Homo sapiens

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Cómo nos llega la muerte

Ayer, una gota de semen; mañana, un puñado de cenizas

Marco Aurelio

La vejez es una enfermedad incurable

Séneca

Un paso elástico es parte de la alegría de la juventud; su pérdida,

una de las primeras enfermedades de la edad

D’Arcy Thompson

Los primeros seres unicelulares, asexuales, se reproducían por división binaria simple, de lo cual resultaban dos organismos que, salvo por las escasas mutaciones, eran réplicas exactas de la célula original. Desaparecía el padre o la madre, y eran remplazados por dos hijos saludables y jóvenes. La muerte natural no se conocía en esa época primitiva, pero tampoco la vejez. Cada división ponía en cero el calendario de la edad, por lo que esa clase de vida unicelular era, en potencia, eterna. No podían existir padres ni hijos, pues la vida volvía a comenzar, sin disolverse, en el mismo punto cada vez, porque tampoco podía haber envejecimiento y, obviamente, la palabra “muerte” no se hallaba aún en el diccionario.

La aparición de organismos multicelulares fue un paso crucial y definitivo en el ascenso hacia el hombre. En los organismos compuestos, ciertos conjuntos de células conforman órganos bien definidos que desempeñan, con alta eficiencia y cierta autonomía, funciones especializadas. La multicelularidad representa un progreso de la vida, aunque tiene un doloroso “pero”: el deterioro funcional, es decir, la enfermedad y el envejecimiento, porque al aumentar el número de piezas u órganos de un individuo las posibilidades de falla por accidente crecen de manera multiplicativa, como ocurre en las máquinas construidas por el hombre.

Límites de la vida

A la evolución se le presentó, entonces, la alternativa de escoger entre prolongar la vida de cada organismo, reparando permanente y cuidadosamente los deterioros causados por la vida misma, o crear dentro del genoma un programa de muerte encargado de eliminar los cuerpos viejos, desgastados y poco económicos, con el fin de liberar recursos y espacio vital para los jóvenes, continuadores de las líneas familiares. El adn perdido con la muerte quedaría recompensado con el de los descendientes, que podrían desarrollar, en un nicho más descongestionado y libre, su potencial pleno de organismos jóvenes, más eficientes y con mayor capacidad reproductiva que sus antepasados directos. Michel de Montaigne ya lo sabía: “Tu muerte forma parte del orden del universo, es parte de la vida del mundo, es la condición de tu creación… Deja lugar para otros, como otros lo dejan para ti”.

Lo que sabemos hoy sobre el particular indica que la evolución eligió este último camino y, así, nos convirtió en seres transitorios y desechables. Ni más ni menos, y aunque nos duela. Leonard Hayflick (1968), microbiólogo de la Universidad de Stanford, cultivó células de tejido conjuntivo humano y observó que estas realizaban un máximo de cincuenta divisiones —“límite de Hayflick”—, al cabo de las cuales morían. Cuando insertaba el adn de células jóvenes en el núcleo de células viejas, estas parecían rejuvenecer al instante y comenzaban su ciclo original de cincuenta subdivisiones, lo que sugería que dentro del adn había un cronómetro interno que controlaba la extensión de la vida máxima de las células; en otras palabras, un programa de muerte.

El calendario de la célula parece tener, entonces, su residencia en instrucciones del adn, un programa de muerte que nadie desea, pero que hasta el momento es inmodificable. Parece que la única manera de alargar sustancialmente la vida más allá de nuestras esperanzas es mintiendo, como nos lo enseñó la comediante Lucille Ball una vez que le preguntaron por el secreto de su longevidad: “El secreto para mantenerse joven reside en vivir honestamente, comer con lentitud y, ante todo, negarse los años”.

Los gerontólogos están convencidos de que el proceso de envejecimiento se debe a los más variados factores, pero todos ellos centrados en el envejecimiento de las células. Al envejecer estas, y sobre todo las que no se renuevan, como las del miocardio, se acumulan en su interior sustancias residuales tóxicas; en particular, un compuesto llamado “lipofucsina”, que asfixia la célula y reduce considerablemente su capacidad funcional. Para el inmunólogo australiano Frank Macfarlane (1976), el envejecimiento se debe, primordialmente, a fallas en la respuesta inmunitaria, que debe ponerse en marcha ante la presencia de células somáticas de características extrañas, adquiridas a través de mutaciones degenerativas.

Se ha observado que las ratas criadas en laboratorio, al cumplir los 2 años de edad, comienzan a mostrar cataratas, problemas reproductivos y hasta pérdida de memoria, amén de otras deficiencias asociadas con la vejez en la especie humana. A los perros les ocurre lo mismo cuando ya han superado los 10 años de edad, a los gatos un poco más tarde y a los caballos al superar la cuarentena. Cada especie tiene programada, directa o indirectamente, una duración media para sus individuos, por lo que dicha duración se convierte en una característica propia. Y puede postularse esta ley: mientras más temprano llegue una especie a la edad reproductiva, más corta será la vida media de sus individuos. No sobra citar algunos casos extremos de longevidad, las inevitables excepciones: una cacatúa vivió cerca de ochenta años; una vaca, llamada Modoc, vivió setenta y ocho; y un perro pastor australiano llegó a los veintinueve (si sus dueños no mienten). Henry, una tortuga gigante, llegó al cumpleaños ciento setenta y cinco. Después de cien años de existencia, los científicos descubrieron que Henry era hembra y a partir de ese momento la siguieron llamando Harriet.

Con los salmones ocurre un fenómeno curioso: cuando está próxima la época del apareamiento regresan del mar a los ríos, y los remontan hasta llegar a los mismos sitios que los vieron nacer. Durante esta difícil y en apariencia absurda travesía, los animales comienzan a envejecer con suma rapidez, de tal suerte que, una vez cumplido el mandamiento reproductivo, mueren de senilidad precoz. Se conoce hoy la explicación del fenómeno: ocurre por una secreción exagerada de hormonas glucocorticoides (al inhibirse artificialmente su producción, desaparece la etapa de envejecimiento rápido). Los salmones capturados después del desove (Wilkinson, 2001) tienen las glándulas suprarrenales hipertrofiadas, presentan úlceras pépticas y lesiones en los riñones, amén de que sus sistemas inmunitarios se encuentran deprimidos, lo que hace que los animales estén rebosantes de parásitos e infecciones. Si durante el desove se les extraen las glándulas suprarrenales, los peces no mueren.

En los vertebrados, el exceso de hormonas asociadas al estrés en el torrente sanguíneo produce lesiones en los riñones e hipertensión, y hace colapsar el sistema inmunitario. Dado que esta secreción hormonal, abundante y repentina, es una característica propia de cada especie, es probable que se encuentre programada en el material genético. Por eso la vida moderna en las grandes urbes, tensa y llena de roces agresivos, hace que las glándulas suprarrenales produzcan excesos de cortisol, con el consiguiente deterioro orgánico. La vida se torna más corta, como en el salmón, solo que el proceso no marcha con tal celeridad.

Los vegetales tampoco se escapan de esas muertes súbitas y prematuras. Hay un árbol en Panamá que crece durante muchos años hasta alcanzar una talla respetable. Llegado al momento de plena madurez, en solo una estación produce semillas a granel y muere (la vida a veces exagera en el derroche). La trucha arco iris de Canadá nos ofrece un caso bien curioso de envejecimiento. Al igual que el salmón, envejece en su viaje hacia el sitio que la vio nacer; pero una vez completada la tarea reproductiva emprende un rejuvenecedor regreso al mar. Las calcificaciones arteriales y todos los demás signos de vejez desaparecen mágicamente, de tal suerte que, al llegar de nuevo a su hábitat natural, la trucha se encuentra rejuvenecida y saludable.

Algunos humanos padecen una rara anomalía de origen genético, conocida con el nombre de “progeria infantil”, desorden que acelera de forma considerable y misteriosa el ritmo del reloj biológico. Los portadores del defecto suspenden el crecimiento a los 7 años y, a los 12, poco antes de morir de vejez, ya muestran el cabello gris o la calvicie de los octogenarios, la sordera de los ancianos, arterioesclerosis, problemas cardiacos y la voz seca y cascada de los viejos. Sin embargo, contrario a lo que ocurre con el envejecimiento en las personas normales, es raro el cáncer y la demencia (Medina, 1997). Los enfermos de progeria suelen morir de cardiopatías o de accidentes neurovasculares antes de cumplir los 15 años. Los cultivos de células tomadas de esos niños se comportan como si pertenecieran a septuagenarios, pues se dividen con baja frecuencia y solo unas pocas veces, para suspender muy pronto y de manera abrupta la actividad multiplicativa.

Una forma más benigna de la progeria se conoce como síndrome de “Werner”. La enfermedad se gesta en la niñez y se manifiesta al llegar a la pubertad. El primer síntoma notable es que no se presenta el “estirón” de la adolescencia. Poco después el pelo encanece y se cae, aparecen las deslucidas manchas de la vejez, la voz se debilita y agudiza y hacen su aparición la osteoporosis, las cataratas y la diabetes. El sistema cardiovascular se deteriora tanto que la muerte ocurre por lo regular debido a fallas cardiacas. La frecuencia de tumores se incrementa, como es lo usual en personas de edad, pero los carcinomas no son comunes (Greaves, 2001).


Figura 4.1 Niño afectado de progeria infantil

 

El envejecimiento no es homogéneo. Para algunos, lo primero que envejece es la piel; para otros, el pelo o el sistema cardiovascular, prueba de que el envejecimiento es causado por varios grupos de genes. Se ha descubierto que después de la división de una célula, esta pierde entre cinco y veinte segmentos de los telómeros, cadenas de nucleótidos que rematan los dos extremos de los cromosomas, y que tienen la función de darle estabilidad al cromosoma y evitar cortes durante la división celular. Por eso, la longitud de los telómeros revela de forma indirecta la edad de la célula y, con ella, la del individuo, de tal suerte que en aquellos humanos que llegan a los 80 años, los telómeros son apenas cinco octavos de lo que fueron al nacer.

Los biólogos deducen, del funcionamiento de los telómeros, que los animales longevos no deben tener predadores efectivos, pues de lo contrario sus telómeros no habrían evolucionado para extenderse y aumentar así la vida media. Poco ganaría un ratón con telómeros para cien años si los predadores a lo sumo le permitieran vivir tres. Los investigadores también han descubierto que las células cancerosas producen una enzima, la telomerasa, que facilita la síntesis de los segmentos del telómero perdidos en las divisiones sucesivas, lo que explica su inmortalidad, pues recuperan lo perdido en cada división y así pueden continuar de manera indefinida. Como prueba a favor de tal teoría, se ha encontrado que aquellas personas que presentan envejecimiento prematuro poseen telómeros en extremo cortos.

El doctor Michael West, investigador de la compañía Geron, ha identificado un conjunto de genes que promueven el envejecimiento de la piel, los vasos sanguíneos y algunos tipos de células del cerebro. Asimismo, en la Universidad de Texas, los científicos han descubierto dos programas genéticos, bautizados por ellos con los nombres de “Mortalidad 1” y “Mortalidad 2”, que causan envejecimiento. Cuando se activa el primero, las células comienzan a envejecer; si se desactiva, la vida de las células puede extenderse hasta un 40%. El segundo programa es más drástico: al activarse, las células envejecen con suma rapidez, pero al inhibirse, las células, como las cancerosas, se vuelven inmortales.

Parece un absurdo evolutivo que se desarrollen genes para causarnos la muerte, pero no es así cuando se analiza la situación con mayor detenimiento. Steven Austad ha acuñado el término “pleiotropía antagónica” para calificar algunas características de origen genético que son ventajosas durante la época reproductiva, pero que después, en fases tardías de la vida, producen deterioro, cuando ya la reproducción no importa mucho. Esta es la misma filosofía del hedonista consumado: “gozo ahora y las pago después”. Steve Jones (1998) dice que la filosofía de “vive ahora y paga después” resulta favorable si las ventajas de ayudar a los jóvenes a vivir lo bastante, como para transmitir sus genes, superan la desventaja de que el mismo gen termine por matar a sus portadores después de superado el periodo reproductivo.

El etólogo alemán Vitus Dröscher (1984) destaca un hecho interesante con respecto al envejecimiento: mientras que un organismo esté en etapa de crecimiento, mantendrá constantes las características juveniles (el “paso elástico” que forma parte de la alegría de la juventud, según D’Arcy Thompson). La tortuga gigante, reptil que alcanza sin dificultad los trescientos años de edad y que pasa casi toda su vida en etapa de crecimiento, le sirve de prueba para su tesis, e igual cosa ocurre con la secuoya gigante de California, organismo vegetal que siempre está creciendo y que alcanza los cien metros de altura a los 4.500 años de edad (Pelt, 1986). Algunos expertos creen que la marca absoluta de longevidad pertenece a una conífera californiana, un pino (Pinus aristata) cuyo crecimiento en extremo lento se debe a su hábitat a gran altura en la Sierra Nevada americana. Según el número de anillos de su tronco, un ejemplar derribado por un rayo pudo haber vivido cuatro mil seiscientos años.

Un fenómeno curiosísimo relacionado con la duración media se ha observado entre los mamíferos. Estos animales realizan en su vida, aunque a distintos ritmos, unas doscientas millones de respiraciones, y sus corazones pulsan ochocientos millones de veces, lo que significa que existe un total biológico que parece ser es el mismo para todos. El hombre, misteriosamente, se aparta considerablemente de tales valores, de modo que su total biológico es un poco más del triple de lo esperado por su peso y talla, y queda así convertido en el más longevo de los mamíferos. Y tal vez debido al menor ritmo metabólico, las mujeres viven en promedio cerca de ocho años más que los varones. Recordemos que de cuatro mil centenarios en Gran Bretaña tres mil son mujeres. Con razón algunos maridos aseguran que las suegras son eternas.

Podríamos agregar que, sin la muerte, la vida difícilmente hubiera evolucionado, pues, de manera paradójica, el gran descubrimiento de la vida fue la muerte. Gracias a esta última, la primera se renovó, diversificó su producción y enriqueció el planeta. Un típico oficio de difuntos; indispensable para el mundo vivo, pues frena la expansión del reino viviente y asegura la renovación de las especies. Para los humanos, en particular, grave sería que duráramos doscientos o trescientos años, llenos de achaques y limitaciones, convertidos en carga insoportable y costosa para los jóvenes. Federico Balart, poeta español, lo dice con claridad: “Horroriza pensar, Dios soberano, lo que fuera la vida sin la muerte”.

Tiempo y vejez

La vida se desenvuelve a lo largo del tiempo, coordenada que se constituye en el gran misterio. Todos lo conocemos, pero no sabemos qué es. Tomás de Aquino decía que él creía saber lo que era el tiempo hasta que alguien se lo preguntaba. Después de todo, el tiempo es una ilusión: no observamos directamente su paso… lo que observamos es que los estados del mundo difieren de los anteriores. El editorialista de Scientific American (septiembre, 2002) escribe:

El tiempo cura todas las heridas, pero es también nuestro gran destructor… Los segundos pueden ser separados o estirados. Como las mareas, el tiempo no espera a nadie, pero en ciertos momentos dramáticos parece detenerse. Es tan personal como el paso del batir de nuestro corazón, pero tan público como el reloj de la torre de la plaza del pueblo.

La experiencia es fruto del discurrir del tiempo, el gran maestro, pero que —dicen con pesar— termina matando a sus alumnos. El tiempo vuela o repta, en correspondencia con las actividades. Un sermón de una hora puede ser muy largo, y una hora de amor muy corta. El pueblo lo descubrió hace milenios cuando dijo que “lo bueno no dura”. Tenía razón el humorista español Enrique Jardiel Poncela (Máximas mínimas): “El amor hace que el tiempo vuele, pero el tiempo hace que el amor vuele”.

El tiempo parece transcurrir más rápidamente para los viejos, como si los lapsos se midieran con relación al tiempo total vivido. Quizá por eso los años de la infancia transcurren tan lentamente. Esto sirvió de inspiración a Guy Pentreath para escribir estos versos ingeniosos: “When I was a Baby I wept and slept; Time crept / when I was a boy and laughed and talked; time walked / Then, when the years saw me a man; time ran / But as I older Grew; time flew” (en una adaptación muy libre al español y sin la más mínima consideración por la literatura, traduzco así: “Cuando era bebé, lloraba y dormía; el tiempo reptaba / Cuando me convertí en un muchacho que reía y hablaba, el tiempo caminaba / Luego, cuando al paso de los años en un hombre me convertía, el tiempo corría / Pero ahora que la vejez me cela, el tiempo vuela”). Desde la perspectiva geológica, la vida de un hombre es un instante imperceptible, un acontecimiento fugaz en la historia del universo; desde la del viejo, ya al final del drama de la vida, un soplo. Carlos Gardel lo cantaba en voz alta: “Pensar, que es un soplo la vida…”. Un filósofo de pueblo definía la vida en tres breves actos: “El hombre respira, aspira y expira”. Hamer y Copeland (1995) ven así la cortedad del empeño humano: “En algún momento, los recuerdos del pasado superan en número a los planes para el futuro. De pronto somos ancianos. Luego morimos”.

Se cree que la sede del reloj biológico humano yace en el núcleo supraquiasmático del hipotálamo y que su programación reside en el adn. Por eso el periodista Jonathan Weiner (2001) observa: “Las revoluciones de las estrellas y el curso de las estaciones están escritas en las espirales de nuestro adn”. Mediante drogas puede alterarse el ritmo del reloj biológico, y lo mismo ocurre, dicen, por medio de la meditación. Y dentro de una cueva por completo oscura el tiempo discurre más lentamente. Este alargamiento del tiempo es bien conocido por los ciegos. El opio también alarga el tiempo, dicen los usuarios cautivos, e igual sucede con la marihuana, pues ambas drogas rebajan los niveles de dopamina y con ello bajan el ritmo del tictac interno. La cocaína, por el contrario, aumenta los niveles de dopamina y de ese modo acelera el paso del tiempo. Pero la vida se acorta, en el sentido real. El dolor alarga sin piedad el tiempo, prolonga con sadismo la agonía. Los amnésicos, por lógica, pierden el sentido del paso del tiempo al no formar recuerdos de lo inmediato.

Albert Einstein demostró que el tiempo no es ese flujo constante y universal que nos dicta la intuición. Su ritmo puede acelerarse o disminuirse, de acuerdo con el sistema mecánico que se ocupe. En particular, para los espectadores sometidos a aceleraciones elevadas, el ritmo disminuye, y también en presencia de campos gravitatorios intensos. Un reloj ubicado en la cima del monte Everest se atrasa treinta millonésimas de segundo por año respecto a otro situado al nivel del mar, debido a la diferencia entre los campos gravitatorios de los dos sitios (cantidad irrisoria pero real). Y aunque nuestra intuición proteste, un reloj en movimiento se atrasa para los espectadores que están en reposo, de lo cual se infiere que podríamos envejecer a un ritmo diferente del de nuestro hermano gemelo, si a este le diera por viajar a altas velocidades por el espacio interestelar. Ahora bien, la simultaneidad de dos fenómenos depende de los sistemas mecánicos desde donde se hagan las observaciones, de lo cual se deduce que pasado, presente y futuro son conceptos relativos. Genialidades de Einstein.

Decía Confucio:

A los 15 años puse mi corazón en los estudios. A los 30 había plantado firmemente mis pies en el suelo. A los 40 ya no sufría de perplejidad. A los 50 sabía cuáles eran los mandamientos del cielo. A los 60 escuchaba con sumisos oídos. A los 70 podía seguir los dictados de mi corazón, porque lo que yo deseaba, ya no transgredía los límites de la justicia.

En otros términos, al envejecer nos es más fácil ser buenos. Por eso tienen razón los chistosos que dicen que “al envejecer lo único que se conserva es la belleza, pero esta se pasa de la cara al corazón”. Sin embargo, más de uno prefiere la belleza de la juventud por encima de la del alma, no obstante los pecados acompañantes, las tentaciones y la irresponsabilidad. Porque al joven le queda imposible ser responsable y maduro, ya que su corteza prefrontal, la parte del cerebro encargada de manejar las conductas racionales y maduras, no completa su mielinización hasta cumplir los 20 años, justo en los comienzos de la edad adulta. Por eso dicen, aunque en broma (pero es verdad), que la juventud es una enfermedad que se cura con los años. Y aunque Bernard Shaw decía que era una lástima que, siendo tan maravillosa, la juventud se malgastara en los jóvenes, la verdad es que la juventud, casi siempre malgastada, es el único periodo de crecimiento y formación. Durante la juventud es verdad que el tiempo es oro. Oro que algunos afortunados transmutan en realizaciones que se manifiestan en la madurez.

El envejecimiento es doloroso y, ante todo, nos va haciendo cada vez más inútiles. De ahí que se tejan tantos chistes en que se hace mofa de las flaquezas acarreadas por la edad, de la inutilidad del anciano. Cuentan que un gran personaje, durante el brindis para celebrar su nonagésimo cumpleaños, dijo: “Y pensar que ahora, a los noventa, soy capaz de hacer lo mismo que a los diecinueve”. Después de una corta pausa llegó la sorpresa: “¡Cómo sería de inútil!”.

Y es la memoria una de las facultades que primero se resienten con el paso de los años. En la Roma clásica, cada patricio se daba el lujo de caminar acompañado por un esclavo joven y culto, generalmente griego, al que llamaban nomenclator, y cuya única función era recordarle al amo los nombres de las personas con quienes se encontraban por la calle. William Shakespeare lo sabía muy bien y lo decía mejor: “El último acto [la vejez], fin de esta extraña y azarosa historia. Es segunda puericia y mero olvido”. El escritor británico Somerset Maugham, viejo bromista, lo confirma: “He oído que a las personas de nuestra edad les ocurren tres cosas: la memoria les empieza a fallar... Bien…, ahora no recuerdo las otras dos”. Y el notable matemático húngaro Paul Erdös, en cierta ocasión, ya viejo, confesó en tono de burla: “El primer signo de senilidad en un matemático es cuando olvida sus teoremas; el segundo, cuando olvida subirse el cierre de la bragueta; el tercero, cuando olvida bajárselo”.

 

El mundo moderno se torna paradójico con los viejos: a pesar de contar con más recursos médicos para aliviar los males causados por los años, al fin de cuentas termina por causarles más males, porque les alarga la vida. Les quita por un lado lo que por el otro les da. En De Senectute, escribe Norberto Bobbio, experto en años: “Lo que distingue la vejez de la edad juvenil, y también de la madurez, es que los movimientos del cuerpo y de la mente son más lentos. La lentitud del viejo es penosa para él y penosa a la vista de los otros. Suscita más indulgencia que compasión. Quisiera apresurar su paso, pero no es capaz”. Y sigue el interminable Bobbio con su tema preferido: “La transformación cada vez más rápida tanto de los hábitos como de las artes ha invertido por completo la relación entre los que saben y los que no saben. El viejo, cada vez más, es aquel que no sabe”. Al viejo lo deja el tren del conocimiento, dado el vertiginoso crecimiento de los conocimientos que se generan a diario, y el crecimiento también vertiginoso de su incapacidad de aprender.

El economista colombiano Jorge Humberto Botero, en un extraordinario ensayo sobre la vejez, complementa lo dicho por Bobbio:

El viejo en la Antigüedad era el bendecido por los dioses, había visto caer, uno tras otro, a sus contemporáneos y llegaba solitario a la cima; desde allí podía lanzar una mirada sobre el mundo que pocos tenían el privilegio de compartir. Esta condición anómala lo convertía en oráculo. Era el que sabía y podía aportar a los suyos el conocimiento para afrontar una vida que, entonces como ahora, estaba llena de avatares […] El acelerado proceso de cambio tecnológico, fuente a su vez de profundas transformaciones sociales, determina que los viejos, aunque sanos y vitales, sean considerados obsoletos. Lo que aprendieron durante su larga vida, ha dejado de tener utilidad.

Hay familias longevas y por ello algunos investigadores, con el fin de enfatizar la contribución genética al envejecimiento, dicen que si se quiere vivir mucho “hay que buscar padres y abuelos que hayan vivido mucho”. Y hay pueblos con gran número de longevos, como Abjasia, en el Cáucaso soviético, Vilcabamba, en Ecuador, y Hunza, en Pakistán, comunidades muy ricas en centenarios activos, que gozan de buena presión arterial y de los pecados de la carne (curiosamente, su longevidad se la atribuyen al bajo consumo de carne y grasas, amén de un alto consumo de vegetales y ejercicio físico intenso). Pero son escasos los longevos. Michel de Montaigne, en sus inteligentes Ensayos, escribió con la sabiduría que solo dan los años: “Morir de vejez es una muerte rara, singular y extraordinaria, y bastante menos natural que las otras muertes; es la última y extrema manera de morir; cuanto más alejada está de nosotros, tanto menos respetable es; constituye el último límite, el que no podemos superar, el que la ley de la naturaleza ha prescrito para que no sea traspasado”.

En Grecia, durante la época clásica, solo se esperaba vivir unos cuarenta años. Varios siglos después, durante la Edad Media, la duración media se redujo a solo treinta. Hoy el promedio de vida en los países del primer mundo supera los setenta años, y uno de cada diez mil habitantes llega a los cien. En Estados Unidos, el promedio de vida en 1900 era de cincuenta años, en el 2006 era de 78,6 años para las mujeres y 71,6 para los hombres. En Japón es un poco más alto: 82,5 para las mujeres y 76,2 para los hombres.

El récord Guinness de longevidad lo tiene la francesa Jeanne Calment, quien llegó a los 122 años, según ella, “gracias a ser inmune a la enfermedad de la prisa”. Durante su niñez estaban apenas construyendo la Torre Eiffel, y conoció en persona a Vincent van Gogh. Andaba en bicicleta a los 100 años y fumó hasta los 117. Recomendaba la risa como el secreto para prolongar la vida. Cuando cumplió los 90, un abogado propuso pagarle 2.500 francos mensuales hasta su muerte, a cambio de heredar su residencia en Arles. Pues bien, al vivo abogado le quedó corto el pronóstico, viveza que le significó pagar más del triple por el valor real de la casa de Calment, la eternamente viva (figura 4.2).


Figura 4.2 Jeanne Calment (1875-1997) celebrando su cumpleaños 116

Hay viejos que se resisten al flujo natural de la entropía, representado por la vejez. Sófocles escribió, a los 82 años, Edipo en Colono, un texto, dicen, que aún se conserva joven. En De Senectute, famoso discurso de Cicerón, se ensalza la vida y obra de Marco Poncio Catón, elocuente orador que a los 90 años mantenía plena actividad en la vida política de Roma. Tiziano, con 92 años, pintó Mujer joven, una verdadera obra maestra, según los que saben. El filósofo Thomas Hobbes vivió hasta los 91 años, edad asombrosamente avanzada para su época. Lo describen como alto y de porte erguido. Hobbes mantuvo su mente activa y su frente altiva hasta el final: tradujo la Odisea y la Ilíada pasados los 80 años. Bertrand Russell, un intelectual muy activo, escribió Sociedad humana: ética y política a los 82 años, y a los 90 tenía muchos proyectos. Antonio Stradivarius construyó su primer violín a los 22 años; el último, a los 93. Frank Lloyd Wright comenzó los planos del Museo Guggenheim a los 88 años: lo vio terminado y celebró en esa importante ocasión su cumpleaños número 90.


Figura 4.3 George Bernard Shaw. A los 90 años mantenía su mente fresca y aguda

Por su parte, George Bernard Shaw (figura 4.3) escribió varias obras después de cumplir 90 años y murió al llegar a los 94. Karl Popper, hasta el día anterior a su muerte, ocurrida a los 92 años, mantuvo su mente ocupada en hondos problemas filosóficos. Pablo Casals compuso el himno de la onu a los 95 años, mientras que Yehudi Menuhin y Andrés Segovia daban conciertos a los 80 años. Pablo Picasso pintaba a los 90 sin que le temblara la mano. Luigi Cornaro escribió a los 83 años el Discurso sobre la vida sobria, luego, a los 86, escribió su segundo discurso, un tercero a los 91 y el cuarto a los 95. Murió a los 98 y así —dice un bromista— nos ahorró el quinto discurso. Para terminar esta lista de viejos jóvenes, nada mejor que mencionar el caso de José Saramago, premio Nobel de Literatura, quien a los 82 años y en plena lucidez publicó la novela Ensayo sobre la lucidez.

Los estragos de los años

Al envejecer morimos con pérfida lentitud. Por eso dicen que la vejez es una enfermedad terminal. Un filósofo de pueblo, burlón, asegura que el viejo no se enferma, pues enfermarse es un privilegio exclusivo de los jóvenes: el viejo vive enfermo. Con el paso de los años vamos muriendo poco a poco: se mueren neuronas y fibras musculares, se debilitan nuestras articulaciones, nuestros órganos van dejando en el camino pedazos de su juventud, se nos cae el pelo, la piel se arruga y deteriora con indeseada rapidez, nuestros recuerdos se desvanecen, se mueren las ilusiones, el entusiasmo, el apetito y la creatividad, mientras que los destellos de originalidad cada día brillan más por su ausencia. Y se mueren nuestros amigos. Con gran dolor, cada día enterramos alguna cosa que nos pertenece. La cruda realidad es que la desolada vida de los ancianos se va poblando de ausencias. Es interesante saber que los cambios sufridos por los astronautas durante los periodos de ingravidez son parecidos a los del envejecimiento: pérdida de calcio en los huesos, caminado errático, tambaleante, depresión del sistema inmunitario, sueño escaso y pérdida de coordinación motriz.