Loe raamatut: «El hombre que amaba los hospitales»
A Maritza
Lo que vi era más real que la realidad,
más indefinido y más puro.
RICARDO PIGLIA
EL HOMBRE QUE AMABA LOS HOSPITALES
Adoro los hospitales.
SERGIO PITOL
Uno de los pocos escritores y hombres que adoran y aman los hospitales es el narrador mexicano Sergio Pitol. Escribió alguna vez: «Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la niñez: todos los alimentos están juntos a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera, ¡a veces hasta un médico! Me dan una pastilla y el dolor desaparece, me ponen una inyección y al momento me duermo…».
Por diferentes problemas de salud, Pitol viaja con frecuencia a La Habana y se suele internar en un hospital a las fueras de la capital cubana. A veces sus estancias se extienden semanas o meses.
Es como si fuera su refugio, su guarida, su escondite del mundo. Pitol, con el paso de los años, ha perdido cierta audición y también la capacidad del habla. Aun así lee y lucha contra las palabras. Es paradójico que un escritor que siempre tuvo las palabras a su merced, ahora las tenga como sus enemigas, y por eso debe luchar día a día.
En esos viajes a La Habana suele visitar a sus amigos poetas, narradores, dramaturgos. Entre ellos, brilla con luz propia la poeta cubana Reina María Rodríguez que lo recibe en su cálida y bella casa azotea.
Ahí con ayuda de un colaborador, departe, bebe alguna cerveza y come. Se nota que le gusta comer, como buen mexicano que es. Y así lo hace durante varios minutos sustrayéndose de toda conversación.
En su libro Una autobiografía soterrada, Pitol escribe: «Ayer al mediodía me interné en el Centro Internacional de Salud La Pradera, a media hora de La Habana; por la tarde exámenes y visita a los doctores. Me explicaron el tratamiento al que me deberé someter; por las mañanas me extraerán sangre, la enriquecerán con ozono en un recipiente alto y la reintegrarán al organismo por la misma vena. Tendré, pues, todo el día para descansar, leer, hacer ejercicio en un inmenso jardín, y recapacitar sobre mis males y sus posibles remedios. Estoy atrasado en todos mis trabajos; procuraré escribir y leer con entera tranquilidad».
La nueva vida de Sergio Pitol va entre reflexiones, ensayos, cuentos y recetas médicas. Su vida es ahora un hospital movible que aparece y desaparece de su imaginación. La libertad de dormir es la misma libertad de soñar despierto o de no soñar. La literatura guarda el fuego en sus propias heridas.
La imaginación sigue viva y latente en su mente de escritor. El mundo es un hospital. El hospital es el mundo. No importa, él adora los hospitales. En su caso, la literatura se renueva todo el tiempo como su sangre con ozono.
LA FIESTA DE LOS SENTIDOS
¿Quién es el mar, quién soy?
JORGE LUIS BORGES
I. EL OLFATO
¿El amor tiene olor?
No creo que el amor tenga un olor; cada persona es un mundo de olores, sudores, perfumes, respondió Manuel.
Belén dijo que esa pregunta la había escuchado en una película y que le había quedado rondando en la cabeza. Ella tenía más preguntas, pero ésa específicamente no la había dejado dormir la noche anterior.
Cuenta que en la película había un hombre que olía a muchos de sus antiguos amantes para conocer sus perfumes y para saber si todavía quedaba algo de amor en ellos para él.
Manuel sonrío y dijo que eso solo se ve en las películas. Cuando el amor entre dos personas se acaba: ¿los cuerpos a que olerán?
Manuel escuchó la pregunta y no respondió nada. A Belén se le veía preocupada. Hubo un interminable silencio entre los dos. Caminaron calle abajo por el centro de la ciudad. Al principio iban de la mano (eran dos en la ciudad como dice la canción de Fito Páez), después se soltaron y cada uno iba por su lado.
Belén y Manuel seguían caminando por calles vacías, húmedas, grises, sucias. Los insectos, como pequeños buitres, caían en la basura de las esquinas. El olor de la ciudad era desagradable. Apestaba. Olía a agua servida, olía a orines, olía a diarrea, olía a vómito. Pero ellos dos iban concentrados en las imágenes que producían sus cerebros. Les interesaba poco la suciedad de las calles.
Seguían caminando como si alguien muy importante los esperara calles más abajo, como si tuvieran un camino trazado, un recorrido fijo, un paradero definitivo. No se miraban al caminar, hasta que Manuel se detuvo y preguntó: ¿Quieres algo de beber?
Belén dijo que sí, que cualquier cosa rodaría bien por su garganta a esa hora; tenía mucha sed.
Entraron a un pequeño bar que quedaba en una esquina. El bar era humilde pero bonito, lleno de fotos de marineros. Olía a comida del mar. Manuel pidió un par de cervezas. A los minutos regresó el mesero con dos espumosas. Bebieron de golpe. No intercambiaron palabras. Tomaban cerveza como si se fuera a evaporar y como si estuvieran solos en el mundo. Manuel pidió dos más. Las bebieron al vuelo. Él pagó la cuenta y salieron del bar.
Propuso regresar a casa, afirmando que por esa noche ya habían caminado bastante. Belén no lo miró, se dio media vuelta y caminó de regreso. A los pocos minutos, Belén sugirió ir a un parque que conocía muy bien y que quedaba por la zona. Manuel asintió con la cabeza. Caminaron por unas calles oscuras hasta que llegaron al parque y se sentaron en la primera banca que vieron.
Este parque me trae muchos recuerdos de infancia. Acá venía a pasar las mañanas con mi padre. Jugábamos varias cosas, pero un día se marchó y nunca más lo volví a ver, dijo en tono triste Belén. Manuel escuchaba y no decía nada.
¿Sabes?, mi padre siempre cargaba muchos olores en su ropa. Recuerdo una colonia que olía a eucalipto, ¿ubicas ese olor? No, respondió Manuel.
¿Tu madre o tu padre tienen algún olor especial? Mi madre siempre huele a jabón de flores. Mi padre no huele a nada que yo recuerde.
Los dos se quedaron callados y se recostaron en la banca del parque. Pienso que es hora de regresar a casa, dijo Manuel. Sí, regresemos, dijo Belén.
II. EL GUSTO
Belén y Manuel están recostados viendo televisión en la cama. No hablan. Sus miradas están concentradas en las imágenes que expulsa la caja electrónica.
—¿En un futuro seguiremos juntos?
—No lo sé.
—¿Qué crees tú?
—Sí.
—¿Por qué?
—Me siento bien contigo.
—¿Solo por eso?
Silencio.
Manuel se dirigió al baño. Se lavó los dientes, abrió la ducha y cerró la puerta. Se bañó por un largo rato, como si el tiempo no existiera, como si no tuviera nada que ver con él.
Belén preparaba una improvisada cena. Sacaba y guardaba cosas de las gavetas de la cocina. Sacó jarrones, pocillos, platos y los ponía encima de la mesa principal del comedor. Encendió unas velas rojas. Fue al equipo de música y puso algo relajante. Nadie cantaba, nada más se escuchaba de lejos un saxofón. Belén había puesto en el sartén algunos filetes de pescado y aliñaba una ensalada de tomate, cebolla y lechuga. Recordó que tenía algo de vino blanco que había quedado de una fiesta, sacó dos copas y las llenó hasta el límite. Probó el pescado y la ensalada. Todo estaba en su punto. A los minutos sirvió la comida en dos platos transparentes que tenían un llamativo diseño en los filos. Manuel, recién salido de la ducha, se puso una camiseta blanca de algodón, un short azul y fue a la cocina a encontrarse con Belén.
—Huele rico.
—Espero te guste.
—Freíste pescado, ¿verdad?
—Sí.
—Huele rico.
—Sí.
—Buen provecho.
—Gracias.
Los dos se sentaron a la mesa. Brindaron con el vino blanco. Comieron lentamente. Belén creyó en la frase, en ese lugar común que dice que el amor entra por la boca. Ella piensa que mientras Manuel tenga lleno el estómago, las cosas deberían seguir bien. Esa frase por más común que suene, a ratos podía ser la más rotunda verdad. El amor y el estómago deben llevarse bien, porque no hay amor que aguante hambre, y viceversa.
¿Dónde se ha visto que una mujer enamorada con hambre siga a lado de su marido? Ni que fuera el mejor galán de cine. Ella piensa que el amor y los sabores siempre deben ir de la mano. Manuel siempre comía lento, pero ahora comió más lento que de costumbre. Belén no sabía si era por gusto o porque la comida sabía mal. Ella no dudó en preguntar:
—¿Te gustó el pescado?
—Sí.
—¿La ensalada?
—Sí, mucho.
—¿Quieres más?
—No, estoy bien.
A Manuel le había gustado el pescado, la ensalada la encontró un poco excedida de limón, pero no dijo nada, no quería molestar o incomodar a Belén. Manuel cree que Belén cocina bien, que es esmerada en la cocina. No lo hace mal, pero a ratos los sabores y los olores de la comida le hacían recordar a otras mujeres con quienes había estado antes de Belén.
María era una mujer de rasgos indígenas, tenía el cabello negro azabache, los ojos muy negros y un olor a colonia barata. Siempre cocinaba tortillas de maíz con queso. Manuel le ponía mucha cebolla (es un amante de la cebolla), un poco de ají y se las devoraba. Un día, ella tuvo que regresar a su pueblo y todo acabó allí. Así que el sabor a tortilla de maíz caliente o recién hecha siempre le recordaba a María.
El sabor del sushi le recordaba a Magdalena. Ella fue y seguirá siendo una mujer muy refinada, de alta clase, de alcurnia, de sangre azul. Se vestía con los mejores trajes y siempre le gustaba estar a la moda. Cada vez que salían a comer juntos, iban por obligación a comer sushi, su estómago no toleraba otro tipo de comida. Tomaba mucho té, era una adicta. Sus salidas y conversaciones siempre giraban en torno a la moda y al sushi. A Manuel, en verdad, nunca le gustó mucho el sushi, pero por salir con Magdalena aguantaba esa comida. No le encontraba sabor, o no siempre era el esperado por el paladar. Un día la dejó, ya no aguantaba la vanidad de Magdalena ni esa comida que lo enfermaba.
Hablar de Carmen era hablar de sabores rojos. El vino y la carne muy roja, casi sangrienta. Iban juntos a las parrilladas y devoraban todo. Eran unos carnívoros irremediables. En algún momento, a Manuel le gustó mucho Carmen, pero era una mujer llena de complejos. Siempre decía que era una mujer fea (cuando no lo era), que era muy gorda (cuando no lo era), que tenía los dientes y los ojos muy pequeños (cuando no lo eran) y así sucesivamente. Solo cuando comían carne, mucha carne, podían entablar una conversación agradable. Esa amistad duró poco.
Alejandra era una joven escritora que tenía obsesión por la comida vegetariana. Para ella comer carne era de asesino. Siempre salía a las calles a manifestarse a favor de los derechos de los animales. Manuel la acompañó un par de veces. Pensaba que las ideas de Alejandra eran muy válidas, pero él se seguía considerando un amante de la carne. Para Manuel, la comida vegetariana es comida plástica que no sirve para nada. Obviamente esta relación no duró mucho tiempo.
La comida rápida le recordaba a Claudia. Era una joven muy atractiva, estudiante universitaria, que se vestía de negro, escuchaba música metalera y siempre comía comida rápida: pizza, hamburguesas, hot dogs, papas fritas, bebidas gaseosas; ésa era su alimentación diaria. A Manuel le gustaba esa comida pero odiaba comerla todos los días. La amistad terminó velozmente.
Ahora Manuel, estaba muy feliz con Belén. Belén come de todo y no se complica con la comida. Si hay que comer tortillas de maíz con queso, sushi, carnes rojas, comida vegetariana o comida rápida, ella come. No pide ni exige mucho. Manuel sigue pensando que la comida de casa es la mejor y que Belén es su mejor plato de comida.
III. EL TACTO
Belén había leído en una revista de mujeres que, mientras una mujer esté satisfecha sexualmente, comerá menos pero mejor. Las mujeres que tienen mal sexo siempre comen en desorden, tal vez por angustia, por estrés, por ansiedad a toda hora y terminan saliendo en un spot de televisión anunciando pastillas adelgazantes. Belén no quería terminar así, no quería ser una más de esas mujeres gordas que hacen el ridículo frente a los televidentes, o en los programas sensacionalistas que cada vez se ponen más de moda. Belén quería ser una mujer distinta. Borrar del pasado cualquier espectro de mujer que hubiera conocido Manuel.
Nunca se lo dijo, pero estaba muy enamorada y feliz con él. Era porque en el fondo lo deseaba y amaba, pero no quería que él abusara de ella.
Belén es una mujer alegre, sencilla, de sueños alcanzables. No anda por ahí soñando con príncipes o en matrimonios felices, como muchas mujeres de su edad. Ella, veintitantos años, es responsable y madura de modo convencional. No le tiene miedo al paso del tiempo ni a las derrotas. Siempre fue así. Cuando era niña, su padre un día la abandonó. Su madre tuvo que hacerse cargo de ella, de criarla, de darle educación, disciplina y valores.
Desde pequeña pasó necesidades y ciertas penurias. Su padre ni siquiera fue capaz de escribirle una carta o de decirle algo bonito cuando cumplía años o tenía alguna buena noticia.
Su madre hizo los roles de madre y padre, fue su ángel y su guía; aunque como todo ser humano, también tuvo sus errores. Es difícil para una niña sentir el calor ausente de las personas que uno quiere, los abrazos que nunca se dieron, los besos que nunca llegaron, los cariños que nunca aparecieron. Es difícil pedirle a una niña que se imagine lo que es abrazar a un padre que no está, que no estuvo nunca.
Desde niño, aprendemos a acariciar, a abrazar, a sentir el calor, la piel de las personas que queremos, que son nuestra familia; pero cuando la familia no existe, ese amor que fluye por las venas no desemboca en ningún mar; sino en las lagunas del dolor y de la resignación.
Belén aprendió a ser una niña cariñosa con su madre. Nunca tuvo hermanos. Después de la ida de su padre, su madre no quiso tener más amores. Se negó a tener más hijos. Cerró la fábrica de bebés. Puso todas sus fichas de juego en los hombros de Belén. Fue la niña mimada de su madre, la niña de sus ojos, aunque a veces falló. Su hija fue su iluminación y su esperanza. Belén quiere mucho a su madre y sabe que cometió errores, que no es preciso nombrarlos (eso es algo entre ella y su madre), pero aun así la adora y la respeta como mujer y como madre. Belén quiere y anhela ser como ella. De su padre nada le interesa, según dice. Si alguna vez él volviera del pasado a visitarla, está segura de que cerraría la puerta y lanzaría muy lejos la llave. Para Belén, la imagen de su padre es la de las escasas fotos que están en los montones de papeles escondidos en carpetas o archivos. Belén, cada vez que veía una foto de su padre, se lo imaginaba físicamente: qué estatura tendría, si seguiría siendo delgado o ya habría ganado peso, si ya tendría canas en la cabeza o arrugas en la piel, si usaría lentes para leer o para manejar, en qué trabajaría, en dónde viviría o con quién. Su padre estuvo y posiblemente estará en forma ausente. Fantasmal. Como un espectro más del pasado no superado por ella. Su padre era un problema no resuelto en su vida, un crucigrama sin solución, un chiste sin final, un libro sin hojas en la mitad, un recuerdo imborrable de ninguna parte, un abrazo de pájaros invisibles.
Belén y Manuel están acostados en la cama. Ella ve televisión. Él está muy concentrado leyendo un libro en el filo de la cama, bajo la luz intensa de una lámpara.
—¿Qué lees?
—Un libro.
—¿De quién?
—De Saramago.
—¿Me sigues queriendo?
—Sí.
—¿Mucho?
—Sí.
—¿Me darías un abrazo?
—Sí.
Manuel deja abierto el libro, se acerca por la espalda de Belén y la abraza con fuerza. Belén sintió rápidamente su calor, su energía, su poder como si la hubiera golpeado una rápida ola de mar. Él besa su espalda, la acaricia, le muerde suavemente el cuello. Ella se deja llevar por el calor de sus manos.
Manuel le quita el pijama que lleva puesto y la acuesta boca abajo. Él se quita su pijama y se acuesta en su espalda como queriendo escuchar sus pulmones, su corazón, su respiración, su amor. Así se queda por varios minutos, eternos minutos. La sigue acariciando con la punta de los dedos; siente su columna vertebral, su cuello, su cabello, sus nalgas redondas y perfectas. Posteriormente hacen el amor. Descansan. Hacen el amor. Descansan. Hacen el amor, sucesivamente. Belén y Manuel siguen haciendo el amor, pero dentro de ellos hay distintas sensaciones, olores, gustos y recuerdos; distintas pieles bajo sus pieles. En Belén está la caricia ausente de su padre, su abrazo distante, sus besos, sus cariños, el manto paternal, la sensualidad, la velocidad del amor. En Manuel, el olvido de su pasado, sus recuerdos, los aromas, los sabores, las comidas de otras mujeres. Se va encontrando con el amor, algo que alguna vez le fue negado. Esquivo. Olvidado. El verdadero amor que nace y quema por dentro.
IV. EL OÍDO
Belén y Manuel duermen. En sus sueños casi se tocan, se acarician, se saborean, pero a ratos los sueños los llevan a lugares y tiempos distintos: Belén en sus sueños ve a su padre, lo escucha hablar. No entiende sus palabras, pero ve que su boca gesticula o intenta articular sonidos, sílabas, silencios que se transforman en palabras huecas que van cayendo en un camino de flores que los separa. Las palabras se vuelven flores, las flores se vuelven palabras. Los sonidos inundan el espacio. El cielo que los sobrepasa. El aire circula a gran velocidad en las alturas.
Manuel en sus sueños se ve como un niño solitario, perdido en una calle. Segundos después, se ve como un hombre casado y con hijos. Al rato, como un anciano que no tiene dientes y ni cabello. Se ve infeliz, solitario, moribundo.
A la mañana siguiente, Belén se despierta primero que Manuel y va directo a la cocina a preparar el desayuno. El sonido de la licuadora, la tostadora y la televisión de fondo despiertan a Manuel.
Manuel entra al baño para darse una ducha. Piensa en los sueños de la noche anterior. De repente, Manuel se resbala y se golpea la cabeza con un borde de la bañera. El agua sigue cayendo por su cuerpo y se escucha el eco de las gotas reventar en su piel. Belén ya tiene listo el desayuno, solo esperaba a Manuel, que no aparecía. Ella creyó que él seguía durmiendo y fue a verlo a la cama pero no estaba. Tocó la puerta del baño varias veces. Silencio. Siguió tocando, pero nadie respondía. Silencio. Belén se alarmó y empezó a golpear la puerta fuertemente. Gritaba angustiada. Llamó por teléfono a sus familiares más cercanos y a la policía, temía lo peor.
La policía llegó a los pocos minutos. Abrieron la puerta a la fuerza. Manuel seguía tirado en el piso de la ducha, parecía que estaba muerto. Belén lloraba de desesperación. Los policías cargaron a Manuel y lo llevaron al hospital más cercano. Estuvo aislado en Urgencias por varias horas a petición del médico. Los médicos que lo revisaron, no detectaron nada anormal producto del golpe. Pasó una noche en el hospital y al día siguiente fue dado de alta. Le recetaron algunos analgésicos, pastillas, inyecciones y mucho reposo. Regresó a casa junto a Belén. Durmió como un niño enfermo todo el día y la noche. Belén seguía haciendo sus labores caseras sin perderlo de vista.
Por la cabeza golpeada volvían a pasar las imágenes de él siendo un niño solitario perdido en una calle, un hombre casado con hijos y como un anciano que no tiene dientes ni cabello. Se veía infeliz, solitario, moribundo.
Las imágenes aparecían y desaparecían de su mente, sucesivamente. Pero ahora, las imágenes con distintas voces y sonidos entrecortados. A ratos son las voces entrecortadas de su difunto padre, de su madre, de sus hermanos, de sus amigos de la infancia; de un niño que él presume debería ser su futuro hijo. Pero a ratos, son voces que él desconoce, voces entrecortadas de personas que nunca ha visto en su vida, voces entrecortadas que dicen su nombre, le dan consejos, le dicen algo cercano, un chiste o gritan pidiendo auxilio, por peligro, por abandono. No hay certeza de nada.
Manuel sigue durmiendo como un ángel. Belén lo vigila como si fuera el último bebé del mundo, con total cuidado y cariño. No entiende y no entenderá nunca que pensó Manuel el día del accidente.
Belén tiene anotados en su agenda personal los números telefónicos de la policía, del hospital y de los doctores por cualquier emergencia, pero todo sigue su curso normal, en calma.
La mañana siguiente, Manuel se despierta con ansiedad y con hambre. Belén le da un calmante para que esté tranquilo. Le da de beber y le da una comida ligera para entretener su estómago que parece exasperarse del hambre. Posteriormente, Manuel se ve más tranquilo y relajado. Ve algo de televisión y escucha algo de música clásica. Belén lo acompaña, sin decir palabra alguna.
Manuel vuelve a quedarse dormido. Con tantas pastillas y calmantes, ha perdido momentáneamente el sentido de la realidad. Poco a poco, Manuel vuelve a ser el Manuel de siempre; el que tiene una vida normal, trabaja, estudia, quiere a Belén y sueña con un futuro mejor para su familia y amigos. Después Belén le propone una idea brillante, según ella, que le rondaba la cabeza hacía muchos días: un viaje a la playa.
Manuel escucha atentamente la idea y opina que es una buena sugerencia, unos días en la playa le caerían muy bien después de este accidente y de su breve convalecencia. Belén se pone feliz con la idea y juntos empiezan a empacar.
Muy temprano la mañana siguiente, partieron con dirección a la playa que les gustaba a ambos y que quedaba a dos horas de la ciudad donde vivían. La carretera estaba casi vacía, así que en una hora y treinta minutos llegaron a su objetivo. Belén manejó todo el trayecto. Se hospedaron en la casa de unos amigos de Belén que estaban de viaje. Apenas llegaron, dejaron las maletas y se fueron a dar un paseo por la playa, casi desierta si no fuera por unos pescadores que bajaban las últimas redes de los botes de madera. El mar estaba violento. En días de aguaje, generalmente, mueren algunas personas ahogadas.
El océano se muestra tranquilo, hasta que las olas sorprenden a los bañistas, los revuelcan y los llevan al fondo del mar. Son muchas las personas, que durante el aguaje, nunca más han vuelto a salir con vida. La lista es interminable. Aun así, hay todavía personas que siguen tentando a la suerte y a la ferocidad del mar.
Belén y Manuel caminaron por la playa. Hablaron de ellos dos, de las cosas que habían pasado, del accidente de él, de ella, de sus familiares y amigos. Pensaron que ya era una buena época para tener su primer hijo. Se les veía muy felices juntos, cuando de repente sucedió lo inesperado: Manuel siente mareos y dolores de cabeza. Su vista comienza a fallar, los ojos no responden como él quisiera. Algo extraño sucede. Fueron al médico de la zona. Lo revisó y solicitó varios exámenes para descartar algunos posibles diagnósticos.
Días después, los exámenes no dieron mayores indicios de que algo malo estuviera pasando. El médico dijo que podría ser una reacción a los medicamentos que Manuel tomó. Lo cierto es que los mareos y los dolores de cabeza comenzaron a presentarse con frecuencia. Su vista fallaba, sus ojos no respondían como antes. Belén no dice mayor cosa, pero está muy preocupada con lo que sucede. Manuel, en el fondo, no pierde las esperanzas de que esto sea momentáneo, pasajero, fugaz.
V. LA VISTA
Belén y Manuel visitan varios médicos de su confianza, conocidos, recomendados. Los médicos dieron varios diagnósticos. El último médico les dijo que el golpe en la cabeza que sufrió Manuel generó un extraño síndrome o enfermedad progresiva en su cuerpo que poco a poco lo irá consumiendo. Posiblemente en el futuro podría perder parte de los sentidos, los más afectados serían la vista y el oído.
Manuel escuchaba y no decía nada. Pensaba en su futuro, se imaginaba ciego y sordo, se veía como el anciano que no tiene dientes ni cabello, infeliz, solitario, moribundo, que aparecía en sus sueños. Belén cayó en estado de estrés único. Llamaba por teléfono a doctores, pedía nuevas consultas, diagnósticos, exámenes, pruebas. No podía creer ni aceptar el diagnóstico que le habían dado a Manuel.
Manuel estaba tranquilo, sereno, tomaba las cosas con calma. A pesar de que Belén seguía intranquila, nerviosa, estresada, él le pidió que se calmara y sugirió que regresaran a la casa de la playa. Ella aceptó y el día siguiente partieron de nuevo.
Belén manejó todo el viaje. Manuel se limitaba a cambiar los discos de Sabina, de Silvio, de Serrat que ponía en la radio como música de fondo. El viaje fue breve. También esta vez la carretera seguía casi vacía. Mucha gente ya no viajaba a la playa, prefería viajar al extranjero o al interior del país. Dejaron la escasa ropa que llevaron y salieron a caminar a la playa. El mar seguía violento.
—Cuando esté ciego y sordo, ¿me querrás?
—Sí.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Todavía quieres tener un hijo conmigo?
—Sí.
—Ya es hora.
—Sí.
—Silencio.
Se besaron brevemente. No volvieron a decir nada y siguieron caminando. Regresaron a la casa vacía, ahora habitada por ellos, y se desnudaron. Hicieron el amor durante varias horas, pero esta vez había una adrenalina que los aceleraba más, que los apuraba, que los incendiaba por dentro. Se besaban como si uno de los dos estuviera moribundo. Se besaban como si fuera el fin del mundo. Durante varios días, comieron algo ligero para recuperar las energías, hicieron el amor y durmieron. Sucesivamente.
Una mañana, después de desayunar, Manuel salió a caminar por la playa. Llevó un cuaderno azul para anotar algunas ideas o imágenes del recorrido. Después de caminar un rato, Manuel se sentó frente al mar con la certeza de que en el futuro nunca más lo podría ver ni oír. El mar seguía violento, pero a ratos se volvía manso, engañoso, dubitativo. Manuel escribía en su cuaderno azul todo lo que veía. A ratos borradores de relatos y poemas sobre el mar o simplemente describía el proceso de creación de una ola.
Observaba el mar con paciencia, con calma, con tranquilidad, como quien mira a un mago e intenta descubrir el truco o la carta escondida en la manga o en el bolsillo de la camiseta. Pensaba que el mar era un gran universo paralelo, testigo de la historia. Recordaba la frase de Sartre: «El hombre, esa pasión inútil». Miraba al mar como quien mira un monstruo solitario, a un dios derrotado, un planeta destruido.
El mar era para él un mundo que no terminó de construirse por culpa de unos dioses perezosos, una fiesta universal donde todos los muertos bailaban al ritmo y al compás de las olas. La imagen del mar como una fiesta era lo que más lo conmovía, lo acercaba a una cierta verdad inconfesable y lo hacía reflexionar. El mar es la gran fiesta de la derrota de los hombres, pensó. En el interior del mar le pareció ver las imágenes de sus sueños: siendo un niño solitario perdido en una calle, un hombre casado con hijos y como un anciano que no tiene dientes ni cabello. Se veía infeliz, solitario, moribundo, pero el mar, como un gran animal, devoraba todas sus imágenes. A lo lejos, el mar era una gran fiesta que se perdía en su horizonte, en su memoria. Pensaba en Belén.
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