Loe raamatut: «Señor Jesús: ¿Quién eres tú?»

Font:



232
G172 Gallo Armosino, Antonio, S. J.
Señor Jesús: ¿quién eres tú? : (Relectura de los evangelios) / Antonio Gallo Armosino, S. J. ; Coordinadora : María Eugenia DelCarmen -- Guatemala : Universidad Rafael Landívar, Editorial Cara Parens, 2018. xviii, 174 p. (Centro de Pensamiento Crítico Antonio Gallo, S. J., Colección Monografías 3) ISBN de la edición física: 978-9929-54-230-3 ISBN de la edición digital - PDF: 978-9929-54-231-0 ISBN de la edición digital - EPUB: 978-9929-54-312-6 1. Jesucristo. Meditaciones. 2. Biblia - N.T. - Evangelios - Meditaciones 3. Meditaciones i. Del Carmen, María Eugenia. coord. ii. t. SCDD 21


SEÑOR JESÚS: ¿QUIÉN ERES TÚ?

(RELECTURA DE LOS EVANGELIOS)

CENTRO DE PENSAMIENTO CRÍTICO ANTONIO GALLO, S. J.

COLECCIÓN MONOGRAFÍAS 3

Edición, 2018

Antonio Gallo Armosino, S. J.

Coordinadora: María Eugenia DelCarmen

Facultad de Humanidades

Editorial Cara Parens de la Universidad Rafael Landívar

Se permite la reproducción total o parcial de esta obra, siempre que se cite la fuente.

D. R. ©

Editorial Cara Parens de la Universidad Rafael Landívar

Vista Hermosa III, Campus Central, zona 16, Edificio G, oficina 103

Apartado postal 39-C, Ciudad de Guatemala, Guatemala 01016

PBX: (502) 2426-2626, extensiones 3158 y 3124

Correo electrónico: caraparens@url.edu.gt

Sitio electrónico: www.url.edu.gt

Revisión, edición y diagramación del texto por la Editorial Cara Parens

Fotografía de portada: Antonio Gallo Armosino, S. J.

Fotografía de portada: Basílica de Santa Restituta, Nápoles, Italia

«A María Eugenia DelCarmen quien ha descubierto más allá de los simulacros una luz de Verdad».

Antonio Gallo Armosino

Índice de contenidos

Introducción

Abreviaturas

Primera parte: El Anuncio

1. La casa de mi Padre (Lc 2,48)

2. Toda justicia (Mt 3,15)

3. Venid y lo veréis (Jn 1,39)

4. El Espíritu del Señor (Lc 4,18)

5. ¡Sí, lo quiero! (Mt 8,3; Mc 1,41)

6. ¿Qué hay, a mí, y a ti? (Jn 2,4)

7. Deslumbrante cielo (Jn 3,3)

8. ¿Y los otros? (Lc 17,11)

9. ¿Por qué, los niños? (Lc 18,16)

10. A la diestra del poder (Lc 3,21)

Segunda parte: El sacrificio

11. Entregado (Mt 16,16)

12. Viñadores asesinos (Jn 8,25)

13. Somos Uno (Jn 7,16)

14. La oscuridad de Caifás (Mt 23,31)

15. La víctima (Jn 12,17)

16. Vivo para siempre (Mt 16,27)

17. En nombre de Jesús (Hch 2,22)

18. Mi carne y mi sangre (Jn 6,54)

19. «Junto a Ti» (Jn 17,1)

Bibliografía

INTRODUCCIÓN

Esta es mi pregunta muy personal, porque delante de tu Yo está también mi Yo. Ya existen muchas historias que narran la vida del Señor Jesús y están enfocadas a fundamentar la fe en Él, el Hijo de Dios, dirigidas a todos los creyentes, en diferentes tonos y perspectivas: el Redentor, el Salvador del mundo, el Judío marginal, el Profeta de Nazaret y muchos más. Mi pregunta es solamente mía. No quiero una historia más: solo una respuesta a mi afán, curiosidad e inseguridad. Quiero que Él me conteste. Quiero oírlo, como lo oía María, aquel día en la casa de Lázaro, con el riesgo de dejarlo sin almuerzo. Busco sus palabras. En los Evangelios hay numerosas respuestas, sobre todo cuando habla de sí mismo y se dirige a mí, o a quien esté en mi lugar.

Se dirige a todos los que meditan, observan los hechos y las palabras de Él y de los personajes que lo acompañan, desde sus acciones y sentimientos, desde su gracia en las almas y desde las repuestas de los corazones que lo reciben y lo aman. Pero, ¿quién es Jesús? A pesar de todas las descripciones y reacciones, su persona permanece como apartada de los hechos: se retira a orar, habla en parábolas, multiplica los panes, camina sobre el agua, hace andar a paralíticos, da la vista a ciegos, expulsa demonios, resucita a muertos y hasta perdona los pecados.

Son hechos deslumbrantes y hasta increíbles para muchos, pero siempre hechos, que acontecen ante la mirada de muchos, por ejemplo: la aparición del sol, la caída de la lluvia, el vuelo de los pájaros, las olas del viento en los trigales, el cansancio tras una jornada de trabajo duro, el vaivén de la barca, el sobresalto de los discípulos, la apretazón de los oyentes. Son hechos que conmueven, entusiasman, hacen gritar a los fanáticos, dejan fríos a los escépticos o escandalizan a los fariseos. Son acontecimientos interpretables, discutibles o admirables, registrados en las historias, y cantados por los poetas, pero en fin, solamente hechos, que se encuentran consignados a la imaginación, al dominio de la fantasía, al poder ordenador del intelecto.

La persona de Jesús permanece como en sombra, detrás de los hechos. Él no es un hecho, puesto que su persona no se confunde con los acontecimientos; si queremos, los trasciende. Su persona no se configura con los hechos, no hay proporción entre el milagro y sus manos, entre su compasión y su corazón, entre su palabra y su mente, entre su presencia y Él. La fuerza de su vida se encuentra escondida, se pierde en el misterio. Su figura es enorme e inabarcable si es vista solo desde la perspectiva humana o desde la de sus admiradores, o desde la historia de la salvación, o desde la idea que tenemos de Dios y de los dogmas en los cuales se le encierra. Yo deseo un Jesús liberado de toda sobreestructura, uno que cuando hable, lo haga por mí, y llegue a mi alma, y que su alma esté en sus palabras; deseo oír, de sus propios labios, lo que Jesús piensa de sí mismo. De este modo, quizá yo alcance a entender algo de la esencia de su misión, de la intimidad de su persona y de mi intimidad con Él.

Para ello, he seleccionado algunos de sus discursos, de sus respuestas o de sus impactantes afirmaciones... aquello donde directa o implícitamente expresa una opinión sobre sí mismo. Cada episodio nos obliga a levantar la mirada directamente sobre él, e intenta descubrir una faceta de su personalidad. Un ojo penetrante va desde lo superficial hasta el sentido oculto, en la medida en que la mente pueda adentrarse, más que con el conocimiento intelectual, con la imaginación, con el aprecio y con el corazón.

1. El punto cero

Ese nacer en Belén concentra la atención sobre su modo de ser: es único y extraordinario. No fue un hecho desconocido ni silencioso en la mitad de la noche. Esta cueva en la colina de Belén está en la proximidad del campo de los pastores, donde se reunía la gran muchedumbre de ovejas –la más importante base económica de este pueblo– bien resguardada en un redil, como defensa contra animales nocturnos y el frío intenso de la noche.

Cuando el resplandor de los ángeles llenó el valle, iluminó también la entrada de la cueva y la melodía celestial celebró el nacimiento de su rey. Las palabras de gloria resonaban dentro de la cueva; David ya las había conocido. No lejos de la cueva estaba el pozo de la familia, el que ahora aprovechaban María y José, ambos descendientes de la estirpe real de David. El anuncio decía: «Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,11 Biblia de Jerusalén, nueva edición del año 2009. Bilbao: Desclée De Brouwer). Marcos aclara: «(...) Jesús, el Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1b). Mateo añade: «(...) hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1,1b).

Jesucristo es el punto cero: es el centro alrededor del cual gira la vida del cristiano, giran los acontecimientos que se irradian de aquella luz de Belén durante su vida en la tierra: su predicación, sus doce discípulos, el grupo de mujeres discípulas, el sufrimiento por la hostilidad de los sacerdotes y de las autoridades del templo; el amor de la Magdalena, de María, Marta y Lázaro; la voluntad del Padre, la entrega del Cordero y la fe de millones que comen su pan. Es el centro de la historia y también el centro de mis pensamientos y deseos del espíritu: ¿cuál es mi destino, el sentido de mi alma, del amor, de mi felicidad? Es el punto de referencia en cada lucha de mi vida, cuando trabajo o estudio, juego o reposo, atiendo a la familia o me arriesgo en el peligro.

Cada día, cada hora vivo mi experiencia en el mundo: gozo, suspiro, me amargo, me libero. Desde este mundo real camino hacia Él, con esperanza, entusiasmo, o angustia, duda, desconfianza. Cualquier reflexión profunda sobre mí mismo arranca de esta experiencia de Él. ¿Hay algún acto de mi vida en el que esté ausente, marginado, olvidado? Sin Él estoy vacío, sin rumbo.

Él ha nacido. Recupera todos los eventos maravillosos que vivió María, su madre: el día del anuncio del Ángel, con el estremecimiento de su presencia en ella; la agonía de José ante el milagro increíble y aceptado, solo cuando «(...) el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo’» (Mt 1,20). Recupera la exaltación de su mensajero, el Precursor, a los pocos días del alumbramiento de Isabel, su prima, cuya noticia le llegaría con el cántico de Zacarías: «Y tú, niño [Juan el Bautista], serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1,76). Recuperó el sentir de su pulsar, dentro de su vientre, día tras día. Hubo que releer las palabras de Isaías para aceptar lo sublime: «Mirad, una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14).

Toda la familia del linaje de David comprometida con el milagro y todos los descendientes del rey alborotados en un éxtasis colectivo, como si este hubiera resurgido desde su tumba en Jerusalén: el milagro que el rey poeta previó y anunció ochocientos años atrás, ahora está entre nosotros. Y Miqueas lo confirmó: «En cuanto a ti, Belén Efratá, la menor entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser el gobernador de Israel; sus orígenes son antiguos, desde tiempos remotos» (Mi 5,1).

El punto cero es inagotable y sigue enviando sus mensajes de verdad y de amor: una verdad que solo reside en la intimidad de mi secreto; un amor que solo nace con su presencia, y da luz a mi vida espiritual y material al mismo tiempo. Es un proceso de doble corriente de inteligencia y de valor: es mi visión para encontrar las dimensiones de este secreto, que va hacia Él, y es la corriente de su poder hacia mí, que afecta mis decisiones y mi entrega. Para cada tiempo, hay un reflejo de su poder en mis días: en la calle, en el campo, en la oración, en la cumbre del gozo y en el mar de la tristeza. Él es la brújula, el horizonte, toma mis decisiones, solventa mis dudas, da fuerza a mis intenciones y claridad a mis ideas. En general, las explicaciones responden a unas preguntas:

 María le pregunta al ángel: ¿cómo será esto posible si no conozco varón?

 Los magos se cuestionan: ¿dónde está el rey de los judíos que ha nacido?

 María interroga a Jesús: ¿hijo, por qué nos has hecho esto?

 Juan y Andrés le preguntan a Jesús: ¿dónde vives?

 San Juan Bautista le manda a preguntar a Jesús: ¿eres tú el que tenía que venir?

 Nicodemo le consulta a Jesús: ¿cómo puede uno nacer de nuevo?

 El demonio interpela a Jesús: ¿qué tengo yo contigo, Jesús, hijo del Altísimo?

 La gente le pregunta a Jesús: ¿cómo vino usted aquí?

 El joven rico le consulta a Jesús: ¿cómo puedo entrar al reino de los cielos?

 La samaritana le pregunta a Jesús: ¿hay que adorar a Dios, aquí o en Jerusalén?

 Un escriba interroga a Jesús: ¿cuál es el primer Mandamiento de la ley?

 Jesús es interpelado por Marta: ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?

 Los fariseos cuestionan a Jesús: ¿cómo puede ese hombre perdonar los pecados?

 Pedro y Juan indagan, preguntándole a Jesús: ¿dónde quieres que preparemos la Pascua?

 El sumo sacerdote le pregunta a Jesús: ¿eres el Cristo, el hijo del Dios Altísimo?

 Pilato interroga a Jesús: ¿es usted un rey?

 Los discípulos preguntan a Jesús: ¿ahora vas a restaurar el reino de Israel?

 Saulo, caído al suelo, cuestiona a Jesús en la oscuridad: ¿Señor, quién eres?

A cada pregunta, una respuesta que surge del misterio, de la intimidad, del corazón; el señor de la verdad no puede mentir. A cada respuesta, corresponde una dimensión de su conciencia, un relámpago del espíritu que habita en Él. Es como un rayo de sol que pinta una imagen; el diorama de su mera esencia se compone imagen tras imagen. Nada es estático o muerto; el devenir de su existencia es un camino que se eleva hacia el enigma de Dios, que da a un ser humano, como yo, la comprensión del infinito, en el cual Él es el centro. Un camino de aproximación nunca logrado; qué bien lo expresa Zacarías:

Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que habitan en las tinieblas y sombras de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz ( Lc 1,78-79).

A su vez, la introduce San Juan: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo» (Jn 1,9). Ya pasaron los días de andar por el desierto, buscando una ciudad donde habitar y seres humanos con quien conversar, sin encontrar caminos ni una fuente de agua para nuestra sed. Él está entre nosotros y nos deja hacerle más preguntas; sus respuestas se dan de alma a alma. El agua que nos da brota en nosotros, y fluye de los lados del templo hasta la vida eterna. Es real, es un anillo en la cadena de la historia sagrada.

El ángel había dicho: «Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1,32); está situado en la historia de Israel. A José, el Ángel le recordará: «José, hijo de David» (Mt 1,20); también él entra en la historia por la familia. Ese hombre, el que permanece en la sombra, igualmente ocupa un lugar en la línea del poder de Dios. Él le pondrá el nombre Yehoiuá, cuyo origen se encuentra en dos palabras hebreas: Yeho (Yahvé) y suá (salva): «(...) porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21b). Hasta ese momento, José era solamente el novio de una muchacha de Séforis, y posiblemente trabajaba en la reconstrucción de esa ciudad, que se encontraba a solo cinco kilómetros de Nazaret. Los romanos que habían reconquistado y destruido Nazaret, ahora se dedicaban a edificarla nuevamente para coronarla como el centro administrativo de toda Galilea. Ahí, José conocería a la joven María, hija de una familia sacerdotal, quien además era de su mismo linaje.

A través del sentido tradicional de los judíos, conscientes de ser pueblo de Dios, Jesús, el punto cero de referencia, no es un nombre suspendido en un sueño, sino que es el nuevo rey de Israel, quien de David recupera la santidad, la inspiración poética y la protección incondicional del Padre Dios; asimismo, revive su espiritualidad y la autoridad para rescatar a su pueblo de la infidelidad mediante el perdón de sus culpas. Es, al mismo tiempo, rey y pastor, guía y maestro, profeta y víctima, taumaturgo y hermano. Su realidad queda establecida: cuerpo y sangre, «nacido de mujer» (Ga 4,4), adorado en la cuna, venerado como profeta, sitiado por las masas, mortal y triunfante sobre la muerte.

El anuncio de la conciencia histórica de Israel es dado por Zacarías en su inspirado resumen: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo» (Lc 1,68-69). David es el modelo ejemplar con quien se reza en los Salmos, a quien Dios aseguró su amor: «como había prometido desde antiguo, por boca de sus santos profetas (...) recordando su santa alianza, el juramento que juró a Abrahán nuestro padre» (Lc 1,70-73a). Por él se sitúa la Encarnación en el centro de la historia sagrada, en la esperanza: «(…) de concedernos que, libres de manos enemigas, podamos servirle sin temor en santidad y justicia en su presencia todos nuestros días» (Lc 1,73b-75). Con José, simple obrero, se acentúa la decadencia en la pobreza, pero en una familia de parientes ilustres que no olvida su origen. Así, surge de la noche este personaje misterioso que toma su lugar al lado de María, esperando el nacimiento de ese niño que se llamará «¡Dios salva!».

Todos los personajes siguientes presentan a Jesús como una explosión de júbilo: el ángel habla a Zacarías, «será para ti gozo y alegría» (Lc 1,14a); el ángel saluda a María, «Alégrate» (Lc 1,28); Isabel exclama, «saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,44b); la Virgen a Isabel, «(...) y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,47-48); el ángel a José, «hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer» (Mt 1,20); el ángel a los pastores, «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo (...) Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho» (Lc 2,10-20); y los magos, «al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10).

¿Qué significan tal exaltación y el optimismo? Son la luz que se ha prendido desde la eternidad donde habita Dios, y que ha iluminado el pasmoso espectáculo de una humanidad condenada por sus pecados y sometida al imperio del mal. Solo nos quedaba una verdad: la de sentirnos culpables ante Dios. Al respecto, el profeta Ezequiel tiene una visión digna; no hay representación más parecida a la humanidad pecadora:

La mano de Yahvé fue sobre mí y, por su espíritu, Yahvé me sacó y me puso en medio de la vega, que estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: «Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?». Yo dije: «Señor Yahvé, tú lo sabes». Entonces me dijo: «Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos, escuchad la palabra de Yahvé. Así dice el Señor Yahvé a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé». Yo profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. Él me dijo: «Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahvé: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan». Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies: era un enorme, inmenso ejército (Ez 37,1-10).

La luz era la palabra con el poder de Dios: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció» (Jn 1,10). El mundo estaba lleno de huesos de muertos; la Palabra era Jesús, el hijo de María: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Y esta luz llevaba un mensaje: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo. (...) Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,9-12). Los muertos eran la humanidad entera, y la Palabra era Cristo, Jesús, Dios que salva. El centro se ha extendido y cubre esta humanidad, y ofrece la salvación a todo el que crea en la Palabra, la oiga y diga con Isaías: «aquí estoy señor para hacer tu voluntad».