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Loe raamatut: «El idilio de un enfermo», lehekülg 6

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IX

Desde aquel día Andrés acudió a casa de Rosa. Iba de ordinario por las tardes, después de comer, y se volvía a la rectoral al toque de oración. A veces también por la mañana le guiaban a ella el deseo y los pies. La casa era como la de todos los paisanos, aun los mejor acomodados, pobre y fea: en el piso bajo estaba la cocina, con pavimento de piedra y escaño de madera ahumada: arriba había una salita con dos cuartos: en uno dormían Rosa y Ángela; en el otro, su padre; abajo, en un cuartucho, Rafael y el criado. Estaba aislada, cerca del camino, y tenía delante una corralada; por detrás, miraba a la finca donde Andrés había penetrado de improviso, y tenía puerta para el servicio de ella. Llamaban a aquel sitio el Molino, por más que no estuviese allí, sino un poco más lejos. Tomás y su familia no eran conocidos más que por «los del Molino:» Tomás el molinero, Rosa del molino, Rafael el del molinero, etc. En el pueblo, «ir al Molino,» lo mismo significaba ir efectivamente a tal sitio que a la casa de Tomás. Las tierras que éste cultivaba, el molino, la casa misma que habitaba, no le pertenecían: todo lo llevaba en arriendo, como su padre y su abuelo. Su hermano Jaime, al llegar, haría cosa de un año, de la isla de Cuba, quiso comprar la casería; mas aunque daba por ella lo que no valía realmente, su propietario, un marqués residente en Madrid, no se la quiso vender. Tomás vivía con bastante desahogo, dada su condición, pero sin economizar un ochavo, y a veces un tantico apurado.

Su hija Ángela era una muchachota fresca y robusta, de diez y ocho años, uno más que Rosa, que tenía poco de particular, lo mismo en lo físico que en lo moral. Rafael, un chicuelo de catorce, de pocas carnes y mucha malicia. A Rosa ya la conocemos. Poco más de dos años hacía que estos chicos habían quedado huérfanos de madre, muerta, según decían en la aldea, «de punta de costado y pulmonía.» Desde entonces, Ángela y Rosa quedaron al frente del manejo interior de la casa, lo cual no les excusaba de asistir al trabajo en tiempo de labores, para ayudar a su padre, a Rafael y al criado.

Andrés, con buen acuerdo para sus planes, trató de captarse la amistad de estas personas, y lo consiguió al cabo de pocos días. Escuchaba riendo las chanzonetas pesadas y groseras de Tomás; bromeaba con Ángela, dejando deslizar siempre que podía alguna lisonja, que en el campo, como en la ciudad, producen admirables efectos; contaba anécdotas picantes a Rafael, y le proveía de tabaco; hablaba del tiempo y las labores al criado, una especie de animal tardo y perezoso como el buey y con la testa casi tan dura. En cuanto a Rosa, su conducta era distinta: adoptaba la reserva diplomática y fría de que hacen uso los hombres refinados para vencer a los seres inocentes, y que suele ser de feliz resultado.

Todos le trataban con familiaridad, y hasta parecían haberse olvidado del motivo que le había traído a la casa: tanto cuidado ponía en mostrarse llano y amable. Las tardes lluviosas las pasaba sentado en el escaño de la cocina charlando con la familia, interesándose por las intrigas de la aldea, tan complicadas o más que las de la corte, y dando su parecer acerca de ellas con toda seriedad. D. Félix había prestado 14.000 reales a Juan el tabernero. Todos se mostraban sorprendidos de esta liberalidad, porque Juan no tenía un palmo de tierra donde caerse muerto. El tío Tomás, sin embargo, meneando el fuego con un tizón, decía sentenciosamente: «El hombre que engañe a D. Félix no ha nacido todavía: de alguna parte saldrá ese dinero, aunque sea de las tiras del pellejo del pobre Juan.» Algunas veces se vertían consideraciones filosóficas sobre el mundo y la sociedad: el problema de los intereses materiales era el único digno de atención. El tío Tomás parecía más escéptico y pesimista que Schopenhauer: el pobre siempre debajo, el rico siempre encima; para el pobre los palos, para el rico los gustos: lo único que debía procurarse en este mundo era el hacerse rico. Burlábase zafiamente de los curas; contaba acerca de ellos mil chascarrillos obscenos: no obstante, como todos los aldeanos, era supersticioso, por más que lo ocultaba. Su donaire burdo y soez hería a veces en lo vivo de las ridiculeces humanas: tenía un temperamento observador cargado de malicia: bajo su exterior calmoso y frío se adivinaba un espíritu sagaz y travieso que había carecido de medios para desenvolverse. A Andrés no le era nada simpático; pero tenía sus razones para sufrirle y aun para bailarle el agua.

Cuando estaba bueno el tiempo, solía ir directamente a las fincas donde trabajaban, sin pasar por casa. Allí se sentaba sobre el césped, a la sombra de un árbol, dándoles conversación cuando el trabajo era en los prados, o bien sobre una cesta con la sombrilla abierta, si en los maizales. A veces ponía empeño en ayudarles, tomando el azadón, la pala o la guadaña que le prestaba por algunos momentos el criado o Rafael: acometía con ardor la tarea bajo la mirada burlona de Tomás y sus hijos, que hacían alto para contemplarle: golpeaba con todas sus fuerzas y sin compás alguno la tierra, sudaba, se inflamaba y al poco rato soltaba el instrumento, rendido y jadeante, pálido de fatiga. Hombres y mujeres reían al verle en aquel estado y le aseguraban, bromeando, que no servía para aldeano. Él sostenía que esta fatiga le venía bien; y así era, en efecto; cada vez se encontraba con más fuerza y apetito.

Su reserva y disimulo con Rosa produjeron al fin el resultado propuesto. Aquella fierecilla, cuando vio que no la hacían caso, empezó a domesticarse. Ya no huía cuando él llegaba, ni ponía la cara seria, ni se fingía distraída cuando hablaba. Pasado algún tiempo, concluyó por acogerle con la sonrisa benévola y respetuosa que los demás, y dirigirle la palabra, aunque pocas veces. Hasta se le figuró a Andrés que las preferencias calculadas que otorgaba a Ángela no le hacían mucha gracia. Observando siempre con el rabillo del ojo, advirtió que, cuando se acercaba a aquélla y le hablaba en tono confidencial, Rosa se alejaba con cualquier pretexto. Una vez que llegó hallándose ésta sola en la cocina, al cabo de un instante le dijo en tono indiferente, pero donde se adivinaba algo que a nuestro joven le agradó mucho: «Ángela está arriba.»

Entonces comprendió que era preciso variar de táctica. No le pesó nada, en verdad: al contrario, se imponía extremada molestia para representar su papel de displicente. O Rosa se iba haciendo cada día más graciosa, o a él le iba haciendo cada día más gracia. No podía ver su figura, aunque fuese de espaldas, sin sentir extraordinario deleite; no podía escuchar su voz sonora y cristalina sin conmoverse. Si Rosa hubiera tenido algunas nociones de coquetería, no la hubiera engañado aquel señorito con su cara seria y sus modales diplomáticos: muy pronto advertiría que le temblaban las manos cuando iba a entregarle algún objeto, y se le escapaban de los ojos miradas relampagueantes y codiciosas. La pobre no entendía jota del «arte amatorio,» ni era capaz de ver el doble fondo de las acciones humanas. Tenía diez y siete años; el alma, como si no hubiese cumplido los catorce. La ignorancia, la falta de trato y la vida constante de trabajo habían cubierto los gérmenes de delicadeza artística, de admirable penetración que en toda mujer existen, y les habían impedido brotar. Poseía, sin embargo, una cierta altivez que podía confundirse con la rusticidad, un orgullo salvaje que a veces coloca Dios en las almas inocentes como ángel custodio; arma que el pudor tiene cuando la naturaleza no le ha otorgado el don de la perspicacia. La aspereza de su carácter le había valido la opinión de necia y mal criada, pero la había salvado de un gravísimo peligro; y esto era lo que nadie sabía en la aldea.

Ya que nuestro joven la encontró mejor dispuesta, comenzó a dirigirle a menudo la palabra, tuteándola, por supuesto, como hacen los señores de la ciudad con las chicas campesinas, inventando algunas bromas para hacerla reír, y procurando por todos los medios imaginables captarse su simpatía, aunque dejando aparecer lo contrario. Nada de requiebros, ni mucho menos frases amorosas: comprendía que era espantar la caza, que la fruta estaba muy verde, y que era mejor tener paciencia y sacudir el árbol cuando sazonase. La embromaba con algún mozo que no le pareciese rival temible, improvisaba contra ella de vez en cuando algunas redondillas burlescas, que dejaban sorprendidos y extasiados a todos, muy particularmente a Rafael, que no se hartaba de reír y repetirlas, y contemplar con admiración a Andrés, como si el hacer versos fuese cosa de milagro, y la engañaba siempre que podía contándole alguna estupenda patraña, en medio de la algazara general. En cambio, Rosa, que poseía singular aptitud para remedar los gestos y ademanes de cuantas personas veía, una vez que entró en confianza, se puso a imitar los de Andrés con tal gracia y perfección, que pudiera competir con el mejor cómico de Madrid. Se atusaba el bigote y abría los ojos desmesuradamente lo mismo que él cuando estaba distraído; hacía ademán de meterse las manos en los bolsillos, y se encogía de hombros para remedarle cuando iba paseando; contrahacía su risa, su modo de andar y sentarse, la forma de llevarse el cigarro a la boca. Cuando esto no bastaba para hacerle callar, se burlaba de su extremada delgadez; ponía un palito derecho sobre el escaño y lo tiraba de un soplo, parodiando la poca consistencia del joven; al salir, le abría el ventanillo superior de la puerta, invitándole a pasar por él. Ángela, a veces, la reprendía por su falta de respeto.

De broma en broma llegaron a venir a las manos, esto es, a retozar alegremente donde quiera que se encontraban, generalmente en los prados. Claro es que Andrés en este juego llevaba la peor parte. Si trataba de sujetar a Rosa por las muñecas, ésta de una sacudida se zafaba, dejándole tambaleando; cuando quería pellizcarla, ella a su vez le tenía tan bien sujeto, que le era imposible moverse. No hallaba modo de causarla la menor molestia. En cambio ella, cuando se lo proponía, jugaba con él como el gato con un ratoncillo, le hacía dar vueltas para marearle, levantábale en peso, sentábale siempre que quería y obligábale a ponerse de rodillas pidiendo perdón; todo esto con gran risa y regocijo de los presentes, que animaban a Andrés y le ayudaban de vez en cuando. Rafael se perecía por ver a D. Andrés jugando con su hermana. Ésta mostraba también hallarse en sus glorias retozando; gozaba en correr y brincar como una cervatilla, y en desplegar su prodigiosa agilidad; la rica sangre que corría por sus venas ansiaba el movimiento, y así que lo conseguía, salpicaba de vivo carmín las rosas frescas de sus mejillas. En cuanto se ponía a jugar se embriagaba: más que para vencer a su contrario, atacaba y se movía con vertiginosa rapidez por el placer que esto le proporcionaba. En ocasiones, Andrés se estaba quieto, dejándose atormentar por ella sin compasión por contemplar a su sabor aquel hermoso modelo de mujer, mórbido, exuberante y vigoroso como una Venus del Septentrión, ágil y nervioso como las hijas del Mediodía. Aquella naturaleza virginal como la de un niño, espléndida como una rosa de Alejandría, tan pródiga de lo que a él hacía falta, le fascinaba y le atraía. Era la salud y la belleza confundidas. La primera impresión de agrado que había sentido al verla se dilató con el tiempo, fuese infiltrando, por decirlo así, en su carne lentamente, y concluyó por sojuzgar su temperamento. El contacto frecuente de los juegos y bromas había contribuido a sobresaltarlo. No apreciaba como debía su alma candorosa, ni su innato y vivo sentimiento del pudor, ni su imaginación pintoresca; pero, en cambio, ningún cuerpo mortal fue admirado y deseado con tanta intensidad como el de Rosa, a las pocas semanas de relacionarse con el joven cortesano.

Nada de esto sospechaba ella, porque Andrés tenía buen cuidado de ocultarlo bajo exterior indiferente y jocoso. Para Rosa no era más que un señorito llano y amable que gustaba de jugar con ella y embromarla. Hasta entonces había tenido muy mala idea de los señores. Una vez que había ido a Lada, varios jóvenes que salían de un café le dijeron algunas frases obscenas: otra vez, unos señores que habían venido de caza a Riofrío, hallándola sola en un camino, le dijeron también palabrotas groseras, y uno de ellos se propasó a vías de hecho. Además, en su vida existía cierto acontecimiento, del que hablaremos más adelante, que le daba razón para odiarlos y temerlos. «¡Los señores! Unos puercos todos, sin vergüenza y sin religión,» decía a sus amigas. Andrés, con su proceder comedido, le obligó a rectificar un tanto esta opinión.

Pero aunque se mostrase más delicado que los otros, hay que confesarlo, era de la misma pasta. No había formado plan para seducirla, pero aspiraba a hacerse amar de ella, incitado a la vez de su belleza, que sentía y apreciaba vivamente, ya lo sabemos, y de los obstáculos que su carácter arisco y desdeñoso le oponía. Alguna vez, retozando, la admiración y el deseo que rebosaban del alma habían salido a los ojos; se detenía, quedaba inerte; la contemplaba con mirada húmeda y anhelante, y estaba a punto de flaquear y rendirse a pedirle humildemente un beso de su fresca boca; mas al instante, el temor muy fundado de asustarla y perder su confianza le obligaba a seguir representando el papel de joven aturdido y bromista. Adivinaba que Rosa, colocadas las cosas en el terreno serio, no se dejaría tocar la punta de los dedos.

En una ocasión, sin embargo, no pudo resistir más y se entregó. Fue en las postrimerías de Julio… Estaba Rosa apacentando el ganado de casa, cinco o seis vacas y dos o tres becerros, en un prado de las cercanías. Andrés, que la husmeaba, apareció por allí con la carabina colgada del hombro (la caza era el pretexto que adoptaba para vagar por los contornos siempre que le convenía). Rosa, sentada sobre el césped, miraba con ojos extáticos cómo pastaban las vacas.

– ¿A que sé en qué estás pensando, Rosa?

– ¡Jesús, qué diablo de hombre, me ha asustado!– exclamó la chica volviendo la cabeza.

– Dejémonos de sustos… ¿A que sé en qué estabas pensando?

– ¿En qué?

– Pensabas en Jacinto, el de la tía Colasa.

– Lo mismo que en usted.

– ¡Eso quisiera yo!… Pues mira, me lo he encontrado ayer y le he sacado del cuerpo que te quería. Aconsejele que te lo dijese cuanto más antes y, sobre todo, que hablase a tu padre… Ha quedado en ello.

Rosa, al observar el tono serio en que hablaba, le miró sorprendida. Después, viendo señales de burla en su rostro, hizo una mueca desdeñosa y guardó silencio. A nuestro joven le pareció tan linda en aquel momento, sin saber por qué, que, después de contemplarla extasiado un rato y sentir cierto cosquilleo tentador por el cuerpo, se arrojó a decir en tono de burla, pero con voz temblorosa:

– Tú no quieres a nadie más que a mí, ¿verdad, Rosa?

– ¡Ya lo creo!… Lo mismo que usted a mí.

– ¿De veras?

– ¡Vaya!

El tono de la joven era irónico. Andrés lo advertía con disgusto, porque deseaba tomase sus palabras en serio.

– Yo te quiero mucho, Rosa; más de lo que tú piensas…

– Y ¿para qué me quiere usted?– preguntó volviendo hacia él su rostro y mirándole fijamente.

Andrés quedó un instante suspenso.

– Te quiero… yo no sé por qué te quiero… No lo puedo remediar.

– ¡Ya, ya! ¡Buen truchimán va usted saliendo!… ¡Qué condenada vaca, siempre empeñada en meterse por el prado del tío Fernando!… ¡Garbosa, eh! ¡Garbosa, fuera! ¡Garbosa, aquí!

Viendo que la vaca no obedecía, se levantó y fue a ella corriendo, y la obligó a separarse de la linde. Cuando tornaba, Andrés, que había vuelto un poco en su acuerdo, se levantó y, saliéndola al encuentro y tomándola por las manos, le dijo en broma:

– ¿Conque no me quieres, eh?… Pues ahora vas a quererme a la fuerza.

Y se trabó con ella a brazo partido, queriendo besarla. Rosa se defendió bizarramente, aunque la risa le impedía a veces desplegar todas sus fuerzas. Un buen rato lucharon y retozaron como dos cachorros por el campo. Andrés, no pudiendo de ningún modo acercar los labios al rostro de la zagala, por primera vez perdió el respeto que la tenía y trató de hacer uso brutal de las manos. Rosa se formalizó de repente y le rechazó con violencia. Pero él, sin hacer caso de esta vigorosa advertencia, se obstinó en el primer intento. Ella entonces, encolerizada, le arrojó al suelo, y echándole las manos al cuello y apretándoselo más de la cuenta, le preguntó severamente:

– ¿Volverá usted a hacerlo? ¿volverá usted?

Andrés dijo que no, y pudo levantarse. Pero estaba tan irritado, que fue a buscar en silencio el sombrero que se le había caído, recogió también la carabina y se marchó sin despedirse.

Ni al día siguiente ni en otros tres pareció por el molino. Su desabrimiento en parte era verdadero, en parte fingido. Conveníale saber si Rosa sentía por él algún interés o simpatía, y ningún medio mejor para averiguarlo. Ocho días determinó pasar sin visitarla; pero al quinto ya no pudo contener su impaciencia: así que comió, lanzose al campo con la escopeta al hombro, resuelto a ver a Rosa. Por disimular no fue directamente al sitio donde aquellos días solía estar apacentando el ganado. Tomó el camino del monte y ascendió por él buen rato. Cuando juzgó el momento oportuno, comenzó a descender lentamente hacia el prado consabido, que estaba en la falda de la montaña. No tardó en columbrarlo desde lo alto. Era un campo de figura irregular, más verde que los contiguos por tener riego, todo él circuido por dos filas de avellanos, cuyas ramas, saliendo de la tierra en apretado haz, tomaban la forma de enormes ramilletes. La figura de Rosa sentada en medio y la de las vacas que, diseminadas, mordían tranquilamente la yerba, resaltaban como puntos negros sobre el verde claro del césped. Buen trecho antes de llegar disparó un tiro, como si en efecto anduviese de caza, mas en vez de preparar con esto el encuentro y hacerlo más casual, lo echó a perder. Rosa, advertida de su presencia, fuese corriendo a ocultar entre los avellanos de las lindes. Cuando bajó hasta tocar en ellas y echó una mirada al prado, no vio más que a las vacas. Su dignidad no le permitía ponerse a buscar a Rosa. Así que, después de descansar breve rato con la carabina apoyada en la sebe, afectando distracción y fatiga, tuvo mal de su grado que alejarse, sin conseguir lo que se había propuesto, el paso tardo, el ánimo caído.

Ya se hallaba a regular distancia, y cerca de perder de vista el venturoso prado, cuando la voz de Rosa rompió el silencio de la campiña, entonando una de las melodías largas y melancólicas del país. Detuvo el paso, y sonrió maliciosamente. Después, poquito a poco, deshizo el camino andado y se acercó de nuevo a la sebe. Pero en vano se estuvo allí plantado otro buen rato, apoyándose en la carabina, en actitud meditabunda. Rosa no tuvo a bien presentarse. Otra vez se vio precisado a marcharse, ahora más descontento y cabizbajo.

Al llegar al sitio de antes, Rosa volvió a cantar. Entonces el joven cortesano entendió, con deleite, que se trataba de un juego: la coquetería no podía adoptar forma más inocente y sencilla. Y sin vacilar tornó a paso vivo, saltó al prado y comenzó a registrarlo escrupulosamente.

– Rosa… Rosa… ¿Te escondes de mí, pícara?… Ya parecerás, a no ser que te hayas metido en un agujero, como los grillos.

Al cabo la halló agazapada al lado de un avellano. Al verse descubierta, hizo una graciosa mueca de enfado.

– ¡Déjeme usted, D. Andrés… déjeme usted!

Y corrió de nuevo a ocultarse en otro sitio. Andrés la siguió.

– Eso no vale… ya estás descubierta.

Tornó a hallarla en la misma posición que antes, metida dentro del canastillo de ramas de otro avellano. La mueca que entonces hizo fue más expresiva, ejecutando visibles esfuerzos para enfadarse.

– ¡Vamos, D. Andrés, déjeme usted!… ¡déjeme usted!

Y viendo que el joven se acercaba a cogerla:

– ¡Déjeme usted, caramba!… ¡Qué pesadez!… ¡No quiero bromas con usted!

– ¿Y por qué no quieres bromas conmigo, Rosa?– repuso él, avanzando en actitud humilde.

– Porque no… Márchese usted.

– ¿Me despides?

– Sí.

– Esa es una falta de cortesía.

– ¡Bien… mejor!…

– Y tú, que eres una chica amable y bien educada, no serás capaz de cometerla; estoy seguro de ello.

– ¡Qué pez me ha salido usted!– dijo ella clavándole una mirada entre respetuosa y burlona.

– No sé por qué dices eso— repuso él con fatuidad.

– Vamos, déjeme en paz y váyase a cazar.

Y al decir esto, fuese a sentar un poco más lejos. Andrés la siguió, y se sentó silenciosamente a su lado. Los dos se miraron un rato, pugnando para no reír.

– Las manos quietas, ¿eh?– preguntó ella.

Andrés contestó afirmativamente con la cabeza.

– ¡Vaya, vaya con D. Andrés! ¡Tan bueno y encogido como parecía! ¡Pues no va sacando poco los pies de las alforjas!

– Querrás decir las manos.

– Eso es, las manos… ¡cierto!– repuso soltando a reír.

– Pues bien, las volveré a meter si tú me lo mandas. Yo no puedo hacer nada que te disguste… Te quiero demasiado para ello…

– Poco se conoce.

– ¿Pues?

– Cuando se quiere a las personas, se las viene a ver…

– No ha sido por falta de voluntad… Estos días he tenido muchísimo que hacer— dijo él, relamiéndose interiormente por el triunfo que empezaba a vislumbrar.

– No crea usted que a mí se me importaba nada… Solamente que mi padre me decía: «¿Cómo no viene D. Andrés ahora?» y todos los de casa lo mismo. ¡Como si yo tuviese obligación de saber porqué viene usted o deja de venir!

– Pues bien sencillo es saber por qué vengo…

No se dio por entendida, y siguió mirando fijamente al suelo. Después de esperar en vano la pregunta, Andrés dijo en voz más baja, donde se traslucía la fuerza del capricho:

– Si vengo es por ti, exclusivamente por ti.

La pastora soltó una carcajada de burla para disimular la emoción placentera que estas palabras le causaron. El rubor subió a sus mejillas.

– Y cuando no viene usted, ¿por qué es?

– También por ti.

– ¿Sabe usted que tiene gracia eso? Cuando viene es por mí, y cuando no viene también…

Andrés le explicó, riendo, esta contradicción. El día pasado había creído que, lejos de serle simpático, ella le odiaba: por eso se había estado tanto tiempo sin venir a visitarla: no le gustaba relacionarse sino con las personas que le querían. Después se puso a recordar las circunstancias con que la había conocido, las misas que había oído sin atención por mirarla…

– Sí, sí, ya me acuerdo… Yo decía: ¿Pero qué mirará ese señorito?

– Y del desaire que me hiciste en la romería, ¿te acuerdas, pícara?

– ¡Vaya si me acuerdo! ¡Me dio una rabia cuando usted vino a sacarme!

– ¿Por qué?

– Por las demás, que me llamarían tonta viendo que un señorito me prefería.

– La verdad es que entonces no me tenías muy buena voluntad, ¿eh, Rosa?

– Verdad que no.

– ¿Y ahora?

– Ahora… ahora… ahora… ¿qué sé yo? ¡Qué preguntas tiene usted, D. Andrés!

La zagala hizo un gesto de impaciencia. No estaba en su naturaleza, arisca y desdeñosa, el confesar sus sentimientos. Por algo sus hermanos, cuando reñían con ella, la apellidaban «cardo» y «puerco-espín.» Andrés, que la iba entendiendo, no insistió, y mudando de conversación, procuró hacerla reír recordando las simplezas del criado o algún dicho malicioso de Rafael. La charla entonces se animó. Rosa contaba con gracia mil pequeños episodios de la vida de la aldea, describiendo con pintoresca, ya que no correcta, expresión los tipos y las actitudes. Andrés, la mayor parte del tiempo, no atendía al argumento del discurso por contemplar más a su placer el juego expresivo y gracioso de su fisonomía, sus ojos brillantes, su boca virginal, los movimientos vivos, resueltos, de su cuerpo, mórbido y exuberante de vida.

Pero esta charla interminable de una parte y esta contemplación extática de la otra, cesaron súbitamente. Detrás de ellos, una voz irritada de hombre profirió terribles blasfemias, que les hizo volver la cabeza con espanto. En pie, cerca de ellos, con una hoz en las manos, vieron a un paisano viejo, la faz demudada, los ojos inyectados en sangre por la cólera, el cual, encarándose con Rosa, vociferó más que dijo:

– Oye, grandísima pendona, ¿no te he dicho ya que si la vaca volvía a saltar a la tierra te iba a cortar las orejas?… ¿Sabes que me están dando intenciones de hacerlo para que aprendas de una vez a tener más cuidado, mala cabra?

Andrés, repuesto de la sorpresa, se puso en pie vivamente, y con palabra y actitud enérgicas se dirigió al aldeano:

– Lo primero que usted va a hacer es hablar como se debe, ¿lo oye usted?

El paisano quedó sorprendido a su vez de este exabrupto, se puso más pálido y, mirándole con extraña fijeza, balbució humildemente:

– Yo… hablo… como debo.

– No habla usted tal.

– Yo no me meto con usted… no se meta usted conmigo… La vaca me está causando todos los días perjuicios…

– Pues quéjese usted al juez.

– Antes de quejarme al juez, he de arreglar a esa grandísima…

– Ya se librará usted de hacerlo.

– Lo veremos.

Y el aldeano se alejó lentamente, murmurando amenazas salpicadas de groseras interjecciones. Cuando ya estaba a alguna distancia, se volvió y dijo en tono más alto:

– Si esa desvergonzada no estuviese haciendo porquerías con los señoritos, las vacas no saltarían del prado.

Andrés se enfureció al oír esto, y recogiendo velozmente la escopeta del suelo, hizo ademán de apuntarle. En las aldeas, las armas de fuego inspiran un terror supersticioso. El aldeano, al ver el cañón frente a sí, se asustó mucho y comenzó a gritar, extendiendo las manos hacia Andrés:

– ¡No tire usted, señorito! ¡no tire usted, señorito!

El joven bajó el arma y le dejó marcharse.

Cuando se volvió hacia Rosa, la encontró riendo por el terror del paisano. Sin embargo, no tardó en ponerse seria y en decirle gravemente:

– Ya lo acaba usted de oír, D. Andrés. Lo que ha dicho el tío Fernando no crea usted que sea cosa de él solamente. En el pueblo lo habrá oído… Me está usted causando mucho daño… Hágame el favor de marcharse…

Andrés trató de persuadirla a que despreciase el dicho del aldeano, inspirado sin duda por la cólera; pero fue en vano. Ella sabía mejor lo que pasaba en el pueblo; no quería verse en lenguas de la gente. El joven se vio obligado a despedirse.

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Ilmumiskuupäev Litres'is:
30 august 2016
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