Loe raamatut: «Hernán Cortés. La verdadera historia», lehekülg 3
El carácter sanguinario de la religión de Huitzilopochtli, el principal dios azteca, encuentra su culminación en los tiempos de Ahuízotl: en su reinado se termina un templo gigantesco consagrado al dios de la guerra. Cuando se inaugura, inmolan a 20 mil cautivos (algunos autores afirman que fueron 80 mil) durante cuatro días en los que se suceden decenas de sacerdotes exhaustos extrayendo corazones. «Se les dispuso en cuatro largas columnas, que se extendían desde más allá de los límites de la ciudad hasta la cima de la pirámide. Algunas miles de víctimas eran prisioneros de recientes victorias aztecas; pero la gran mayoría fueron entregados a los aztecas por gobernantes vasallos. Los nobles llegados de las provincias tributarias y estados enemigos fueron instalados, regalados con manjares y mordisquearon hongos alucinógenos para mitigar sus percepciones durante el sangriento espectáculo», narra Jonathan Kandell.
Imaginemos la enajenación de la «fiesta». A los cautivos se les arrancaba el corazón en pocos segundos y sus cuerpos eran lanzados por la pirámide. El estruendo de los tambores ahogaba sus alaridos. Una vida tras otra era extinguida. Los torrentes de sangre humana que bajaban por los escalones del templo se coagularon en grandes cuajarones horribles. «El hedor era tan grande en toda la ciudad, que resultaba intolerable para la población». Los cuerpos eran desmembrados, y algunos, cocinados. Pero en esa ocasión, las víctimas fueron tantas, que miles de cuerpos fueron arrojados al lago de Texcoco.
Nunca un osario aglutinó tantos cráneos, es el tzompantli13 más grande del continente cinco años antes del descubrimiento de Colón. Tlalcaelel14, el poder tras el trono, comentó: «que nuestros enemigos vayan y digan a su pueblo lo que han visto». Es la política del terror, la pax mexica. «Es una religión implacable, el amor no existía», se lamenta Jean Descola. Y ello se hacía a costa principalmente de los pueblos sometidos.
Visualicemos el ambiente en el que se sobrevivía esperando la inevitable llegada del turno en que tocaba entregar a un ser querido. La gente vivía bajo pánico constante debatiéndose con su fortuna; por un lado, odiando a su opresor y, por otro, tratando de ganarse su favor para postergar o evitar su destino. Siendo así, los mexicanos desarrollamos, como efecto y por instinto de conservación, formas serviles en nuestro trato y dobles intenciones en nuestro pensamiento, las cuales practicamos inconscientemente hasta la fecha y, como se verá adelante, todavía convivimos con sus consecuencias.
Práctica de sacrificios humanos, «una industria de matanza humana» alrededor de la cual se desarrollaba gran parte de la actividad administrativa, de recaudación, religiosa y militar del imperio azteca. «Había la necesidad de alimentar al cosmos, el sol perdería su fuerza si no recibía la sangre de los sacrificios, ya que ésta era la fuerza vital que movía el universo». Contra tal práctica, Cortés no escuchó argumentos: combatió la costumbre apenas tuvo contacto con ella.
Hay un intento de supresión de sangre destacable en la era prehispánica y esta es fruto de las enseñanzas de Quetzalcóatl15, quien, como personaje histórico o leyenda, fue enemigo de los sacrificios humanos, tesis que recoge Sahagún, para identificar a Cortés como heredero «mítico» del dios emplumado y posicionarlo en la vida indígena con antelación a la Conquista. Por eso es importante resaltar el principal legado cortesiano para con el país que México es desde entonces.
La lengua (la patria es el idioma, decía Unamuno), las costumbres, un gobierno con economía y leyes unificadas, la religión y un territorio definido son lo que hace nación. Estos elementos comunes son los que identifican a los mexicanos y aparecen en su territorio después de 1521. Repito: antes de la Conquista se trataba de diferentes poblaciones antagónicas y dispersas, después, con muchos defectos, surgió la nación. Cualesquiera habitantes de una nación deben, primero, reconocerse juntos, ser, sentirse parte, para luego pretender figurar en el mundo. «Para que Dulcinea fuera universal, primero fue del Toboso», dice, en Mis Tiempos, una inteligencia brillante.
8 Cempoala fue un señorío prehispánico ubicado en el Golfo de México, habitado, según la época, por totonacas, chinantecas y zapotecas, en palabras de algunos expertos, desde 1.500 años antes de la llegada de los españoles.
9 Término derivado de la lengua náhuatl para designar a un gobernador elegido por la nobleza.
10 Guajolote: del náhuatl huey (viejo) y xólotl (monstruo), es el término que se usa en esa lengua para designar al pavo doméstico.
11 Tlaxcala es uno de los 32 estados de la República Mexicana. Durante la época prehispánica se distinguió por el bloqueo que los aztecas aplicaron en ese territorio para comerciar con los pueblos del Golfo, Centroamérica y el Valle de México.
12 Se le conoce como Guerras Floridas a los enfrentamientos que los aztecas libraban contra otros pueblos para mantenerlos subyugados y obligarlos a pagar tributo. Como parte de ellas, se capturaban prisioneros, a quienes se sacrificaba ritualmente o se consumía.
13 Tzompantli: altar donde se montaban ante la vista pública las cabezas sanguinolentas de los cautivos sacrificados.
14 Tlalcaelel, «el que anima el espíritu», fue un sacerdote y consejero mexica. Asesoró a tres gobernantes: Itzcóatl, Moctezuma y Axayácatl.
15 Quetzalcóatl: uno de los más importantes dioses del panteón azteca. Dios de la vida, la luz y la fertilidad. El significado de la palabra en lengua náhuatl es «serpiente emplumada».
Capítulo III
Por qué España
Ya que evocamos al Quijote, hablemos de su patria. La intervención más importante que ha tenido España en la historia del mundo es la obra que realiza en América. Se equivocan quienes sugieren la conveniencia de haber sido conquistados por otra nación más «avanzada». En aquella época, asevera Agustín Basave Fernández del Valle, «España fue la más preparada para la incorporación y comprensión de los pueblos sometidos». Y dice Vasconcelos: «a través de España, accedemos a la cultura más vieja y más sabia e ilustre de Europa: la cultura latina; y latino es el mestizo hispano-indígena desde que se formó la raza nueva».
Cuando los romanos llegaron a la Península Ibérica en el siglo segundo antes de Cristo, se encontraron con íberos, celtas y tartesios, los pueblos más antiguos de la hoy España. También estaban ya los griegos y cartagineses disputando el dominio de ese suelo estratégico del mundo antiguo. Los romanos, tenaces, dejaron ahí casi «nada»: un nombre (Hispania), caminos eternos, ciudades de piedra, acueductos, organización política, códigos y, al final del imperio y ya oficializado, el cristianismo. Es decir, la principal aportación de ese imperio fue unidad. Las conquistas romanas comenzaron en tal época y se extendieron por casi todo el territorio.
Anfiteatro de Mérida, España. El peninsular hispano recibe el legado greco-romano y lo riega en América. La organización política, la lengua, la religión, entre otras muchas expresiones humanas, son la herencia cultural que Europa implanta en el «nuevo continente».
Su dominio militar tardó siete siglos en decaer, pero su soberanía subsiste hasta nuestros días a través de una fuerza aún más poderosa: la cultura, que se traduce en orden, disciplina y estructura, pero también en tecnología, filosofía y ciencia. En conclusión, otorgaron la supremacía de ideas y valores, una estructura mental y una forma de organización.
Diecisiete siglos después, ese mismo mundo romano envía al nuevo continente un procónsul, Hernán Cortés, y funda igualmente ciudades, dicta leyes, impone la religión, da estructura al territorio, nombra autoridades y establece gobiernos. Es decir, Roma, españolizada, vuelve a dar unidad a lo que no tenía. La principal herramienta fue una lengua común, el castellano, hija del latín. Hasta hoy, la mitad occidental del mundo sigue siendo romana, incluyendo México, así como su organización en municipios, el senado, el derecho, la iglesia, la división política, la estructura diplomática, la lengua latina, entre otros rasgos.
Pero también ingresamos a la civilización bajo el estandarte hispano que riega en América todo el bagaje cultural que recibe. A través de España y de distintos influjos, nos llega una vasta herencia. Además de los pueblos ya mencionados, hubo influencia fenicia, románica (como heredera cultural de Grecia), visigótica (de los descendientes germánicos), además del refinamiento y la ciencia árabe, con todo lo que representa. Asimismo, hubo influencia judía, pues España es el país más judío del mundo, Israel incluido. Convivieron tantos siglos y su cultura subterránea permeó a tal grado que en México lo constato cada día que me desnudo. Encontramos rostros judíos no solo bajo el kipá en alguna sinagoga de Polanco16, sino también en cualquier celebración de la colonia española.
España no era cualquier cosa, venía de una misión espiritual autoimpuesta: salvar la cultura cristiana y recuperar el territorio de la península. Lo anterior, dice López Portillo y Weber, «dota a la Historia de España de una dirección bien definida y de un carácter trascendente, dramático, estético, de que carece la de cualquier otro pueblo. Y esa historia es tan nuestra como la de los Aztecas».
Traía inercia, le sobraba adrenalina después de casi ocho siglos de reconquista. Salvó al viejo mundo, se merecía el nuevo, pues, en la concepción de la época, Europa y el cristianismo se veían amenazados por el poder otomano-islámico. Los reinos españoles, liderados por Castilla, fueron los que al final los contuvieron. España ya se había probado a sí misma, ahora tocaba hacérselo saber al mundo. En esa época, la principal característica de lo español, asegura J.M. Sánchez-Pérez, era el valor, un valor rayano en la osadía. Pero «la intrepidez de sus capitanes, de sus atrevidos navegantes, ha estado siempre templada por la caridad de sus misioneros».
Ruinas romanas, en Extremadura, España. «En una de las regiones más pobres y áridas de Europa, donde la tierra más se agrieta, en Extremadura, germina la semilla que dará mejores frutos, da los hombres más enérgicos, que más riquezas aportan al imperio y más almas a la iglesia».
Durante aquellos tiempos, España domina en el nuevo mundo porque domina en el viejo. A ella acuden los aventureros de Europa en busca de apoyo (Colón, de Génova; Magallanes, de Portugal, entre otros), dan Papas a Roma y exportan literatura. Son los mejores. Mientras en España se organiza la exploración de nuevas rutas y tierras para luego lograr su conquista, en Inglaterra y Francia se organizan empresas estatales de piratería, con mucho éxito, por cierto.
El Houston de la época, donde se planifican las expediciones y se gestionan fondos y voluntades, es la corte itinerante de los reyes de España y Sevilla, el Cabo Cañaveral. Desde ahí se lanza la mayoría de los viajes de descubrimiento y la odisea de Magallanes que da la primera vuelta al mundo. Los «astronautas» de antaño no nacen en Nueva Jersey; son extremeños, andaluces o portugueses, quienes aplican la mejor técnica y tecnología disponibles en ese momento.
El Cid. Las principales características del guerrero español de la conquista de América concurren en sus dos principales antecedentes: el Cid y el «Gran Capitán» Gonzalo Fernández de Córdoba.
En una de las regiones más pobres y áridas de Europa, donde la tierra se agrieta, en Extremadura, germina la semilla que dará mejores frutos, los hombres más enérgicos, que más riquezas aportan al imperio y más almas a la Iglesia. Ningún otro pueblo tiene en igual grado el poder de espíritu necesario ni el fogueo militar para llevar a cabo la empresa más importante hasta entonces. Y la conquista del suelo de México es el más atrayente e interesante episodio. Esa hazaña, casi legendaria, la construye un conquistador poco común, que revela, en todas sus acciones, dotes de general y político. El mérito es doble, puesto que estos descubrimientos y posteriores conquistas las hacen los españoles, no España, es decir, son empresas privadas sujetas a las leyes de la monarquía, pero organizadas y financiadas por particulares. Para eso se necesita ser «notoriamente ambicioso», como lo fue Cortés.
La empresa de la Conquista de América es de tal magnitud que, por su misma grandeza, queda fuera del alcance de las colectividades organizadas. Solo está al alcance de los individuos. Que no se crea que a ese hecho histórico llega la escoria de la península. Juan Miralles lo confirma: «entre todos los capitanes y soldados de Cortés, que desempeñaron algún papel relevante, no figura uno solo que fuese analfabeto, eso, para la medida de su tiempo, era un porcentaje elevadísimo; se diría que allí venía lo mejor de Europa».
¿Cuáles son las circunstancias que producen a esos hombres? ¿Cuál es el troquel de Hernán Cortés y el resto de sus iguales, que los lleva a sobresalir por encima de sus contemporáneos? ¿Por qué produce España, y solo España, esos guerreros astutos, capaces y con tal ánimo de lucro? ¿Por qué surgen en la Península Ibérica esos paradójicos capitanes que son leales a su rey, indisciplinados, desobedientes, audaces, ávidos, fanáticos, bravos, religiosos, crueles y organizadores?
Todos son expertos en el conocimiento y en la práctica de las leyes; todos, hábiles en el juego de las armas y ambiciosos, pero en ellos esta ambición se edifica sobre profundos cimientos de solidaridad española y de lealtad a su rey, y resultan capaces de superar los embates de la propia conveniencia y del propio egoísmo.
¿Cómo esos guerreros, con arreos iguales a los que llevan los demás europeos de su época, naturalmente sin vitaminas, repelentes, vacunas ni periodos de adaptación, pueden luchar en las altísimas y heladas mesetas de México y Perú? Y ¿cómo, alimentándose defectuosamente, se internan pocos días después por cálidas y resecas llanuras o por mortíferos laberintos de selvas tropicales experimentando y soportando colapsos nerviosos?
La batalla de las Navas de Tolosa, según un óleo de Francisco van Halen. La reconquista de España contra los árabes fue, durante casi ocho siglos, el «entrenamiento» del guerrero español para la gran aventura de la conquista de América. «España no era cualquier cosa, venía de una misión espiritual autoimpuesta: salvar la Cultura Cristiana y recuperar el territorio de la península».
Para contestar lo anterior, resulta conveniente estudiar los antecedentes de la casta guerrera española. Al hacerlo, se aclara que todas las circunstancias concurrentes en los capitanes de la conquista de América se reflejan también en los dos más grandes líderes militares españoles: el Cid y el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.
La reconquista de España fue el «entrenamiento», la preparación específica del guerrero español para la gran aventura de la conquista de América. «Las milicias que toman parte en las expediciones de la Reconquista, pasan en unos cuantos días de las heladas montañas españolas, a los valles ardorosos de Andalucía, y este choque térmico, repetido muchísimas veces a través de 25, quizá 30 generaciones, fortalece el organismo español, y estabilizándolo atávicamente, lo prepara a las pruebas tremendas de la Conquista de América», concluye López Portillo y Weber.
Eso, en lo físico. En cuanto a la ambición, hallamos que todos estos capitanes son modestos hidalgos campesinos, o bien, segundones de grandes casas, y atendiendo a la costumbre de que el hijo mayor hereda la totalidad de las tierras y fortuna, deja, entonces, al resto de los hijos en la necesidad o la libertad de buscar oportunidades donde se presenten.
La forma de organización de las empresas individuales, la iniciativa española, deviene también de la guerra contra los moros (nada fortalece tanto como el empeño de tu enemigo). Esta se da de dos formas, mediante los esfuerzos «nacionales» hechos por el Reino entero y dirigido por los reyes con las huestes de la alta nobleza, pero también a través de los ánimos de las villas y pequeñas ciudades de la frontera con sus propias milicias, proveídas con los recursos individuales de sus componentes y comandadas por hidalgos de estirpes locales.
Esto prepara y reglamenta la integración de pequeños ejércitos para librar guerras lucrativas con aportaciones particulares, como lo serían las de América. Asimismo, facilita el surgimiento de una disciplina muy peculiar entre aquellos soldados voluntarios que eligen su propio jefe, de quien son vecinos, amigos, paisanos o parientes. Dicha dinámica explica la altivez individual española y esa conducta militar contradictoria, hecha de disciplina en los combates y de rebeldía en los campamentos, la cual se observa en la historia militar de España.
Este sistema desarrolló el empuje y el espíritu de empresa de aquellos hidalgos que tanto se replicó en América. Aunque, de tanto tratar asuntos litigiosos con villas o ciudades inmediatas con vecinos o funcionarios reales, los hombres se tornaron leguleyos expertos en leyes, con consideración mística a la persona del rey, pero atemperados siempre por los fueros de la nobleza y de las ciudades, o por los derechos ganados en los descubrimientos, conquistas y batallas de los esforzados capitanes.
Siendo así, cabe concentrarse en lo propio, en la llegada a América de tales hombres y sus consecuencias. Es difícil calificar desde el presente las acciones del pasado, ya que se tienen distintas perspectivas. Lo que resulta temerario es explorar el ámbito de la especulación, pero arriesguémonos, consideremos el «hubiera». Busquemos respuestas haciendo preguntas.
Hoy tenemos una historia que es resultado de lo que sucedió, pero ¿qué hubiera ocurrido si los españoles no hubieran llegado ni conquistado México? ¿Estaría el territorio mejor? ¿Hubiesen existido las condiciones para un desarrollo armónico de los pueblos desde las mesetas de Norteamérica hasta Mesoamérica? Y considerando ya lo que era ese nuevo orden mundial, ¿qué ha pasado en poblaciones semejantes que no cayeron bajo el control de culturas más experimentadas, por ejemplo muchas africanas? Respuesta: están peor. Verdugos locales matando y explotando a sus hermanos. Si no hubiera pasado esto, hoy probablemente el idioma oficial sería el inglés, como bien decidieron los nigerianos para poder comunicarse todos.
Si se revisa el libro negro de la humanidad, nos convenceremos de que lo que sucedió no estuvo nunca por debajo de la norma habitual, tomando en cuenta la medida de su tiempo, no obstante la apropiación del tesoro de Moctezuma, la ambición desmedida por el oro, los injustificados abusos en muchas partes contra la gente, los primeros exterminios resultado de las enfermedades (principalmente la viruela), introducidas involuntariamente desde Europa y contra las cuales las poblaciones americanas no tenían defensas y provocaron millones de muertes; los trabajos forzados, la horrible explotación en las minas que diezman regiones enteras (siguen abiertas las venas, diría Eduardo Galeano) y un largo etcétera. Pero otras potencias dominadoras hubieran hecho lo mismo, sin considerar las normas de protección al conquistado, la incorporación al cristianismo de todas las almas, la prohibición de esclavizar ni muchas otras cuestiones, que España, a su ritmo, sí implantó. Es largo el catálogo de ejemplos contundentemente inhumanos a cargo de otras potencias «civilizadas».
En todo caso, España carga con sus defectos y vicios, pero las culpas son de la época, y las virtudes, muy de su pueblo.
Todavía, con el afán de demeritar, hay voces necias que se atreven a afirmar que la Conquista no la hizo España, que fue el reino de Castilla porque el nombre de España no se oficializó hasta años después de tal periodo, ¡como si la historia fuera cuestión nominativa! Así se llamara Pueblo Viejo, Iberandia, Castilla o España al conjunto de pueblos que la componen, fueron los dueños de aquellas tierras quienes se adueñaron de las americanas. ¿Quién fue el conquistador: Hernán, Hernando o Fernando? Es el mismo.
16 Importante barrio de la Ciudad de México.
Tasuta katkend on lõppenud.