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Loe raamatut: «El idilio de un enfermo», lehekülg 7

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Algunos días después de este suceso, a la hora de salir Andrés de casa por la tarde, su tío le retuvo, diciéndole con solemnidad inusitada:

– Andrés, necesito hablar contigo.

El joven dejó otra vez el sombrero encima de la mesa, y mirando con sorpresa al cura se sentó.

– No, no, mejor es que salgamos de paseo; el asunto es delicado, y por esos andurriales podremos hablar a nuestras anchas.

– Como usted quiera.

Cogió el párroco su bonete, echose el balandrán sobre la sotana con peligro inminente de asarse vivo, y sacando de un rincón de la sala el tremendo cayado en que solía apoyarse, fue a avisar a la señora Rita de que salía.

– ¿Adónde?– preguntó ésta, malhumorada.

– Voy de paseo un rato con Andrés.

– De paseo… de paseo… ¡dichoso paseo!… Y yo aquí espera que te espera, a que le dé gana de tomar el chocolate.

– No te apures, mujer… Procuraré venir a tiempo.

– No, por mí puede quedarse por allá… Haré el chocolate a la seis, y lo dejaré quemarse al rescoldo…

El cura de Riofrío quedó anonadado. La perspectiva de un chocolate con tela por encima y requemado le aterró.

– No hagas tal, mujer, no hagas tal… Vendré a tiempo.

– Ya le digo que a mí no me importa, que se quede por allí si gusta…

– Pero, mujer, no te sulfures por tan poco… Has de ser razonable.

– Yo soy como Dios me crió… y usted también… Pero no he de estar hecha una esclava todo el santo día al pie del fogón, sin poder disponer de un minuto…

– Bueno… bueno… bueno: entonces me quedaré en casa… no hay nada perdido, mujer.

– No, señor, no; váyase con el sobrino de paseo, que aquí queda la esclava tostándose la piel, hasta que al señor se le antoje sacarla del fuego.

– Vamos, mujer, no te incomodes… me quedaré…

– ¡Si no me incomodo! ¡Incomodarme yo!… ¡Anda, anda, pues buena soy para incomodarme!… Váyase, váyase cuanto antes con el sobrino…

El párroco, viendo que la tormenta arreciaba y que no había esperanza de conjurarla de ningún modo, después de vacilar algunos instantes, giró sobre los talones y salió de la cocina con el semblante encendido. Andrés le esperaba a la puerta de casa. Cuando estuvieron a algunos pasos de ella, el cura dijo con terrible entonación «que las mujeres eran todas unas bestias.» Andrés no se atrevió a preguntar el motivo que tenía para pronunciar este dictamen tan desfavorable al bello sexo, aunque lo sospechaba. Algunos pasos más lejos, dijo «que era mejor tratar con las vacas que con ellas.» El mismo silencio por parte de Andrés. Por último, el cura declaró «que había hecho muy bien un filósofo, no sabía cuál, en llamar a la mujer ánima imperfecta, porque, en efecto, ninguna tenía las facultades cabales.» Ya que se hubo desahogado un poco de esta suerte, quedó más tranquilo. Y el paseo continuó sin nuevas interrupciones.

Estaba la tarde serena. El sol molestaba todavía bastante, por lo cual, después de bajar al pueblo, eligieron el camino sombrío que conducía a la montaña por una cañada paralela a la del Molino. Marchaban pareados, a no ser cuando el camino era demasiado estrecho, que iban uno en pos de otro. Andrés, que abrigaba vehementes sospechas, muy próximas a la certeza, de lo que su tío quería decirle, trataba, por cuantos medios hallaba, de divertirle de su propósito. Preguntábale a cada paso a quién pertenecían las fincas que dejaban a los lados; se enteraba menudamente de la riqueza de cada vecino, de la forma del cultivo, de las vicisitudes agrícolas de los años anteriores. El cura respondía de buen grado a la granizada de preguntas que el sobrino le disparaba: hasta parecía complacido de mostrar sus conocimientos en el cultivo y valor de las tierras. Cuando la conversación aflojaba, Andrés hacía supremos esfuerzos para reanimarla.

Mas llegó un momento en que fue preciso hacer alto. La montaña estaba delante, y el camino comenzaba a ser harto pendiente y agrio para un paseo higiénico. D. Fermín propuso descansar en un bosquecillo de robles que señoreaba el camino: subieron a él y se sentaron. «Ya estoy cogido; preparémonos,» pensó Andrés. El cura se limpió el sudor del rostro y del cuello con un desmesurado pañuelo de yerbas, se sonó después con horrísono trompeteo, dijo tres o cuatro frases insignificantes a propósito del calor y la humedad, y por último, encarándose con su sobrino y clavándole sus ojos grandes, redondos y saltones como los de los cíclopes, y tan fogosos, le dijo pausadamente, dejando caer las palabras graves y solemnes como las campanadas de un reloj de torre:

– Tengo entendido, Andrés, que visitas con harta frecuencia la casa de Tomás el molinero; que te pasas allí las horas muertas… Me han dicho además que el motivo de estas visitas es una de las muchachas, la más joven, a quien al parecer haces cocos… Esto me disgusta, Andrés; mucho me disgusta. Tú no has venido aquí a hacer cocos a las muchachas, me entiende usted, sino a robustecerte… Yo no te digo que hagas vida de fraile; cada edad pide lo suyo. Los jóvenes deben divertirse y gozar y hasta hacer diabluras… perooo (aquí una pausa) pero con su cuenta y razón… En esta aldea no tienes, me entiende usted, muchachas que puedan emparejar contigo… Yo no quisiera por nada en el mundo que pasases entre mis feligreses plaza de calavera, ni mucho menos que te metieses en algún belén que acarrease disgustos a todos… El ponerte a cortejar a una pobre aldeana podrá parecer mal a muchos… Acaso alguno creerá que llevas intención perversa… En fin, que no está bien. La muchacha con quien hablas es una criatura inocente, me entiende usted, y cándida como una paloma… Yo la estimo a ella y a toda la familia… La he confesado desde chiquita… Sentiría que con tu labia de madrileño turbases el alma de esa pobre niña…

– ¡Pero, tío, si no hay nada de eso que usted piensa!… Son chismes de lugar… Entro en casa de Tomás como en otras muchas del pueblo… Es verdad que bromeo algunas veces con Ángela y Rosa, pero sin dirigirme en particular a ninguna…

– Bien, bien… celebraré que así sea… A mí no me consta; me lo han dicho… Pero, de todos modos, te aconsejo que obres con prudencia y procures, me entiende usted, no dar motivo a que la gente murmure… Habla con todas las muchachas y bromea cuanto quieras, pero no te particularices… ¡Nada de particularizarse!…

Siguió D. Fermín dándole consejos otro ratico. El joven los escuchó pacientemente, puesto que una vez que otra le interrumpía para deshacer algún error o disculpar su proceder. Cuando el tema ya no dio más de sí, se levantaron, cambió la conversación, y paso tras paso llegaron hasta la rectoral. El cura subió a tomar el chocolate y Andrés se volvió al pueblo, por no querer meterse tan temprano en casa.

No dejaron de hacer mella en el joven las palabras de su tío. Allá en el fondo ya hacía algún tiempo que pensaba lo mismo y se dirigía idénticas recriminaciones. Los devaneos que traía con Rosa, por más que no fuesen guiados de una intención malévola, de sobra comprendía que no podían acarrear a la chica más que disgustos. Cuando menos la colocaban en mal lugar a los ojos de los vecinos, la estorbaban para hallar otro novio más adecuado y conforme a su clase. Los mozos en las aldeas se alejan, con razón, de las muchachas festejadas de los señoritos.

Por otra parte, sentíase cada vez más aprisionado en las redes de aquel capricho, que podía muy bien transformarse en pasión verdadera.

Las gracias corporales de Rosa le habían dado golpe desde que la vio; mas ahora, la viveza de su genio, su natural tímido y bondadoso con apariencias de desenfadado y huraño, la frescura de su misma ignorancia, le iban cautivando en demasía. Cuanto más tiempo pasase, más dificultoso le sería romper el encanto. «Nada, nada, es necesario cortar esto de una vez. Ya me encuentro bastante fuerte: dentro de algunos días tomo el camino de Madrid,» se dijo mientras bajaba con lento paso, la cabeza baja, los ojos en el suelo, hacia el lugar. Pero al poco trecho se hizo otra reflexión, que vino a modificar la primera algún tanto. «En Madrid aún debe de hacer mucho calor: mejor será que aguarde hasta entrado el otoño; mientras tanto, haré lo que mi tío me ha dicho; frecuentaré menos la casa, y procuraré distraerme de otro modo. Por de pronto, hoy no voy allá.» Caminó con esta resolución en la mente un espacio de cien varas lo menos. Parecía irrevocable. A las cien varas, no obstante, se dijo, levantando la cabeza: «Y al cabo, ¿qué importa que vaya o deje de ir unos cuantos días más? De todos modos, poco después de marcharme, nadie se acordará de tales tonterías, y Rosa seguirá siendo la misma para todos. Lo que interesa es tener fuerza de voluntad para no enamorarse realmente… Y la tendré.»

Bien pertrechado de esta fuerza de voluntad, que procuraba administrarse a grandes dosis por medio de oportunas reflexiones, caminó con paso rápido la vuelta del Molino, cruzando el pueblo y entrando en la cañada. Después de marchar algún trecho por ella, vio a lo lejos, no muy apartada de la casa de Tomás, a una mujer que iba en la misma dirección con una herrada sobre la cabeza. Por la figura y el modo de andar, más que por el traje, pues las aldeanas se visten generalmente de la misma manera, imaginó que era Rosa. Aceleró el paso y, acercándose más, pudo cerciorarse de que no se había equivocado. Entonces corrió sobre la punta de los pies, para no hacer ruido, hasta colocarse detrás de ella, y la sujetó suavemente por los hombros.

– ¡Vamos, vamos, poca broma, D. Andrés!– exclamó ella riendo.

Aquél persistió en sujetarla.

– ¡Que voy a tirar la herrada, déjeme usted!

No obedeció.

– ¡Que la dejo caer sobre usted!

En los movimientos que hizo para desasirse, la herrada se tambaleó y soltó buena parte de agua, que vino a dar sobre el rostro y cuello de la joven. Al sentir la frialdad, dejó escapar un grito.

– ¡Pobrecilla! ¿Te has mojado? Perdóname— dijo Andrés realmente compadecido.

Y sin poder resistir la tentación, sujetola un instante por los brazos y la dio un fuerte beso en la mejilla húmeda y brillante.

– ¡Eso es peor!… Vamos, déjeme usted… ¡Cómo se conoce que traigo la herrada!… Déjeme usted llevarla a casa, y veremos si después hace burla de mí.

– ¿Prometes volver?

– Tengo que ir a la fuente por el jarro de agua para la cena.

– ¿Y ésta que traes?

– Es del río.

– Bien; entonces, ¿para qué he de entrar en casa? Te aguardo; ven pronto.

Sentose el cortesano sobre una de las paredillas del camino a esperar. No tardó mucho en aparecer de nuevo Rosa con un jarrito de barro negro en la mano. Y, sin acordarse del desafío, se emparejaron, enderezando el paso hacia la fuente.

Por el camino le fue contando Andrés cómo su tío le había impedido venir primero, aunque sin dar cuenta de la conversación que con él había tenido. Rosa le explicó lo que había hecho en el día. Por la mañana había ido con Rafael a un castañar en busca de hoja para lecho del ganado; después había estado en el molino limpiando centeno; así que comió tuvo que ir a la Formiga, lugar bastante alto de la misma parroquia, por un celemín de maíz para molerlo.

– ¡Qué lástima que yo no lo hubiese sabido!

– ¿Para qué?

– Para acompañarte.

– No me gustan los acompañamientos… y más por esos sitios… ¿No ve usted que todo el mundo me conoce, y se reirían al verme con un señorito?

Andrés dijo que al primero que se riese le rompería la cabeza. Rosa sostuvo que no había motivo, que cada cual podía reírse cuando bien le antojara.

La fuente estaba un poco apartada del camino, en una hondonada sombreada de arbustos y zarzas. Bajábase a ella por un sendero empinado y resbaladizo. Mientras el jarro se atracaba de agua lentamente con el hilito que caía de la canal, los jóvenes se sentaron en un banco tosco de piedras, y continuaron su charla, entreverada de risa. Andrés sostenía con formalidad que iban aumentando mucho sus fuerzas con el ejercicio, que levantaba ya una porción de libras más a pulso. Rosa se burlaba de este aumento: cada cual tenía las fuerzas que Dios le había dado: no quería creer en la eficacia de la gimnasia, que el joven trataba de explicarle con calor. Quiso que ella le apretase la mano, a ver quién resistía más. El orgullo le impidió chillar, aunque buenas ganas se le pasaron de hacerlo. En cambio, ella no aguantó el apretón sin decir «¡basta!», lo cual llenó de regocijo al joven, a quien hacía sufrir la superioridad muscular de una mujer, por más que fuese aldeana.

Al tiempo de recoger el jarro, jugaron con el agua. Ella le salpicó la cara para vengarse de lo que antes le había hecho. Él arrojó desde lejos una piedra al charco, y consiguió mojarla bastante. Entonces ella corrió a él velozmente, y le paseó repetidas veces las manos mojadas por el rostro. Andrés luchó débilmente por desasirse. El contacto de aquellas manos, un poco deformadas por el trabajo, morenitas y regordetas, le causó exquisito deleite. Cansado de jugar, se sentó y atrajo suavemente hacia sí a la joven por la punta de los dedos. Rosa tenía arremangada la camisa y lucía unos brazos redondos y tersos que, si no eran modelo acabado de perfección escultórica, no dejaban por eso de ser bellos. Andrés sacó el pañuelo, los secó esmeradamente, y después de acariciarlos algún tiempo con la vista, se resolvió a besarlos. La aldeana le dejó hacer, sonriente y sorprendida de que un señorito se humillase a posar los labios en sus rudos brazos de labradora.

– Vamos— dijo al fin,– voy a recoger el jarro, que ya está oscureciendo.

Subieron de nuevo por el senderito al camino real, y tornaron a emparejarse. Andrés le propuso que fuesen de bracero, como los señores en la ciudad, y viéndola suspensa, sin saber en qué consistía, se lo explicó prácticamente. La zagala lo encontró muy gracioso. Se dejó conducir de este modo, soltando a cada instante frescas carcajadas, y haciéndole mil preguntas acerca de las costumbres cortesanas.

El camino estaba solitario. Mas al doblar uno de sus recodos, tropezaron de frente con un hombre, vestido de modo singular en aquel país, con levita negra de alpaca, pantalón y chaleco blancos y sombrero de jipijapa. Era D. Jaime, el tío de Rosa. Ésta, al divisarlo, se apartó bruscamente de Andrés, con señales de grande turbación. D. Jaime, que tuvo tiempo para verlos perfectamente, los saludó con voz melosa y dejo americano.

– Buenas tardes, señores… ¿Vienen de dar un paseíto, verdad? Está bien… la tarde convida.

– No, señor; no venimos de paseo— dijo Andrés.– Encontré a Rosa en la fuente, y la venía acompañando hasta su casa.

– Está bien, señor, está bien. Las jóvenes andan mal solas a estas horas por los caminos… Vengo de tu casa, Rosita: estuve un momentico charlando con Ángela y con Rafael…

Rosa se contentó con sonreír, toda ruborizada aún.

– Vaya, no les quiero interrumpir… Sigan, sigan adelante… Hasta otro ratico.

Y D. Jaime se alejó en dirección al pueblo, mientras su sobrina y Andrés siguieron hacia casa. Después de este encuentro, cesó por completo la alegría de aquélla: quedó pensativa, inquieta. Fueron vanos todos los esfuerzos de Andrés por hacerla reír. Hasta se le figuró que estaba un poco trémula.

– Vamos, chica, no te apures tanto porque tu tío nos haya visto de bracero… Después de todo, aunque se lo dijese a tu padre, no es ningún delito.

Rosa negaba estar apurada, pero su silencio obstinado y la prisa por llegar a casa decían bien claro lo contrario. Al llegar a casa, se despidieron. Andrés la instó de nuevo para que desechase todo temor. Ella repitió lo mismo: que no tenía ningún miedo, pero que era ya casi noche y de seguro la esperaban para cenar. Y después de prometer Andrés volver al día siguiente, se separaron, dándose un largo y afectuoso apretón de manos.

Era la hora del crepúsculo, tan suave y melancólica en el campo. Las montañas que cerraban el valle perdían su relieve, ofreciéndose a la vista como informes y monstruosos bultos. El pedazo de cielo que dejaban ver reflejaba débilmente la luz moribunda del sol, puesto ya hacía bastante tiempo, y rompiendo a duras penas esta cárdena luz, comenzaban a brillar algunos tímidos luceros. Extinguíanse los rumores que las faenas agrícolas despiertan en semejante hora. Ya no chillaban los carros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de los paisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban las esquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentir cerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de un aldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia. El rumor creciente, avasallador, de los insectos se había apoderado de la atmósfera enardecida. El grito suave, límpido, aflautado, del sapo rompía una que otra vez la monotonía de este rumor confuso y mareante.

Andrés caminaba hacia la rectoral, lentamente, con el sombrero en la mano para mejor refrescarse, gozando una vez más la poesía encerrada en aquel estrecho valle, el amable sosiego que reinaba en la campiña, la exquisita dulzura de aquella hora plácida y serena. Al principio, cuando tornaba de la casa de Rosa, sentía algún miedo y caminaba con más presteza; mas ahora con la salud le había entrado también confianza en sí mismo; creíase bastante fuerte para tumbar a cualquiera de un garrotazo, y de vez en cuando, para cerciorarse de ello, hacía furiosos molinetes con su bastón de acebo. En los intermedios marchaba tranquilamente, dejando vagar su mirada por los contornos indecisos de los montes y los árboles, y el pensamiento correr libremente por los recuerdos placenteros del día o de otros anteriores. No pocas veces le tiene arrancado a este dulcísimo embeleso el repique lento, argentino, melancólico, de las campanas de la iglesia, doblando a la oración. Sus ecos vibrantes y armoniosos despertaban un instante la campiña dormida y se perdían después como blando suspiro en los senos oscuros de los castañares y en las quebraduras de las rocas.

Iba, pues, el joven cortesano emboscado en sus meditaciones, cuando delante de él, de uno de los lados del camino, se alzó una sombra que al instante tomó la forma humana. Y de esta forma salió poco después una voz que dijo prosaicamente:

– Buenas noches.

El joven había echado un paso atrás y apretado con fuerza su bastón. Al escuchar el saludo se tranquilizó de un modo y se inmutó de otro; porque al momento logró reconocer el que tan inopinadamente le cortaba el paso; el cual no era otro que el americano D. Jaime, a quien había saludado no muchos minutos antes cerca de la casa de Rosa.

D. Jaime se apresuró a explicar el encuentro.

– Me había sentado un momentico a descansar… La tarde está tan grata que no apetece meterse en casa, ¿verdad, señor?

Andrés, que había vuelto en sí perfectamente, puso en duda esta explicación en el fuero interno; pero se limitó a contestar:

– Sí que está muy hermosa… la noche, no la tarde. Pero a mí me espera mi tío para cenar, y no puedo disfrutar de ella… Conque hasta la vista, don Jaime.

– Aguárdese un instante, señor, que caminaremos juntos… Yo también me voy hacia la posada, porque al fin la cena es lo primero, ¿verdad?

Andrés contestó no muy satisfecho:

– ¡Claro!

Y se emparejaron, marchando por el sombrío y desigual camino de la cañada en dirección al pueblo.

– Usted, señor, estará encantado de este país, ¿verdad?

– Mucho.

– ¡Tan pintoresco, tan verde, tan frondoso!… Y luego con estos aires tan saludables que aquí se respiran… Usted se ha puesto muy bueno, señor… parece otro.

– He mejorado bastante; es cierto.

– No hay como la buena vida y no acordarse de los negocios… Los trabajos de cabeza concluyen con la persona… A mí me han hecho mucho daño también.

«¿Qué trabajos de cabeza habrá tenido este mercachifle estólido?» dijo Andrés para sí, y en voz alta:

– Tiene usted razón, los trabajos intelectuales debilitan: en cambio el ejercicio corporal y la vida del campo obran milagros.

– Así es, señor, así es. Pero a los jóvenes les cuesta trabajo llevar esta vida sencilla. A mí, que ya soy viejo, no me importa… Pero usted no sé cómo puede vivir sin sus teatros y sus cafés y sus círculos de personas instruidas con quien poder hablar de ciencias… y saber lo que pasa en la política.

– ¡Oh, perfectamente! Crea usted que lo paso a maravilla.

– Eso consiste en que sabe buscarse distracciones agradables, aunque sea entre estas breñas…

Andrés se puso en guardia observando el tonillo zalamero de estas palabras y la risita falsa que las acompañó.

– Nada de eso. Mis distracciones son idénticas a las de usted y a las de todo el mundo.

– Vamos, señor, no diga eso por Dios. Ya sabemos que trae a todas las chicas del lugar revueltas con sus palabritas de miel. En particular mi sobrinita Rosa no puede ocultar que está chaladita la pobre.

«Este tío me quiere tirar de la lengua; ya comprendo por qué me esperaba,» pensó Andrés.

– ¡Bah! el bromear y reírse con las chicas, lo hago yo y lo hace usted y lo hacen todos. Es una distracción que en ninguna parte deja de haber.

– Mucho que sí, señor, mucho que sí; pero las bromitas de un joven tan bien parecido, tan elegante y chistoso como usted suelen traer otro resultado que las nuestras.

– Mil gracias, D. Jaime, es favor. Yo pienso que cuando las bromas son inocentes, ni las de unos ni las de otros producen resultado alguno.

– Eso lo dice, pero no lo piensa. Ningún mozo del pueblo ni de los contornos ha conseguido amansar a mi sobrinita Rosa más que usted… Era una cabra montés, y usted la ha puesto blanda y amorosa como una gatita…

– ¡Qué tontería! Ni yo hablo con Rosa de otro modo que con las demás jóvenes del pueblo, ni ella se habrá fijado en mí más que en cualquier otro hombre.

– La verdad es que ha tenido muy buen gusto, señor… Rosa es un pimpollito muy fresco y muy apetitoso— dijo don Jaime, como si no hubiese oído las palabras de Andrés.

– En efecto, es una muchacha muy linda y graciosa… pero yo nunca la he hablado más que como un buen amigo… lo mismo que a su hermana Ángela…

– ¡Qué raticos tan agradables habrá pasado cerca de ella después que la ha puesto mansita!

– ¿Pero no le digo a usted, hombre de Dios, que no tengo con Rosa más relaciones que las de pura amistad?– dijo Andrés bastante picado.

– No se incomode, señor, no se incomode… Ustedes los jóvenes de la corte son aficionados a divertirse cuando se les presenta ocasión. Nada tiene de particular que juegue y se divierta un poquito con Rosita…

– Yo no me divierto ni juego con Rosa: la trato como a una niña muy decente, hija de una familia a quien estimo… Para jugar y divertirme en el sentido que usted parece indicar, busco otra clase de mujeres.

– ¡Vamos, señor— replicó el indiano con acento insinuante y meloso,– que ya se le escapará de vez en cuando un abracico… y algo más!

– Señor D. Jaime, me está usted ofendiendo. Repito a usted que no se me ha pasado por la imaginación nada semejante a eso… Y me sorprende que usted haga a su sobrina también la ofensa de creer que pueda sufrirlo…

– Es una broma, señor, no se ofenda… Como no teníamos de qué platicar, se me ocurrieron estas niñerías por pasar el rato. Ya sé yo que usted es incapaz… y que Rosita, aunque un poco viva de genio, está bien educada por su padre…

– Me alegro de que usted no piense tales disparates… y si los piensa, peor para usted que se equivoca.

El indiano pidió perdón de nuevo. Andrés disertó otro poco contra la chismografía del pueblo; y en estos dimes y diretes dieron sobre él, con lo cual nuestro joven cortó repentinamente y muy a su placer la conversación.

– Vaya, D. Jaime, yo sigo a la rectoral; hasta la vista.

– Vaya con Dios, señor; páselo bien.

Subió el joven madrileño malhumorado y cabizbajo el repechito que le quedaba hasta la casa de su tío, y mientras se iba acercando lentamente a ella, no dejaba de preguntarse con alguna inquietud: «– ¿Por qué habrá querido sonsacarme ese bergante?»

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Ilmumiskuupäev Litres'is:
30 august 2016
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