Homo sapiens

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John Loehlin y Robert Nichols (1976) analizaron una muestra compuesta por 514 parejas de mellizos idénticos y 336 de fraternos. Los resultados del estudio revelaron que los gemelos idénticos poseían un notable parecido

en habilidad numérica, fluencia verbal, memoria, habilidad espacial y perceptual, habilidad sicomotora, introversión y extroversión y, en general, en la mayoría de las características sicológicas medibles. Y los mellizos idénticos criados en ambientes diferentes mostraron —para desespero de los ambientalistas—, un parecido sicológico aun mayor que el de aquellos criados en la misma familia. Otros estudios (Gallagher, 1986) sobre la depresión y su relación con la deficiencia en serotonina han revelado que entre mellizos idénticos, si uno de ellos padece depresión, la probabilidad de que el otro también la padezca oscila entre 0,4 y 0,7, mientras que si se trata de mellizos fraternos, dicha probabilidad cae entre 0 y 0,13.

La figura 5.3 muestra a unos trillizos idénticos.


Figura 5.3 Trillizos idénticos, tres fotocopias del mismo genoma

La validez de las observaciones anteriores se ha podido comprobar en todos, absolutamente todos los estudios realizados con parejas de mellizos, en Estados Unidos y en Europa. Se ha encontrado que la inteligencia general, la personalidad y otros rasgos muestran un alto grado de heredabilidad. También ocurre lo mismo con la habilidad lingüística, la religiosidad, la liberalidad, la apertura a nuevas experiencias, la extroversión-introversión y la simpatía. Asimismo, ocurre con algunas debilidades: la dependencia a la nicotina y al alcohol, la adicción a la televisión, los temores y la inestabilidad matrimonial y laboral. En asuntos sexuales, se repitió la historia de la alta heredabilidad en intensidad de la sexualidad, el comienzo de la vida sexual y las disfunciones sexuales.

Un caso notable fue el de los siameses Chang y Eng (los siameses son mellizos idénticos), hijos de padres chinos, pero nacidos en 1811, en Siam (de ahí el nombre de “siameses”). Los dos hermanos estuvieron unidos hasta la muerte por la parte inferior del pecho a través de una estrecha banda por la cual se comunicaban sus hígados. Se casaron con dos hermanas y tuvieron entre todos veintiún hijos. Chang y Eng tenían temperamentos y gustos gastronómicos diferentes, lo que constituye una rara excepción entre mellizos idénticos (no se crea que esto contradice la tesis de alta heredabilidad de los rasgos de personalidad, pues “probable” no significa “seguro”). Mientras que Chang era nervioso, irritable y bebía en exceso, Eng era sereno y sobrio. En enero de 1874, Eng se despertó con una extraña sensación: su hermano había muerto debido a una trombosis cerebral. Pocas horas después, el turno fue para él. Tenían 63 años de edad.

La esquizofrenia, la más terrible de las enfermedades mentales, es altamente heredable. Si un mellizo idéntico resulta esquizofrénico, la probabilidad de que el otro desarrolle la enfermedad cae entre 0,3 y 0,5, valor que se reduce a 0,1 cuando se trata de mellizos fraternos. La tendencia hacia la criminalidad, por desgracia, también es muy heredable. Los niños adoptivos terminan con un récord de criminalidad que se parece mucho al de sus padres biológicos y poco al de sus padres adoptivos. Y no es porque existan genes para la criminalidad, sino porque hay personalidades específicas propensas a los conflictos y esa personalidad es heredable. En un extenso estudio realizado en Dinamarca, se encontró que aquellos niños que habían sido adoptados por familias de costumbres sanas tenían una probabilidad cercana al 13,5% de meterse en problemas con la ley, porcentaje que aumentaba a 14,7% si la familia que adoptaba incluía criminales. En los hijos de personas con antecedentes criminales, adoptados por familias honestas, la probabilidad saltó al 20%. Cuando tanto los padres biológicos de los niños como las familias que los adoptaron tenían antecedentes criminales, la probabilidad fue aún mayor: 24,5%. En Australia se estudiaron dos mil quinientas parejas de mellizos idénticos y se halló una heredabilidad de mala conducta de 0,71, con nulos efectos ambientales. La explicación que se da es que los factores genéticos predisponen la manera como la gente reacciona a los ambientes “criminogénicos”.

La sicóloga Judith Harris trató de averiguar si los padres tienen un efecto importante, a largo plazo, en el desarrollo de la personalidad del niño. La respuesta no le va a gustar a más de medio mundo, y mucho menos a las personas que se han pasado la vida tratando de educar a los demás: los padres no tienen ese efecto que por tanto tiempo se les atribuyó. Hay evidencias de que lo que habían supuesto los teóricos de la socialización como un efecto de los padres sobre sus hijos es en realidad un efecto de los hijos sobre los padres. Si se analiza con cuidado, los padres tratan a sus hijos de modo diferente, de acuerdo con las personalidades que estos vayan exhibiendo. Y no es porque la personalidad de los hijos sea creada por el trato de los padres. El hecho real es que los padres refuerzan, con la crianza y sin advertirlo, las características de sus hijos. Se conjetura que la influencia de los acontecimientos que nos ocurren en el útero sobre nuestra inteligencia es el triple del efecto causado por la educación de los padres después del nacimiento. La investigadora sentencia: “Puede que no tengamos sus mañanas (de los hijos), pero sí tenemos su hoy, y tenemos el poder de hacerles el hoy miserable”.

El gran descubrimiento es que el “ambiente compartido” (familia, vecinos, crianza, educación, ingresos, etc.) no tiene efecto esencial en el desarrollo de la personalidad. Lo prueba el hecho de que los mellizos idénticos criados en distintos ambientes difieren menos que los criados en el mismo hogar. Se trata de uno de los descubrimientos más cruciales de la genética del comportamiento. Ahora bien, lo que cuenta para casi todas las diferencias de personalidad que pueden ser atribuidas a factores no genéticos es la experiencia individual de cada uno o el “ambiente no compartido”, conformado por la educación particular que se recibe, el trato individualizado de los padres, la clase de amigos, el orden de nacimiento y los accidentes, entre los factores más importantes.

La crianza, más que igualar, tiende en muchas ocasiones a diferenciar, tal vez como resultado de la competencia. Las pequeñas diferencias en características innatas se exageran en la práctica, como si los polos del mismo nombre se rechazaran. Esto sucede aun entre mellizos idénticos. Si uno de ellos es más extrovertido que el otro, gradualmente se irá ampliando la diferencia. Los sicólogos han descubierto que entre hermanos de edades parecidas se exageran las diferencias de personalidad.

En cuanto al coeficiente de inteligencia o ci, se les puede atribuir a los genes un 50% de la heredabilidad, un 25% al ambiente compartido y un 25% al ambiente no compartido. Vivir en un ambiente intelectual hace más probable que uno también termine convertido en intelectual. Ahora bien, vivir en un ambiente muy pobre puede afectar severamente el nivel de inteligencia; pero vivir de cierto nivel económico en adelante no establece cambios significativos, salvo cuando hay exceso de riquezas, que pueden producir cierta degeneración. En la jerga científica, el ambiente es no lineal: en sus extremos tiene efectos drásticos; en el medio, pequeños cambios tienen efectos despreciables.

Los niños adoptados tienden a alejarse de sus compañeros de crianza a medida que pasan los años, y a parecerse más a sus padres biológicos que a los de adopción. Lo hacen en actitud social, intereses vocacionales, inteligencia general y en inesperados aspectos de la personalidad, como los prejuicios y la rigidez de las creencias. Al pasar el tiempo, los mellizos fraternos tienden a diferir; los idénticos, a parecerse. Otro raro fenómeno descubierto es que a medida que envejecemos expresamos más y más nuestra inteligencia innata y nuestra personalidad, y vamos dejando a un lado las influencias del entorno. Es como si el viejo terminara cediendo a su verdadero yo y dejando de lado una lucha infructuosa por aparentar lo que no es.

Los bienintencionados se ponen muy nerviosos y protestan airadamente al oír hablar de clonación de humanos, y de que muy pronto, gracias a la ingeniería genética, los padres podrán diseñar a voluntad a sus hijos. Sin embargo, si aceptamos que es la crianza la que modela la personalidad y otras importantes variables sociales, por qué, se pregunta uno, nunca los mismos ambientalistas han manifestado temor, y nunca han protestado por el hecho de que todos los padres, aun los más bárbaros e ignorantes, sí puedan, a través de la crianza o malacrianza, diseñar a su antojo a sus hijos.

Determinismo genético

Cada vez que aquí se hable de una conducta con base genética debe entendérsela en el sentido amplio ya discutido; es decir, que lo genético ejerce su acción a través de la creación de un relieve epigenético o campo de fuerzas que, orquestado con las fuerzas del entorno, dirige y controla el aprendizaje, la emergencia y la maduración de la característica. De ninguna manera se acepta que las fuerzas del genoma sean insuperables, lo que significaría aceptar el desacreditado “determinismo genético”; de hecho, se considera que en más de un caso las fuerzas importantes las aporta el medio ambiente. Jorge Wagensberg (1989) lo expresa admirablemente: “Lo escrito en los genes no es un texto sagrado, se puede cambiar, arreglar, borrar, burlar...”.

Los críticos que desdeñan el enfoque biológico del comportamiento humano suponen que siempre que se habla de lo “biológico” o “genético” está implícito el determinismo o fatalismo biológico; en otras palabras, asocian siempre lo heredado o genético con lo fijo, instintivo e inmodificable. Un ejemplo perfecto para destruir esta falacia lo proporcionan los niños fenilcetonúricos o los galactosémicos, condenados antiguamente al idiotismo, pero que desarrollan una inteligencia normal si se retira de su entorno la fenilalanina y la galactosa, respectivamente. El idiotismo no se manifiesta si se modifica apropiadamente el medio ambiente. Lo innato o genético —aclaración del especialista en hormigas y profundo conocedor de la naturaleza humana, Edward Wilson (1979)— se refiere a la probabilidad de que la característica se desarrolle en un ambiente apropiado y no a la certidumbre de su desarrollo en cualquier ambiente.

 

Otra fuente muy común de malentendidos es la que se deriva de extender las afirmaciones estadísticas, válidas solo para conglomerados, a individuos particulares. Cuando se habla de una característica humana, de ninguna manera se está suponiendo que todos los hombres la posean en igual grado. Si se afirma que el hombre es egoísta, no significa esto que todos seamos terriblemente egoístas. El egoísmo es un rasgo humano de amplia variabilidad. Encontramos individuos como Francisco de Asís o Albert Schweitzer, en un extremo, y los egoístas más exagerados en el otro. En todos los rasgos humanos, ya se dijo, encontramos “enanos” y “gigantes”, y entre ellos caemos la mayoría.

Al llegar a este punto disponemos de argumentos suficientes para refutar la llamada “falacia naturalista”. Se ha criticado insistentemente a todas las personas que han pretendido escudriñar las bases biológicas del comportamiento humano, afirmando que al hablar de “genético” se está hablando de “natural”, y que como lo natural es “bueno” —hipótesis implícita de los mismos críticos—, entonces deben ser “buenos” el egoísmo, la agresión y la dominación, entre otras características humanas. Para combatir esta falacia empecemos por preguntarles a esos mismos críticos si la precocidad sexual femenina, la menopausia con todos sus trastornos hormonales y la celulitis, que son o parecen naturales, son buenas. ¿Para qué son buenas? Aquellos que caen en la trampa de la falacia olvidan imperdonablemente cuatro hechos fundamentales:

1 Lo que fue biológicamente bueno para la especie o el individuo en épocas pasadas no necesariamente sigue siéndolo ahora, cuando las condiciones del nicho han variado de forma tan sustancial. Recordemos que el hombre moderno tiene alrededor de doscientos mil años de haber aparecido en África, y que el 95% de ese tiempo los vivió en pequeñas comunidades integradas por parientes cercanos, sin ninguna tecnología y en medio de una cultura menesterosa.

2 Lo que para la selección natural es bueno, esto es, lo que realza la eficacia reproductiva, no tiene que serlo necesariamente para nuestros modernos criterios éticos, modelados fundamentalmente por la razón, la cultura y, en algunas ocasiones, por el capricho de las circunstancias o por la conveniencia de los poderosos. Es una falacia afirmar que si algo se explica por medio de la biología es porque ha sido legitimizado; o que al decir que algo es adaptativo lo estamos dignificando.

3 Cuando se afirma que algo fue importante para que se diera la posibilidad de la evolución del hombre, no se está implicando con ello que ese algo tenga que ser bueno, pues ni siquiera estamos seguros de que al mismo hecho de evolucionar se le pueda calificar de “bueno” o “afortunado”; no obstante, en el lenguaje corriente se toman “evolución” y “progreso” como términos sinónimos.

4 Se confunde “explicar” con “justificar”. Al explicar un comportamiento no estamos exonerando al sujeto que se comporta. La diferencia entre explicar y excusar, puntualiza Pinker (2000), se sintetiza en el dicho “entender no significa perdonar”. Y continúa: “Muchos filósofos creen que, a menos que una persona sea literalmente obligada, consideramos que su acción ha sido libremente elegida, aun cuando haya sido causada por un evento dentro de su cerebro”.Troquelado y señuelos

En 1953, Konrad Lorenz (1974b) describió por primera vez cómo un polluelo de ganso, apenas unas horas después de salir del cascarón, se fijaba y seguía, como si fuera su madre, a la primera cosa que se moviera en su entorno. Al fenómeno lo denominó “troquelado” o “impronta” (imprinting, en inglés). El fenómeno tiene sentido evolutivo, pues por lo regular lo primero que se mueve en el entorno de un polluelo es la madre, si bien en esa ocasión fue un señor de barba canosa (figura 5.4). Lorenz descubrió que existe una estrecha ventana de tiempo para que ocurra el troquelado: si el polluelo es menor de quince horas de nacido o mayor de tres días el troquelado no ocurre. Una vez llegado el momento preciso para la troquelación, el animalito identifica como “madre” al primer objeto que se mueva en su entorno, y más tarde no aceptará sustitutos, ni siquiera a la madre auténtica. Esta conducta de fijación es innata, pues el animalito no tiene tiempo para aprenderla.

Algunas conductas humanas guardan cierta semejanza con el troquelado, pues tienen un periodo crítico de aprendizaje y lo aprendido nunca se olvida. Por ejemplo, hay un periodo crítico para formar lo tabúes alimentarios y estos son prácticamente indelebles. Por eso dicen que “al marrano, con lo que lo crían”. Las fobias se forman temprano y tienen la rigidez del troquelado. El rechazo al incesto tiene también un corte que nos hace pensar en una especie de troquelado, pues se “aprende” solo entre personas que comparten la crianza desde muy temprano, sean o no parientes; una vez superada cierta edad, la ventana se cierra y el rechazo no se establece. Igual ocurre con el aprendizaje de la lengua: superada cierta edad crítica, el comienzo de la adolescencia, dicha lengua ya no se aprende como idioma nativo. Pero hay algo más: las ideologías y las religiones aprendidas durante la edad crítica del lenguaje se conservan casi siempre hasta la muerte, sin mayores cambios, como si se tratara de verdaderos troquelados.


Figura 5.4 Gansos de las nieves, troquelados al nacer por Konrad Lorenz

Para que un animal no racional (los prehomínidos pudieron serlo) realice todas las acciones requeridas para sobrevivir y reproducirse, debe estar provisto de los mecanismos neuronales y hormonales que lo inciten, urjan y muevan en la dirección apropiada. Todas las sensaciones internas operan entonces como señuelos, espejismos perpetuos que atraen (a veces repelen) la atención del animal y, en una especie de engaño provechoso, lo llevan a ejecutar acciones de doble faz: en la superficie, la acción busca satisfacer una necesidad inmediata, que se manifiesta como sed, hambre, deseo sexual, deseo lúdico, antojo por un alimento particular, molestia por la presencia de un congénere extraño en el territorio propio (xenofobia) o imperiosa necesidad por dejar las marcas olorosas en los sitios apropiados; pero, en el fondo, la acción tiene un propósito más profundo e importante —a veces indescifrable— para la supervivencia y la reproducción.

La antropóloga Helen Fisher (1987) argumenta que la dopamina —neurotransmisor asociado con el placer— ocupa un puesto central como señuelo o agente motor, pues dirige o impulsa a los animales para que encuentren recompensas, como alimento y sexo, y les paga con la sensación de placer cuando los impulsos quedan satisfechos. Se trata de un verdadero centro de recompensas. Así, entonces, el animal se ve arrastrado por sus sensaciones y emociones, casi siempre en la dirección acertada. El prehombre también, y lo mismo le ocurrió al hombre primitivo, su heredero directo, salvo que les agregó más color emotivo a las sensaciones, gracias a la hipertrofia de su sistema límbico o emocional. Y el hombre moderno precientífico lo heredó, a su turno, amplificado y mejorado, de sus antecesores. Nuestras pulsiones vitales son anteriores a la consciencia, por eso esta no puede dar cuenta de los sentimientos humanos de origen primitivo. Están del otro lado del espejo. Detrás de la satisfacción de necesidades directas y personales se esconde la satisfacción de necesidades vitales para el individuo y la especie. Son los trucos ingeniosos de la evolución. Los cerebros de los animales, incluido el hombre, llevan a cabo un conjunto notable de actividades bioquímicas, moleculares y eléctricas sin saber conscientemente cómo ni para qué.

El placer sexual es el señuelo de la reproducción. El perro es atraído por el estro de la perra y compelido a aparearse con ella, sin importarle un higo, o un hueso, la fisiología y la reproducción. Nosotros, los humanos, no nos apareamos porque deseamos tener descendientes, aunque algunas veces esto pueda ser cierto, sino porque sentimos placer al aparearnos. Y si llegan los hijos, derivamos el placer adicional de su presencia, crecimiento y desarrollo. Entonces, por lógica, tenemos más descendientes, justamente porque nos apareamos y cuidamos a los hijos. En un mundo sin contracepción, eso bastaba para que los genes hicieran abundantes copias de sí mismos. Y eso bastaba para que la evolución seleccionara a los que así se comportaban.

Comemos, al igual que el resto de los animales superiores, por el placer, el gusto, la atracción que nos produce el alimento, y no con el fin inmediato y consciente de abastecer de combustible el organismo. El niño juega con el fin de prepararse para la vida adulta, pero sus argumentos inmediatos son muy diferentes. No nos interesa la relación sexual con la madre, señuelo negativo, luego no nos apareamos con ella y así evitamos el daño genético que puede resultar y los inconvenientes sociales que de ello se derivarían; sin embargo, no advertimos naturalmente la función de la prohibición; muchísimos antropólogos, ni siquiera hoy, con la gran información que hay disponible, han podido comprender el funcionamiento de tales mecanismos ocultos. Siguen en la oscuridad cuando hay ya tanta luz.

Por tales motivos, resulta casi siempre más fácil hacer lo que a uno le place que hacer lo que la razón ordena. Como nuestra mente no es monolítica, una parte de ella busca el licor y otra lo rechaza. La sinrazón casi siempre triunfa. Por eso comemos y bebemos con desmesura, muy a pesar nuestro, y muy a pesar de nuestro peso. La lucha secular de los educadores ha sido por desviar al hombre de sus trayectorias naturales, y eso explica su relativo fracaso. Con mucho pesar por Rousseau, tenemos que admitir que el hombre nace “malo” y a veces la sociedad lo mejora. Siendo tan firmes y obstinados los impulsos naturales, se hace necesario que el esfuerzo educativo sea más intenso, constante y temprano, si se quiere competir con algún éxito contra las “malvadas” instrucciones programadas en el código genético. Advirtamos que cuando una forma de conducta no ofrece dificultad para dejarse modificar por medio del trabajo cultural, está demostrando con ello que es un valor agregado, sin raíces genéticas significativas.

A finales de la década de 1960, Martin Seligman desarrolló el concepto crucial de “aprendizaje preparado”, una forma selectiva de aprender, guiados por instrucciones programadas en el genoma. El aprendizaje preparado del comportamiento, como todas las otras clases de epigénesis, suele ser adaptativo, esto es, confiere a los portadores una mayor eficacia reproductiva. Gracias a este tipo de aprendizaje, por ejemplo, un animal puede aprender con rapidez y facilidad a temerle a las serpientes, aunque resulta harto difícil enseñarle el temor a las flores. Algunos experimentos con ratas han demostrado que para estos ubicuos animales es muy fácil asociar sabores con náusea inducida por rayos X, y luces y sonido con descargas eléctricas, pero no son capaces de asociar sabores con descargas eléctricas, ni luces y sonido con náusea, porque en el mundo animal el aprendizaje está dirigido a ciertas metas muy bien definidas, y sin ellas este no se da.

Algunos monos criados en laboratorio no desarrollan temor a las serpientes, pero sí les ocurre en la vida salvaje. Y no debe darse por medio de un condicionamiento pavloviano, pues el encuentro con una serpiente venenosa casi siempre es letal y no da la oportunidad de aprender a temerla por condicionamiento repetido. En la vida salvaje, una serpiente cascabel nunca nos da una segunda oportunidad. Los hombres de la ciudad desarrollamos con facilidad la fobia a los ofidios, aunque tal temor solo muestra su utilidad para la vida en el campo y en regiones infestadas por serpientes venenosas. Esta debe ser una forma de aprendizaje preparado, pues no desarrollamos fobias a las motocicletas, a pesar de lo peligrosas que son.

 

La locomoción bípeda, que se va activando y revelando con la maduración somática, y que el ejercicio acaba de perfeccionar, corresponde a un aprendizaje dirigido por estructuras innatas y alimentado por una apetencia especial, también innata, que hace que el niño, con enorme satisfacción, realice el ejercicio indispensable hasta lograr el perfeccionamiento exigido por los trotes de la vida. El bipedismo es el resultado de dos factores: los genes y el ambiente en que se expresan, indisolublemente unidos, sin ningún efecto cuando se los considera por separado.

Muchas otras formas de comportamiento son también aprendidas, pero igual a lo que ocurre con el lenguaje, presentan un componente genético que se manifiesta como refuerzo, unas veces facilitando el aprendizaje, otras modulándolo, otras aportando algunos conocimientos rudimentarios e innatos o haciendo muy apetecible el aprendizaje mismo. Así, es una falacia imperdonable afirmar que un rasgo cualquiera de comportamiento le debe el ciento por ciento al ambiente, simplemente por el hecho de haber sido aprendido por el sujeto. Se olvida que los genes intervienen casi siempre de forma velada y subterránea, haciendo que el aprendizaje se realice milagrosamente fácil, o que se sienta un gran atractivo por determinadas prácticas que desembocan, finalmente, en aprendizajes específicos, o en la fijación de ciertas conductas. Utilizando la falacia anterior, podríamos afirmar que los zurdos manejan con más soltura su mano izquierda, solo por haberla ejercitado con mayor frecuencia. Se pasaría ingenuamente por alto que este mayor ejercitarse ha sido propiciado por una facilidad natural, de tal intensidad, que en muchísimas ocasiones ha terminado por derrotar los esfuerzos equivocados de educadores “diestros”, para quienes es incorrecto manejar el lápiz o los cubiertos con la mano izquierda.

La sicóloga Sandra Scarr ha acuñado el término “nicho escogido” para referirse a la tendencia que tenemos a escoger la crianza que mejor se ajuste a nuestra naturaleza; a preferir aquellas actividades que mejor se ajusten a nuestros gustos, propensiones y talentos, a emparejar vocación con talento, y a aprender selectivamente. Scarr propone que, si bien el desarrollo es el resultado de naturaleza y ambiente combinados, los genes dirigen la experiencia, esto es, eligen el nicho: “Los genes son componentes de un sistema que organiza el organismo para experimentar el mundo”. Al llegar a cierta edad, el ambiente mismo se ha convertido en una especie de reflexión de la disposición genética. El ambiente es amplio y cada uno toma para sí una fracción, según sus genes y personalidad, escoge sus amistades, rechaza o no a la gente. En otras palabras, crea su propio nicho de acuerdo con sus genes.

La posesión de ciertos genes predispone a una persona a ocupar ciertos ambientes. Si usted tiene genes “atléticos”, por ejemplo, buscará las actividades deportivas, pero si los tiene “intelectuales” perseguirá con afán el medio que satisfaga sus deseos, que será el intelectual, y abandonará los medios que no (la falta de talento se traduce en desaliento). Al descubrir que uno es “mejor” que los compañeros para cierta actividad, el apetito para practicarla se incrementa, sin que seamos conscientes de las razones de ello. Y como la práctica hace al maestro, muy pronto uno habrá tallado su nicho y se habrá convertido en un especialista. Cultura refuerza natura. En suma, la individualidad es el producto de la aptitud multiplicada por el apetito.


Figura 6.0 Las aves son bípedas, pero horizontales; el chimpancé es “bípedo” oblicuo; el hombre es bípedo vertical, el único