Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 95

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La solemne procesión, encabezada por Baddeley, de la mesa del té, el jarro y el servicio de pasteles, hizo su aparición y la liberó de un penoso cautiverio de cuerpo y espíritu. Crawford se vio obligado a apartarse. Fanny recobró la libertad, debía atarearse, estaba protegida.

A Edmund no le pesó verse de nuevo admitido entre los que podían hablar y oír. Pero, aunque la conferencia le pareció muy larga y como al mirar a Fanny, vio en ella más bien un rubor que enojo, se inclinó a creer que no pudo decirse y escucharse tanto sin algún provecho para el orador.

CAPÍTULO XXXV

Edmund había llegado a la conclusión de que correspondía por entero a Fanny decidir si entre ellos debía mencionarse su posición con respecto a Crawford; y había resuelto que si no partía de ella la iniciativa, nunca aludiría él al asunto. Pero al cabo de un par de días de mutua reserva, su padre le indujo a cambiar de idea y a probar la eficacia de su influencia a favor de su amigo.

La fecha, y una fecha muy próxima, se había fijado ya para la partida de Crawford; y sir Thomas pensó que no sería de más hacer otro esfuerzo en pro del enamorado antes de que abandonara Mansfield, de modo que todas sus profesiones y promesas de afecto inalterables contaran con un mínimo de esperanza para sostenerse lo más posible.

Sir Thomas sentía el más cordial anhelo de que el carácter de Mr. Crawford fuese perfecto en ese punto. Deseaba que fuese un modelo de constancia, e imaginaba que el mejor medio de conseguirlo sería no someterlo a una prueba demasiado larga.

A Edmund no le costó dejarse convencer para que interviniera en la cuestión: anhelaba conocer los sentimientos de Fanny. Ella solía consultarle en todas sus dificultades, y él la quería demasiado para resignarse a que le negara ahora su confianza. Esperaba serle útil, estaba seguro de que le sería útil. ¿A quién más podía ella abrir su corazón? Aunque no necesitaba consejo, sin duda necesitaría el consuelo de la conversación. Fanny se apartaba de él, silenciosa y reservada; era un estado de cosas antinatural... una situación que él había de forzar, pudiendo además creer que esto era lo que ella más ansiaba.

––Hablaré con ella, padre; aprovecharé la primera oportunidad para hablarle a solas ––fue el resultado de tales consideraciones; y al informarle sir Thomas de que precisamente entonces estaba ella paseando sola por los arbustos, fue inmediatamente a su encuentro.

––He venido a pasear contigo, Fanny ––le dijo––. ¿Me dejas? ––añadió, tomándola del brazo––. Hace mucho tiempo que no hemos dado juntos un agradable paseo.

Fanny asintió más bien con la mirada que de palabra. Tenía el ánimo abatido. ––Pero, Fanny ––agregó él a continuación––, para que el paseo sea agradable, es preciso algo más que pisar juntos esta grava. Tienes que hablarme. Sé que algo te preocupa. Sé en qué estás pensando. No puedes suponer que no estoy enterado. ¿Es que todos me hablarán de ello menos la propia Fanny?

Fanny, a la vez agitada y desalentada, replicó:

––Si todos te hablaron ya de ello, nada quedará que pueda contarte yo. ––Respecto de los hechos, tal vez no; pero sí de los sentimientos, Fanny.

Nadie más que tú podría revelármelos. No pretendo obligarte, sin embargo. Si es que no lo deseas tú misma, ya he terminado. Imaginé que podía ser un alivio para ti.

––Me temo que pensemos de modo demasiado distinto para que yo encuentre alivio hablando de lo que siento.

––¿Supones que pensamos diferente? No lo creo yo así. Me atrevería a decir que, si cotejáramos nuestros respectivos puntos de vista, resultarian tan coincidentes como en todo solían ser. Concretando: considero la proposición de Crawford como la más ventajosa y deseable, de poder tú corresponder a sus sentimientos; considero lo más natural que toda tu familia desee que pudieras corresponder a los mismos; pero siendo así que no puedes, has hecho exactamente lo que debías al rechazarle. ¿Puede haber ahí alguna discrepancia entre nosotros?

––¡Oh, no! Pero yo creía que me censurabas. Me imaginaba que estabas contra mí. ¡Qué gran consuelo!

––Este consuelo pudiste tenerlo antes, Fanny, si lo hubieras buscado. Pero, ¿cómo pudiste suponer que estaba contra ti? ¿Cómo pudiste imaginar que fuese yo un defensor del matrimonio sin amor? Y aunque en general fuese un despreocupado respecto de esas cuestiones, ¿cómo pudiste imaginarme así, siendo tu felicidad la que estaba en juego?

––Tu padre me juzgó mal, y yo sabía que te había hablado.

––Hasta este momento, Fanny, creo que has hecho perfectamente bien. Puedo lamentarlo, puedo estar sorprendido... Aunque esto apenas, porque sé que no has tenido tiempo siquiera de enamorarte; pero considero que has hecho perfectamente bien. ¿Es que cabe ponerlo en duda? Seria para nosotros ignominioso dudarlo. Tú no le amas; nada hubiese podido justificar que le aceptaras.

Habían pasado días y días sin que Fanny hallara un tan gran consuelo.

––Así de intachable ha sido tu conducta, y estaban completamente equivo-cados los que deseaban que obraras de otro modo. Pero el asunto no termina aquí. No es el de Crawford un afecto comente; persevera con la esperanza de crear aquella estimación que antes no creó. Esto, bien lo sabemos, tiene que ser obra del tiempo. Pero ––y aquí sonrió afectuosamente––, deja que triunfe al fin, Fanny..., deja que triunfe al fin. Has demostrado tu integridad y desinterés; demuestra ahora que eres agradecida y tierna de corazón. Entonces serás el modelo de la mujer perfecta, para lo cual creí que habías nacido.

––¡Oh, nunca, nunca, nunca! ¡Jamás conseguirá ese triunfo!

Y esto lo dijo ella con una vehemencia que dejó atónito a Edmund e hizo que se ruborizara al acordarse de sí misma, cuando vio la sorpresa de su primo y le oyó replicar:

––Jamás! Fanny... ¡tan categórica y absoluta! Esto no parece propio de ti, de tu modo de ser racional.

––Quiero decir ––exclamó ella corrigiéndose, pesarosa–– que creo que nunca, hasta donde cabe prever lo futuro... creo que nunca corresponderé a su estimación.

––He de esperar mejores resultados. Me consta más de lo que pueda constarle el propio Crawford, que el hombre que pretenda tu amor (estando tú debidamente enterada de sus intenciones), habrá de desarrollar una muy ardua labor, pues ahí están todos tus antiguos afectos y costumbres alineados en orden de batalla; y antes de que consiga ganar para sí tu corazón, tendrá que desprenderlo de los lazos que le unen a una serie de motivos circundantes, animados e inanimados, que se han ido reforzando a lo largo de tantos años, y que, de momento, han de resistirse considerablemente a la sola idea de separación. Ya sé que la aprensión de verte obligada a abandonar Mansfield reforzará por algún tiempo tu ánimo contra él. Hubiese preferido que él no se sintiera obligado a decirte lo que pretendía. Hubiera deseado que él te conociera tan bien como yo, Fanny. Dicho sea entre nosotros, creo que te habríamos ganado. Mis conocimientos teóricos y los suyos prácticos, aunados, no hubiesen podido fallar. Tenía él que ajustarse a mis planes. No obstante, debo esperar que el tiempo, al demostrar (como firmemente creo que así será) que es digno de ti por lo invariable de su afecto, le dará su recompensa. No puedo suponer que no tengas el deseo de amarle: el deseo natural de la gratitud. Debes tener algún sentimientos por el estilo. Tienes que estar apenada por tu propia indiferencia.

––Somos tan dispares ––dijo Fanny, eludiendo una respuesta directa––, somos tan dispares, tanto, en todas nuestras inclinaciones y costumbres, que considero completamente imposible que juntos llegásemos nunca a ser ni siquiera medianamente felices, aun cuando pudiese quererle. Nunca existieron dos seres más opuestos. No tenemos un solo gusto en común. Seríamos desgraciados.

Te equivocas, Fanny. La diferencia no es tan grande. Hasta os parecéis bastante. Vuestros gustos coinciden en más de un caso. Tenéis los mismos gustos en moral y en literatura. Ambos poseéis un corazón ardiente y bonda-dosos sentimientos; y, Fanny, quien le haya oído leer a Shakespeare y te haya visto escucharle la otra noche, ¿creerá que no podéis ser el uno para el otro? Te olvidas de ti misma. Hay una marcada diferencia en vuestros caracteres, lo admito: él es animado, tú eres seria; pero tanto mejor: su ánimo sostendrá el tuyo. Es en ti natural dejarte abatir con facilidad e imaginar las dificultades mayores de lo que son. Su jovialidad vendrá a neutralizar esa tendencia. Él no ve dificultades en nada y su optimismo y alegría será un constante soporte para ti. Que en este aspecto seáis diferentes, Fanny, no pesa lo más mínimo contra vuestras posibilidades de mutua felicidad. No te lo figures. Yo mismo estoy convencido de que es una circunstancia más bien favorable. Estoy persuadido de que es mejor que sean diferentes los caracteres; quiero decir, diferentes en la exteriorización del humor, en los hábitos, en la mayor o menor preferencia por reunirse en sociedad, en la propensión a charlar o a estar callado, a estar serio o alegre. Cierto contraste en este aspecto, de ello estoy plenamente convencido, contribuye a la felicidad conyugal. Excluyo los extremos, desde luego; y una coincidencia demasiado exacta en todos esos puntos sería el camino más seguro para llegar a un extremo. Una oposición, suave y constante, es la mejor salvaguardia de los modales y de la conducta.

Fácilmente pudo Fanny adivinar dónde tenía él puesto ahora su pensamiento. El poder de Mary Crawford se manifestaba de nuevo con toda su pujanza. Edmund hablaba de ella con satisfacción desde su retomo al hogar. Aquello de esquivarla había terminado ya. Precisamente el día anterior había comido en la rectoria.

Después de darle ocasión de que se entregara a tal dulces pensamientos por unos minutos, Fanny, considerando que a ella correspondía hacerlo, volvió al tema de Mr. Crawford y dijo:

––No es sólo por su genio por lo que le considero inadecuado para mí...

aunque, en este aspecto, creo que la diferencia que nos separa es demasiado grande, y mas que demasiado. Su alegría me abruma con frecuencia. Pero hay algo en él que repudio más aún. Debo decirte, Edmund, que no puedo aprobar su modo de ser. No le tengo en buena consideración desde los ensayos de la comedia. Entonces le vi comportarse, según mi opinión, de un modo tan indecoroso y cruel (me permito hablar de ello ahora, porque todo pasó)... tan incorrecto con el pobre Mr. Rushworth, sin que al parecer le importase ponerle en evidencia y ofenderle y dedicando a mi prima María unas atenciones que...

en una palabra, recibí entonces una impresión que nunca se me borrará.

––Mi querida Fanny ––replicó Edmund, sin apenas escucharla hasta el final––, no queramos, ninguno de nosotros, que se nos juzgue por lo que parecíamos en aquel período de general locura. La época del teatro casero, es la época que con más aversión puedo recordar. María se portó mal, Crawford se portó mal, todos juntos nos portamos mal; pero nadie tanto como yo. En comparación conmigo, todos los demás tenían disculpa. Yo estuve haciendo el loco, teniendo abiertos los ojos.

––Como simple espectadora, acaso vi más yo de lo que tú pudiste ver; y creo que Mr. Rushworth estuvo a veces muy celoso.

––Muy posible. No es extraño. Nada podía ser más impropio que todo aquel tinglado. Me horroriza pensar que María fuese capaz de secundarlo; pero si ello pudo presentarse, no debe sorprendemos el resto.

––Tendría que estar yo muy equivocada si no fuese cierto que, antes de lo del teatro, creía Julia que Mr. Crawford se dedicaba a ella.

––¿Julia! A alguien le oí decir que estaba enamorado de Julia; pero nunca pude ver nada de eso. Sin embargo, Fanny, aunque espero hacer justicia a las buenas cualidades de mis hermanas considero muy posible que desearan, una o las dos, atraerse la admiración de Crawford, y que acaso mostrasen tal deseo de un modo más ostensible de lo que era prudente. Recuerdo muy bien que tenían una marcada predilección por su compañía; y viéndose así alentado, un hombre como Crawford, gallardo, y puede que un poco irreflexivo, no es extraño que llegase a... No pudo haber nada muy profundo, pues está claro que él no llevaba ninguna intención: su corazón estaba reservado para ti. Y debo decirte que esto ha hecho que ganara muchísimo en mi opinión. Es algo que le honra grandemente; demuestra la justa estima en que tiene la bendición de un hogar feliz y un puro afecto. Prueba que su tío no le ha echado a perder. Prueba, en fin, que él es exactamente lo que yo a menudo quería creer que era, y temía que no fuese.

––Tengo la convicción de que no piensa como debiera sobre cosas serias. ––Di, mejor, que nunca ha pensado en cosas serias; creo que es éste el caso.

¿Cómo podría ser de otro modo, con tal educación y tal consejero? Teniendo en cuenta lo pernicioso del ambiente que respiraron, ¿no es maravilloso que sean como son? Estoy dispuesto a reconocer que, hasta aquí, Crawford se ha dejado guiar en exceso por sus sentimientos. Por fortuna, esos sentimientos han sido, en general, buenos. Tú aportarás el resto. Desde luego, no puede haber un hombre más afortunado que él al enamorarse de semejante criatura..., de una mujer que, firme como una roca en sus principios, posee una suavidad de carácter tan ideal para recomendarlos. Ha sabido elegir su pareja, vaya que sí, pero tú harás de él lo que te propongas.

––¡No me comprometería a desempeñar semejante cargo! ––exclamó Fanny, con marcado acento de inhibición––... ¡semejante cometido de tan alta responsabilidad!

––¡Cómo siempre, convencida de tu incapacidad para lo que sea! ¡Siempre imaginándolo todo demasiado importante para ti! Bien, si yo no puedo persuadirte de que han de modificarse tus sentimientos, confio que tú misma te persuadirás. Sinceramente confieso mi anhelo de que lo consigas. No es poco el interés que tengo en los progresos de Crawford. Por estar tan ligada a tu felicidad, Fanny, la suya reclama mis mejores votos. Ya ves que no puede ser pequeño mi interés por la bienandanza de Crawford.

Demasiado bien lo veía Fanny para tener nada que decir, y ambos siguieron paseando unas cincuenta yardas, silenciosos y abstraídos. Edmund fue el primero en empezar de nuevo:

––Ayer quedé muy complacido al ver como ella hablaba de este asunto; quedé particularmente complacido, porque no estaba seguro de que lo considerase todo bajo un punto de vista tan justo. Sabía que él estaba muy enamorado de ti, pero no obstante temía que ella no se tomara como merece tu valía para que te quisiera su hermano, y que lamentase que él no se hubiera fijado con preferencia en una mujer de abolengo o fortuna. Temía que se manifestara en ella la influencia de esas máximas mundanas que con demasiada frecuencia habrá escuchado en su vida. Pero no fue así. Habló de ti, Fanny, como debía. Desea este enlace tan ardientemente como tu tío o como yo mismo. Estuvimos hablando de ello largamente. Yo no hubiera mencionado el asunto, aunque ansiaba conocer sus sentimientos; pero no llevaba aun cinco minutos en la habitación cuando ella lo enfocó con aquella franqueza y aquella delicadeza que le son peculiares, con ese espíritu y esa sinceridad que en tan gran parte informan su mismo ser. La señora Grant se rió de ella por su rapidez.

––Entonces... ¿estaba también presente la señora Grant?

––Sí; cuando llegué a casa, encontré juntas a las dos hermanas; y una vez hubimos empezado, ya no dejamos de hablar de ti, Fanny, hasta que entraron Henry y el doctor Grant.

––Hace más de una semana que no he visto a Mary Crawford.

––Sí; y ella lo lamenta, aunque reconoce que acaso haya sido mejor. La verás, sin embargo, antes de que se vaya. Está muy enfadada contigo, Fanny; debes estar preparada para eso. Ella dice que está muy enfadada, pero ya puedes imaginar su enojo. Es el pesar y la desilusión de una hermana que cree a su hermano con derecho a poseer cuanto pueda desear, desde el primer instante. Está dolida, como tú lo estarías por William; pero te aprecia y te quiere de todo corazón.

––Ya me figuraba que estaría muy enfadada conmigo.

––Queridísima Fanny ––dijo Edmund, estrechando su brazo para atraerla hacia sí––, no vaya a apenarte la idea de su enojo. Es un enfado más de palabra que de sentimiento. Su corazón se hizo para el amor y la ternura, no para el rencor. Me hubiese gustado que oyeras su tributo de alabanza; que hubieras podido ver la expresión de su rostro cuando dijo que tú debías ser la esposa de Henry. Observé que al nombrarte decía siempre «Fanny», cosa que antes no solía hacer; y sonaba a fraternal cordialidad.

––Y la señora Grant... ¿qué decía?... ¿hablaba también?... ¿estuvo allí todo el rato?

––Sí, se mostró completamente de acuerdo con su hermana. La sorpresa ante tu negativa, Fanny, parece que fue inmensa. Que pudieras rechazar a un hombre como Henry Crawford, parece que es más de lo que ellas pueden llegar a comprender. Dije por ti cuanto pude; pero, la verdad, tal como ellas consideran el caso, debes demostrarles que estás en tus cabales lo antes posible, mediante un cambio de actitud; nada más conseguirá satisfacerlas. Pero esto es coaccionarte. Ya he terminado; no te separes de mí.

––Yo hubiera creído ––dijo Fanny, cerrando una pausa durante la cual se esforzó en concentrarse––, que toda mujer tenía que admitir la posibilidad de que un hombre no fuese aceptado, no fuese amado por otra mujer, por una al menos, por agradable que él sea para la generalidad. Aunque reúna todas las perfecciones del mundo, creo que no debería dejarse sentado como indudable que un hombre tiene que ser aceptado por todas las mujeres que a él se le ocurra querer. Pero, aun suponiéndolo así, concediendo a Mr. Crawford todos los derechos que sus hermanas le atribuyen, ¿cómo iba a estar yo preparada para acogerle con algún sentimiento de correspondencia a los suyos? Me cogió de sorpresa. Yo no había sospechado que su modo de portarse conmigo anteriormente tuviera algún significado; y es natural que yo no me hiciera el propósito de quererle, sólo porque hacía de mí un caso de ociosa distracción, al parecer, a falta de otra mejor. En tal ocasión hubiera sido el colmo de la vanidad hacerme ilusiones respecto de Mr. Crawford. Estoy segura de que sus hermanas, que tan alto lo valoran, lo hubieran considerado así, suponiendo que él nada les hubiera insinuado. ¿Cómo podía entonces sentir... sentirme enamorada de él en el instante en que me dijo que él lo estaba de mí? ¿Cómo iba yo a tener un afecto a su disposición, para el momento en que él lo requiriese? Sus hermanas deberían considerarme tan bien como a él. Cuanto más altos sus merecimientos, tanto más impropio de mí haber pensado siquiera en él. Y... y... tenemos unas ideas muy distintas sobre la naturaleza del sexo femenino, si ellas pueden suponer a una mujer capaz de corresponder tan pronto a un afecto como el que éste parece implicar.

––Mi querida, queridísima Fanny: ahora conozco la verdad. Sé que es ésta la verdad; y muy dignos de ti son estos sentimientos. Ya antes te los había atribuido. Pensé que sabía interpretarte. Has dado ahora exactamente la misma explicación que yo aventuré por ti ante tu amiga y la señora Grant, y ambas quedaron más satisfechas, aunque tu vehemente amiga se resistió un poco más a aceptarla debido a la fuerza de su cariño por Henry. Les dije que tú eras la criatura humana en quien más dominaba la costumbre y menos la novedad; y que el mismo carácter de novedad en la declaración de Crawford era desfavorable para él; que por ser tan nueva y reciente no podía favorecerle; que tú no podías tolerar cosa alguna a la que no estuvieras acostumbrada... y otras muchas cosas con el mismo propósito, a fin de darles una idea de tu natural. Mary nos hizo reír con sus planes para estimular a su hermano. Sugirió que habría que inducirle a perseverar con la esperanza de verse amado algún día, y de conseguir que sus declaraciones fueran acogidas más favorablemente al cabo de unos diez años de matrimonio feliz.

Fanny pudo con dificultad esbozar la sonrisa que aquí se esperaba de ella. Sus sentimientos estaban revueltos. Temía haber hecho mal, hablando demasiado, exagerando la cautela que había considerado necesaria... Guardándose de un peligro para exponerse a otro. Y que le repitieran las gracias de miss Crawford en aquel momento, y sobre aquel asunto, era un amargo agravante.

Edmund vio fatiga y angustia en su rostro, y en el acto resolvió abstenerse de toda insistencia y no volver a mencionar siquiera el nombre de Crawford, excepto en cuanto pudiera tener relación con lo que había de resultarle agradable a ella. Basándose en este principio, dijo poco después:

––Se marchan el lunes. Por lo tanto, puedes tener la seguridad de que verás a tu amiga, bien mañana o el domingo. Realmente, se van el lunes; ¡y pensar que estuve en un tris de dejarme convencer para quedarme en Lessingby hasta ese mismo día! Casi lo había ya prometido. ¡Qué distinto hubiera sido todo! Esos cinco o seis días más en Lessingby, quizás los hubiera sentido toda la vida.

––¿Tan a punto estuviste de quedarte allí?

––Tanto. Me lo pedían con la más amable insistencia, y casi había accedido. De haber recibido alguna carta de Mansfield informándome de cómo seguíais por aquí, creo que me hubiera quedado, en efecto; pero nada sabía de lo sucedido aquí en el transcurso de una quincena, y me pareció que llevaba ya bastante tiempo ausente.

––¿Lo pasaste bien allí?

––Sí; es decir, fue por culpa de mi estado de ánimo si no lo pasé mejor. Eran todos muy agradables. Dudo que ellos pensaran lo mismo de mí. Llevaba dentro una especie de desazón, de la que no pude librarme hasta que me encontré de nuevo en Mansfield.

––Y las hermanas Owen... ¿te resultarían agradables, verdad?

––Sí, mucho. Son unas muchachas simpáticas, animadas, desprovistas de afectación. Pero yo ya no sirvo, Fanny, para departir con chicas corrientes. Esas jovencitas, con toda su alegría y naturalidad, no pueden resultarle a un hombre acostumbrado al trato de mujeres sensibles. Son dos modos distintos de ser. Tú y miss Crawford habéis conseguido que me vuelva demasiado exigente.

A pesar de todo, Fanny seguía aún abrumada y decaída; bien claro lo decía su aspecto. Era preferible no prolongar la conversación; y entendiéndolo así, Edmund la condujo, con la afable autoridad de un guardián privilegiado, al interior de la casa.

CAPÍTULO XXXVI

Edmund creía haberse enterado de cuanto Fanny pudiera contar, o dejar entrever, acerca de sus sentimientos, y quedó satisfecho. Como él había supuesto antes, Crawford había procedido con demasiada precipitación, y era preciso dejar que el tiempo se encargara de que ella se familiarizase con la idea, primero, y le resultara después agradable. Tendría que acostumbrarse a considerar que Henry la amaba, y entonces ya no estaría lejos de correspon-derle con su afecto.

Dio a su padre esta opinión como resultado de la conversación sostenida, y recomendó que nada más le dijera a ella, que no se intentara coaccionarla o persuadirla, sino que se dejara todo a la asiduidad de Crawford y a la reacción natural de su propio espíritu.

Sir Thomas prometió que así lo haría. Le pareció justa la apreciación de Edmund en cuanto al ánimo de Fanny. Suponía que eran éstos los sentimientos de ella, pero consideraba como una desgracia que los tuviera; porque, menos inclinado que su hijo a confiar en el futuro, no podía evitar el temor de que si era preciso conceder a Fanny tanto tiempo para familiarizarse, no se decidiría a acoger favorablemente las declaraciones del enamorado antes de que a éste se le acabasen los deseos de hacerlas. Nada podía hacerse, sin embargo, sino aceptar así las cosas con resignación y esperar lo mejor.

La prometida visita de «su amiga», como Edmund llamaba a miss Crawford, representaba una tremenda amenaza para Fanny, y hacía que viviera en un continuo terror. Como hermana, tan parcial e irritada, y tan poco escrupulosa en el hablar, y por otro lado tan triunfante y segura... era por muchos conceptos un motivo de angustiosa alarma. Su descontento, su agudeza y su felicidad era un conjunto espantoso que afrontar; y la confianza en que otras personas estarían presentes cuando se encontraran era el único consuelo para Fanny ante aquella perspectiva. Se apartaba lo menos posible de lady Bertram, no se acercaba a su cuarto del este y no daba ningún paseo solitario por los arbustos como precaución, para evitar una súbita arremetida.

Lo consiguió. Se hallaba a seguro en el comedor para los desayunos con su tía, cuando llegó miss Crawford. Pasado el primer susto, y viendo que en la actitud y las palabras de Mary había una expresión mucho menos intencionada de lo que había esperado, Fanny empezó a concebir la esperanza de que no se vería en el caso de tener que soportar nada peor que una media hora de moderada inquietud. Pero con esto esperaba demasiado. Miss Crawford no era una esclava de la oportunidad. Estaba decidida a hablar con Fanny a solas, y en consecuencia le dijo, sin esperar más que lo prudente, en voz baja:

––Necesito hablar unos minutos con usted, donde sea.

Palabras que Fanny sintió correr por todo su cuerpo, en todos sus pulsos y en todos sus nervios. Negarse era imposible. Sus hábitos de pronta sumisión, por el contrario, la llevaron a ponerse en pie casi en el acto y a guiarla fuera de la habitación. Lo hizo con profundo disgusto, pero era inevitable.

Apenas llegaron al vestíbulo cesó toda contención por parte de Mary Crawford. Agitó la cabeza mirando a Fanny con sutil, aunque afectuosa, expresión de reproche, le cogió una mano y parecía dispuesta a empezar allí mismo, casi incapaz de poderlo evitar. Sin embargo, dijo tan solo:

––¡Perversa, más que perversa! No sé cuándo acabaré de reñirla.

Y tuvo discreción bastante para reservarse lo demás hasta que pudieran estar seguras entre cuatro paredes para ellas solas. Fanny, naturalmente, subió la escalera y condujo a su invitada hasta el aposento que ahora estaba siempre dispuesto confortablemente; no obstante, abrió la puerta con el corazón afligido, sintiendo que la esperaba una escena más angustiosa que cuantas habían tenido por testigo aquel mismo lugar. Pero el ataque que iba a desencadenarse contra ella quedó al menos aplazado, gracias al súbito cambio de ideas en la mente de miss Crawford, gracias a la profunda impresión de su espíritu al encontrarse de nuevo en el cuarto del este.

––¡Ah! ––exclamó, con pronta animación––. ¿Estoy otra vez aquí? ¡El cuarto del este! Sólo una vez había estado en esta habitación ––y después de una pausa para mirar en derredor y, a lo que parecía, rehacer mentalmente lo que había pasado allí, añadió––: sólo una vez. ¿Lo recuerda? Vine para ensayar. Su primo vino también. Y ensayamos. Usted era nuestro público y nuestro apuntador. Fue un ensayo delicioso. Nunca lo olvidaré. Aquí estábamos, precisamente en este lado de la habitación; aquí estaba su primo, aquí yo, aquí las sillas. ¡Ah! ¿Por qué esas cosas no pueden durar siempre?

Afortunadamente para su compañera, no esperaba contestación alguna. Tenía la mente totalmente ocupada por sus propios recuerdos. Estaba entregada a un ensueño de dulces evocaciones.

––¡La escena que ensayábamos era tan especial! El tema de la misma tan...

tan... ¿cómo diría yo? Él tenía que hacerme la descripción del matrimonio y recomendármelo. Me parece verle ahora, procurando mostrarse tan formal y sosegado como corresponde a un Anhalt, a lo largo de sus dos extensos parlamentos. «Cuando dos corazones afines se encuentran en la vida matri-monial, puede llamarse al matrimonio vida feliz.» Me imagino que, por mucho tiempo que pase, jamás se me borrará la impresión que guardo de sus miradas y su voz al pronunciar esas palabras. ¡Fue curioso, muy curioso, que nos correspondiera representar semejante escena! Si yo tuviera la facultad de poder recordar una sola semana de mi existencia, sería esa semana, la semana de los ensayos, la que recordaría. Diga usted lo que quiera, Fanny, habría de ser esa, pues nunca, en ninguna otra, conocí una felicidad tan exquisita. ¡Ver como llegaba a doblegarse su firme voluntad! ¡Fue algo tan delicioso que ni se puede expresar! Pero, ¡ah!, al finalizar aquella tarde se acabó todo. Con la noche llegó su tío, en mala hora. ¡Pobre sir Thomas! ¿quién tenía deseos de verte?... Ahora bien, Fanny, no se imagine que me propongo hablar irrespetuosamente de sir Thomas, aunque es verdad que le odié por espacio de bastantes semanas. No, ahora le hago justicia. Es exactamente cual debe ser el jefe de una familia como ésta. Nada, con toda sinceridad, que ahora creo que les quiero a todos.

Y habiendo dicho esto, con un grado de ternura y convicción como Fanny nunca había visto en ella, y que ahora le pareció muy decoroso, se apartó un momento para serenarse.

––Me ha dado un pequeño arrebato al entrar en este cuarto, como habrá notado ––dijo a continuación, sonriendo con travesura––, pero ya pasó. De modo que lo mejor será que nos sentemos y charlemos amigablemente; pues para reñirla, Fanny, que es a lo que vine con decidida intención, no tengo valor cuando llega el momento ––y abrazándola efusivamente, añadió––: ¡Mi buena y dulce Fanny! Cuando pienso que la veo por última vez hasta no sé cuándo, me siento totalmente incapaz de hacer nada más que quererla.

Fanny se emocionó. No había previsto nada de aquello, y sus sentimientos raras veces podían resistir la melancólica influencia de la palabra «última». Se puso a llorar como si quisiera a Mary más de lo que en realidad podía; y ésta, más suavizada aún al verla tan impresionada, se apoyó en ella con ternura y dijo:

––Me resulta odioso tener que dejarla. Donde voy, no he de encontrar a nadie que sea ni la mitad de afectuoso. ¿Quién dice que no seremos hermanas? Yo sé que lo seremos. Siento que hemos nacido para ser familia; y estas lágrimas me convencen de que lo siente usted así también, Fanny.

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Autori teised raamatud