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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: Bailén», lehekülg 3

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IV

Lo que he contado pasaba el 20 de Mayo, si no me engaña la memoria. Poco a poco fui avanzando en mi convalecencia, y en pocos días me hallé ya con fuerzas suficientes para levantarme y dar algunos paseos por los grandes corredores de la casa, pues la vivienda del Gran Capitán tenía como único desahogo el largo pasillo, en cuya pared se abrían hasta veinte puertas numeradas, albergues de otras tantas familias. Peor que mi cuerpo se hallaba mi alma, llena de turbaciones, de sobresaltos y congojas, tan apenada por terribles recuerdos como por angustiosas presunciones, de tal modo que mi pensamiento corría a refugiarse alternativamente de lo pasado a lo futuro, buscando en vano un poco de paz.

La muerte del cura de Aranjuez, sin dejar de formar en mi alma un gran vacío, me era menos sensible de lo que a primera vista pudiera parecer, porque conceptuándola yo como tránsito que había llevado un nuevo santo a las falanges del Paraíso, consideraba a mi amigo en su verdadero lugar, y no tan lejos de nosotros que pudiera desampararnos si le invocábamos.

En cuanto a Inés, no dudaba que existía en poder de alguien que la protegiera por encargo de los parientes de su madre, y aunque para esta creencia no tenía más dato que la relación del alucinado Juan de Dios, yo me confirmaba cada vez más en ella, fundándome en antecedentes que omito por ser de mis lectores conocidos, y en la sórdida avaricia del licenciado Lobo, a cuyo carácter correspondía perfectamente una buena recompensa, a quien deseaba poseerla.

Todo mi afán consistía en hallarme completamente restablecido para poder salir a la calle, y cuando lo conseguí, tuve el gusto de darme a conocer a todos mis amigos como un verdadero resucitado, o alma del otro mundo, que vuelve con forma corporal a cobrar deudas atrasadas.

No tendrán Vds. idea del aspecto que ofrecía entonces Madrid, si no les digo que la gente toda andaba azorada y aturdida, a veces llena de miedo y a veces haciendo esfuerzos para disimular su alegría. El odio a los franceses no era odio, era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo; era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar a Dios se adoptaban y sometían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

A estos se les veía solos en todos los sitios: su presencia hacía detener o apresurar a los transeúntes, y era tan extraordinario estedesvío, que hasta parecían ellos mismos afectados de profundo pesar, y se les observaba taciturnos y foscos, sintiendo que el suelo les quemaba las plantas de los pies. Habían llenado de trincheras y baterías el Retiro, y para ver en todo su orgullo y presunción a los invasores, no había más que dirigir el paseo hacia Oriente, y se les encontraba en grandes grupos alrededor de las cantinas, o paseando por la carretera de Aragón. Ningún español se encaminaba hacia allí, a no ser los granujas que entonces, como ahora, gustaban de meter las narices en todas partes. Yo, llevado de mi curiosidad, me acerqué al Retiro, y también recorrí otros sitios hacia el Mediodía, igualmente ocupados como posiciones ventajosas.

En el interior de Madrid las tiendas estaban desiertas, pues todas las personas que se juntaban para pedir o comunicar noticias se reunían en parajes ocultos, siendo de notar que ya entonces comenzaban a dar sus primeras señales de vida las sociedades secretas, aunque yo no vi ninguna, y digo esto sólo con referencia a vagos rumores. Como el afán por tener noticias relativas al levantamiento de las provincias, era una fiebre de que no estaban exentos ni los niños, ni los ancianos, ni las mujeres, cuando se sabía que D. Fulano de Tal había recibido una carta de Andalucía o de Galicia o de Cataluña, la casa se llenaba de amigos, y hasta los desconocidos se permitían invadirla ruidosamente para no esperar a que se les contara el gran suceso. Sacábanse copias de las cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la sublevación de las tropas de San Roque, y aquellas copias circulaban con una rapidez que envidiaría la moderna imprenta. Todos los días y a todas horas se hablaba de los oficiales que habían huido de Madrid para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y cuando se tropezaba con un militar o con algún joven paisano de buen porte y bríos, no se le hacía otra pregunta que esta: «¿Usted cuándo se va?». Las familias de las víctimas se habían olvidado ya de rezar por los muertos, y pensaban en equipar a los vivos. Escaseaban los jornaleros y menestrales, porque de los barrios bajos partían diariamente muchos hombres a engrosar las partidas de Toledo y la Mancha, y a pesar de los brutales bandos del general francés, ni faltaban armas en las casas, ni los fugitivos partían con las manos vacías.

Los invasores, que vigilaban el odio de la capital con la suspicacia medrosa del que ha padecido sus terribles efectos, no permitían, siendo tan grande su número y fuerza, que se manifestara lo que los madrileños pensaban y sentían; pero aun así, ¡cuántos cantares, cuántas jácaras, romances y décimas brotaron de improviso de la vena popular, ya amenazando con rencor, ya zahiriendo con picantes chistes a los que nadie conocía sino por el injurioso nombre de la canalla!

En el fondo de aquella grande agitación, y entre tantos recelos, había un júbilo secreto, pues como un día y otro llegaban noticias de nuevos levantamientos, todos consideraban a los franceses como puestos en el vergonzoso trance de retirarse. Aquel júbilo, aquella confianza, aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes fuerzas populares, aquel esperar siempre, aquel no creer en la derrota, aquel no importa con que curaban el descalabro, fueron causa de la definitiva victoria en tan larga guerra, y bien puede decirse que la estrategia, y la fuerza y la táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.

Como era natural, las noticias del levantamiento se exageraban mucho, y el entusiasmo popular veía miles de hombres donde no había sino centenares. Cuando las noticias venían de Bayona, eran objeto de sistemático desprecio, y las disposiciones del palacio de Marrás, así como la convocatoria de irrisorias Cortes en la ciudad del Adour, y el pleito homenaje por algunos grandes tributado a Bonaparte, daban pábulo a las sátiras sangrientas. Cuando alguno decía que vendría de Rey a Madrid el hermano de Napoleón, daba pie para las más ingeniosas improvisaciones del género epigramático. Todas las tertulias, que entonces eran muchas, pues la sociedad no se desparramaba aún por los cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubs donde latía sorda y terrible la conspiración nacional. Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las exageraciones, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.

Tal era Madrid a fines de Mayo de 1808, antes de que sonaran los primeros cañonazos de Cabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho esto, se me permitirá que hable un poco de mi persona, pues atendiendo a que la desgracia halla siempre eco en las personas discretas y sensibles, creo que no soy saco de paja a los ojos de mis lectores, y que algún interés les inspiran los penosos trances de mi borrascosa existencia. Necesito, además, explicar por qué causas emprendí mi viaje a Andalucía entre Mayo y Junio; y si de buenas a primeras me presentara camino de Despeñaperros en compañía del desconocido Santorcaz, Vds. no acertarían a explicarse ni los móviles de jornada tan peligrosa, ni mi repentino acomodamiento con aquel hombre singular.

Es, pues, el caso que no satisfecho con las noticias que acerca de Inés me dio Juan de Dios, traté de averiguar la verdad y tuve la feliz ocurrencia, mejor dicho, la inspiración, de presentarme en casa de la marquesa, a quien no hallé; mas quiso la Divina Providencia que un criado, conocido mío desde la famosa noche de la representación, me saliera al encuentro, y después de mostrarse muy obsequioso, satisficiera mi curiosidad sobre aquel punto. Según me dijo, el mismo día 3 de Mayo se presentó allí un hombre de antiparras verdes, el cual conducía dentro de una litera a cierta joven llorona y al parecer enferma. No encontrando a la señora, preguntó por su hermano, con el cual hubo de conferenciar más de dos horas, después de cuyo tiempo despidiose, dejando a la muchacha en la casa. El hermano de la marquesa, que no era otro que aquel simpático diplomático a quien conocimos en Octubre de 1807, partió el día 4 para Córdoba a unirse con su hermana y sobrina, y ¡cosa rara! – decía aquel curioso servidor-, se llevó consigo a la jovenzuela.

– ¿De modo que ahora están todos en Córdoba? – le pregunté.

– Sí, y según noticias, no piensan venir hasta que no se acaben estas cosas. Eso de la muchacha que trajeron en la litera ha dado mucho que hablar a la servidumbre, y según dice mi mujer… más vale callar. El hombre aquel de las antiparras verdes había estado ya algunos días aquí, y unas veces la señora condesa, otras su tía, le recibían. Mal hombre parece.

– ¿Y la muchacha no hizo resistencia cuando se la quisieron llevar?

– Si parecía muerta; ¿qué resistencia podía hacer? Si tuvimos que cargarla entre dos para ponerla en el coche…

Ignoro si esto que oí y puntualmente refiero, llamará la atención de Vds., pero lo que sí les ha de causar sorpresa ¡qué digo sorpresa!, asombro grandísimo, es el saber que me atreví a desafiar las iras del licenciado Lobo, del mismo Lobo de marras, no vacilando en arriesgarlo todo por esclarecer más aún que tan hondamente me inquietaba. No queriendo aparecer ni aun en sombra por la aborrecida calle de la Sal, busquelo allá por la alcaldía de Casa y Corte, donde con toda seguridad pensaba encontrarle, y al punto que me vio… No, no es verosímil, no lo van ustedes a creer. ¿Necesitaré jurarlo? Pues lo juro: juro que es la pura verdad… Pues bien: al pronto que me vio, echome los brazos al cuello, demostrando gran interés por mi persona, y no sólo me pidió nuevas acerca de mi salud, sino que me rogó le contase algunos pormenores acerca de mi fusilamiento y para él milagrosa resurrección.

Esto me dejó atónito, aunque no tranquilo, pues presumí que tan desusadas blanduras serían obra de su refinada astucia, y preparación de algún nuevo golpe contra mí; pero cuando le pregunté por el estado en que se hallaba el proceso célebre, respondiome que ya no se pensaba en tal cosa, porque como los franceses eran amigos del Príncipe de la Paz, no convenía molestar a los servidores y amigos de este.

– No quiero – añadió-, que S. A. el Gran Duque se amosque. Aquello fue una broma, y de haberte prendido, al punto hubieras sido puesto en libertad. Pero di, picarón… ¿conque tú eras galán de D.ª Inés? Cuéntame todo: ¿dónde la conociste? ¡Ah, bien comprendía Requejo que guardaba un tesoro en su casa! Yo lo sabía todo… ¿y tú?, sospecho que también, perillán. Lo que sí no sabías es que a fines del mes de Abril se acordó en consejo de familia recoger e identificar a esa jovencita para darle la posición que le corresponde. Como yo estaba al tanto de todo, y además tenía el honor de conocer a la señora marquesa, comprometime a entregarla, haciéndoles creer que había grandes dificultades para arrancarla de casa de los parientes de su supuesta madre. Hijo, es preciso hacer algo por la vida: a fe que es un pobre con mujer, nueve hijos, dos suegras y tres cuñadas; dos suegras, sí señor, la madre y la abuela de mi mujer, y si uno no se da maña para mantener a este familión… La verdad es que a todos les di cordelejo, a D. Mauro, al papanatas de Juan de Dios, y a ti mismo, que ahora resucitas para pedirme a Inesita. ¿Pero la amabas tú? Anda, zanguango, cortéjala, a ver si logras casarte con ella, lo cual aunque difícil, no es imposible… la niña tendrá una dote regular y quizás pueda heredar el mayorazgo y el título, lo cual será según el tenor de las escrituras… ¡Ah pelafustán! Me parece que tú traes un proyectillo entre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba? Oye: recuerdo que la palomita te llamaba con exclamaciones muy tiernas, cuando medio muerta la conducíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes de qué me río? De ese ganso de Juan de Dios, que estuvo aquí el otro día, y poniéndose de rodillas delante de mí, me dijo: «¡Deme Vd. a Inés porque me muero sin ella! ¡Démela Vd. hoy y máteme mañana!». Fue una comedia, Gabriel, y aunque nos reímos mucho, al fin nos cansó tanto que tuvimos que echarle a palos de la escribanía.

Atención sostenida presté yo a estas y otras muchas razones del licenciado Lobo, el cual para que nada faltara en su inexplicable benignidad y cortesanía, al tiempo de despedirme me dijo que quizás pudiera proporcionarme algunas lecciones de latín, si me hallaba con ánimos, puesto que era tan gran humanista, de ganarme el pan con la enseñanza. Dile las gracias y me retiré tan satisfecho del resultado de mis investigaciones, que el mismo día decidí marchar a Córdoba cuando estuviera restablecido.

¿Me seguirán Vds., o fatigados de estas aventuras dejarán que marche solo a resolver cuestiones que a nadie interesan más que al que esto escribe? No; espero que no nos separaremos tan a deshora, y cuando parece probable que siguiéndome asistan Vds. a algún espectáculo que les haga más llevadero el fastidio de mis personales narraciones. Vamos, pues, y tengan en cuenta que nos acompaña el Sr. de Santorcaz, a quien llevan a Andalucía asuntos de familia. Yo le manifesté que deseaba me llevase como escudero; mas él dijo que no tenía con qué pagar mis servicios, porque su bolsa no estaba en disposición de atender a gastos de servidumbre, y que harto se congratularía de llevarme como compañero y amigo. Así fue, en efecto, y como yo necesitara algunos días más de restablecimiento, él me esperó, y en uno de los últimos de Mayo o de los primeros de Junio, luego que me despedí de mis obsequiosos protectores, correspondiéndoles como pude, y de Juan de Dios, a quien oculté el objeto de mi expedición, nos pusimos en marcha.

V

Como Santorcaz era pobre, y yo más pobre todavía, nuestro viaje fue tan irregular, cual los que en antiguas novelas vemos descritos. No adoptamos sistemáticamente ninguna de las clases de incómodos vehículos conocidos en nuestra España; así es que en varias ocasiones marchábamos en galera, otras en macho, si nos franqueaban sus caballerías los arrieros que tornaban a la Mancha de vacío, y las más veces a pie. Hacíamos noche en las posadas y ventas del camino, donde Santorcaz lucía su prodigiosa habilidad en el no gastar, logrando siempre que se le sirviese bien. Para estas y otras picardías, mi compañero se hacía pasar por un insigne personaje, mandándome que le llamase Su Excelencia, y que me descubriese ante él siempre que nos mirase el mesonero. Yo lo cumplía puntualmente; y con tal artificio, más de una vez, además de no cobrarnos nada, salían a despedirnos humildemente rogándonos que les dispensáramos el mal servicio.

Más allá de Noblejas y Villarrubia de Santiago, y cuando después de una larga jornada sesteábamos, apartados del camino, junto a la ermita del Santo Niño, se nos agregó un mozo que nos dijo llevaba el mismo camino que nosotros, y que desde entonces fue nuestro inseparable compañero. Tenía como veinte años; llamábase Andresillo Marijuán, y aunque era natural de Aragón, iba a servir de mozo de mulas a un pueblo de Andalucía, en casa de la señora condesa de Rumblar, su ama y señora, pues en las fincas que esta poseía en tierra de Almunia de Doña Godina, había nacido aquel mancebo. Al punto su genio franco y alegre simpatizó con el mío, y nos hicimos muy amigos. Santorcaz nos trataba con superioridad aunque sin tiranía. Cuando al llegar a una posada cabalgando él en perverso macho y nosotros a pie, íbamos a tenerle el estribo y después a quitarle las espuelas, deshaciéndonos en cumplidos y cortesías, teníamos que apretar los dientes para no soltar la risa. Marijuán, que mejor que yo sabía fingir, era el encargado de ordenar al ventero que le diese al amo lo mejor de la despensa, porque Su Excelencia que iba de Regente a Sevilla, era hombre terrible, y castigaba con fiereza a los posaderos que no le servían bien.

Así atravesamos la Mancha, triste y solitario país donde el sol está en su reino, y el hombre parece obra exclusiva del sol y del polvo; país entre todos famoso desde que el mundo entero se ha acostumbrado a suponer la inmensidad de sus llanuras recorrida por el caballo de D. Quijote. Es opinión general que la Mancha es la más fea y la menos pintoresca de todas lastierras conocidas, y el viajero que viene hoy de la costa de Levante o de Andalucía, se aburre junto al ventanillo del wagon, anhelando que se acabe pronto aquella desnuda estepa, que como inmóvil y estancado mar de tierra, no ofrece a sus ojos accidente, ni sorpresa, ni variedad, ni recreo alguno. Esto es lo cierto: la Mancha, si alguna belleza tiene, es la belleza de su conjunto, es su propia desnudez y monotonía, que si no distraen ni suspenden la imaginación, la dejan libre, dándole espacio y luz donde se precipite sin tropiezo alguno. La grandeza del pensamiento de don Quijote, no se comprende sino en la grandeza de la Mancha. En un país montuoso, fresco, verde, poblado de agradables sombras, con lindas casas, huertos floridos, luz templada y ambiente espeso, D. Quijote no hubiera podido existir, y habría muerto en flor, tras la primera salida, sin asombrar al mundo con las grandes hazañas de la segunda.

D. Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna; tierra surcada por las veredas del acaso, de la aventura, y donde todo cuanto pase ha de parecer obra de la casualidad o de los genios de la fábula; necesitaba de aquel sol que derrite los sesos y hace locos a los cuerdos, aquel campo sin fin, donde se levanta el polvo de imaginarias batallas, produciendo al transparentar de la luz, visiones de ejércitos de gigantes, de torres, de castillos; necesitaba aquella escasez de ciudades, que hace más rara y extraordinaria la presencia de un hombre, o de un animal; necesitaba aquel silencio cuando hay calma, y aquel desaforado rugir de los vientos cuando hay tempestad; calma y ruido que son igualmente tristes y extienden su tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se encuentra un ser humano en aquellas soledades, al punto se le tiene por un desgraciado, un afligido, un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien lo ampare contra los opresores y tiranos; necesitaba, repito, aquella total ausencia de obras humanas que representen el positivismo, el sentido práctico, cortapisas de la imaginación, que la detendrían en su insensato vuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pusiera en aquellos campos más muestras de su industria y de su ciencia que los patriarcales molinos de viento, los cuales no necesitaban sino hablar, para asemejarse a colosos inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y espantan al viajero con sus gestos amenazadores.

VI

Tal es la Mancha. Al atravesarla no podía menos de acordarme de D. Quijote, cuya lectura estaba fresca en mi imaginación. Durante nuestras jornadas nos aburríamos bastante, menos cuando Santorcaz nos contaba algún extraordinario suceso de los muchos que en lejanos países había presenciado. Una vez nos dejó con la boca abierta contándonos la fiesta de la coronación de Bonaparte, con todos sus pelos y señales, y otra nos puso los pelos de punta refiriendo la más famosa batalla de las muchas en que se había encontrado. Cuando nos hizo el cuento, íbamos caballeros en sendos machos que nos facilitaron por poco dinero unos arrieros de Villarta, y no estoy seguro si habíamos traspasado ya el término de Puerto Lápice o íbamos a entrar en él. Lo que sí recuerdo es que por huir del calor, emprendimos nuestra jornada mucho antes de la salida del sol, y que la noche estaba brumosa, el cielo encapotado y sombrío, la tierra húmeda, a consecuencia del fuerte temporal de agua que descargara el día anterior.

Debo indicar el paisaje que teníamos delante, porque no menos que la pintoresca relación de Santorcaz, contribuyó aquel a impresionar mis sentidos. El camino seguía en línea recta ante nosotros: a la izquierda elevábanse unos cerros cuyas suaves ondulaciones se perdían en el horizonte formando dilatadas curvas: en el fondo y muy lejos se alcanzaba a ver una colina más alta, en cuya falda parecían distinguirse las casas de un pueblo: a la derecha el suelo se extendía completamente llano, y en su inmensa costra la tarda corriente de un arroyo y el agua de la lluvia, formaban multitud de pequeños charcos, cuyas superficies, iluminadas por la luna, ofrecían a la vista la engañosa perspectiva de una gran laguna o pantano. He hablado de la luna, y debo añadir que aquel astro, desfigurador de las cosas de la tierra, prestaba imponente solemnidad al desnudo y solitario paisaje, esclareciéndolo o dejándolo a oscuras alternativamente, según que daban paso o no a sus pálidos rayos, los boquetes, desgarrones y acribilladuras de las nubes.

Santorcaz, después de un rato de silencio y meditación, contuvo su cabalgadura, parose en mitad del camino y contemplando con cierto arrobamiento el horizonte lejano, las colinas de la izquierda y los charcos de la derecha, habló así:

– Estoy asombrado, porque nunca he visto dos cosas que tanto se parezcan como este país a otro muy distante donde me encontraba hace tres años a esta misma hora, en la madrugada del 2 de Diciembre. ¿Es mi imaginación la que me reproduce las formas de aquel célebre lugar, o por arte milagrosa nos encontramos en él? Gabriel, ¿no hay enfrente y hacia la derecha unos grandes pantanos? ¿No se ven a la izquierda unos cerros que terminan en lo alto con un pequeño bosque? ¿No se eleva delante una colina en cuya falda blanquea un pueblecillo? Y aquellas torres que distingo al otro lado de dicha colina ¿no son las del castillo de Austerlitz?

Marijuán y yo nos reímos, diciéndole que se le quitaran de la cabeza tales cosas, y que si bien lo de los charcos era cierto, por allí no había ningún castillo de Terlín ni nada parecido. Pero él poniendo al paso la cabalgadura y mandándonos que le siguiéramos uno a cada lado, continuó hablando así:

– Muchachos, no puedo olvidar aquella célebre jornada, que llamamos de los Tres Emperadores, y que es sin duda la más sangrienta, la más gloriosa, la más hábil con que ha ilustrado su nombre el gran tirano, ese hombre casi divino, a quien ahora puedo nombrar a boca llena, porque no nos oyen más que el cielo y la tierra. Os contaré, muchachos, para que sepáis lo que es el hacha de la guerra en manos de ese leñador de Europa. Yo me hallaba en París sin recursos después de haber sido sucesivamente maestro de latín, pintor de muestras, corista en Ventadour, espadachín, servidor de los emigrados de Coblenza, postillón de diligencias, carbonero y cajista de imprenta, cuando senté plaza en el ejército de Boulogne, destinado a dar un golpe de mano contra Inglaterra… Cuando el Emperador nos trasladó de improviso y sin revelar su pensamiento al centro de Europa, estábamos un tanto amoscados porque las violentas marchas nos mortificaban mucho, y como éramos unos zopencos, no comprendíamos los grandes planes de nuestro jefe. Pero después de la capitulación de Ulm, nos creíamos los primeros soldados del mundo, y al hablar de los austriacos, de los prusianos y de los rusos, nos reíamos de ellos, juzgándolos hasta indignos de nuestras balas. Cuando pasamos el Inn ya presumíamos que se preparaban grandes cosas: al internarnos en la Moravia, después de la acción de Hollabrünn, comprendimos que el ejército ruso-austriaco nos iba a presentar batalla formal. Lo que no estaba reservado a nuestras cabezas era el discurrir si tomaríamos la ofensiva o si operaríamos a la defensiva. Pero la gran cabeza, aquella que tiene un mechón en la frente y el rayo en el entrecejo, lo iba a decidir bien pronto.

A este punto llegaba, cuando el camino por que marchábamos torció hacia la derecha describiendo una gran vuelta, de modo que formaba ángulo recto con su primitiva dirección. Santorcaz, nuevamente alucinado, con aquello que parecía para él extraordinaria coincidencia, prosiguió así:

– ¿Pero no es este el camino de Olmutz? Gabriel: o esto es aquello mismo, o se le parece como una gota a otra gota. Mira, ahora tenemos enfrente los pantanos de Satzchan y a nuestra izquierda la colina de Pratzen. Mira hacia allá. ¿No se oye ruido de tambores? ¿No se ven algunas luces? Pues allí están los rusos y los austriacos. ¿Sabes cuál es su intención? Pues quieren cortarnos el camino de Viena, para lo cual tendrán que bajar de la colina de Pratzen y situarse entre nuestra derecha y los pantanos. ¡Mira si son estúpidos! Eso precisamente es lo que quiere el Emperador y todo lo dispone de modo que parezca que nos retiramos hacia Viena. Figúrate que aquí está nuestro ejército, compuesto de setenta mil hombres, cuyo inmenso frente ocupa todas las colinas de la izquierda, el camino y parte de la llanura que hay a la derecha. El Emperador, después de llenarse las narices de tabaco, sale a media noche a recorrer el campo, y observar los movimientos del enemigo. ¿Veis?, por allí va. ¿No se oyen las pisadas de su caballo, y los gritos de entusiasmo con que le saludan los soldados? ¿No se ve el resplandor de las hogueras que encienden a su paso? ¿Pero Vds. no ven todo esto? Bah. Es ilusión mía, pero de tal modo aviva mis recuerdos la similitud del paisaje, que me parece ver y oír lo que estoy contando… Pero querréis saber cómo fue que vencimos a los rusos y a los austriacos, y os lo voy a referir. Al amanecer ¡oh chiquillos!, los rusos bajaban maquinalmente por aquella alta colina de enfrente, con objeto de venir hacia nuestra derecha para cortarnos el camino. No olvidéis que aquí delante tenemos un arroyo que viene serpenteando de izquierda a derecha hasta perderse en los pantanos. El Emperador manda que la derecha pase el arroyo, y verificado esto, los rusos la atacan. El centro, mandado por Soult y la izquierda por Lannes, ansiaban entrar en fuego; pero el Emperador contenía el ardor de aquellos generales, para aguardar a que los rusos acabasen de cometer el desatino de bajar de las alturas de Pratzen para meterse en la madre del arroyo de Golbasch. Os explicaré bien. Allá en lontananza y al pie de la loma están las aldeas de Telnitz y Sokolnitz…

– Si aquí no hay tales aldeas, señor – interrumpió Marijuán, indócil a la mistificación.

– Necio, ¿querrás callar? – continuó el francmasón. – Yo sé lo que me digo, y es que todo el afán de Napoleón después que vio bajar a los rusos, consistía en tomar aquellas aldeas para luego apoderarse de la loma que tenemos enfrente. ¿No le veis? Pues bien; los generales Soult y Lannes partieron al galope para dirigir las operaciones del centro y de la izquierda. Yo pertenecía al centro, y estaba en el 17 de línea y a las órdenes de Vandamme. Avanzamos hacia el arroyo: ¿veis?, fuimos por aquí a toda prisa.

– Si aquí no hay tal arroyo – dijo Marijuán riendo. – Vd. sí que tiene la cabeza llena de arroyos y aldeas, y derechas e izquierdas.

– Llegamos a la aldea de Telnitz y allí comenzó el ataque – continuó imperturbablemente Santorcaz. – En la loma quedaban todavía veintisiete batallones de infantería rusa y austriaca, mandados en persona por los dos Emperadores y por el general en jefe ruso Kutusof. ¡Ah, muchachos, si hubierais visto aquello! Mirad hacia enfrente, pues desde aquí se distingue muy bien la posición que respectivamente teníamos, ellos encima, nosotros debajo… Al principio nos acribillaban; pero Soult nos manda subir a todo trance, y subimos desafiando la lluvia de balas. Para ayudarnos, el general Thiebault, que pertenecía a la división de Saint-Hilaire, refuerza nuestra derecha con doce piezas de artillería que bien disparadas hacen grandes claros en las filas enemigas. Estas tienen al fin que retroceder al otro lado de la loma. ¿Veis aquel repecho que hay a la izquierda? Pues allí fue el 17 de línea. Piquemos nuestras caballerías y nos hallaremos en el mismo sitio. Estúpidos, ¿no os entusiasmáis con estas cosas? Mira, Gabriel, ya estamos subiendo: esta es la loma que veíamos desde lejos: este repecho que miráis a la izquierda es el repecho de Stari-Winobradi, a donde el general Vandamme nos condujo. ¿Pero creéis que era cosa de juego? El repecho estaba defendido por numerosas tropas rusas, y una formidable artillería. La cosa era peliaguda; pero cuando los generales dicen adelante, adelante, no es posible resistir, y aunque del 17 de línea no quedamos más que la tercera parte para contarlo, ayudados por el 24 de ligeros, tomamos al fin el repecho, apoderándonos de la artillería. Los rusos se desbandaron por el otro lado de la loma, dirigiéndose hacia aquel caserío que a lo lejos clarea a la luz de la luna y que no es otro que el castillo de Austerlitz.

Marijuán reventaba de hilaridad. Yo, a mi vez, no pude menos de hacer alguna observación al narrador, diciéndole:

– Señor de Santorcaz, allá no se ve ningún castillo, como no sea que se le antoje fortaleza la cabaña de algún pastor de carneros, únicos rusos que andan por estos lugares.

– Tú sí que no sabes lo que te dices – prosiguió Santorcaz deteniendo su macho en medio del camino. – Os seguiré contando. Mientras los del centro hacíamos lo que habéis oído, allá por la izquierda, en esa tierra llana que tenemos a este lado, la caballería cargaba portentosamente al mando de Lannes y Murat. Francamente, rapaces, de esto poco os puedo hablar, porque caí herido: por un buen rato se me pusieron ciertas telarañas ante los ojos, y mis oídos no percibían sino un vago zumbido. Pero ahí hacia la derecha se remataba a los rusos y austriacos del modo más admirable. ¿No veis los pantanos de Satzchan? A lo lejos brilla su engañosa superficie: están helados, y los rusos, impelidos por Soult, se precipitan sobre ellos. En el acto el Emperador manda que la artillería de la guardia dispare algunos cañonazos sobre el hielo para que se hunda, y entre los desmenuzados cristales, caen al agua dos mil rusos con sus cañones, caballos, pertrechos, armas, municiones y carros, precipitándose confusamente, sin que sus compañeros les prestaran socorro, porque no pensaban más que en huir, y huyendo se ahogaban, y quedándose morían barridos por la metralla francesa. ¡Qué espantoso desastre para aquella pobre gente, y qué gran victoria para nosotros! Estábamos locos de entusiasmo. ¡Pero qué veo! Gabriel, y tú, Marijuán, ¿no os entusiasmáis? Sois unos gaznápiros. Aquello fue prodigioso. Sólo entramos en fuego cuarenta mil hombres, y merced a las hábiles disposiciones del gran tirano, derrotamos a noventa mil aliados, matándoles o ahogando quince mil, cogiendo veinte mil prisioneros y ciento veinte cañones. ¿No había motivo para que nos volviéramos locos con nuestro jefe? ¡Ah, muchachos, si hubierais estado allí cuando recorrió el campo de batalla mandando recoger los heridos! Creo que hasta los muertos se levantaban para gritar «¡viva el Emperador!», y cuando a la noche siguiente encendimos una gran hoguera, en este mismo sitio donde ahora estamos, y vino él a situarse allí enfrente para recibir al emperador de Austria, parecía un dios rodeado de aureola de fuego y teniendo al alcance de su mano los rayos con que destruía tronos y reyes, imperios y coronas.