Fragmentos de inventario

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Fragmentos de inventario
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Antonio del Camino (Talavera de la Reina, 1955), empieza a escribir poesía en la adolescencia, género que ha cultivado preferentemente. En 1979 obtiene el Premio Rafael Morales por Segunda soledad (Col. Melibea 1980); al que seguirían el Premio Ciudad Santo Domingo 1980, por Donde el amor se llama soledad (Madrid 1981); y un Accésit del Premio Adonais 1984, por Del verbo y la penumbra (Rialp 1985).

Además, ha publicado: Constancia de las lunas (Col. La Troje, 1982); y en “edición de amigo”, como al autor le gusta llamar, Jardín de luz (1996), Dédalo (1998), Veinticinco poemas en Carmen (1999), Cocinetos (2002), Historias de Gila versificadas por Miguel Ardiles (2005) y Sobre la cruz del tiempo (2007).

Recientemente ha escrito una novela, Las palabras del náufrago, aún inédita, que supone su primera incursión seria en el campo de la narrativa.


FRAGMENTOS

DE INVENTARIO

Foto de la cubierta: Archivo familiar del autor

Foto del autor: Carmen Elvira

© Ediciones Trébedes, 2011

Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D. 45005 Toledo (España)

© Antonio del Camino, 2011

© Del prólogo: Santiago Sastre, 2011

ISBN de la edición impresa: 978-84-939085-0-8

ISBN de la edición pdf: 978-84-939085-2-2

www.edicionestrebedes.com

info@edicionestrebedes.com

http://www.antoniodelcamino.es

http://antonio-del-camino.blogspot.com/

adelcamino@ono.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento.

Antonio del Camino

FRAGMENTOS

DE INVENTARIO

Palabras preliminares

de Santiago Sastre

Ediciones Trébedes


DEL CAMINO

Cada hombre es un misterio. Sí, está constituido por un cuerpo que le hace identificable, pero también está integrado por recuerdos, emociones, pasiones, sueños, lecturas, olores, deseos, paisajes, etc. Una persona está compuesta de lo que es y, por decirlo de forma orteguiana, por sus circunstancias, que configuran su manera de vivir y de ver el mundo. Por eso es tan difícil abordar el problema de la identidad personal (por ejemplo Descartes pensaba que nuestro yo vivía en una glándula del cerebro). Si esto es así entonces conocer a una persona no sólo es una tarea difícil, sino cercana a lo imposible.

Un elemento importantísimo de cuantos llevamos en la mochila del yo son los recuerdos. Hay recuerdos cercanos y lejanos, borrosos y nítidos, compartidos e individuales, recreados y vividos, semiolvidados y a punto de cruzar la niebla del olvido. Cuando somos pequeños los recuerdos nos vienen dados por las experiencias que vivimos y padecemos. Cuando somos mayores ya podemos ser más dueños de nuestros recuerdos, incluso contribuir con la memoria. ¿En qué sentido? Pues es posible hacer cosas que nos gustaría recordar el día de mañana. Por eso decía Rulfo que vivir consiste en construir futuros recuerdos.

Así, en este libro se habla del primer tipo de recuerdos, de vivencias del autor de cuando sólo tenía unos pocos años, y, en menor medida, de algunas experiencias acumuladas en tiempos de adolescencia y juventud. ¿Qué tipo de recuerdos se abordan en este volumen? Algunos relacionados sobre todo con personas (los abuelos, los familiares, los amigos de la infancia), los sitios (casas, tiendas, la Talavera de aquella época tan diferente de la de ahora), los animales, las costumbres, los juegos, las películas, los primeros cigarrillos, el río, los libros (el autor elige La isla del tesoro como su primer tesoro literario), algunas anécdotas, etc. Cada recuerdo es un desplegable que tenemos bien doblado en nuestra memoria con un conjunto de circunstancias alrededor. Y el autor expande aquí algunos fragmentos de estas vivencias con un elegante estilo literario.

Este es un libro, en primer lugar, de corte personal, en cuanto su autor refleja lo que ha vivido en un concreto período de tiempo. En segundo lugar, aspira a tener un vuelo que va más allá de su vida, en cuanto muchos lectores podrán sentirse identificados con estas experiencias, en las que podemos reflejarnos todos. En tercer lugar, es un libro histórico porque se refiere a personas, sucesos y sitios que estaban vigentes en el pasado y que, en algunos casos, ya han desaparecido, de modo que este libro contribuye a la recuperación de la memoria, con el fin de que muchas de las cosas que aquí se apuntan no caigan en las garras anónimas del olvido. Y, en cuarto lugar, es un libro literario, en cuanto el autor, que tiene ya publicados ocho libros de poesía, recrea y pule las historias con una visión que va más allá de la descripción fría que podría hacer un historiador.

El autor, en efecto, es un excelente poeta que cuenta ya con algunas publicaciones. En este libro, que recoge textos que antes aparecieron en su blog Verbo y penumbra, no sólo es destacable la forma, sino también el fondo, porque en cada página se destila el vino de la autenticidad, pues debajo de las palabras hay sangre, se escucha el pálpito, está la vida corriendo, en pleno bulle-bulle. Esto hace que muchas de las historias que se cuentan resulten emocionantes y nos ayuden a reconocer algo fundamental en el ser humano: gran parte de lo que somos se lo debemos a los afectos que nos han conformado y aún nos mantienen, que nos ayudan a alimentar el corazón.

Para terminar, quisiera destacar que en los últimos poemarios de Antonio del Camino se refleja un compromiso más intenso con el mundo de las relaciones personales y las experiencias cotidianas (con un especial énfasis en el amor, “que es como decir Carmen”). Es la misma línea en la que se profundiza ahora en Fragmentos de inventario. Y a mí me parece que este es el mejor camino que puede elegir Antonio para su andadura literaria. Este es un libro del camino. De su camino. Del camino de Antonio del Camino.

Santiago Sastre

Académico numerario de la Real Academia

de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo

A mis padres y hermanos.

A mis hijas y esposa.

A mis amigos.

A la memoria de cuantos,

presentes en estas páginas,

no podrán leerlas.

Os digo que los hombres son regreso a unos niños futuros... Alfredo J. Ramos

Los recuerdos son náufragos que el tiempo nos devuelve desde el extenso mar de la memoria. Sagrario Pinto

[Fragmentos de inventario]

A veces, sin que podamos explicar el porqué, las palabras salen al encuentro. Y no sólo de uno, que las busca y las llama, sino al encuentro de ellas mismas, que se juntan y muestran más allá de nuestra propia voluntad. Los que de un modo u otro nos sentimos atraídos por esa fuerza imanadora de los vocablos sabemos que esto ocurre. Es algo de lo que gozamos cuando sucede, y algo que, de alguna manera, también nos desespera cuando tarda. Es posible que hayamos indagado en nuestro ánimo durante horas, y vislumbrado el color de las palabras que pretendemos atrapar (porque las palabras tienen color, como lo tiene el día: así, pueden ser luminosas u oscuras, tristes o alegres, frías o cálidas) y, sin embargo, a pesar de nuestro esfuerzo, esas palabras no acudan a nuestra boca, a nuestra mano ni, menos aún, a nuestro cerebro, que es el que las dicta para que la boca las pronuncie o la mano las module y escriba. Y entonces, cuando comenzamos a asumir nuestra propia derrota, el milagro sucede: las palabras vienen, ajenas a nosotros, libres, y se unen.

Se ha dicho y reiterado que el primer verso es cosa de los dioses. También, sin serlo, una expresión cualquiera, o ese título que buscábamos y bajo el cual se cobijarían una colección de textos o poemas. De esa forma un poco mágica, siempre sorprendente, surgió el título que acoge a estas estampas: Fragmentos de inventario; tres palabras coincidentes en el mismo vuelo, definitorias y precisas, ajenas a mí mismo y nunca más cercanas y ciertas. Llegaron las tres, palabra tras palabra, y se acoplaron. Después, una tras otra, la memoria dio paso a fugaces acuarelas, apuntes del ayer trazados con palabras producto del esfuerzo, y con aquellas otras que, de tarde en tarde, surgen desde mi duda, seguras de sí mismas y de su arcano origen.

[La casa]

Por muchas casas que se habiten, viajes que se hagan o países que se recorran, uno nunca acaba de dejar su primera casa: aquella que lo vio nacer y en donde dio sus primeros pasos, aprendió palabras esenciales y compartió juegos y descubrimientos. Esa casa, si uno ha vivido en ella hasta una edad en la que la memoria es capaz de trazar sus propias coordenadas, lo acompañará siempre allá donde se encuentre. Por supuesto, no es que su recuerdo sea omnipresente; bien al contrario, podrá pasar mucho tiempo sin que uno vuelva a reconstruir en la memoria su alzado y perfil, cada rincón. Sin embargo, llegado el momento —quizá la visita de otra casa que lo traslade a aquélla, o el encuentro con un amigo de entonces, o cualquier otro detalle capaz de poner en marcha el motor de la memoria—, patio, pozo, portal, puertas, ventanas, balcones, escaleras, color de las paredes, número de habitaciones, distribución y mobiliario se dibujarán nítidos en el recuerdo. Y con ello la geografía humana que lo acompañó a uno: abuelos, padres, hermanos, vecinos…; y tras éstos, nuevamente, el racimo de recuerdos que de pronto se ofrecen, vívidos y cercanos, pero también bañados de nostalgias, silencios, ausencias... La casa lo abarcará todo, todo lo abrazará entre sus paredes firmes y rotundas, aunque haga mil años que las máquinas pudieron con ella y transformaron su cuerpo en otro más moderno, más alto… pero, también, carente del alma de la casa. Porque en la nueva ya no habrá un patio con rosales, celindo, geranios ni azucenas. Y cada cual vivirá en su caparazón, a lo suyo, sin conocer nada del vecino de al lado: acaso sí su nombre, pero no quién es, ni lo que sueña, ni lo que de verdad le importa. Porque no habrá una señora Andrea que entre como Perico por su casa cuando se esté comiendo, y cuente mil historias divertidas o absurdas, sencillas o ingenuas. Todo lo abarcará la casa: aquella que ya no existe físicamente, pero que por muchas casas que ocupes, por muchos viajes que hagas, por muchos países que recorras, habitará —curiosa paradoja— en el rincón más cálido de tu corazón, dispuesta a levantarse siempre que lo precises y dispongas.

 

[La celinda]

De entre todas las flores que el abuelo mimaba —rosas, geranios, claveles, pericones, azucenas, celinda…— esta última, con el permiso de las azucenas, era la que más me gustaba. Al llegar la primavera, el celindo, situado en un rincón del patio —sus ramas hasta más arriba del tejado—, se llenaba de yemas y en poco tiempo el aroma de sus inmaculadas flores se imponía al de las demás. En mayo alcanzaba su máximo esplendor, y era tal que las ramas se doblaban y venían abajo, víctimas de su propio peso. El patio se perfumaba de celindo, y a mí me gustaba sentarme allí, en una silla o en el poyete del cuartejo, a leer algún cuento mientras llenaba mis pulmones con aquel aire aromatizado y dulzón; todavía limpio.

En el Mes de María, mi abuela siempre preparaba unos hermosos ramos con celinda, rosas y claveles para que yo los llevase al colegio; allí, la señorita Rosario los depositaba junto a la imagen de la Virgen, a la cual alabábamos todos los días con cantos y oraciones.

Más de una vez pensé que si la naturaleza me hubiese dotado para la pintura habría querido fijar en un cuadro aquel rincón del patio, con el celindo en toda floración: en el cénit mismo de su belleza. Lo imaginaba como una pintura impresionista, de mínimas pinceladas, que, contempladas con la debida distancia, compusieran el detalle exacto de mi rincón favorito.

Ese cuadro nunca existió. Sin embargo, puedo verlo con nitidez en mi imaginación: el arbusto, a reventar de flores, alzándose a los cielos, para doblarse ligeramente en su máxima altura, en una especie de reverencia a las plantas vecinas o, quizá, en un gesto de suma displicencia hacia ellas, como si las observara con cierta altivez y superioridad; detrás de los troncos, las paredes blancas, descaluchadas; en lo más alto, el cielo y su belleza azul. Y yo, a su lado, leyendo.

Ese cuadro nunca existió. Como tampoco hubo ningún poema que hablase de ello. Y sin embargo, ahora, cuando tal imagen ha brotado en mí después de tantos años, intento juntar las palabras adecuadas y, en un acto de íntimo homenaje, trazar mi poema a la celinda. Después de muchas vueltas queda esto: pobre, insatisfactorio. Habrá que seguir intentándolo:

En la mañana blanca que fue mi infancia,

la limpieza del aire, la rama altiva,

el cabello de ángel, la flor de nata,

el aroma del tiempo, la luz más viva.

Y en ese ambiente,

pirata en La Hispaniola,

santo en Oriente.

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