Homo sapiens

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Es razonable sentir temor cuando se está a gran altura y más aún cuando el sitio no ofrece seguridades. Lo que no es razonable es sentir miedo extremo, con gran angustia y un impulso incontrolable por abandonar el lugar, cuando nos encontramos en un sitio alto pero protegido con suficiencia por barandas fuertes y resistentes. En estas situaciones, la protección nos parece siempre insuficiente, y los cálculos racionales que hagamos para convencernos de que no corremos ningún peligro resultan igualmente insuficientes. El único argumento efectivo y que elimina inmediatamente la molestia intolerable que produce la altura es bajarse cuanto antes de allí.

No menos convincente es el caso —muy común por cierto— de una madre que en el aeropuerto despide confiada y tranquila a su hijo, una de sus posesiones más preciadas, pero se siente aterrorizada cuando es ella misma la que debe viajar. Para su hijo, cuya vida aprecia tanto como la suya, acepta y cree en todas las estadísticas publicadas sobre la seguridad del transporte aéreo; aplicados a ella, esos mismos argumentos de confianza y seguridad son insuficientes para neutralizar los irracionales y arcaicos temores a la altura.

En el transcurso de la evolución humana, y después de concluir la etapa arbórea, durante la cual la altura representaba seguridad, pues ponía a nuestros antepasados fuera del alcance de los grandes predadores, se inició la vida terrestre en las sabanas. Tuvo que ser durante ese periodo, al ir perdiendo progresivamente las características anatómicas que nos permitían un desplazamiento seguro por las partes altas de los árboles, cuando a la par fuimos desarrollando protecciones, en forma de temores naturales, para evitar los peligros de la altura. Adquirimos el asimiento de precisión y perdimos un poco el de potencia, nos erguimos para liberar las manos de la locomoción y perdimos el pie prensil. Desarrollamos brazos hábiles y perdimos los brazos ágiles, y con ello la capacidad de braquiación. Transformados de esa manera, quedamos bien adaptados para la vida en tierra firme, mientras sacrificábamos nuestras antiguas capacidades funambulescas y adquiríamos los miedos apropiados para no volver a intentar peligrosas excursiones por las copas de los árboles.

La evolución se muestra otra vez precisa y acertada: si nos volvimos torpes para las alturas se hizo necesario sentir los temores correspondientes. Fue así como el sistema límbico evolucionó para producir el conjunto de emociones que ahora nos hacen sentir el vértigo paralizante y el desasosiego atormentador cada vez que nos elevamos unos pocos metros por encima del nivel del suelo. El hecho de que el temor a la altura paralice debe interpretarse como una defensa natural, pues permite que la inminente víctima sea auxiliada. Para la vida actual, tan lejos de las copas de los árboles, el exagerado temor adulto a la altura no desempeña ya ninguna función vitalmente útil; en consecuencia, se constituye en un anacronismo más, un vestigio molesto que se remonta a la época cuando del bosque pasamos a la sabana abierta.

Los indios mohawk de Kahnawake, nómadas de Canadá, han sido obligados a establecerse al sur de Montreal y a integrarse por fuerza a la vida moderna civilizada. Lo extraño e interesante de este grupo étnico es que sus gentes parecen haber perdido el temor natural a la altura (Dubois, 1986), virtud de trapecistas que los ha hecho insustituibles en oficios de altura, como la limpieza de ventanas en rascacielos y similares. Es correcto pensar en una mutación genética liberadora que, debido a la inevitable endogamia de los grupos pequeños y cerrados, se ha propagado por toda la población. El hecho de que se manifieste de manera natural en todos los individuos esta indiferencia al vértigo de la altura, sin haber recibido ningún adiestramiento cultural, hace más valedero el argumento genético propuesto.

El temor exagerado a las serpientes, aun a las no venenosas, parece existir en todas las culturas, incluyendo aquellas que han habitado por siglos regiones exentas de esos animales. Y no es de extrañar que así sea. Las serpientes venenosas están ampliamente difundidas y representan un peligro mortal, a pesar de que su tamaño no lo revele directamente. De ahí que resulte muy adaptativo aprender a evitarlas desde muy temprano, sin que medie ninguna experiencia previa con ellas. Y una manera eficiente de lograrlo es contar con una programación genética que las haga, a simple vista, temibles y poco amistosas.

El temor a los ofidios es un instinto establecido con cierta rigidez, una propensión que se manifiesta durante el desarrollo y pertenece al ya estudiado aprendizaje preparado. Los niños simplemente aprenden a temerles a las serpientes con mayor facilidad que a permanecer indiferentes o sentir afecto por ellas. Antes de los 5 años no sienten ninguna ansiedad especial. Más tarde se van haciendo cautelosos. Después, solo una o dos experiencias (una sombra que culebrea entre la hierba cercana) pueden volverlos temerosos de manera profunda y permanente. La propensión está muy arraigada. Mientras que otros miedos naturales, como el que se siente frente a los extraños o ante ruidos fuertes y repentinos, empiezan a desaparecer pasados los 7 años de edad, la tendencia a evitar las serpientes se hace más intensa a medida que pasa el tiempo.

Con el fin de saber si los humanos presentamos temor innato a las serpientes se han realizado algunos experimentos con niños (Morris, 1980). Los resultados obtenidos han mostrado que, con poco o nulo condicionamiento cultural en contra de los ofidios, aproximadamente un tercio de la población infantil desarrolla tal temor. A la edad de 3 años, más o menos, aparece un leve rechazo, que aumenta y llega a su máximo a los 4, para luego descender con lentitud, de tal suerte que a los 14 años alcanza su mínimo o desaparece por completo. En algunos individuos, sin embargo, el temor, en lugar de disminuir, aumenta hasta convertirse en una verdadera fobia.

Los resultados experimentales y la universalidad del temor nos permiten conjeturar la existencia de un residuo arcaico antiofídico, que se manifiesta como fastidio o temor natural a esos reptiles, impulso de rechazo que en un pasado remoto pudo ser muy importante para nuestra supervivencia en las sabanas calientes del Plioceno. Téngase en cuenta que la peligrosidad de una serpiente no es proporcional a su tamaño, como sí es el caso cuando se trata de los grandes predadores. Basta mirar de lejos uno de estos últimos para reconocer inmediatamente su peligrosidad; las primeras, en cambio, juzgadas únicamente por su talla podrían parecer inofensivas.

El temor innato a los ofidios también ha sido registrado en algunos primates. Se cuenta que, en cierta ocasión, en el zoológico de Londres, uno de los guardianes, que transportaba en ese momento un guacal con serpientes, pasó por azar frente a las jaulas de lo monos. Estos, tan pronto advirtieron el contenido de la caja, comenzaron a emitir los típicos chillidos de terror y alerta. Es necesario aclarar que la mayoría de los monos habían nacido en el mismo zoológico, lo que excluía cualquier experiencia previa con serpientes. Contrasta lo anterior con la reacción que presentan los lémures de Madagascar frente a los mismos ofidios. Cuando el guardián de la historia anterior pasó frente a sus jaulas, los lémures se asomaron curiosos sin mostrar el más mínimo temor. Casualmente, en Madagascar no existen serpientes venenosas, por lo cual es explicable que los animales nativos no hayan desarrollado ninguna protección contra ellas.

Los chimpancés comunes son excepcionalmente aprensivos en presencia de serpientes, aunque no hayan tenido experiencias previas con las mismas (Wilson, 1999): se retiran a una distancia prudente y siguen a la intrusa con la mirada fija, al tiempo que alertan a sus compañeros con una llamada de aviso. Los fornidos y prepotentes gorilas manifiestan un temor innato y difícilmente disimulable frente a las, comparadas con su talla, insignificantes serpientes. Es conocido por todos los administradores de zoológicos que los primates defecan como reacción al miedo intenso (el hombre también es un primate). En relación con este hecho, Eimerl y De Vore (1982) refieren el caso de un gorila de zoológico al cual, ante una grave crisis de estreñimiento, se lo trató con una eficiente terapia naturista: mostrándole una cabeza de tortuga (que se confunde fácilmente con la de una serpiente), con resultados laxantes muy visibles e inmediatos.

Conductas del recién nacido

La conducta de los recién nacidos brinda un excelente ejemplo de algo determinado totalmente por el genoma, ya que, en teoría, los pequeños no han tenido tiempo de aprender. El bebé sabe perfectamente cómo se busca el pezón, conoce los movimientos de succión y deglución y la técnica para respirar en los momentos justos, y también sabe llorar conmovedora e irritantemente cada vez que requiere algún cuidado. Más tarde, entre los seis y los ocho meses, y como si estuviera cumpliendo un programa predeterminado, empieza a mostrar temor y desconfianza frente a los mismos extraños que antes admitía sin ningún recelo. Todos los niños normales del mundo se comportan de forma parecida, sin importar raza ni cultura; o, en otros términos, exhiben una característica universal, específica de la especie humana.

Se ha comprobado que, apenas diez minutos después de nacer, los niños se fijan más en diseños faciales normales que en dibujos anormales. Y pasados dos días, miran a su madre más que a otras mujeres desconocidas. La capacidad de los recién nacidos para reconocer rasgos de la cara va unida a su capacidad para enfocar a solo veinte centímetros de distancia de los ojos, justo la que los separa de la persona que los amamanta. Es destacable, también, la temprana manifestación del mecanismo que se requiere para generar e interpretar metáforas: el infante reconoce que el pezón que ve es el mismo cuando está en su boca, lo cual significa que es capaz de transferir información de un sentido a otro y unificar los dos conceptos.

 

El 64% de los niños norteamericanos nacen con la capacidad de doblar la lengua en sentido longitudinal, formando un tubo abierto, en U (buenos silbadores, posiblemente). Este rasgo fue estudiado por D. Jukes (Lehninger, 1971), quien encontró el porcentaje mencionado y descubrió que se trata de una característica de origen genético asociada a un solo gen y, en consecuencia, heredable de forma mendeliana (algunos sostienen que se trata de un rasgo aprendido). Jukes supone que este rasgo fue adaptativo, pues permite que los niños succionen eficientemente el pezón, aunque, reconozcámoslo, con la introducción de la lactancia artificial sus ventajas iniciales se han reducido. Algunas personas que no poseen esta característica pueden, si se ejercitan suficientemente, llegar a enrollar la lengua, mientras que para otras dicha tarea será siempre imposible, como si carecieran de las zonas cerebrales encargadas de accionar los músculos correspondientes o esas zonas estuvieran atrofiadas.


Figura 7.7 Capacidad e incapacidad de enrollar la lengua

El desarrollo de la locomoción en el hombre es un excelente ejemplo de un proceso influenciado por el genoma y cuya ontogénesis se cumple siguiendo una secuencia temporal muy bien definida. La locomoción se desarrolla a medida que el niño madura somática y neuronalmente, especie de revelado que va acompañado de una motivación placentera o un refuerzo apetitivo, que el niño no oculta, por supuesto, y que le sirve para acelerar su perfeccionamiento. Es una clase de saber que aparece esbozado o embrionario, y que se completa con el ejercicio. Las madres saben que los bebés, entre la semana uno y la ocho, son capaces de caminar ayudados; después de este periodo, la capacidad desaparece misteriosamente, para reaparecer de manera definitiva al cumplir 1 año de edad. Que el ejercicio sea indispensable es algo de lo cual no podemos estar plenamente seguros; puede ocurrir que la locomoción humana, al igual que el vuelo de las palomas, se dé naturalmente sin que medie ninguna práctica, bastando únicamente la maduración muscular y neurológica.

El etólogo Eibl-Eibesfeldt (1979) ha estudiado el comportamiento de niños ciegos y sordos, y ha encontrado que las expresiones faciales de la risa, el llanto y los gestos ante lo ácido y lo amargo son similares a las de los niños normales, de lo cual se deduce que este tipo de conductas, dada la incomunicación visual y verbal de los sujetos, debe necesariamente haberse transmitido por caminos hereditarios. Paul Ekman, investigador de la Universidad de California, fotografió americanos y nativos de Nueva Guinea mientras escuchaban ciertos relatos. Presentadas las fotografías de un grupo al otro, cada uno de ellos fue capaz de identificar, por las expresiones faciales, las partes de la historia que se estaban narrando en el momento de la toma. Este experimento sugiere la existencia de ciertos universales en el repertorio de los gestos humanos, e implica, a su vez, dada la gran diferencia de las dos culturas estudiadas, la existencia de una base genética responsable de dichos universales (figura 7.8).


Figura 7.8 Un niño ciego se cubre el rostro cuando se siente avergonzado, como lo haría cualquier niño normal

Etapas de Piaget

Jean Piaget descubrió que la inteligencia de los niños, en todas las culturas estudiadas, pasa siempre por las mismas etapas de desarrollo. Además, siempre en el mismo orden cronológico. La primera etapa, llamada “sensorio-motriz”, dura aproximadamente dieciocho meses, justo hasta el momento de aparecer el lenguaje. El juego del niño se reduce en esta primera fase a simples ejercicios motores. Hay inteligencia, pero no hay pensamiento, asevera Piaget. Entre los 18 meses y los 7 años, aproximadamente, se presenta la segunda fase o etapa de la “representación preoperatoria”. En este momento aparece la función simbólica o capacidad de representar una cosa por otra: el niño es ya capaz de hacer un juego representativo (puede jugar con una caja, por ejemplo, y esa caja representar un automóvil). Todo lo adquirido en la primera etapa debe necesariamente reelaborarse mentalmente en la segunda.

Entre los 7 y los 12 años, periodo de las “operaciones concretas”, se empieza a elaborar una lógica de clases y relaciones, pero sobre los objetos concretos, manipulables: el niño conoce el camino que conduce a la escuela, pero es incapaz de describirlo en palabras. Durante esta tercera etapa el niño puede resolver los llamados problemas de conservación, así: a los 8 años, aproximadamente, puede entender que al deformar un pedazo de arcilla la masa total permanece invariante o constante (“conservación de la materia”). El niño debe esperar dos años más para entender que la arcilla pesa lo mismo antes y después de su deformación (“conservación del peso”). Y para llegar a entender que la arcilla ocupa el mismo volumen (“conservación del volumen”), aunque se la aplaste en formas muy delgadas, se requieren dos años más. Algo interesante de estas tres subetapas de conservación es que muestran una total independencia del contexto cultural, lo que permite inferir que en su base existe una importante influencia genética.

La última etapa de Piaget comienza alrededor de los 11 años (estas edades son promedios para los niños de Ginebra y pueden diferir un poco en otras culturas) y es conocida como la etapa de las “operaciones formales”. Los niños son ahora capaces de manejar una lógica sobre enunciados verbales, se pueden poner imaginariamente en el punto de vista del otro (los autistas y más de un adulto parece que nunca lo logran) y, en general, son capaces de manipular un conjunto de proposiciones de manera puramente formal y abstracta.

Innatismos en el gusto y el olfato

Se han realizado experimentos para conocer si las ratas son capaces de llegar de manera natural a una dieta balanceada. Se les ofrece a los animales bajo control una serie de alimentos muy variados y se lleva un registro preciso de la cantidad de cada nutriente consumido. Como es de suponer, si se acepta el carácter adaptativo de las conductas animales, las ratas, de modo completamente intuitivo, consumen los alimentos en cantidades tales que logran balancear su dieta a perfección. Con humanos también se han llevado a cabo experimentos similares y los resultados han sido muy parecidos. Sería difícil imaginar la supervivencia de una especie que no tuviera programado el mecanismo de balanceo dietético de manera innata. El hombre, en particular, solo en las últimas décadas, ha entendido científicamente lo que significa un nutriente y lo que es una dieta balanceada (en las culturas avanzadas tecnológicamente, claro está); el resto de su historia se las ha arreglado consumiendo lo que su estómago sabiamente le ha sugerido entre la variedad disponible en cada región.

Las futuras madres suelen tener antojos gastronómicos insólitos. Se han visto mujeres embarazadas raspando cal de las paredes y consumiéndola con deleite, o desviviéndose por una simple y poco apetitosa cáscara de huevo. En Java —se cuenta—, antiguamente las mujeres preñadas consumían con gran apetito bloques cuadrados de arcilla blanca. Se sospecha que algunos de los antojos del embarazo son respuestas automáticas a carencias dietéticas específicas creadas por la gestación. Podría deducirse de ahí que la búsqueda anormal de un nutriente muy específico puede ser la clave que nos conduzca a descubrir una deficiencia nutricional, también muy específica.

El neurosiquiatra Jacob Steiner realizó, con centenares de niños de diferentes razas, una sencilla prueba de sabores, justo después de nacer y antes de que los bebés hubieran probado la leche materna. Los bebés que recibieron agua azucarada mostraron satisfacción; ante unas gotas de solución de ácido cítrico respondieron con gestos de molestia; y cuando se les hizo probar una solución de sulfato de quinina, de sabor muy amargo, los bebés manifestaron desagrado y rechazaron con energía las gotas suministradas. Dado que los niños sometidos a la prueba no habían tenido tiempo de recibir ninguna influencia cultural, esta experiencia nos demuestra que tanto los gestos de agrado o desagrado, como las decisiones de aceptación o rechazo a los alimentos, son conductas innatas (criterios gustativos preprogramados) a partir de las cuales se construye el rico mundo gastronómico del adulto.

Nadie discute el enorme peso que tiene el factor cultural en la apreciación de los olores. Esto nos puede inducir a pensar equivocadamente y, de hecho, son no pocas las personas que así lo sostienen: es decir, que en el aspecto olfativo lo agradable o desagradable es una cuestión cultural completamente relativa y arbitraria. Basta que nos habituemos a un olor que en nuestra cultura sea tenido por agradable —dicen los que así piensan— y terminaremos considerándolo agradable; algo similar, se espera, ocurriría con lo desagradable.

Existe realmente cierta relatividad en la apreciación de los olores, fácil además de probar en el laboratorio, pero tiene su rango de validez bien determinado y de ninguna manera es ilimitado ni por completo arbitrario. Lo cultural puede inclinarnos por el olor del pino o por el de la lavanda, puede hacernos preferir el del jazmín al de la rosa e, inclusive, puede hacernos tolerable, y hasta agradable a veces, el olor de los mariscos o del pescado seco (los pueblos pescadores se acostumbran a estos olores y terminan sintiéndolos agradables, o neutros, por lo menos). Pero ¿podrá lograrse, manipulando convenientemente las variables culturales normales, que un ser humano prefiera el olor de la carne en avanzado estado de descomposición al perfume de las rosas? ¿Será posible enseñarle a un niño normal a percibir como aroma agradable el olor de los huevos podridos o el de los excrementos humanos? Es difícil que las respuestas correctas sean las afirmativas. De todo el mundo es bien conocido el universal y enorme desagrado y repugnancia que nos producen los excrementos humanos, para no mencionar los del perro.

El profesor Steiner, después de la prueba de los sabores, realizó un experimento complementario: sometió a los mismos bebés recién nacidos a una prueba olfativa y encontró que los criterios para clasificar los olores en agradables y desagradables, fragantes o fétidos, ya están preformados al nacer, lo que concuerda perfectamente con las teorías del olor. Se han hecho varios intentos para explicar la forma como percibimos el olor, todos ellos basados en la existencia de sensores olfativos específicos para determinadas clases de estímulos químicos, especies de “olores fundamentales”. Una de las teorías más aceptadas, propuesta por el sicólogo J. E. Amoore (Day, 1977), admite la existencia de un “arco iris aromático” con siete olores básicos, en correspondencia con siete clases de sensores olfativos, localizados en las fosas nasales y que funcionan selectivamente de acuerdo con las propiedades estereoquímicas (tamaño y forma de las moléculas) de las diferentes sustancias olorosas. Entre los siete olores básicos se encuentran el perfume de las flores, el olor de la menta y el olor a podrido. Debe añadirse que en las otras teorías propuestas siempre aparecen como básicos el olor fragante de las flores y el apestoso o nauseabundo de los productos orgánicos en descomposición.

El olor a tostado produce gran placer, mientras que el olor a quemado —para no hablar del humo— dispara de inmediato nuestras alarmas —y las de multitud de animales— y nos dispone a buscar la causa o a salir huyendo. Con muchos animales coincidimos en la apreciación de los malos olores, como si hubiera olores universalmente desagradables. La mofeta o zorrillo se caracteriza por el olor fétido de una sustancia que procede de sus glándulas anales y que expele cuando se siente amenazada. Algunas especies giran su espalda, elevan sus colas y disparan la sustancia olorosa a distancias de entre dos y tres metros. Es tal el desagrado que produce el olor de las sustancias pestilentes de las mofetas, para todos sus enemigos, incluidos los humanos, que con eso les basta para no ser atacadas. Una defensa similar la utiliza el milpiés Julus terrestris, animal que exuda una sustancia maloliente para el olfato humano y también para el de sus enemigos naturales más frecuentes, por lo cual le sirve de eficaz defensa contra ellos.

 

Puede encontrarse una razón adaptativa para explicar la no relatividad ilimitada de lo olfativo. Sabemos que el consumo de productos descompuestos o contaminados con excrementos conduce con bastante frecuencia a resultados fatales, aun en pleno siglo xxi, cuando contamos con recursos médicos tan avanzados. Recordemos que, para el cólera, las aguas y los alcantarillados hacen el papel de intermediarios. Al aumentar la virulencia, la diarrea aumenta, y así aumenta también la propagación por intermedio de las aguas negras. Tampoco olvidemos que el virus del ébola se transmite a través de los fluidos corporales y los excrementos de una persona infectada. Como sucede con otras fiebres hemorrágicas, las víctimas suelen sufrir sangrados masivos, por lo regular letales. No nos extrañe, entonces, la repugnancia natural —universal humano ya comentado— a todas las sustancias que emanan del organismo: excrementos, orina, flema, pus...

El olor de los huevos podridos y el de la carne en descomposición produce en todos los humanos normales un rechazo inapelable, con total independencia de las experiencias culturales. Steven Pinker (1997) hace una observación interesante: como el olor desagradable de la carne podrida se debe a sustancias producidas por las bacterias que descomponen las proteínas, y esas olorosas sustancias no tienen para ellas ninguna utilidad aparente, salvo hacer la carne tóxica e incomible, es posible que los maquiavélicos microorganismos se hayan metido en semejante tarea solo con el fin de desanimar a los competidores carroñeros. Sin embargo, en la carrera armamentista, que está implícita en tantos casos de coevolución, algunos carroñeros aprendieron a hacer caso omiso de las sustancias malolientes y a la vez aprendieron a defenderse de las toxinas y de las bacterias dañinas por medio de estómagos muy ácidos. El hombre y algunos animales carnívoros no alcanzaron a dar ese liberador paso evolutivo. El hecho real es que los humanos no tenemos defensas naturales que nos permitan consumir la carne descompuesta, ni defensas olfativas para soportar su hedor. Prueba fehaciente de la fragilidad de nuestro aparato digestivo es que a menudo, y a pesar del avanzado conocimiento científico que tenemos y de los equipos para la conservación de alimentos, se registran historias de personas intoxicadas por ingerir productos descompuestos o contaminados.

El hombre, por lo aleatorio de la evolución y, tal vez, por no haber dependido por completo de una dieta proteínica pura, siguió una ruta evolutiva diferente de la de los carroñeros: modificó el cerebro, su parte más versátil y adaptable (más exactamente, su sistema límbico), y creó patrones internos innatos, tanto gustativos como olfativos, por medio de los cuales se pudieran clasificar los olores, fácil y rápidamente, en apetitosos o fragantes —en un extremo del espectro— y en pestilentes o repugnantes —en el otro—, e hizo que esta clasificación se correspondiera aproximadamente con lo bueno o malo para la salud de los alimentos disponibles. Destaquemos que el olfato y el gusto trabajan de forma mancomunada: si se pierde el olfato el gusto se reduce a su mínima expresión, como nos ocurre cuando estamos acatarrados.

En épocas primitivas, la tecnología de alimentos fue con seguridad muy deficiente. No se disponía de equipos ni se conocían procedimientos para la conservación de productos orgánicos perecederos. El hombre anterior al fuego no disponía de esa eficiente manera de esterilizar lo que se iba a comer, carencia que lo acompañó por muchísimos milenios. En repetidas ocasiones, el cazador primitivo acumuló más carne de la que podía consumir inmediatamente, y al no saberla preservar, con tristeza e impotencia la vio descomponerse. Cuando, acosado por el hambre, pretendió comerla, la selección natural comenzó a actuar: el problema que había de por medio era crear un rechazo tan grande por las cosas descompuestas que destruyera el apetito y superara las tremendas presiones creadas por el hambre. La diferencia entre comer un pedazo descompuesto o rechazarlo naturalmente significó la diferencia entre la vida y la muerte (todavía ahora puede significar lo mismo). Aquellos que nacieron sin el sentido del olfato sintonizado para producir una invencible sensación de asco y desagrado frente a lo putrefacto, terminaron muy pronto y tristemente sus días, víctimas de infecciones estomacales, antes de alcanzar a legarnos esos tolerantes genes de indiferencia olfativa ante lo nauseabundo.

El olfato es la antesala del gusto y su estratégica posición geográfica le asigna el papel de celador permanente. Debe, además, anticiparse a la acción de comer: cuando un alimento se encuentra en avanzado estado de descomposición, un solo bocado puede resultar fatal; por tanto, es adaptativo actuar a tiempo y producir un rechazo insobornable. Por supuesto que el sentido del gusto obra como refuerzo posterior para aumentar el rechazo, y también actúa si el primero falla a causa de alguna enfermedad nasal. Ahora bien, si los dos anteriores fallan, el reflejo del vómito actúa de inmediato para protegernos; en caso contrario, contamos con una salida de emergencia: la incómoda diarrea. Los mecanismos de defensa olfativa tienen que ser inmunes a todo tratamiento cultural; es vital que así sea. Más aún, los controles olfativos y gustativos deben aparecer muy temprano en la vida, bastante antes de que lo cultural haya tenido tiempo de tomar el comando.

Por tales motivos, la capacidad para clasificar los olores en agradables y desagradables, en aromáticos y apestosos, debe ser anterior a toda experiencia del sujeto. Especie de a priori olfativo, absolutamente sordo frente a los intentos culturales en su contra, prácticamente inmodificable. Nos encontramos de nuevo con los aciertos de la evolución: una perfecta adecuación de los a priori olfativos al estado de los alimentos que se van a consumir. Nos huelen apetitosos los alimentos frescos y nos atrae el agua sin contaminar; nos parecen nauseabundos y desagradables en grado sumo los que están descompuestos o contaminados.

El olfato a veces es eximido de su responsabilidad de controlar lo que habremos de comer y es remplazado por la vista: una cucaracha caminando sobre la comida que vamos a consumir, una mosca verde participando del festín o un pelo —señal de desaseo en la preparación— bastan a veces para que el apetito se esfume. Sentimos también rechazo natural por cierta clase de alimentos, las vísceras entre ellos. Se conjetura que esto se debe a que aquellas son portadoras, muchas veces, de agentes patógenos. Pero es un rechazo que puede vencerse con cierta facilidad y esas partes desagradables se pueden convertir en manjares apetitosos, si se las prepara con especial esmero, poniendo mucho cuidado en la cocción, a fin de eliminar todo microorganismo presente.

Algo misterioso y no explicado todavía es el hecho de que nuestros receptores olfativos estén sintonizados con las fragancias de forma similar a como lo están en la mayoría de los insectos y aves polinizadoras. Los olores de las flores que a ellos los atraen —y tal vez con ese fin producen las plantas sus elaborados perfumes—, nuestro cerebro los interpreta también como agradables fragancias (la mayoría de los aceites utilizados en perfumería son extraídos de las flores). Los machos de algunas razas de abejas de Centro y Suramérica se impregnan el cuerpo con una mezcla de esencias que ellos mismos eligen entre las flores de la región, y cubiertos de esa manera se presentan ante las hembras. Aquellos que tengan “mejor gusto” o estén “mejor perfumados”, a criterio de las hembras, lograrán mayor número de apareamientos. Tenemos que reconocer humildemente que, en el uso de perfumes, como técnica de conquista sexual, los insectos se nos anticiparon varios millones de años.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?