Loe raamatut: «Este morir a gotas»
Primera edición, noviembre de 2010
Director de la colección: Alejandro Zenker
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Coordinadora de edición digital
Diseño de portada: Luis Rodríguez
Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker
Modelo: Laetitia
Este libro se desprende del proyecto fotográfico titulado “La escritura y el deseo”, en el que Alejandro Zenker convocó a novelistas, poetas, cuentistas y creadores para fotografiarlos frente, detrás y alrededor de una mujer desnuda, como encarnación de sus deseos, como provocación, como estímulo.
© 2010, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.
Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos
Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657
ISBN 978-607-8312-39-9
Hecho en México
Caprice murió de una sobredosis de heroína
cuando supo que iba a ser padre.
La madre era una actriz lesbiana de un centro
nocturno de París.
Örjan Kristenson, a propósito
de la fotografía de Christer Strömholm.
A la Verga.
Prólogo
Pé de J. Pauner1
Fue a principios del siglo xx cuando Alfred Jarry introdujo el término merdre (del francés merde, en español mierdra) en el teatro. Y, de alguna manera, lo cambió. La obra teatral de Jarry, Ubu rey, y sus secuelas, basada en la obra infantil de los hermanos Charles y Henry M. del Liceo de Rennes, es una refundición un tanto alterada del original. Este último, que a decir de varios biólogos del comportamiento y psicólogos del acontecer infantil, aporta mucha luz sobre el proceso mental que los niños aplican en sus juegos. El autor de Este morir a gotas2 no introduce un término nuevo (vergra), sino que utiliza de manera consciente (lúdica) una palabra que en estos momentos de pornocracia y fatalismo (moral y económico) cobra gran popularidad entre los chavales mexicanos (junto con el más socorrido “buey”), y que la enana protagonista de esta narración (modelo de infancia corrompida) suele introducirse en la boca (si bien un tanto reticentemente, que hay que guardar las formas, tras un poco de labor de convencimiento).
Porque verga es la palabra (estuve tentado de decir: porque en un principio fue la verga y la verga era dios, y el que no lo crea que revise las culturas falólatras a lo largo de la pre y de la historia-histeria, que diría Freud) y también la protagonista de esta novela-divertimento que tampoco carece de un poco de dolor (sobre todo para el personaje de la enana masoca a lo largo de la narración), a la vez que de reflexión escatológica sobre la violencia, el poder, las clases sociales y el sexo.
Conforme avanzamos en la lectura de este texto que muchos consideraron impublicable (si sabré yo de eso), los guiños a los li-bros y a los autores, implícitos o explícitos, que se han valido del erotismo;3 los nombres que sirven a un propósito lúdico (Epifanía, la enana; Semión Semionovich Golubchik, cuyo significado es palomita en ruso); los sobrenombres (Pito Tiñoso); los juegos de palabras;4 las citas y notas a pie de página,5 van mostrándose para servir a una trama que, por momentos, sin abandonar cierto dejo poético (por ejemplo, citas del dipsómano Baudelaire), alcanza la pura expresión de una novela experimental y más allá;6 y hasta los versos satíricos o, de plano, obscenos,7 obedecen todos a un propósito: narrar la historia de esa verga. No la de una verga cualquiera, como se ha dicho, sino una que habla, cuenta, narra y convence. En suma, se trata de un miembro escupidor masculino con personalidad que —se nos revela— cobra cierta autonomía respecto de su dueño. Y ¿de qué otra forma podía ser? Porque la verga es la verga…, como dijo por la calle cierta vez un punk, alumno de Gertrude Stein, que conocí hace mucho. Debemos decir que este personaje es la Verga, con mayúscula.
Es así como en esta obra8 funciona perfectamente lo que expresara Norman Mailer en relación con el filme de Bernardo Bertolucci, Last Tango in Paris (1972): “Hay una abstracción monumental en la pornografía […] los órganos sexuales muestran más carácter que los rostros de los actores […] En el porno hay falos cuyas venas distendidas hablan de la integridad de un corazón trabajador, pero en los rostros hay muy poco contenido específico”.
Cierto. Uno se pregunta quién es, en realidad, el o la porno star, ¿el humano detentador de órganos sexuales o esos órganos sexuales que le dan de comer a ese humano con sus exacerbadas actuaciones? Y es que, si alguna vez los rostros expresan algo, es en relación con la sumisión ante los genitales tumescentes, húmedos, omnipresentes, ubicuos, todopoderosos: felaciones, eyaculaciones en boca y rostro, gestos de dolor-placer. Una verga que habla es, pues, un avance lógico y hasta metafísico en esa abstracción. Pero no basta sólo con hacer hablar a una verga, hay que darle personalidad, espíritu de aventura y, encima de todo esto, subrayar sus portentosas diferencias con las del resto de los mortales,9 valiéndose del contraste con la enana, que ni siquiera puede abarcarla con sus manitas,10 pero que está dispuesta a escuchar las aventuras verguiles que ésta le trae. Después, todo es más fácil. Incluso la multiplicidad de caminos que este miembro escoja y coja serán rutas conocidas: boca, vagina o recto, da lo mismo. Tampoco importa cómo llegar.11 El caso, lo importante, es alcanzar el orgasmo.
Wilhelm Reich, Freud y George Bataille (sin mencionar al Divino Marqués y a uno que otro pederasta eclesiástico de esos que últimamente se multiplican como hongos tras la lluvia), se pasean por estas páginas y se ríen al estamparnos sus ideas convertidas en tan alegres como oscuros personajes: cuando los penes no se usan, sus poseedores descienden al infierno de la locura, la mendicidad y la muerte. Se hacen nada o muy poco. Y que no nos venga ninguna anhedónica falolátrica con que los varones, una vez más, tuvimos la culpa…
Porque, de esta manera, a través de estas páginas, el tema siempre socorrido, arquetípico y universal del Eros y el Tánatos, ese descenso al vientre de la muerte, nunca resultó tan desfachatado y divertido.
1 Autor de Labellum, México, Ediciones del Ermitaño (col. Minimalia Erótica 22).
2 Título definitivo de algunos intentos fallidos que incluían los coloridos como ilustrativos Enema postillonage, Qué monas son las niñas de ocho y diez y El gozo en la llaga, de clara referencia gorostiziana, como el propio título final.
3 Como la novela Fanny Hill; la cinta Deep Throat, a través de la narración ficticia que cuenta la historia de nuestra bien amada y recientemente finada Anita-Linda Lovelace; un mamón llamado Jodorowski como creador de la anomancia, o Alberto Moravia que fue el primero (¿?) en mencionar una verga con vida propia.
4 —¿Cómo quiere que me la meta a la boca si ni su nombre sé? —dijo por fin la ramerita—. Al instante se arrepintió de haber dicho semejante estupidez. “La educación se mama, hija mía”, le había escupido decenas de veces su abuelita, pero no sabía bien cómo aplicar la frase a esa situación en particular.
5 “Todo es verdad. He visto al Creador, aguijoneando su crueldad inútil, prender incendios en los que perecían ancianos y niños”. Nota: una verga que cita a Ducasse es una verga culta.
6 locutor: Semion Semionovich Golubchik, petrificado de emoción, inhala la exquisita nube aromática que Epifanía, minutos antes, suspendiera en el ambiente. Ella, mientras tanto, baja las piernas y estira su hermoso cuello de cisne. Su vista se detiene sobre la portentosa arma que la hiciera la pigmea más feliz del mundo. control: entra fanfarria.
7 Hay un hombre llamado Emeterio... Que por las noches visitaba el cementerio. Una noche aprovechando el asunto... Se fue y se cogió un difunto…
8 En 1995 ganó el premio Juan Rulfo por primera novela, mismo que no le fue entregado; también finalista en el mítico como desaparecido galardón la Sonrisa Vertical de Tusquets.
9 “Se hincó frente a la cincha, la gran culebra tuerta que a tantas pubertas había tratado de hipnotizar.”
10 “Con ambas manos sujetó la raíz del pene; seis de sus minúsculas palmas no hubieran sido suficientes para apresar semejante animal.”
11 “La presión de su recto había decapitado, de cuajo, el antes gozoso falo.”
1
¿Qué era lo que más le gustaba de la Enana? Quizá el hecho de que estaba en esa etapa intermedia de sensualidad aberrante que tanto gusta a los libertinos de pene retorcido: no niña… no mujer. Y no sólo eso, Epifanía —la Enana— era dueña de una personalidad frágil y encantadora. Pero seamos sinceros, a Semion Semionovich Golubchik, en ese momento de furor lúbrico, lo mismo le habría dado una pigmea que una basquetbolista acromegálica.
El departamento era en sí tristón. Poco había allí, nada que va-liera una descripción muy detallada. Una hielera repleta de cervezas, un aparato antiguo de radio, una silla de lámina en la que hacía mucho tiempo no se sentaba un jugador de dominó, una televisión descompuesta, una camita sin hacer, la cortina alguna vez blanca y dos cuerpos apolillados por el deseo, si es que tal cursilería es posible. Era —y es, todavía en pie— uno de esos cubos de cemento y varilla que vemos a diario por la ciudad cuando el esmog nos lo permite. El edificio aún existe, pero ya no lo habita nadie desde el golpe militar. En vez de hogares hay oficinas o pequeñas bodegas que guardan productos chinos sin permiso de importación.
Pero volvamos a la primera noche que la mujer pasó ahí. Él, sentado sobre la cama, con la cara enrojecida por el sol de una semana de vacaciones. Ella, de pie, desnuda y sucia, reconociendo el lugar con los ojos llorosos. Pertinente será decir que los dos olían a testículos de albañil en día de la Santa Cruz.
—Acércate y párale al llanto, me aburren los melodramas —dijo Semion Semionovich Golubchik en una más de sus imitaciones baratas de Arturo de Córdova.
La mujer se lamió las lágrimas en torno a los labios y obedeció: se hincó frente a la cincha, la gran culebra tuerta que a tantas pubertas había tratado de hipnotizar. Con la lengua de fuera, la niña siguió rítmicamente el movimiento ondulatorio del reptil; cerró los ojos y dudó por un tiempo, exactamente el que tardaría un tren en recorrer una distancia de 300 decámetros a una velocidad constante de 145 kilómetros por hora. Desconcertada, pareció haber perdido el apetito por completo.
—Vamos, mujer, no es la hora de preocuparse por el colesterol —apuró Semion Semionovich Golubchik.1
La Enana miró primero la boa, luego al impaciente dueño de la serpiente y luego otra vez a la boa. Por fin se atrevió a preguntar, ya sin llanto:
—¿Está seguro? ¿No es pecado?
Por respuesta obtuvo una sonora flatulencia. El aura hedienta no tardó mucho en llegar a su nariz. Epifanía aspiró de buena gana aquel agradable aroma. Con ambas manos sujetó la raíz del pene; seis de sus minúsculas palmas no hubieran sido suficientes para apresar semejante animal.
Vale repetir que la lili-putiense estaba descalza hasta el cuello y con marcas de aceite y grasa en partes muy señaladas de su ridículo cuerpo. Cualquier corruptor de pigmeas hubiera podido adivinar que Epifanía había pasado un día completo en la cajuela de un automóvil, junto a la llanta de refacción, la llave de cruz y otros objetos que se esconden en ese lugar.
—Esto es pecado, no me engañe —canturreó ella, ya sin mocos en los pulmones, cual niña perdida en un burlesque. Iba a añadir algo, pero la explicación de Semion Semionovich Golubchik la desarmó por completo.
—¡Qué va, si ésta es la verga de Diosito Santo!
Se acecharon; por segundos ese cruce de miradas se convirtió en complicidad escatológica, igual que cuando dos calzones cagados se examinan frente a frente. Ella se quedó en silencio, con la lengua de fuera, sin saber qué decir.
—¿Cómo quiere que me la meta a la boca si ni su nombre sé? —dijo por fin la ramerita. Al instante se arrepintió de haber dicho semejante estupidez. “La educación se mama, hija mía”, le había escupido decenas de veces su abuelita, pero no sabía bien cómo aplicar la frase a esa situación en particular.
—No tiene nombre ni apellido —explicó el hombre.
Frecuente es que las enanas pongan sobrenombres a los miembros de sus amados, ora Junior ora el diminutivo del hombre en turno; Epifanía no era la excepción. Ah, pero qué nombre más complicado se cargaba aquel tipo.
—La llamaremos, digamos, por qué no, Verga.
—¡Por el irritado clítoris de Fanny Hill, dile como quieras, pero trágatela ya! —dijo Semion Semionovich Golubchik, ya en el colmo de la urgencia.
Sin darle especial importancia al apuro de su acompañante, Epifanía le propuso a la recién bautizada sierpe:
—¿Por qué no mejor me cuentas una historia de amor? —y añadió—: De ésas que tú te debes saber, Verguita.
Estas palabras cambiaron el color de la cara de Semion Semionovich Golubchik. Hubo un silencio. El hombre se inclinó al frente y tomó a la mujercita por las orejas, estaba loco de impaciencia. Ella tuvo un leve estremecimiento. Semion Semionovich Golubchik soltó a la muchacha, fue hasta la hielera, destapó un par de cervezas y volvió a hundirse en la cama. Fijó la vista en el techo y balbuceó algunas palabras que se perdieron con el sonido de una locomotora. Era el silbido de un carrito de camotes que rondaba cerca, muy cerca. El ruido pasó de ronco a agudo y por fin el vapor de los camotes y plátanos cocidos se desvaneció en el aire, entre el viento y la noche.
Completamente despreocupada por paliar el apetito venéreo del garañón, Epifanía murmuró un por favor que hubiera lubricado fácilmente la vulva de cualquier lesbiana de kindergarten.
Entonces la Verga comenzó a erguirse, cada vez más hasta que, con la boca enorme, inició su relato:
“Érase que se era una mujer que no sentía nada al coger...”
La Enana no pudo evitar un brusco estallido de risa, de esos que hacen que los alveolos salgan por las aberturas nasales. La Verga hizo una pausa teatral y continuó, muy seria:
“Había probado todas las posiciones y desenfrenos de la carne, pero seguía sin sentir nada. Se masturbaba, fornicaba con tres hombres (y una pequeña cebra) y, pues, nada de nada. Estaba desilusionada, pensaba que era tan frígida como santa Cecilia. Desesperada (¿cómo dicen los hijoeputas?), «buscó auxilio profesional». Hizo cita con un eminente médico del pueblo donde vivía y asistió puntual a la sesión. Poca era su fe en la medicina tradicional, pero ¡lo había probado todo! Incluso la acupuntura combinada con lamidas de perro xoloitzcuintli. Ya en lo privado, el doctor le auscultó el ombligo sin poder dar un diagnóstico definitivo. A petición del especialista, la paciente se levantó la falda y abrió las piernas; la joven no traía bragas. Con la ayuda de una lupa de niño explorador, el facultativo recorrió con vehemencia cada uno de los recovecos de aquella caverna: un mechoncito de vellos recortado a lo Chaplin, labios vaginales carnosos y rosados, un canal cervical pegajoso, el perineo, el meato, la horquilla... Todo estaba en su sitio y en qué forma. Sólo había un pequeño, pero importante, detalle: el molusco femenino carecía de clítoris...”
Epifanía contuvo la risa e intempestivamente dijo:
—¡Ésa ya me la sé! La grandísima puta tenía el clítoris en la garganta.
La Enana soltó la cuerda y se llevó una cerveza a la boca, a pico de botella. No resistió más y se carcajeó. Como sifón, escupió dos chorros de espuma por la nariz.
Cuando la Enana reía se le podían ver las encías.
“Nada de eso —dijo la Verga—, esta dama no tenía el clítoris en la boca.”
—¿Y entonces? —preguntó ella.
Semion Semionovich Golubchik fue hasta la hielera y sacó otro par de cervezas. Afuera, tres pisos abajo, como si nadie reconociera la melodía que produce su chimenea, el camotero gritó: “¡Hay camotes... calientitoooss!”
—¿Dónde está el destapador? —le preguntó a la niña.
—Aquí, tenga —dijo; y apuró—: Por favor, tráigala para que me siga contando.
El hombre descorrió un poco la cortina y se asomó por la ventana principal. Permaneció un rato oteando el panorama sin dar con el vendedor de camotes, esa sombra que recorre la noche sin más protección que un sombrero de paja, una chamarra de cuero y dos o tres perros callejeros.
Semion Semionovich Golubchik regresó a su silla y destapó la cerveza con estrépito. La corcholata voló hasta el techo y desprendió parte del tirol; una caspa de yeso se asentó sobre los hombros de la Enana. El pitillo de los camotes volvió a trastocar el silencio, una vez más.
“¿En qué me quedé?”, preguntó la Verga.
—En el defecto de la putona —acudió la pequeña mujer, ávida de conocer el misterio.
“¡Ah, sí! —dijo el pene y continuó en tono pontifical—. Para que comprendas la dimensión de la tragedia de esta chica, es preciso remontarnos a su pasado. Sus padres, María de la Encarnación y Diego Pinto, un matrimonio de trabajadores de una maquiladora del Norte, en contacto continuo con sustancias tóxicas, tuvieron —antes de que naciera ella— tres hijos anencefálicos; los cuales, por falta de recursos, fueron vendidos —ya muertos, claro está— a una importante fundación científica en el extranjero.”
Aunque lo sabía, el narrador omitió aquí la parte en que dichos fetos no fueron estudiados, sino renegociados con un circo ruso en una subasta de caridad.
“La pareja de obreros —siguió el órgano— no volvió a tener hijos en mucho tiempo. Pero ya sabes cómo son los católicos tercermundistas, el caso es que la madre quedó nuevamente embarazada. Preocupados hasta la médula (¿cómo dicen los hijoeputas?), «María y Diego decidieron recurrir al aborto». Vale aclarar que por aquellas fechas los legrados salían carísimos. Para no hacerte la jácara más pesada, pequeña mía, los padres no consiguen el dinero necesario para la intervención, y el embarazo (¿cómo dicen los hijoeputas?) «sigue su curso normal». La madre —una ferviente católica tercermundista, como ya dije— se va a confesar. Una vez arrodillada y de frente al clérigo de la localidad, recibe de éste el mejor de los consejos: no abortar, todo lo contrario.”
1 Palomita, en ruso.
Tasuta katkend on lõppenud.