Homo sapiens

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Es posible que la vagina de una mujer se lubrique durante un acto sexual no deseado, con el fin de evitar daños, pero en tales casos es casi imposible llegar al orgasmo. Esto representa un argumento a favor del rol del orgasmo clitoral en la escogencia femenina. El clítoris conduce al orgasmo femenino solo cuando la mujer se siente atraída por la pareja: cuerpo, mente y personalidad, y cuando el varón demuestra su atención por medio de una correcta estimulación. El clítoris puede ser una adaptación para la escogencia sexual, lo que resolvería tan antiguo misterio. Anotemos que el orgasmo femenino parece muy mal diseñado como mecanismo para mantener unida a la pareja, como se ha argumentado tantas veces, pero está bien diseñado como sistema discriminatorio para separar a los hombres maduros de los jóvenes inexpertos.

Una característica universal observada en todas las culturas estudiadas es que los varones participan con mayor frecuencia y mayor número que las mujeres en las competencias deportivas, y también son los varones los que llevan la iniciativa en este aspecto. Ahora bien, los deportes se rigen por reglas que determinan el ganador. Los jueces se nombran con el fin de poner orden en el juego y evitar las escaladas de violencia, no siempre con éxito. Algunas reglas parecen creadas con el propósito de amplificar las diferencias entre los competidores, y de esta manera la práctica deportiva se convierte en indicadora de adaptación, lo que explica su atractivo universal. Un deporte en que ganen con igual facilidad los hábiles y los torpes no tendría mayor atractivo. El reglamento de un deporte debe servir para discriminar a los bien dotados, a los talentosos. Por eso, quizá, se prohíben los estimulantes. Los resultados son bien conocidos: los astros del deporte se convierten con sus éxitos en parejas muy apetecibles.

Para un evolucionista, los deportes son otra forma de competencia masculina ritualizada, en la cual los varones compiten para exhibir su coeficiente de adaptación, con el fin de impresionar a las mujeres por medio de la dotación física (Miller, 2001). El proceso evolutivo debe haber comenzado con la caza, que pudo convertirse en una competencia masculina para exhibir las dotes atléticas; en otras palabras, exhibir los coeficientes de adaptación ante las hembras. No en vano los varones gastan ingentes cantidades de energía en la práctica de deportes en apariencia inútiles. Actividades que hacen sudar o se traducen en lesiones.

Algunos evolucionistas defienden un principio llamado “del handicap”, que enfatiza en que los ornamentos sexuales deben ser costosos biológicamente para que sean indicadores confiables de la buena adaptación. Para que sean confiables deben ser generosos —“principio del derroche conspicuo de Veblen” (1944)—, como lo son las grandes fiestas de los millonarios (con las cuales estos aumentan su atractivo sexual frente a las damas) o los regalos absurdos por el alto costo, o, ya en los animales, el derroche de cantos de un ave en temporada de reproducción, el canto desmesurado de hasta media hora por canción de una ballena enamorada, las elaboradas danzas de galanteo de tantas aves o los nidos decorados con gran arte de los pájaros glorietas. Las familias ricas exhiben la supuesta buena adaptación de sus miembros por medio de mansiones ostentosas, haciendas de ensueño, automóviles fabricados a la medida y capricho, fiestas de despilfarro para celebrar cumpleaños de costos imposibles de competir para la mayoría de los mortales, celebraciones suntuosas al llegar las niñas a edades claves...

Desde el punto de vista de indicadores de adaptación, el consumo vistoso y vicioso es bastante eficiente y confiable para descubrir la “buena” adaptación de la pareja. El escritor Julio Ramón Ribeyro, en “Dichos de Luder” (2004), lo corrobora: “Nunca alcanzarás a los ricos —le dice Luder a un amigo, un dandi arribista—; cuando te mandes hacer tus ternos en Londres, ellos ya se los hacen en Milán. Siempre te llevarán un sastre de ventaja”. Cuando las parejas potenciales se encuentran por primera vez, es común que se exhiban las virtudes, las

posesiones, los títulos, la ropa, las joyas, las habilidades y los conocimientos,

las aventuras vividas y exitosas; mientras se esconden los defectos, las derrotas, las

fallas, los fracasos y las miserias. Por eso, donde quiera que se vea derroche en la naturaleza —dice Miller—, la escogencia sexual está en acción.

Guerra espermática

En cierto sentido —afirma el biólogo Robert Trivers—, toda la competencia masculina se reduce a “competencia espermática”. Pues bien, uno de los descubrimientos recientes más importantes del enfoque evolutivo sobre la reproducción humana explica las dificultades enormes que encuentran los espermatozoides para lograr la fertilización del óvulo. Uno estaría dispuesto a aceptar, por sentido común, que el proceso de selección debe haber privilegiado todas aquellas transformaciones anatómicas, fisiológicas y sicológicas encaminadas a facilitar la fecundación: error elemental de nuestro falible sentido común o intuición. Pues aunque a la hembra le conviene que sus huevos sean fecundados, no le resulta adaptativo que esto ocurra con demasiada facilidad ni con el primer postor. Es más, existen razones biológicas para que sea ventajoso “mostrarse difícil” y poner trabas a la fecundación, de las cuales se deriva la competencia espermática, fenómeno que conduce a una selección genética por medio de la selección del semen. La selección del mejor postor.

Conjeturan algunos que los ruidos que las hembras hacen durante el apareamiento, sobre todo en el momento del orgasmo, es una antigua estrategia para llamar la atención de otros machos y así promover la competencia espermática. Porque cuando se dispone de varios machos, es buen negocio que la fecundación no sea fácil, pues la competencia espermática es una manera de escoger, de entre muchos candidatos, aquellos capaces de superar las dificultades. Los ganadores serán, por lo regular, los mejores, en el sentido biológico (estamos hablando en pasado remoto). David Barash y Judith Lipton (2001) escriben: “Los huevos deben ser difíciles de alcanzar, como la bella durmiente, cuidados por dragones, zarzas espinosas y otras barreras amenazantes. El príncipe encantado debe ser no solamente encantador, sino perseverante y capaz de producir esperma que también posea dichas características”.

La primera dificultad que se advierte es el simple acceso a las hembras que están en estro, fenómeno que se presenta no solo entre los humanos, sino también en una amplia variedad de especies animales, desde insectos hasta mamíferos, porque en el sexo el macho propone y la hembra dispone. Después de superada esa primera fase, comienza la verdadera lucha, la competencia espermática, invisible para nuestros ojos, pero no para el ojo atento de los investigadores. Los debiluchos espermatozoides encuentran, para comenzar su recorrido en pos del óvulo, un medio hostil: una vagina con un bajo pH, o alto grado de acidez, rasgo que cumple el papel de proteger el recinto sagrado de microorganismos patógenos, pero que, además, parece haber sido diseñado ad hoc para poner a prueba la resistencia y calidad de los pequeños y agitados transportadores de la herencia masculina (la multifuncionalidad, tan común en los diseños de natura). Superado este primer filtro, y diezmado el ejército de microsoldados, los espermatozoides se encuentran con el moco cervical, rico en anticuerpos diseñados para actuar contra el esperma. A unos espermatozoides los paralizan; a otros, los destruyen. El número de bajas sigue en aumento.

Pero la evolución crea, a la par de las estrategias, sus correspondientes contraestrategias; se trata de una carrera armamentista que termina por perfeccionar los mecanismos hasta llegar a resultados que nos dejan atónitos. En este caso, la defensa de los espermatozoides, como la mayoría de las defensas de los débiles, consiste en aumentar el número de combatientes, hasta llegar a sumar millones. Por eso un hombre cuyo conteo de espermatozoides sea apenas del orden de cincuenta millones por eyaculación puede considerarse estéril.

Superadas las dos primeras pruebas de fuego, los espermatozoides sobrevivientes deben adentrase en el campo enemigo y enfrentar la travesía que los llevará al óvulo. Debemos reconocer que la anatomía del tracto reproductivo femenino no está diseñada para débiles, pues este es bien tortuoso, con los óvulos situados en sitios casi inaccesibles, solo alcanzables después de una jornada heróica y extenuante, a contracorriente, de difícil navegación para los pequeñines. Para teminar el calvario, los poquísimos sobrevivientes —miles— se enfrentarán con el último problema: perforar la membrana del óvulo, para lo cual deben contar con enzimas apropiadas y compatibles, que no todos poseen. De ahí que algunas combinaciones de machos y hembras sean incompatibles, por lo que la fecundación se hace imposible: esterilidad cruzada.

Las dificultades, como en los buenos libretos cinematográficos, continúan hasta llegar a extremos impensables. Se sabe que hasta un tercio del líquido seminal depositado en la vagina se escurre al cabo de unos pocos minutos después del coito. Asimismo, el semen también es descargado con fuerza cuando la hembra orina, de tal modo que cerca del 12% de las veces la pérdida de semen es casi total. Y todavía hay más bajas para lamentar: se conjetura que las contracciones que acompañan el orgasmo sirven para expulsar el semen.

¿Cómo se defienden los machos de las barreras que ofrecen las esquivas hembras? Pues bien, lo primero es aumentar el pie de fuerza, lo que explica el número astronómico de espermatozoides que se arrojan en cada eyaculación, cuando unos pocos bastarían si la hembra fuera “más considerada”. Y de esa millonada, una parte sustancial, cerca del 30%, son en apariencia defectuosos. En un tiempo se creyó que se trataba de una patología, pero no, es una estrategia para enfrentar la competencia espermática, que además sirve para apoyar la teoría defendida. Se sabe que en el ejército de espermatozoides los hay de todas las formas: bicéfalos, con el cuerpo retorcido, con doble cola, con cola helicoidal o deformes por completo. Los investigadores ingleses Robin Baker y Mark Bells (Barash y Lipton, 2001) argumentan que el esperma puede concebirse como un gran órgano, como lo son el hígado y los riñones, o, mejor aún, como el sistema inmunitario. Al igual que este último, el esperma está compuesto de células especializadas que trabajan en equipo para realizar dos tareas comunes: fecundar el óvulo y no permitir que los espermatozoides de otros machos logren ese fin. Las victorias de los espermatozoides son pírricas, pero, aunque solo quede un sobreviviente, la victoria total está asegurada. Basta un soldado victorioso. Parece que el primer propósito del atravesado diseño no es fecundar, sino impedir que otros lo hagan.

 

Como los buenos egoístas y rencorosos, aunque uno no gane, lo importante es que el otro pierda. Maquiavelo lo manifiesta con crueldad y sabiduría: el progreso suele derivar del mal ajeno. No producimos sustancias coagulantes que funcionan a manera de tapones copulatorios, como lo hacen algunos insectos, ni alargamos exageradamente el coito, como hacen los perros, pero el esperma de un hombre interfiere con el de los competidores sexuales. Un esperma maquiavélico representa una gran ventaja evolutiva. Se ha encontrado que cuando alguien copula con una extraña, el número de espermatozoides en la eyaculación es mucho más alto de lo normal, con el fin de ahogar aquellos aportados por las posibles parejas que lo antecedieron unas horas antes. Pero si la pareja es estable no hay necesidad de tal derroche (esto sería un gasto inoficioso) y el nivel se reduce a un mínimo. Lo que cuenta desde la perspectiva biológica, como ya se mencionó, no es correr con extrema rapidez, sino correr más rápidamente que los otros. Es lo mismo que ocurre cuando nos persigue un predador: no se requiere ser más rápido que este… basta ser un poco más rápido que el compañero. Algunos estudios (Miller, 2001) han corroborado un fenómeno de prevención contra la infidelidad: cuando una mujer regresa de un largo viaje, por las dudas, su compañero produce una eyaculación más abundante que la normal. Un conjetura sensata y precavida.

La forma como se lleva a cabo la eyaculación sugiere que hay estrategias creadas por el proceso evolutivo para participar con éxito en la competencia espermática. La eyaculación humana ocurre en una serie de tres a nueve pulsos o chorros, muy cercanos en el tiempo. Al tomar muestras de estos chorros, se observa que los compuestos químicos presentes en la primera mitad de la eyaculación sirven de protección contra los químicos de la segunda mitad y, también, posiblemente contra los químicos depositados en la parte final de la eyaculación de un macho que se anticipó. El chorro final o retaguardia contiene una sustancia espermicida y pegajosa, destinada a combatir el semen del macho que copule enseguida. Los investigadores sugieren que el exceso de esperma, al secarse, sirve para interferir y bloquear el semen de los machos que copulen enseguida. Pero todavía hay más: se ha encontrado que los espermatozoides defectuosos entrelazan sus colas y forman una barrera viva que impide el paso fácil a los espermatozoides de los otros machos.

Otra contraestrategia desarrollada por la evolución masculina es el aumento del tamaño del pene. Por un tiempo fue una curiosidad el hecho de que el pene humano fuera el más largo entre todos los primates. Y en grosor también vamos adelante en el mundo primate, con cerca de unos dos y medio centímetros de ventaja, mientras que en otros primates el grosor del pene es apenas comparable al de un lápiz. El pene erecto de un gorila, el mayor primate del mundo, mide tan solo tres centímetros, mientras que el de un orangután apenas supera al de su primo por un centímetro. En ambas especies animales las hembras han suprimido la hinchazón de la zona genital, inútil pues la hembra no puede atraer a otro macho que no sea el gran jefe del harén.

Hoy se cree que la longitud del pene es una característica adaptativa cuando hay competencia entre machos, pues el mayor tamaño hace que el esperma sea depositado más cerca de su meta, con menos barreras por delante. Asimismo, la eterna obsesión masculina por el tamaño del pene sugiere que debe guardar alguna relación subconsciente con la eficacia reproductiva. Steve Jones (2000) advierte con sensatez que esto debió ocurrir antes del invento de los pantalones. El enfoque biológico permite sospechar que la “envidia del pene” es un hecho real, pero lo siente el hombre, no la mujer, con mucha pena con el señor Sigmund Freud.

En más de un animal, el pene no es únicamente un tubo para introducir el esperma, sino una elaborada herramienta que sirve también para remover el semen de cualquier macho que se anticipe en el coito. Algunos tiburones machos poseen un pene bien peculiar, dotado de dos conductos, como las escopetas de doble cañón. Con uno le lanzan a la hembra un chorro de agua de mar a gran presión con el fin de desembarazarse de cualquier residuo de semen de machos rivales; con el otro introduce el esperma. Se especula, también, que el extremo distal del pene ha sido esculpido por la selección natural, con una función que puede inferirse de su arquitectura y su accionar. En efecto, el movimiento a manera de pistón durante el coito, ayudado por la forma bulbosa del glande, crea un efecto de bomba de succión —como el del artefacto usado por los plomeros para destapar conductos obstruidos—, con el fin de remover cualquier resto de semen coagulado perteneciente a los competidores sexuales (aporte de Pinker, el perspicaz, 1997). La figura 3.2 muestra a este estudioso de los universales humanos. La multitud de citas suyas que aparecen en este libro son un testimonio de su gran inteligencia y su aguda intuición.


Figura 3.2 Steven Pinker, perspicaz estudioso de los universales humanos

Asimismo, puede conjeturarse que la forma bulbosa y la textura esponjosa del glande podrían tener otra función: aumentar la velocidad de salida del semen y con ello “tirar el chorro más alto” que los competidores. Ocurre que, en los momentos de mayor penetración durante los movimientos copulatorios, el glande se apoya contra el extremo superior de la vagina, se comprime y hace que la uretra se cierre un poco, lo que se traduce en una mayor presión de salida del semen. Es lo mismo que sucede cuando apretamos con los dedos el extremo de una manguera con el fin de lanzar el chorro de agua a mayor distancia.

Los machos, con el fin de aumentar su eficacia reproductiva, tienen tres alternativas inmediatas: alargar el tiempo de copulación, copular con frecuencia o vigilar celosamente la pareja y así impedir que otros machos copulen con ella. Quizá por eso el apareo de los perros es exageradamente largo, para darles tiempo a los espermatozoides de llegar al óvulo, antes de que los competidores tengan su oportunidad de hacerlo.

Se sabe que en especies en que predomina la vigilancia del macho sobre su pareja, el tamaño de los testículos es menor, pero cuando la copulación frecuente es la estrategia preferida, los testículos son más grandes y los machos exhiben mayor agresividad. De aquí se deduce que el tamaño grande de los testículos esté asociado a competencia espermática, debido a que o bien la hembra copula con otros machos, o el macho copula con muchas hembras. Por eso alguien se atrevió a conjeturar que el tamaño de los testículos de una especie lleva la impronta de las aventuras sexuales de las hembras a través de los milenios. Meredith Small (1991) enuncia esta ley de compensación: mientras más posibilidades de infidelidad tenga la hembra, mayor cantidad de esperma produce el macho. Y de la existencia de la competencia espermática se infiere que la especie no es monogámica, o que su pasado evolutivo fue el de una especie poligámica, pues si una hembra se apareara solo con un macho, la lucha espermática no tendría ningún sentido.

Se sabe que una sola eyaculación del macaco puede contener miles de millones de espermatozoides, y que sus testículos son relativamente grandes. También se sabe que los macacos viven en grandes grupos y en medio de una enconada lucha sexual. Los gorilas de espalda plateada se distinguen entre los primates por poseer testículos muy pequeños en comparación con su voluminoso cuerpo. Por contraste, los chimpancés, mucho menos vigorosos que sus primos hermanos, poseen testículos que, en relación con el peso corporal, son dieciséis veces más grandes. Cuando la hembra del chimpancé está ovulando, puede llegar a copular hasta cincuenta veces al día con una docena de machos diferentes (Miller, 2001). En respuesta, los machos han evolucionado hasta llegar a poseer testículos de 64 gramos de peso, pero sus penes son muy pequeños. En este sentido, los humanos caemos en un punto intermedio entre nuestros dos parientes primates más cercanos. Somos un término medio entre el dominante gorila, dueño de un harén poco disputado, y el chimpancé, especie en que las hembras son mucho más promiscuas.

Se ha sugerido que los apareamientos múltiples con el mismo macho es una estrategia femenina para disminuir la capacidad espermática de sus parejas y, así, al monopolizar los apareamientos, lograr que el macho se dedique a las crías, porque el semen es abundante, pero no infinito. Con ese mismo fin pudo aparecer la “sincronía menstrual”, un fenómeno muy conocido y no explicado aún. Cuando varias mujeres conviven, sus ciclos menstruales tienden a sincronizarse. Entre las jovencitas que estudian y ocupan dormitorios comunitarios, al comenzar el año, sus ciclos menstruales están distribuidos al azar, pero al llegar a los alrededores de junio, la mayoría ya se ha sincronizado. Al ovular en sincronía, la mujer está revelando —se conjetura— una respuesta adaptativa antigua, la poligamia, pues la sincronía reduce las posibilidades de que un solo macho las fecunde a todas. El resultado es variabilidad genética. Y sabemos lo importante que es poner los huevos en distintas canastas.

Para redondear la historia de la guerra espermática, debe añadirse que el hombre también se distingue de sus compañeros mamíferos por el tamaño de la próstata, glándula encargada de producir el líquido que actúa como lubricante y elemento del transporte de los espermatozoides. Aceite dos en uno. Se sabe que la próstata de un hombre joven supera en tamaño a la del toro, y solo es superado por el perro. Es una ventaja biológica, pero debemos pagar un precio muy alto por mejorar la lubricación: nos referimos al cáncer de próstata, cuya probabilidad se ve incrementada por el funcionamiento continuo de la glándula, lo mismo que le ocurre al perro, único mamífero que muestra una alta correlación entre cáncer de próstata y edad. La guerra espermática nos ha conducido a un destino fatal, pues más del 50% de los varones que llegan a los ochenta años padecen la enfermedad. Al tratarse de un sino tardío, cuando ya se ha superado la mejor época reproductiva, la selección natural queda fuera de acción.


Figura 4.0 El filósofo inglés Bertrand Russell mantuvo activo y joven su pensamiento hasta un poco más de los 90 años de edad