto.