Loe raamatut: «Desafío»
Akal
Pastora Filigrana, Ricardo Forster, Niko, Arantxa Tirado
Desafío
El virus no es el único peligro
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© los autores, 2020
© Ediciones Akal, S. A., 2020
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
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Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-4975-3
Entre el peligro y la oportunidad
Ricardo Forster
La peste está entre nosotros, se acerca sigilosa e invisible transgrediendo fronteras, rompiendo en mil pedazos acuerdos de países que creían que sus protocolos híper-mercantilizados iban a constituirse en la garantía de un orden económico mundial capaz de ampliar riqueza y crecimiento para unas pocas naciones favorecidas. Y que terminaron descubriendo, entre azoradas y atemorizadas, que la desigualdad que ese mismo sistema expandió por el mundo iba a devolverles, bajo la forma de un virus, la igualdad del contagio, de la fragilidad y de la muerte. Extraña paradoja de una época, la nuestra, que había naturalizado las brutales diferencias sociales, la distancia enorme entre naciones ricas y naciones pobres, que depredó continentes enteros en nombre de la civilización y el progreso, que transformó en valor sacrosanto la lógica de la rentabilidad y la reducción de todas las esferas de la vida a mercancía cuya importancia debía medirse en función de su «valor de mercado». Igualdad ante la expansión viral que no sabe de diferencias ideológicas ni reconoce aduanas que discriminan entre ciudadanos del primer mundo y miserables indocumentados que se ahogan en el Mediterráneo. Miedo en la Italia opulenta del Norte, miedo en una barriada de migrantes napolitana, miedo en la Alemania de Merkel que comienza a revisar su «ortodoxia fiscal», miedo en una España demasiado inclinada al consumismo, miedo en la pujante Seúl que a través del cine nos muestra la realidad de la desigualdad, miedo en los aviones abarrotados de turistas que regresan apresurados a sus países de origen antes de que se cierren todas las fronteras, miedo en lujosos transatlánticos cuyos pasajeros descubren, azorados aunque conservando sus privilegios de primera clase, lo que significa convertirse en paria y que ningún puerto los acepte. El miedo nos ha vuelto más iguales y, por esas extrañas vicisitudes de la Historia, nos abre la posibilidad de repensar nuestro modo de vivir. Una oportunidad en medio de la noche y la incertidumbre.
El virus es invisible, sale disparado por una tos cualquiera en cualquier momento, se sube a los aviones, se cuela en el teatro, se mezcla en los abrazos de cuerpos danzando, circula con absoluta libertad más allá de todos los controles en un mundo que, supuestamente, lo tenía todo controlado (controles faciales, cámaras en cada rincón de la última de las ciudades, clickeos que terminan en algoritmos capaces de capturar lo que no sabemos de nosotros mismos y que direccionan nuestras conductas aunque nos sintamos dueños y señores de nuestra libertad, vigilancia por doquier y como supuesta garantía de nuestra seguridad…). El orden desordenado, la vigilancia desarmada, la transparencia cubierta por una niebla de dudas e incertezas que alimentan el miedo a lo desconocido. Un último refugio desesperado en la capacidad milagrosa de la ciencia y la tecnología que tarda demasiado en llegar, y el tiempo se nos agota, aumentando la fragilidad y la incertidumbre. Mitos fundamentales de nuestro imaginario contemporáneo se derrumban estrepitosamente junto con la expansión de la pandemia. ¿Quién nos protege ahora que el Estado ha sido jibarizado con la anuencia de los mismos que hoy le exigen a los gobernantes que se hagan cargo de subsanar lo que ellos desarticularon? ¿Qué decirle a una sociedad que se creyó la bienaventuranza del mercado y sus oportunidades, de la meritocracia y sus pirámides construidas por el «esfuerzo individual y la competencia de los mejores», de un capitalismo que sólo prometía la multiplicación infinita del consumo mientras se dañaba irreversiblemente a la biosfera? ¿Cómo salir del autismo de un narcisismo todoterreno que se instaló en nuestras interioridades para descubrir que en soledad no llegamos a ningún lado? ¿Cómo reparar almas devoradas por el cuentapropismo moral que hizo de cada individuo una suerte de mónada autosuficiente? Preguntas que, quizá, iluminen con una luz distinta en medio de la noche viral. Dialéctica de una tragedia que nos recuerda, muy de vez en cuando, que «allí donde crece el peligro también nace lo que salva».
Al borde del precipicio estamos obligados a dar un volantazo si es que no queremos que todo acabe en desastre. Es, tal vez y sin garantías, el advenir de una oportunidad que nos permita revisar los males de un sistema autófago. Por una extraña paradoja de la dialéctica de vida y muerte, lo más pequeño, lo infinitesimal, lo que estuvo en el origen de la vida y seguirá estando cuando nosotros ya no estemos, las bacterias y sus derivados, incluyendo los virus y sus adaptaciones mutantes, nos está diciendo que hemos ido más allá de todo límite en nuestro afán transformador y depredador. Que la vida sigue su curso mientras los seres humanos nos preguntamos qué hemos hecho mal. El tiempo de hacer algo, de girar dramáticamente en nuestra loca carrera consumista y egocéntrica, es hoy, ahora; mañana es un horizonte lejano e inalcanzable si no somos capaces de construir otro modo de hacer y de convivir con nosotros y con la naturaleza. Un más allá del capitalismo financiarizado y su parafernalia de productivismo ciego y rentabilidad egoísta que sólo le ofrece bonanza a un 20 por 100 de la humanidad mientras esa bonanza multiplica la miseria de miles de millones y la destrucción del medio ambiente.
Un sistema que prometía la producción infinita de mercancías y un goce perpetuo bajo la forma del mercado liberado de cualquier control estatal y depredador de su máximo objeto de odio: el «Estado social», instrumento maldito contra el que vienen batallando desde hace cuarenta años devastando los sistemas de salud y arrinconando al Estado hasta simplemente convertirlo en el custodio de sus nefastos negocios financieros. Una cruzada que lleva cuatro décadas y que no sólo vació la estatalidad social, sino que también se cebó en la vida cotidiana hasta fragmentarla en mil pedazos, multiplicando hasta la extenuación conductas individualistas y egoístas. Extenuación de un gigantesco delirio manipulado por las grandes corporaciones comunicacionales que lograron convertir la idea y la práctica del Estado de bienestar en el equivalente del populismo, la demagogia, el autoritarismo, el derroche y la captura de la libertad. Una ideología, la neoliberal, sostenida en la mistificación del mercado que fue y es responsable del desmembramiento de la asistencia social cuyas consecuencias podemos dolorosamente comprobar cuando el coronavirus rebasa y colapsa sistemas de salud públicos desfinanciados y debilitados por la mercantilización generalizada.
Un día cualquiera descubrimos que las máscaras se caen y que las consecuencias de la mentira asumen el rostro del abandono, la intemperie y la incapacidad de afrontar la llegada de la peste. De nuevo y sin hacerse cargo de nada se alzan las voces que antes pedían menos Estado y que ahora demandan que el Estado los salve. Se acabaron las interpelaciones a las «doñas Rosa» de aquel inefable periodista que emponzoñó el cerebro de millones de televidentes en los dorados y neoliberales años 1980 y 1990, y que encontró tantos discípulos en el amarillismo mediático actual y en el arrasamiento macrista. Esa misma doña Rosa que hoy se muere globalmente porque no hay seguridad social y los hospitales han sido saqueados por la lógica privatizadora y de mercado que hizo de la salud una mercancía más. El coronavirus nos ha despertado de nuestro letargo de décadas, de nuestra renuncia absurda al Estado de bienestar, de la idiotez que contaminó a una parte no despreciable de la sociedad global bajo el canto de sirena de la economía de mercado, el emprendedurismo y la competencia privada. Todavía estamos a tiempo, atravesando días y semanas de inquietud, miedo, dolor y sufrimiento, de reconstruir nuestro tejido social, pero con la condición de romper la brutal mentira del capitalismo neoliberal hurgando sin complacencia en nuestra intimidad, en los valores que nos dominaron y que contribuyeron a multiplicar el desastre bajo la forma de un mundo de fantasía cuya arquitectura se parecía a un gigantesco shopping center.
Creímos que podíamos vivir, si éramos parte del contingente de privilegiados, en un invernadero. Protegidos de la intemperie climática, del calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un tiempo decidió vivir bajo el signo de «sálvese quien pueda». El virus nos recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra fantasía de un sistema aniquilador.
Porque el neoliberalismo, y no nos cansaremos de decirlo, es mucho más que la financiarización del capitalismo, su momento zombi en el que ha puesto el piloto automático que nos lleva directamente hacia la consumación de la catástrofe; el neoliberalismo se ha sostenido y expandido gracias a una profunda y colosal captura de las subjetividades. Valores, formas de la sensibilidad, prácticas sociales, costumbres, sentido común han sido atravesados y reescritos por la economización de todas las esferas de la vida. Y es en el interior de una sociedad fragmentada y desocializada por donde se cuela, a una velocidad vertiginosa que nos deja impávidos, la potencia del virus y su capacidad para infectar nuestras vidas. Enfrentados a un retorno de lo real monstruoso, cuando las certezas colapsan y los imaginarios dominantes ya no sirven para apaciguar nuestra angustia, es cuando nos vemos impelidos a construir viejas y nuevas prácticas que habían sido desplazadas por un sistema de la hipertrofia competitiva e individualista: reconstruir lo común, el ámbito de la sociabilidad solidaria y del reconocimiento. Revitalizar la dimensión de lo público y del Estado como garantes de un principio genuino de igualdad democrática, y expropiarle a la insaciabilidad del capitalismo neoliberal el derecho a la salud pública, gratuita y de calidad. Aprender, a su vez, de esta pandemia que nos muestra los límites de un orden económico y tecnológico que no sólo profundiza las desigualdades, sino que también ha generado las condiciones para la degradación cada día más inexorable de nuestra casa que es la Tierra. Un virus que nos pone a prueba como sociedad y como seres humanos que necesitamos reaprender a cuidarnos y cuidar la vida que nos rodea y que nos permita seguir soñando un futuro.
El coronavirus en los márgenes[1]
Pastora Filigrana García
En Huelva, la crisis sanitaria del COVID-19 ha coincidido con la campaña de recolección del fruto rojo, la famosa «fresa de Huelva». Durante los meses de marzo a junio, la comarca fresera onubense produce en torno a 300 mil toneladas de fresas gracias al cultivo de invernadero, lo que aquí conocemos como los «plásticos». Esta ingente cantidad representa el 95 por 100 de la producción española, destinada en un 70 por 100 a la exportación a Europa. La mata de la fresa no es un olivo que puede zarandearse con una máquina para recoger el fruto; la fresa requiere manos. Se calcula que durante los meses de recolección se necesitan más de 80 mil trabajadores agrícolas. Las manos las ponen la población autóctona de Huelva y miles de trabajadores y trabajadoras inmigrantes. Una parte de esta mano de obra está constituida por las mujeres marroquíes contratadas en origen, que se desplazan hasta Huelva para la recolección. El año pasado llegaron 14.500 jornaleras marroquíes, pero este 2020, debido al cierre de fronteras decretado por la crisis sanitaria, casi 10.000 mujeres han dejado de venir. Sin duda, esta falta de mano de obra conllevará nuevos equilibrios entre los intereses de la patronal y los trabajadores. La primera se ve abocada a contar con el ejército «de reserva», conformado principalmente por trabajadores africanos, subsaharianos y magrebíes que habitan los asentamientos chabolistas que proliferan en los pueblos freseros de Huelva. Se calcula que en estos asentamientos sobreviven durante la campaña de recolección entre 4000 y 5000 jornaleros inmigrantes, sin agua ni suministros básicos, a la espera diaria del jornal. Este año, como faltan manos, puede que haya más jornales, al menos para los que tienen permiso de trabajo. El resto, los «sin papeles», seguirán levantando la voz por una regulación extraordinaria por la emergencia del COVID-19 y por acceso al agua en los campamentos de chabolas donde se han visto confinados a estar durante la crisis sanitaria. Sin agua, sin trabajo estable y sin libertad de movimiento.
Ni uno solo de los 43 artículos del Real Decreto de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19 da respuesta a la situación de los temporeros africanos[2]. El Real Decreto garantiza una prestación por desempleo a todos los trabajadores que se vean afectados por la suspensión de contratos de trabajo (ERTE) debido a la crisis sanitaria, pero y ¿los trabajadores y trabajadoras que no tengan un contrato de trabajo que puedan suspender?
En España la economía sumergida representa el 25 por 100 del PIB[3]. La economía sumergida de un país es difícil de medir, ya que precisamente se nutre de actividades que escapan a los controles estadísticos. También sabemos que estas cifras representan realidades muy diferentes, desde los pagos en negro de transacciones inmobiliarias hasta los trabajos sin contrato en sectores como la hostelería o el de las tareas domésticas. Son estas personas trabajadoras de sectores sumergidos y precarizados las que padecerán el impacto de la crisis económica originada por la pandemia con escasas o nulas ayudas públicas para afrontarla. Las personas más pobres se empobrecerán más.
Las trabajadoras del servicio doméstico y las cuidadoras son uno de los colectivos más desfavorecidos por la normativa laboral y cuya situación se ve más agravada en el actual contexto. El trabajo doméstico está regulado por un régimen especial de la Seguridad Social que reconoce menos derechos que el general. Así, las trabajadoras domésticas no tienen reconocida prestación por desempleo, y ahora, cuando pierdan el empleo a causa del COVID-19, tampoco cobrarán el paro[4]. A esto hay que sumar el porcentaje que no tiene alta en la Seguridad Social, las que trabajan en negro, que dependerán de la «buena voluntad» de la parte empleadora para mantener su puesto. Por otro lado, el trabajo de cuidados ha sido históricamente invisibilizado y precarizado y, por tanto, realizado por las personas con menor capacidad de elección, las más pobres. En la actualidad, son las mujeres inmigrantes sin permiso de trabajo las que se ven abocadas al trabajo doméstico en condiciones de mayor precariedad. Ninguna medida contra el COVID-19 suavizará el impacto de la crisis en la vida de estas mujeres. De nuevo se evidencia que este sistema económico no puede reconocer el trabajo de cuidados porque su propia existencia lo pondría en evidencia. Se levantaría el telón y se descubriría el secreto: que la producción no se mantiene si no existen cuidadoras, y que repartir con ellas la riqueza que su trabajo genera supondría una nueva distribución de la economía que impediría las ingentes cantidades de acumulación de capital en manos de los más ricos. Esta crisis lo pone una vez más de manifiesto.
No son las únicas. El fraude y la precariedad en el sector de la hostelería son generalizados en Andalucía, con un 52,4 por 100 de temporalidad y un 36 por 100 de parcialidad[5]. Más allá de las estadísticas, lo que vemos en nuestros pueblos y ciudades como norma general son incumplimientos de los convenios respecto a salarios y descanso, y fraudes en la Seguridad Social –darse de alta 4 horas y trabajar 12 es la norma–. Los trabajadores y trabajadoras de la hostelería que se vean afectados por un ERTE durante la crisis sanitaria recibirán un 70 por 100 de su salario, pero normalmente su salario en nómina no coincide con el real por causa del fraude generalizado, por lo que un ERTE supondrá que muchas de estas personas cobrarán ínfimas prestaciones durante la crisis sanitaria. Sería innumerable la casuística de desamparo en la hostelería si sumamos la situación de contratación fraudulenta de los repartidores de comida a domicilio, las camareras de piso de los hoteles que se han acogido al descuelgue del convenio para pagar menos salarios, o directamente el trabajo sin alta en la Seguridad Social. Donde resido, mucha gente vive con los 30 € que gana poniendo copas las noches que trabaja sin contrato en un bar.
Aún más invisibles y, por tanto, con menor amparo ante la embestida de la crisis son los vendedores ambulantes. La venta ambulante, la recogida de chatarra, la venta de fruta o el top-manta son los recursos económicos de supervivencia para las personas que conforman las bolsas de desempleo estructural que el sistema genera, personas gitanas e inmigrantes en su mayoría. La imposibilidad de llevar a cabo estas actividades económicas de supervivencia está generando mayores dinámicas de exclusión de estos grupos.
En este momento, los servicios sociales se encuentran desbordados, y no sabemos cómo se distribuirá ni si será suficiente para la magnitud del impacto el fondo de inversión extraordinario previsto por el Gobierno para paliar las consecuencias del COVID-19 en los colectivos más vulnerables. La mayoría de las voces que se alzan en defensa de estos colectivos están reclamando garantizar una prestación de renta mínima[6].
Téngase en cuenta que redacto este texto desde Andalucía, una tierra que ha desempeñado el papel de colonia interna del Estado español, pretendidamente desindustrializada a favor del norte del país. Un modelo económico colonial basado en la producción de materia prima agrícola y el monocultivo del turismo que se traduce en desempleo, precariedad y pobreza estructural. Es en este contexto donde las medidas sociales hasta ahora anunciadas por el Gobierno dejan en la cuneta a cientos de miles de personas.
La cola de la bolsa de caridad de la Hermandad de la Macarena da la vuelta a mi calle. Los servicios sociales están siendo incapaces de gestionar la situación y se externaliza a las entidades de carácter social la gestión de los recursos: Cáritas, Cruz Roja, las Hermandades o la Obra social de algunas cajas de ahorro hacen las funciones de la Administración pública. Y en las colas para recoger comida hay gente «normal». Mis vecinos se asustan de ver la cola de la Macarena porque quienes están recurriendo a la beneficencia son semejante a ellos, no son lo que el imaginario colectivo percibe como pobres: inmigrantes y gitanos. Claro, y tan «normal», como que son los camareros de fin de semana y las limpiadoras de las oficinas.
Muchos de estos colectivos están pidiendo al Gobierno una renta mínima que garantice los bienes básicos para sostener la vida durante la cuarentena y mientras duren sus consecuencias económicas. Muchos de los argumentos esgrimidos por los defensores de la renta básica universal se ponen encima de la mesa incluso por gente que nunca antes había hablado de esto. Se trata de garantizar la subsistencia de todas las personas simplemente por el hecho de serlo, sin que su derecho a la vida dependa de ser titular de un contrato de trabajo. Y esto es así porque el sistema no garantiza el pleno empleo; por eso mucha gente no puede acceder a la renta necesaria para vivir, y en tiempos de coronavirus aún serán más las personas que no alcancen a tener un trabajo. Además, son muchos los que trabajan de manera invisible, sin que su labor sea considerada digna de un salario, principalmente toda la gente que cuida a otras personas y las mantiene vivas para que puedan trabajar. La renta básica garantizaría la vida a todo el mundo y distribuiría la riqueza entre todas las personas que la producen, incluidas esas personas invisibles para la economía.
El neoliberalismo es enemigo de la reivindicación de la renta básica, pues necesita que la gente trabaje por miedo a morir de hambre. Si las personas pueden garantizar su subsistencia sin trabajar para los dueños de los medios de producción, estos no podrían pagar salarios miserables, dar de alta la mitad de horas de las que se trabaja u obligar a trabajar horas extras sin remuneración. Con la renta básica el miedo a no morir de hambre ya no sería un chantaje para los trabajadores y trabajadoras.
Estamos en una crisis sanitaria, que es también una crisis de cuidados, donde se evidencia que somos seres vulnerables y enfermizos que necesitamos los cuidados de otras personas para no morir. El número de vidas «sobrantes», es decir, las vidas que no van a poder sostenerse, se dispara, evidenciando que el sistema económico ha fallado, que el capitalismo es lo contrario a la vida y que vamos a necesitar nuevas formas de distribución del reparto del trabajo y las riquezas si queremos que la vida humana continúe.
Los sindicatos de base, colectivos de inmigrantes, entidades gitanas y feministas exigen al Gobierno un «plan de choque social» para paliar las consecuencias de la crisis económica que viene aparejada a la pandemia, unas soluciones que se colocan frontalmente contra el modelo de economía neoliberal imperante. Mientras, en los barrios y pueblos del Estado surgen iniciativas de apoyo mutuo vecinales y cajas de resistencia entre los colectivos más vulnerables. Donde el sostenimiento público del Estado no alcanza, surgen las iniciativas comunitarias para garantizar la supervivencia y arrojar pistas de las nuevas reglas del juego económico que serán necesarias para sostener todas las vidas.
ANEXO
Directorio de luchas y reivindicaciones a los márgenes en tiempo de coronavirus
Trabajadoras domésticas
Camareros/as y repartidores/as a domicilio
[https://kaosenlared.net/en-hosteleria-el-fraude-legalizado-continua/]
[https://twitter.com/ridersxderechos?s=20]
Comunidad gitana
Sindicatos de manteros
[https://twitter.com/sindmanterosM?s=20]
[https://twitter.com/sindicatomanter?s=20]
Trabajadores agrícolas inmigrantes
[https://www.facebook.com/colectivade.trabajadoresmigrantes]
Plan de choque social
[http://www.plandechoquesocial.org/]
Iniciativas vecinales de apoyo mutuo
[1] El título está inspirado en el artículo «Coronavirus desde los márgenes» de Ayomide Zuri, publicado el 13 de marzo de 2020 en la revista digital Afroféminas [https://afrofeminas.com/2020/03/13/coronavirus-desde-los-margenes/].
[2] A fecha de revisión de este texto, la Junta de Andalucía ha aprobado el Decreto-Ley 9/2020, de 15 de abril, en el que se contempla un programa de colaboración financiera específica extraordinaria para los municipios de las provincias de Almería y Huelva en cuyos territorios existen asentamientos chabolistas de personas inmigrantes. Estas medidas aún no se han implementado. Para saber más: [https://www.eldiario.es/andalucia/Junta-insostenible-situacion-asentamientos-inmigrantes_0_1016999129.html#click=https://t.co/SRi0lAHzg4].
[3] Según los datos de Gestha Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda [http://www.gestha.es/index.php?seccion=actualidad&num=566].
[4] A fecha de revisión de este texto, el Gobierno ha aprobado el Real Decreto-Ley 11/2020, de 31 de marzo, que establece en su art. 30 un subsidio extraordinario por falta de actividad para las personas integradas en el Sistema Especial de empleadas domésticas. Es una medida excepcional a causa de la crisis sanitaria. Las trabajadoras que no están dadas de alta en la Seguridad Social y forman parte de la economía sumergida no se beneficiarán de esta prestación.
[5] Informe analítico y propositivo de la Federación de Servicios de CCOO Andalucía en relación a las Políticas turísticas, julio de 2018.
[6] En el momento de la revisión de este texto, el Gobierno ha anunciado que está elaborando una propuesta de ingreso mínimo vital que se prevé poner en funcionamiento en mayo de 2020, estando aún a debate su regulación.