Perlas en el desierto

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Perlas en el desierto
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A quienes inspiraron este libro:

Pablo d’Ors, Juan Martín Velasco, Suso

y la Familia de Carlos de Foucauld.

A mis compañeros de la Comisión por la Comunión

en la Iglesia de Madrid.

A los Amigos de Madeleine Delbrêl en Madrid.

Mi sincera gratitud por las ayudas recibidas

mediante su corrección, sus aportaciones, sus notas

y sus mejoras considerables en la redacción

a la filóloga Carmen Conde, a la que estaré eternamente

agradecido por su esmerado trabajo;

y, con ella, a su amiga Miriam Fernández de Caleya.

También a la Hermanita de Jesús Margarita Goldie,

al padre Pepe Rodier, Hijo de la Caridad,

al párroco de San Blas, Juan Antonio Cuesta,

por sus aportaciones finales.

Padre mío,

me abandono a ti.

Haz de mí lo que quieras.

Lo que hagas de mí te lo agradezco.

Estoy dispuesto a todo,

lo acepto todo,

con tal que tu voluntad se haga en mí

y en todas tus criaturas.

No deseo nada más, Dios mío.

Pongo mi vida en tus manos.

Te la doy, Dios mío,

con todo el amor de mi corazón.

Porque te amo

y porque, para mí, amarte es darme,

entregarme en tus manos sin medida,

con una infinita confianza,

porque tú eres mi Padre 1.

PRESENTACIÓN

Me encuentro a final del mes de septiembre, con la tarde lluviosa cayendo sobre el Salnés. He decidido volver a pasar mis vacaciones encerrado con este manuscrito sobre las aportaciones del hermano Carlos de Foucauld. Busco, desde la luz de su persona, rodeada de luz y de desierto, colaborar para abrir caminos novedosos y sabiamente fundamentados desde los que afrontar con paz y entusiasmo la necesaria reevangelización de esta sociedad plural y distante de la Iglesia de la que formamos parte. Busco el modo de entrar en el meollo de una coherente, sana y renovada evangelización que, desde mi humilde punto de vista, no puede ser otro que el de hacer germinar a hombres y mujeres, bautizados en la fe de la Iglesia, para que se transformen por la formación, la espiritualidad y la acción pastoral en auténticos hijos de Dios, conscientes, adultos, fundamentados, libres, generosos y capaces de afrontar con determinación y soltura evangélica el presente y el futuro inmediato de la vida de la Iglesia.

Una vez más, a partir de una invitación tuve una corazonada. Y, tras varias lecturas sobre la vida y los escritos del vizconde de Foucauld, me vi a mí mismo como un pobre enamorado de un hombre singular, empecinado, terco, determinado, puro en su fe, en su oración y en su forma de vivir, tan fuera de lo común y tan afianzado en su ilimitada confianza en Dios. Me sentí de alguna manera su alter ego. Con mis 65 años me veía rodeado de una cultura líquida e incoherente, con poca fortaleza para tomar decisiones y abandonar lo que enquistaba mi vida cotidiana, mi trabajo, mis vacíos y mis duelos. Encaraba la fe, a pesar de sus muchas noches. Evangelizaba a mi manera, alegre, sensitivo, coherente y aprendiendo a amar. Constante en el cuidado de los pobres, inseparables para mí gracias a muchos hermanos profetas; aunque en el fondo de mi alma me sabía y sentía aéreo y carente de radicalidad.

Siempre me definieron como un hombre con carisma, con un don. Desde joven, sin saber bien cómo ni por qué, me llevaba de calle a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes; parecía el flautista de Hamelin; en mi ambiente, en mi barrio, en mi parroquia, me hacían sentir como un líder cristiano. Era y sigo siendo un lector empedernido, y siempre me ha encantado la pastoral del cañeo. He pasado muchas horas libres y fines de semana acompañando a jóvenes y enseñándoles a gustar el silencio. Pero en mi interior sabía que eso era poco, breve y ligero, como para salir del paso. Demasiado activismo. Quizá me he dedicado a las cosas de Dios y me he olvidado de Dios. A mi vida, incluso después de mi conversión, tras años de una cierta increencia rebelde y juvenil, le faltaba algo. Pero el encuentro fortuito con Foucauld me puso contra las cuerdas. No era yo el que había buscado al padre Carlos. Era él el que curiosamente me buscaba a mí con algún fin que yo desconocía. Del mismo modo me sentí ante Jesús hace años. Ahora también este hombre enigmático y desértico, nacido hacía unos ciento sesenta años, me salía al encuentro.

Desde entonces no he dejado de hacerle preguntas. Creo, desde la reflexión y la experiencia pastoral –compartida cada día con la Iglesia–, que estamos en la era de los laicos. Es fundamental que los laicos, religiosos y sacerdotes, bautizados y hombres de Dios aportemos pensamientos y propuestas en este momento complejo de la vida de la humanidad. A eso he dedicado estos dos últimos años.

Voy a ofrecer mis reflexiones pastorales para este momento de la vida de la Iglesia. Reflexiones que inciden en este aspecto necesario y prioritario: no habrá evangelización posible si no hay evangelizadores a la altura de lo que pide hoy la historia. Como decía un gran evangelizador de mis años mozos: «No hay mata sin patata». No habrá evangelización si no cultivamos un gran semillero de evangelizadores adultos, de mujeres y hombres bien formados, especialmente laicos bautizados. Este es el tiempo de los laicos. El clero está agotado. Pero ¿dónde se encuentran esos laicos bien fundamentados y dispuestos? El drama de la Iglesia es que se ha olvidado de lo esencial. No ha dedicado esfuerzos y medios a lo esencial. Y así estamos. No habrá, pues, auténtica evangelización sin bautizados adultos y capacitadas para la misión. Estamos a tiempo.

Quiero dejar constancia de lo que ha suscitado en mí el encuentro con el beato Carlos de Foucauld. En él he descubierto perlas maravillosas que quiero compartir. Y creo humildemente que, con este hombre del desierto, raro y extraño como pocos cristianos, podemos iniciar caminos nuevos de evangelización y de espiritualidad en este siglo XXI, llamado a ser místico o a no ser.

Vamos a escuchar al eremita del desierto, sus preciosas perlas con las que poner en marcha lo que los monjes llaman la «obra de Dios». Tarea compleja, pero no imposible.

Fijemos la mirada en el vizconde de Foucauld.


SEMBLANZA DEL HERMANO CARLOS DE JESÚS


Conozcamos en primer lugar al hermano Carlos. Carlos de Foucauld (Estrasburgo, 15 de septiembre de 1858 - Tamanrasset, 1 de diciembre de 1916). Nace en una familia de la aristocracia. Adquiere el título de vizconde. A los seis años mueren sus padres. Junto a su hermana y bajo la tutela de su abuelo, el coronel de Morlet, vive una infancia triste y desabrida, que le forja un carácter perturbado, alterado e impaciente. Le educará su tía, la duquesa de Bondy. Muy inteligente, va a estudiar a Estrasburgo en 1871, y después a la famosa escuela militar de Saint-Cyr. Su juventud florece sin rumbo, desordenada, llena de vicios y con una inquietud y fogosidad desbordantes. Nos encontramos en la segunda parte del siglo XIX, una época que muchos historiadores califican de decadente. Los intelectuales hablan de la decadencia de Francia.

A los 16 años, a pesar de su educación cristiana, se dice ateo y poco a poco agnóstico; se aleja de la fe cristiana, que le parece un absurdo. No la considera necesaria. A partir de entonces se mantiene en un estado de indiferencia durante doce años. En la mayoría de edad recibe el legado paterno: una copiosa herencia que dilapida en una vida desenfrenada, mujeriega y libertina, entre múltiples fiestas y abrazos seductores y pasajeros. Y también le caracteriza en esta época una cierta tristeza.

A los 25 años, su personalidad inquieta le hace cambiar de militar en Argelia a explorador y geógrafo en Marruecos, donde, disfrazado de rabino judío, recorre en un año casi tres mil kilómetros por terrenos desconocidos. Es un joven aventurero y muy orgulloso. Con su título quiere defender la grandeza de Francia. Después de 1870, con el desastre de la guerra con Alemania, quiere salvar Marruecos del deseo colonizador de Alemania. Esto le lleva a aparecer como un joven muy «patriota». Y tiene todas las trazas de convertirse en un joven fanático e inquisidor. La locura de desierto y soledad, de estudio y concentración durante la exploración de Marruecos le provocan un serio cambio en su vida. La soledad del desierto y la fe de los musulmanes le impactan, le hacen pensar, le purifican y renace en él la inquietud religiosa, que ya no le abandonará. Su exploración por Marruecos va a desencadenar en él una serie de preguntas. La dureza de la vida en el desierto y la vida de los musulmanes le seducen. En medio de tanta belleza, en las noches en el desierto, se pregunta por el origen de la fe tan sencilla y tan profunda de los amigos musulmanes. Y así el viaje de exploración va a conmocionar su vida. Y ahí aparece una llamada a la trascendencia junto a su pésima valoración de la fe cristiana.

De vuelta a Francia en 1885 va a vivir con una cierta soledad en un apartamento de la calle Miromesnil, no muy lejos de su tía. Viven cerca de la iglesia de San Agustín. En su reflexión solitaria, y gracias a los consejos de la señora Bondy, nace en él un nuevo deseo de conocer mejor el cristianismo. A partir de entonces, la influencia de esta mujer culta y gran cristiana es determinante para su fe, en especial a través de su ejemplo. Se conservan más de ochocientas cartas entre ellos. El hecho de observar con detenimiento a una mujer así hace preguntarse a Foucauld cómo el cristianismo, con una mujer cristiana de esa categoría, puede ser «absurdo». ¿Quién le puede informar más sobre el cristianismo? Su tía le indica que en la parroquia de San Agustín vive un sacerdote excepcional, un antiguo alumno de la Escuela Normal Superior en la que encontró filósofos e historiadores; un sacerdote diocesano, vicario de San Agustín, que no quiso ser párroco ni profesor de Historia en el Instituto Católico para poder dedicarse de lleno a las empleadas de hogar y la gente humilde del barrio; aunque sí ofrecerá a cuantos quieran escucharlo unas ponencias en la cripta de la misma iglesia de San Agustín.

 

El padre Huvelin era el sacerdote que necesitaba encontrar Carlos de Foucauld. Una mañana de octubre de 1886 llama a la puerta del confesonario de Huvelin. Carlos no reveló nunca lo que le dijo Huvelin. Solamente sabemos que se confesó e, inmediatamente después, el sacerdote le invitó a participar en la misa parroquial y a comulgar. Se había encontrado con un hombre muy libre y a la vez con una fuerte espiritualidad. Huvelin es un pensador que rechaza la apologética fácil de aquella época. Este será un encuentro providencial que va a cambiar su vida. Huvelin será durante toda su vida su director espiritual. Ese sacerdote le iniciará en la ciencia del corazón. Entre la señora Bondy y el padre Huvelin le abren el camino de la conversión. «Tan pronto como creí que había un Dios, me di cuenta de que no podía hacer otra cosa que vivir solo para él. Mi vocación religiosa data de la misma hora que mi fe: Dios es tan grande, y hay tanta diferencia entre Dios y todo lo que no es él». La lógica de la fe, vivida en el amor, impulsa a Foucauld a emprender, con la ayuda del padre Huvelin, la búsqueda de un modo de vida que le ayude a imitar a Jesús. En diciembre de 1888, convertido en peregrino de la fe, marcha hacia Tierra Santa, marcando un antes y un después.

En enero de 1890 comienza su experiencia como monje cisterciense en la trapa de Ntra. Sra. de las Nieves. No mucho tiempo después, el buscador incansable de la pobreza y la vida oculta de Nazaret pide que le permitan vivir en el priorato de Akbés, en Siria, una fundación muy pobre. Allí pasa seis años de su vida. Inquieto aún, sus superiores le envían a Roma en 1896. Estudia teología en el Colegio Romano. A punto de hacer su profesión perpetua, el padre general de la Trapa aprueba su vocación de vida oculta y silenciosa y lo dispensa de los votos. Al salir de la trapa hace votos privados de castidad y pobreza absoluta. En los siguientes años pone por escrito muchas de sus meditaciones, que serán el corazón de su espiritualidad, incluyendo una reflexión –¿1896?– que más tarde dará origen a la célebre «Oración de abandono».

Entre 1897 y 1900 vive en Tierra Santa y adquiere fama de santidad entre las clarisas de Nazaret. Su búsqueda de un ideal de pobreza, de sacrificio y de penitencia mucho más radical lo conduce cada vez más a llevar una vida eremítica. Diez veces leyó Foucauld a santa Teresa de Jesús. Y, tras adentrarse intensamente en la santa de Ávila, lee también a san Juan de la Cruz.

Vuelve a Francia en 1901 y es ordenado sacerdote en Viviers el 9 de junio de ese año. En octubre decide bajar al sur del Sahara y radicarse en una pequeña ermita en Béni-Abbès, en el Sahara argelino, donde combate lo que él denomina la «monstruosidad de la esclavitud». Ahí vive su vocación de «vida de Nazaret», pobre y oculta, al servicio de los hombres. Pasa largas horas en adoración de la eucaristía, trabaja en la redacción de los diversos proyectos de fundación; vive como hermano de todos, acogiendo a pobres y enfermos sin distinción de raza o religión. Esta vocación de «hermano universal» es un aspecto importante de su espiritualidad: una llamada a encarnar el amor y el servicio entre los más humildes y abandonados a través de la amistad y el testimonio silencioso. Este amor, llevado a sus últimas consecuencias, le exige compartir la condición social de los más pobres, el trabajo manual y el servicio incondicional.

Atraído por el deseo de ponerse en contacto con las tribus tuaregs, a las que decide dedicarse, en 1905 se establece en Tamanrasset, en el Ahaggar, en pleno corazón del Sahara. Allí lleva la misma vida que en Béni-Abbès. Para preparar el camino a los futuros misioneros lleva a cabo, a lo largo de once años, una enorme tarea lingüística de gran calidad científica, sin abandonar su vida de contemplación y de servicio. Su caridad conquista el corazón de todos, siendo consejero y amigo de los oficiales franceses y de los tuaregs y su amenokal Moussa Ag Amastane al mismo tiempo. Su objetivo es establecer una nueva congregación, pero nadie se le une. Desarrolla un nuevo estilo de ministerio, con una predicación basada en el ejemplo y no en el discurso. Para conocer mejor a los tuaregs estudia su cultura durante más de doce años y publica, bajo pseudónimo, el primer diccionario tuareg-francés. También es el primero en traducir el evangelio a las lenguas tuaregs; la obra de Carlos de Foucauld es una referencia para el conocimiento de su cultura.

A pesar de todos sus esfuerzos e iniciativas, al final siempre se encuentra y se mantiene solo, como un hermano universal de todos los pueblos. Como un Cristo icono de la soledad de la cruz en medio del desierto. Y el 1 de diciembre de 1916, Carlos de Foucauld es asesinado por una banda de forajidos en la puerta de su ermita en el Sahara argelino. Mientras se dedican al saqueo, un muchacho le vigila y, nervioso al creer que llegan soldados, le da muerte de un disparo en la cabeza. Su cuerpo queda tirado como un grano de trigo que muere para dar fruto, como una perla envuelta en las arenas del desierto, esperando ser descubierta en su belleza y plenitud.

Pronto se le considera un santo y se establece una verdadera devoción en torno a su figura, apoyada por el éxito de la obra de René Bazin titulada Charles de Foucauld, explorateur du Maroc, ermite au Sahara (1921). Los escritos que se conservan del hermano Carlos no están en principio destinados a la publicación. Son apuntes espirituales totalmente impregnados de espíritu contemplativo y de su amor a Cristo. Son meditaciones sobre el Evangelio, páginas de su diario, proyectos de fundaciones, apuntes de retiros, notas diversas sobre los tuaregs. Especialmente importantes son sus cartas, de las que escribe miles. Su influencia espiritual no cesa de crecer. En 1933 comienzan a constituirse las primeras «fraternidades». Desde entonces, nuevas congregaciones religiosas, familias espirituales y una renovación del eremitismo y de la «espiritualidad del desierto» en pleno siglo XX siguen surgiendo, creciendo y constituyendo la Familia espiritual del hermano Carlos de Foucauld, como una gran oportunidad para el actual momento de la Iglesia.

La apertura de la causa de su beatificación y canonización se produce en 1927. El proceso se interrumpe durante la guerra de Argelia, pero se reemprende más tarde. El 24 de abril de 2001, Carlos de Foucauld es declarado venerable por Juan Pablo II, y el 13 de noviembre de 2005 es proclamado beato durante el papado de Benedicto XVI. Su nombre religioso es «hermano Carlos de Jesús», y la Iglesia católica celebra su festividad el 1 de diciembre. Es un místico contemplativo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, y es un referente contemporáneo de la llamada «espiritualidad del desierto» 1.

INTRODUCCIÓN

LOS PASOS PREVIOS
PARA EL EVANGELIZADOR

Reconozco mi intriga cuando vi a un joven inquieto con un extraño artefacto en sus manos paseándolo por encima de la arena de la inmensa playa de La Lanzada, en Pontevedra, apenas el sol iniciaba su tarea diaria de desnudar la belleza de la mañana. Hacía círculos sobre la arena con parsimonia, con pasos lentos, como intentando desvelar algún secreto que yo desconocía. Después me sumergí en el paseo y la oración y, aunque seguí viéndole en la lejanía, lo perdí. Al volver a casa descubrí que era un detector de metales para buscar en las arenas de la playa monedas, joyas u objetos metálicos perdidos con los que ganarse la vida.

Como aquel muchacho, también yo me siento atraído por la búsqueda de perlas. Y lo hago en el desierto. La vida creyente transita por desiertos, y el Evangelio de Jesús, sano y vivo, sigue revelando sus perlas secretas. El desierto está en nuestra sociedad y cultura y también en nuestra Iglesia. El hombre actual es decepcionante, es poderoso, pero débil; compacto, pero fragmentado; sonriente, pero de tristes ojos; comilón, pero desnutrido en su interior; rico, pero inmerso en infinitas pobrezas; sano, pero atrapado en hábitos negativos; seguro de sí, pero sin palabras que cautiven; líder, pero amedrentado por la decepción y las contrariedades; prepotente, pero quebradizo; capaz, pero estancado; solidario, pero encerrado en burbujas; sin Dios, pero atado a muchos ídolos; libre, pero desconfiado; anhelante del bien, pero sometido a la corrupción.

Es preocupante que los cristianos no estemos preparados para sembrar perlas en los desiertos ni para descubrir las que en ellos se esconden. En los desiertos actuales, el hombre no está para asumir palabras rancias o explicaciones frías o lejanas, ni para escuchar planteamientos infantiles, como pudo pasar en el pasado, cuando la información y la formación eran patrimonio de unos pocos privilegiados. Estas palabras corren el riesgo de sonar a doctrinas o verdades oídas «como quien oye llover».

Nos encontramos ante un hombre frágil, fragmentado y roto. Un hombre, como me ha pasado a mí en largas épocas de la vida, que se niega a escuchar lo que viene de Dios si mantiene visos de no autenticidad, de imposición. Así pues, es importante que los cristianos nos planteemos qué hacer, cómo hacer, qué no hacer, cómo no hacer para una renovada vivencia del Evangelio. Porque está en juego que los hombres del desierto, huidizos de la fe y de la Iglesia, descubran la belleza y la hondura de Cristo. Y sabemos que la belleza está oculta en ellos mismos, en su tradición, en sus culturas, en sus universos mentales y afectivos, en sus luchas, en su más íntima intimidad, en su inteligencia, y también en su pecado y en su sentido crítico. El amigo Foucauld nos da una primera pista:


En primer lugar, preparar el terreno en silencio por la bondad, un contacto íntimo, el buen ejemplo; tomar contacto, dejarse conocer por ellos y conocerlos; amarlos desde el fondo del corazón, dejarse estimar y querer por ellos; y así hacer desaparecer prejuicios, obtener confianza, adquirir autoridad –esto exige tiempo–; después hablar. [...] Antes de hablarles del dogma cristiano hay que hablarles de la religión natural, conducirlos al amor de Dios, al acto de amor perfecto 1.


«¿Habremos de abandonar las palabras? ¿Habremos de dejar paso a las obras?», gritaba inteligente y humilde Antonio de Padua en el siglo XIII. Sin duda será un paso lento y largo, nutrido de paciencias, mesurado y callado. Será un tiempo de aprendizaje en el sufrimiento y en la esperanza. El hombre sigue guardando los toques del Creador en sus entrañas, y sigue cultivando las perlas sembradas mientras espera un tiempo en el que se manifiesten entre las arenas y las sombras.

¿Dónde se encontrarán escondidas las perlas para reiniciar una vida cristiana auténtica, alejada de los poderes y las riquezas de este Occidente rodeado de confort y de seguridades? Lo primero es el silencio.

Esta es la hora del silencio. Dice Xavier Melloni:


El silencio no es la ausencia de ruido, sino de ego. El ruido del ego es el murmullo continuo de lo que hay que conseguir o defender. El silencio, en cambio, es el acallamiento de ese murmullo, un estado de apertura y de agradecimiento ante una Presencia que está permanentemente en todo y a la que se llega por medio de la autopresencia 2.


Es hora de volver a nacer «desnaciendo»; de volver a aprender desaprendiendo; de volver a andar desandando el camino o, lo que es lo mismo, renaciendo, reaprendiendo, tras retornar humilde, sana y santamente a la Fuente. Y entrando en el silencio de una sana soledad, como la que buscó Carlos de Foucauld. «Los misioneros aislados como yo son escasos. Hay muy pocos misioneros aislados haciendo este oficio de desbrozadores; me gustaría que hubiera muchos».

Este oficio de desbrozar fue el noble y asombroso propósito que tuvieron en sus corazones, junto a san Juan XXIII, los grandes impulsores del Concilio Vaticano II.

 

En este siglo XXI, turbulento y violento, aunque lleno de avances científico-técnicos, muchos nos sentimos atraídos misteriosamente hacia el desierto del silencio, hacia un despojo de cuanto somos y tenemos, hacia una búsqueda más auténtica y radical. Algo nuevo está naciendo. De poco o de nada sirven ya los planteamientos y las formas del pasado religioso. Nos urge el empuje del Espíritu, que busca, con Carlos de Foucauld, valentía y arrojo para lanzarnos a una nueva aventura en la vivencia y en la transmisión de la fe. Y nos empuja a ser los primeros en convertirnos al Señor y al Evangelio.

En ese aliento me siento un buscador de perlas. Me sé un afortunado al hacerlo con un guía tan auténtico y santo como el hermano Carlos de Foucauld. Espero no manipular sus palabras, ni sus obras, ni sus pecados. Las sugerencias de Foucauld hemos de entenderlas como una parábola, como un testimonio sorprendente, como una guía en medio del bosque o una luz en medio de la noche.

Vivimos tiempos difíciles y hemos de ser compasivos unos con otros. De nada nos sirve a los testigos del Evangelio ponernos nerviosos e inquietos.


No se trata de elaborar o de ejecutar proyectos extraordinarios, de marcharse lejos o de hacer alguna cosa espectacular, sino de trabajar el lugar allí donde cada uno está inmerso, de cavar y de remover toda aquella tierra que esté bien alejada del Evangelio. Ante todo hace falta trabajar el propio corazón, allí donde haya zonas no desbrozadas, no transformadas por la vida de Cristo resucitado, y también en torno a uno mismo, en zonas a nuestro alcance, allí donde Cristo es ignorado 3.


Entre nosotros existen hombres y mujeres excepcionales, tradicionales y liberales, paralizados y aburguesados, los que creen en la autoridad y los que prefieren la tolerancia. En este momento de la historia de la humanidad, del Occidente donde nos encontramos, de la vida de las Iglesias y de la Iglesia católica, hemos de abrazarnos todos a la humildad con humildad y afrontar con serenidad el presente y el futuro. Y trabajar denodadamente por la unidad y la comunión, siguiendo el mandato de Cristo y de su Espíritu:


No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí (Jn 17,20-23).


No hemos de olvidar que vivimos con él, por él, en él y para él, como proclamamos cada domingo en la eucaristía, con nervio, las comunidades parroquiales y cristianas; y tampoco olvidemos que actuamos en su nombre para consolidar su Reino. Esa es la verdad: «Si consideramos que nuestra fe constituye un movimiento de la humanidad hacia Dios, solo podremos seguir siendo egocéntricos y terrenales. Pero si lo contemplamos como un movimiento de Dios en dirección a nosotros, nos hallamos envueltos en él, en lo más profundo, trascendiéndonos y retornando al Padre por el Hijo» 4. Como advierte John Main, hemos de superar el egocentrismo de nuestra espiritualidad. En la verdad desnuda del Dios que toma la iniciativa de amor hacia el hombre hemos de fundamentarnos para no errar.

Las perlas que ponemos sobre la mesa de la reflexión y la oración están extraídas de la frágil hondura de un hombre solitario, del desierto, de un cristiano creyente tozudo en su ser y en su actuar cotidiano. Charles-Eugène de Foucauld Pontbriand, apodado el «morabito [marabout: hombre de Dios] cristiano», el «morabito blanco», el «hermano universal». Carlos de Foucauld recibe el don sagrado de la fe en una Iglesia de la que se había apartado. Y mantiene un diálogo sincero con sus hermanos del islam, a los que se acerca a través de la humanidad de Cristo Jesús. Él mismo se entraña en Jesús y se nutre de él en su soledad infinita; como infinitas son las arenas del desierto entre las que acabó encontrando la muerte y la vida inmortal.

Foucauld es consciente de las diferencias entre los hombres y sincero defensor de la fe de sus adversarios y amigos; es un creyente sin igual, desmesurado en su vida y en sus búsquedas, absolutamente original y capaz de impactarnos y provocarnos. Y, a la par, es un auténtico testigo del Evangelio y de la evangelización en medio de la noche oscura, de la zozobra y de la indiferencia hacia su fe de la mayoría que le rodeaba. Es un creyente firme, convencido hasta los tuétanos.

Es Foucauld quien me ha despejado la mente en la búsqueda de un camino para pensar en ese cristianismo reformado y renovado que ha de abrirse paso necesariamente en medio de la diversidad social, cultural y religiosa de nuestra sociedad. Para andar por esta senda, lo primero de todo veo necesario el renacer de un cristianismo de mujeres y hombres bautizados adultos, que sean luminosos, atractivos, fraternos y comprometidos. Y ese camino necesariamente pasa por la incorporación del laicado cristiano a la vida pastoral y evangelizadora del siglo XXI. El camino auténtico, que nace del Evangelio y nos lleva a él, ha de volver a concentrar su mirada en el sacramento clave. El único sacramento que nos adentra en el misterio trinitario y en el misterio de la sanación y salvación del hombre. El sacramento que nos iguala a todos y nos hace ser una fraternidad unida y creíble: el bautismo. En el bautismo nos encontramos todos. El bautismo es el sacramento que recrea el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia universal y concreta.

El papa Francisco clama un día sí y otro también contra el clericalismo. Contra ese modo de vivir la Iglesia que se ha vuelto autorreferencial y se ha alejado del pueblo creyente y de la fuente de agua viva. Ese modo que, olvidando su nacimiento común en el bautismo, se ha institucionalizado como un grupo de aparentes selectos que toma el mando de la situación y el protagonismo de la historia de la salvación. El clericalismo está concluyendo, y ha de dar paso, si queremos que el pueblo de Dios vuelva a poner sus ojos en la fe cristiana, a un nuevo modo de ser y de vivir la fe en el mundo, partiendo del desarrollo del bautismo desde las vocaciones laicales.

Un bautizado adulto se sabe responsable de mantener el compromiso activo de su fe, de tejer los hilos de la fraternidad y de experimentar una tendencia natural a la comunión con sus hermanos cristianos. Renace en el tiempo presente como un espíritu luminoso y como un amante del diálogo sincero con los miembros de otras tradiciones religiosas. El laico cristiano, que se asienta en una relación abierta y sincera con los otros, está aprendiendo a valorar la infinita y bella pluralidad de las diferencias. Y, cuando se acercan por primera vez a un hermano anglicano, abrazan a un musulmán o enlazan su mano con una mujer judía, experimentan que se les caen los prejuicios y que en esos gestos tan elementales notan que les cambia la mirada de su corazón creyente y les salen alas con las que emprender nuevos vuelos en la historia de la salvación.

Solo desde esta adultez, profundamente bautismal y laical, que se tiene por imperfecta, que respeta y se sabe entre iguales, podrá nuestra Iglesia pedir respeto para su fe y sus tradiciones. Esta actitud de apertura a las diferencias supone una verdadera purificación personal y comunitaria. Foucauld fue el gran precursor. Nos muestra un camino de conversión que reconoce en los otros algo trascendente que nos cuestiona y alienta, consciente de que nosotros portamos un fuego esencial que enriquece y sana a los otros. La adultez bautismal es la aceptación serena de la diversidad, que lentamente nos encamina a un nuevo modo de ser y vivir la fe y hacia la reconciliación y la paz con la humanidad. Un proceso íntimamente ligado al santo Evangelio.