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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: España sin Rey», lehekülg 11

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«Ha llegado el momento de poner término a tus vacilaciones, y de decidirte por la solución que vengo indicándote desde el mes pasado. Nuestra casa necesita un apoyo. Tú debes darlo casándote con Mariana de Pedroche, que a su condición de propietaria de las mejores vegas de Montilla y Lucena, une las cualidades de belleza y virtud. Acábense tus dudas. Sienta la cabeza, Juan; ya no eres un niño. Bastante tiempo te he dejado vivir a lo mozalbete. Ya llegó el día de llamarte al orden y decir: Hermano mío, te mando que seas Conde de Aldemuz».

XX

Y animándose con el mutismo de su hermano, prosiguió Ben Alí: «Irás inmediatamente a La Guardia, y sin dilación desharás el equívoco que allí existe por tu gran imprevisión y ligereza. Mil veces te dije: Juan, no sueltes prenda, no hables de matrimonio, ni empeñes tu persona irreflexivamente. Por no hacerme caso te ves ahora obligado a dar explicaciones, a pedir que te dejen retirar promesas y palabras que un hombre discreto no debe dar nunca. Y al propio tiempo te encargo que procedas como caballero, que no olvides tu nombre y procures quedar bien con esa familia de Ibero, según entiendo, muy respetable. La cuestión es como de encerrona, y para sortear la salida necesitas de mucha flexibilidad y mano izquierda…».

Era el Conde Ben Alí un hombre feo, de esos en quienes la misma fealdad revela procedencia de padres hermosos. Sus ojos desmesurados y refulgentes eran como los faroles de un ferrocarril; las cejas dos tirajos curvos de paño negro; la distancia entre la nariz corta y la boca larga más grande de lo que marca el ideal helénico; la barba fuerte, espesísima, afeitada en los carrillos para que no invadiera las partes del rostro que, según ley estética, deben estar mondas de pelo; la color blanca dorada al sol; los dientes limpios, correctos y sanos. Su aspecto, en suma, comprendiendo cara y cuerpo, acomodábase al más arrogante tipo de bandido, y no había en ello incongruencia, pues rara vez vio y sufrió el pueblo español cacicón más audaz y despótico. Era el azote político, fiscal, judicial y administrativo de una comarca tan risueña como desdichada.

El ideal patriótico del Conde, fundamentado en su brutal egoísmo, no era otro que ver al bueno de Montpensier en el trono de España. Grande amigo del Duque, no dudaba que este le facultaría para extender y reforzar con apretados tornillos su feudal máquina de tortura… Y por fin, las ambiciones de Ben Alí se redondeaban casando al hermano con la dama de Priego, Marquesa de Aldemuz, para que nuevos estados vinieran a la familia, y se constituyese el feudo en un considerable espacio rural.

Las amonestaciones severas del hermano mayor impresionaron a don Juan, que si bien ya estaba en la idea de cambiar de novia, su ligereza no le había permitido aún ver claramente la dificultad del paso. Pero había llegado el momento crítico de liquidación amorosa. El galán tenía que desenredar sus enredos y afrontar las consecuencias de su frivolidad. ¡Oh Fernanda grácil y seductora! ¡Cuán penoso era para tu accidental caballero sufrir la pena de dejarte libre y en disposición de admitir nuevo dueño, y al fin poseedor de tu excelsa hermosura!… Menos mal que el tirano Ben Alí le mandaba a La Guardia por largo camino, pues dispuso que fuese antes a Barcelona con importantes órdenes y pliegos para un coronel de Artillería retirado, que en aquella gran ciudad dirigía secretamente la tramoya montpensierista.

Cuando el arrogante andaluz disponía sus bártulos para tomar el tren, supo que la Subijana y Céfora habían levantado el vuelo. Días antes, salió el pobre Romarate, custodiado por un sirviente de los Marqueses de Gauna, en el mismo tren que a estos condujo. Algo inquieto y sobresaltado, pudo creer el caballero que amigos y enemigos corrían hacia el Norte, imantados como él de un temor supersticioso, miedo a la verdad, al amor enojado y justiciero.

Partió el mismo día en que Prim modificó el Gabinete. La salida inevitable de Martín de Herrera, por su desatentada circular sobre la interpretación de los derechos individuales, y el decreto acerca del ingreso y ascenso en la carrera judicial, dieron al General ocasión de abrir la puerta grande a los demócratas. Quedó en Estado Silvela, pasó Ruiz Zorrilla a Gracia y Justicia, en Hacienda entró Ardanaz, en Fomento Echegaray, en Ultramar Becerra. Con estos últimos nombres en el cartel gubernativo refrescó Prim su política, y los demócratas conocieron la alegría del vivir: ya no eran simple adorno muerto, de azul y oro, en la vitela del libro de la Constitución…

El mayor, el único regocijo de Urríes al salir de Madrid por la vía de Zaragoza, fue ver la lozanía con que maduraban los frutos de la Interinidad. Como fanático de Montpensier, deseaba que en el cuerpo y extremidades de la Nación brotaran granos y pústulas, para que fuese menester acudir al heroico remedio. Gravísimas noticias traían el viento y el telégrafo, el correo y las públicas voces. España decía: «Estoy muy molesta con insufribles picazones en todo mi viejo corpacho. Por aquí me duele, por acullá me arde, por esta otra parte se me hincha la piel. Me salen carlistas por donde menos podía pensar, me salen federales por do más pecado había».

Por el camino repasaba Urríes en su mente el sin fin de manifestaciones eruptivas que infestaban a la Nación. Todo aquel sarpullido era por don Carlos y la Unidad Católica. Indudablemente el ejemplar más castizo y picaresco de aquellos brotes insurreccionales, fue el que la Historia designa con el epígrafe de El Cura de Alcabón. Era don Lucio Dueñas, según sus biógrafos, un clérigo chiquitín, casi enano, buen hombre en el fondo, pero tan fanático y cerril que perdía el sentido en cuanto el viento a sus orejas llevaba rumores de guerra carlista. Apenas se enteraba de que ateos y masones sacaban los pies de las alforjas, preparaba él las suyas llenándolas de víveres y cartuchos. Convocaba inmediatamente al vecindario del mísero pueblo de Alcabón, y entre mozos y viejos disponibles reclutaba una docena, o algo más, de gandules dispuestos a defender con su sangre y su vida la Unidad Católica y la Monarquía absoluta. Hecho esto y reunida su mesnada, que rara vez pasó de veinte hombres, echaba la llave a la iglesia, cogía la escopeta, enjaezaba su rocín flaco, y, ¡hala!, a pelear por Dios y por Carlos VII.

El campo de operaciones del minúsculo guerrillero tonsurado era la banda Sur de la provincia de Toledo. Pasaba el Tajo por donde podía; evitaba los pueblos grandes; en los pequeños entraba impetuoso, arengando a su gavilla; pedía raciones, cebada y pan o lo que hubiese; y si en alguna parte le atendían, daba recibo en papel encabezado con este membrete: Real Comandancia de Toledo. Su refugio y descanso buscaba en Menasalbas o en Guadalerzas. Era en verdad delicioso y romancesco el cleriguillo de Alcabón. Hacía poco o ningún daño; no fusilaba; valíase de los muchos amigos que en la comarca tenía para escabullirse de la Guardia civil; pedía y tomaba raciones; no despreciaba caballo cojo ni burro matalón, y aprovechando alguna coyuntura feliz arramblaba con los menguados fondos municipales. Como experto cazador de toda la vida, don Lucio conocía palmo a palmo el terreno. Alguna vez recalaba en la posesión de don Juan Prim, en Urda. El administrador, que era su amigo, le daba raciones y buen vino de las provistas bodegas del General. El jefe y los bigardos de la partida se apimplaban para hacer coraje, y luego salían por aquellos campos gritando como energúmenos: «¡Viva la Religión, viva la Virgen, viva don Carlos!». El exaltado cura, tan pequeñín que apenas se le veía sobre el jamelgo, se esforzaba en suplir su menguada estatura con la fiereza de sus gritos y la bizarría de sus actitudes.

Más temibles que el enano de Alcabón eran en la Mancha Sabariegos y Polo, cabecillas veteranos que asolaban el Campo de Calatrava. Los bárbaros que les seguían llegaron a formar cuadrillas imponentes, que so color de la Unidad Católica cometían mil desafueros. Estos granos o diviesos eran de más cuidado que los de tierra toledana, y mortificaban con punzadas dolorosas el tronco de la madre Iberia. Pero esta sufría en otras partes de su cuerpo enardecido múltiples tumores que en sanguinoso avispero se juntaban. Los párrocos y canónigos de Astorga, alzando pendones por la Monarquía absolutamente católica, se comprometieron a dar cada uno para la santa guerra un hombre armado o su equivalencia en dinero. Pronto se reunieron elementos tan silvestres como belicosos. Del Seminario salió un intrépido sacerdote y catedrático, el señor Cosgaya, que, organizada la evangélica partidita, se lanzó a las aventuras macabeas. Su hazaña primera fue matar a un pobre alcalde; después siguió de pueblo en pueblo racionando a sus hombres y caballos, y aliviando al Fisco de la cobranza de contribuciones.

Pero la cuadrilla más audaz y vandálica de la provincia de León, fue la que guerreaba bajo las banderas del heroico beneficiado de la Catedral, don Antonio Milla, de quien se dijo que era tan sutil teólogo como hábil estratégico. Asoló diferentes pueblos, dejando en Santa María de Ordax memoria perdurable, por los delitos que allí se perpetraron contra la vida, la hacienda y el pudor. Otro de estos Cides con puntas de bandoleros fue el ilustrado canónigo don Juan José Fernández, que no se quedó corto en los atropellos y depredaciones. En una provincia cercana, Palencia, salió Balanzátegui, no cura, sino soldado y de los más valientes, a quien perdió el necio delirio de imponer a tiros y sablazos la Unidad Católica y el Concilio de Trento. Su ciega y fanática intrepidez le perdió: fue pasado por las armas…

El divieso del Burgo de Osma fue García Eslava, que brotó y reventó entre aquel pueblo y Almazán. En tierra de Burgos aparecieron como abscesos infecciosos los afamados Hierros, que operaban con ruda valentía y eclesiástico fervor en la patria del Empecinado y en los términos de Aranda de Duero, Roa y Coruña del Conde… En la provincia de Segovia, los facciosos dispersos se juntaban en Revenga bajo el garrote y bonete del capellán de Juarrillos, para correr al latrocinio de leñas, carbones, pan y cebada; en tierras de Madrid, el cabecilla Jara salía de Santa Cruz de la Zarza en busca de los pingües esquilmos de Aranjuez; desde Valdemorillo y Colmenarejo partían bandas de campeones de la Unidad Católica en persecución del Real Sitio, y amenazaban las preciosidades de la Casita de Abajo. Era, en fin, un levantamiento general y a la menuda, en la mayoría de los casos organizado y dirigido por indignos clérigos. Y estos bribones, que al verse perdidos se acogían al último indulto, volvían luego tranquilamente a sus parroquias, santuarios o catedrales, y sin que nadie les molestara continuaban ejerciendo su ministerio espiritual, y elevaban la Hostia con sus manos sacrílegas.

Y aún había más, mucho más que lo rápidamente contado, que fue repaso y enumeración en la mente de Urríes. Todo el mísero cuerpo de la Nación estaba invadido de la plaga. En el Maestrazgo, Valencia, Aragón y Cataluña, sufría España la terrible picazón. De aquella sarna que la obligaba a rascarse desesperadamente, brotaron los horribles tumores que la pusieron en tan asqueroso estado. Acudía el Gobierno con los emplastos emolientes del envío de columnas en persecución de los malhechores católicos, unitarios, absolutos o carlistas, que de mil modos se llamaban. Pero como era forzoso atacar un mal esporádico en tan distintas y distantes partes del enfermo, unas veces llegaba tarde el remedio, otras demasiado pronto, como pasó en Montealegre, cerca de Barcelona. Los conjurados se reunían por órdenes del cabecilla Larramendi, y conforme iban llegando al punto de cita, con arreos de cazadores, la columna del brigadier Casalis los cogía y tranquilamente los fusilaba. El único que pudo escapar fue Larramendi, que olió la quema y se puso en salvo.

De algunas de estas erupciones oyó hablar Urríes en el curso de su viaje; otras las supo en Barcelona, donde se detuvo pocos días para dar cumplimiento a la misión que llevaba. En el centro de propaganda y de irradiación activa que allí tenía el de Orleans, supo que los carlistas se llamaban a engaño y ya no daban juego. Mejor resultado se pensaba obtener de los federales, que ya en diferentes partes de Cataluña movían los secretos humores para salir a la epidermis nacional. El mal y su difusión aterradora provenían de la sangre viciada por el terrible virus de la Interinidad, y el enfermo llegaría pronto a la gangrena y la muerte si no le ingerían la droga interna, que era tragar al Duque. ¡Amarga pócima para España, que, rechazándola con signos negativos, se rascaba y se condolía, siempre risueña y grave, inmensamente noble y picaresca!

XXI

De regreso a Zaragoza, continuando su viaje parabólico, tuvo Urríes un encuentro feliz y desagradable. Presuroso comía en la estación cuando se le apareció su amigo Tapia, derrengado, cojo y con un brazo en cabestrillo, el rostro de vieja tachonado de negros parches de tafetán. Con frase compungida y rápida, hizo historia de sus lastimosas averías, obra de unos desalmados facciosos de Balaguer. Como la brevedad de la parada no daba tiempo a largas explicaciones, limitose a decir que los carlistas que furiosamente le molieron los huesos eran de los de verdad; que el vapuleo fue desaforado y puso en peligro su existencia, y que huyendo de sus verdugos se vino a Lérida para curarse con árnica y quietud sus mataduras y contusiones. Dicho esto, pidió y obtuvo un auxilio de dinero… Metiéndose en el tren a toda prisa, después de socorrer al amigo, don Juan le mandó que fuese a Barcelona a recibir nuevas órdenes… Durmió en Zaragoza el caballero, y tempranito salió en el tren que va y viene por la margen derecha del Ebro, entre Zaragoza y Miranda.

A medida que avanzaba el vagabundo Urríes, espaciando sus miradas en los risueños campos o en la caudalosa corriente del magno río, tristeza y zozobra se metieron a la calladita en su alma; y cuando al caer de la tarde, pasando por Cenicero, vio los montes de La Guardia y Toloño iluminados por el sol poniente con tintas y tornasoles de nácar, don Juan se recogió en sí… Como el sol doraba los montes, la imagen de Fernanda iluminó la mente del caballero, y en ella se reprodujo con singular viveza. La hermosura de la hija de Ibero, su gracia, su continente a la par modesto y noble, imitaban soberanamente la realidad.

En aquella hora de triste ocaso, propicia al examen interno, don Juan pensó que su inclinación a las livianas aventuras, por puro pasatiempo deportivo, y sus tratos con la Marquesa de Aldemuz, buscando una boda de conveniencia, le imposibilitaban en absoluto para pretender un hueco en el corazón de Fernanda. Pero contra la desazón que esta idea produjo en su alma, reaccionó el caballero al instante con sus arrogancias de libertino… Cierto que Fernanda era mujer de extraordinaria valía… mas no la única… Otras había que… Y por último, ¡qué demonio!, si él salía bien de la engorrosa obligación que le había impuesto su hermano, deshacer aquel impremeditado compromiso matrimonial, ¿no podía suceder que Fernanda siguiese amándole, que él…? Su buena estrella en lides de amor no había de abandonarle. Con tales pensamientos llegó a Miranda, y no sabiendo dónde residían a la sazón los señores de Ibero, corrió a la fonda en busca de un muchacho que allí servía, y que seguramente le sacaría de dudas. El mozo, natural de Páganos, hijo de un antiguo servidor de Castro-Amézaga, y muy afecto a la familia, le dijo que los señores habían pasado por Miranda dos días antes. Don Santiago y su señora, con el niño pequeño, estaban en Sobrón tomando las aguas; la señorita Fernanda, en Bergüenda con sus tíos doña Demetria y don Fernando.

Durmió Urríes en la fonda de Guinea, mejor será decir que se acostó, pasando en penoso desvelo toda la noche. Sus atormentadores eran: el mandato de su hermano, tan difícil de cumplir; la hermosura y bondad de Fernanda; la rígida entereza de Santiago Ibero. A la mañana siguiente, un buen coche de alquiler le llevó por la orilla izquierda del Ebro. Aunque iba con toda la atención en sus inquietudes, algo le quedaba para mirar el paisaje, que le pareció desolado y tristísimo. Detenido en Fontecha para pagar el portazgo, el corazón le dio avisos de mal recibimiento, augurios tristes… Pero aún había que andar algo más. Adelante, pues… Por fin paró el coche frente a un muro enverjado en su parte superior. Urríes oyó ¡ay!, la voz de Fernanda… en el mismo instante vio su esbelta figura tras unas ramas de rosales floridos… Charloteaba con unas muchachas. ¿Eran criadas o señoritas del pueblo?… El caballero descendió junto a una puerta que no era entrada del jardinillo, sino de la casa, y esta tenía un aspecto austero, señoril y arcaico, con escusones, reloj de sol y una graciosa ventana plateresca. La primera que salió a recibir a don Juan fue Demetria; poco después apareció Fernanda. Fríos, pero de suprema ficción cortesana, fueron los saludos. En lo poco que habló Demetria descollaron estas dos frases, que hirieron particularmente la atención de Urríes… «Mi esposo ha ido a Santa Gadea del Cid, a visitar a un amigo…». «Ahora, don Juan, hablará Fernanda con usted; después hablaré yo».

Dicho esto, salió la señora, y los novios quedaron solos frente a frente. Las miradas de uno y otro vagaban en el espacio intermedio como pájaros asustados que no saben a dónde volar.

¿Quién de los dos hablaría primero? El sentimiento que en el alma de Urríes hacía veces de dignidad, dijo a este que debía romper el silencio, y así lo hizo: «He venido acá, olvidándome de todos los equívocos que nos han trastornado, he venido a decirte, Fernanda, que…».

– Acaba. Cuando a mí me toque hablar, verás qué pronto despacho.

– A decirte que no he dejado de amarte; que mi corazón es y será siempre tuyo, cualquiera que sea la determinación… a que me lleve… mejor dicho, que me imponga mi Destino, un sino perverso… fatalidad debo decir… Ese nombre de fatalidad doy yo a mi familia… Más fuerte que todo eso será mi amor… más permanente la imagen tuya que llevo grabada en mi corazón.

– ¿Y para qué quiero yo – dijo Fernanda con arrogante desdén, – para qué quiero un corazón que se contenta con llevarme grabada?… ¡Qué risa! ¿De modo que yo me vuelvo imagen, y tu corazón un altarito en que dice misa otra mujer?

– No me has dejado concluir. Aguarda un poco. He dicho que te amaré mientras viva, Fernanda; que…

– ¡No dices verdad!… Podías dar a tus engaños otra forma, alegar razones: que has encontrado mujer más de tu gusto, que la conveniencia se sobrepone al cariño, o que el cariño es voluble, loco… Podías en todo caso traerme la razón suprema, el no quiero, el no puede ser, que no dan lugar a más dimes y diretes. Juan, Juan, yo soy muy recta, y no admito disculpas estudiadas, ni volteretas del pensamiento… Quiero el sí o el no, claros, redondos… Tengo el alma bien dura… dura para el sufrimiento… Dura soy también para querer, cuando en el querer soy correspondida. ¿Me entiendes? Si he de estimarte, ya que quererte no pueda, ven a mí honradamente con tus disculpas; no me traigas las mentiras endulzadas y las perfidias que usáis en las Cortes…

– Allá se quedan las ficciones; aquí vengo a declarar inextinguible el amor que te tengo, Fernanda.

– Mentira, mentira – replicó la hija de Ibero, firme en su proceder rectilíneo. Era un alma enteriza. Desconocía las sutilezas de lenguaje que sirven para soslayar el pensamiento con adornadas curvas; no usaba nunca el lenguaje irónico ni las figuras tortuosas; en sus cariños como en sus antipatías jamás gastaba términos medios; no sabía poner sordinas ni apagadores en la ruda expresión de la verdad.

Repitió don Juan sus ditirambos amorosos. El niño que hay siempre dentro del calavera o libertino le sugería procedimientos muy elementales: arrojar sobre la mujer engañada flores bonitas y galanos requiebros. Creía que Fernanda era como las demás, y en esto se equivocó, poniéndose en el orden de los profesionales de amor más adocenados, conforme a la degeneración del tipo en el siglo XIX. La enamorada doncella se levantó, protestando del artificioso galanteo. Con empañada voz le dijo: «No te canses, Juan: tus flores me parecen flores de muertos… flores de trapo. Llévalas a la rubia de Subijana, y en ella se volverán flores vivas, frescas, naturales. Bien cerca la tienes… Ha sido ella más dichosa que yo. Pero no debemos quejarnos… Al mundo venimos para eso, para que unos pierdan y otros ganen… Yo he perdido…».

Saltó Urríes con una gallarda negativa… Céfora no le interesaba. Era un conocimiento, no un compromiso. No era caso de amor, sino de piedad de una huérfana desvalida. Con un no hablemos más dicho con entereza, ahogando su pena hondísima, puso Fernanda punto en la conversación, y se dirigió a la puerta. Su andar y su gesto eran como si arrojara y pisoteara las flores contrahechas con que el galán quería reconquistarla. Y saliendo ya, dijo: «Todo lo tenemos hablado… Lo que falta te lo dirá mi tía». Desapareció, y en el rato que estuvo solo, coordinó don Juan sus pensamientos, y analizó los de Fernanda. «Es muy particular – se dijo – que su celera y su enojo señalen exclusivamente a Céfora… De Mariana ni una palabra. Sin duda hay aquí un equívoco que debo aprovechar».

No tuvo tiempo para más reflexiones. Entró Demetria, que deseando terminar pronto, evitaba toda prolijidad. «No puede usted figurarse, don Juan, el estrago que ha hecho en la familia, en nuestros corazones. Ya le queríamos a usted, ya le teníamos por nuestro… Reconozca que su comportamiento no ha sido como esperábamos. La corrección no parece por ninguna parte. ¿Qué? ¿Se ofende de lo que le digo? Peor sería para usted que se lo dijera Santiago… Ya, ya sé lo que usted me contestará… que en la vida no se hace todo lo que se quiere; que cuando menos se piensa saltan obstáculos insuperables. Naturalmente, no es el corazón el que manda en todos los casos… mandan los intereses…».

Por la primera brecha que Demetria le dejó libre, se coló Urríes con sus disculpas, comenzando por manifestar que su pena era de las que no admiten consuelo… que amaba a la familia Ibero tanto como a la suya, y acabó declarando que, en efecto, existían obstáculos; pero que acerca de ellos no había dicho aún en su casa la última palabra. «Dispénseme, don Juan, si me permito desmentirle – replicó Demetria triste y obstinada. La última palabra está dicha ya; los dos hermanos se han entendido; usted se casará con la dama de Priego… Todo lo sabemos aquí; sólo está ignorante de ello la pobre Fernanda, a quien hemos ocultado la verdad para que su herida no sea tan dolorosa. Hemos tenido la desgracia de perderle a usted… digo desgracia, porque para nosotros era felicidad contarle en nuestra familia. El Conde de Ben Alí, que según parece no admite oposición a su autoridad, ha sentenciado… Es inútil que usted nos hable de su desconsuelo… Creo en él; creo que usted no va con gusto en ese machito del casorio con la viuda… Pero resígnese y háganos el favor de retirarse y de no volver por acá. Mi marido y mis hermanos Gracia y Santiago no apreciarían esta visita de usted como la aprecio yo…».

Quedó el caballero un tanto apabullado con estas severas y delicadas razones, a las que por el pronto no supo responder más que con declamaciones caballerescas, de las cuales tenía bien surtido repertorio. Y Demetria, visiblemente afectada, con lágrimas en la voz, ya que no en los ojos, le despidió con frases de intensa ternura: «¿Ha traído usted las cartas de Fernanda para entregárselas como es uso y costumbre en todo rompimiento de noviazgo? Porque ella tiene ya dispuestas las de usted en un paquetito. Y para que se vea si es inocente y angelical esa criatura… esta mañana, hablándole yo de la obligación de devolver las cartas, me dijo: «Tía, ya las he reunido en un paquete; pero lo até con una cinta rosa, y estoy buscando una cinta negra para que lleven la expresión de muerte que es necesaria, indispensable».

Contagiado de la emoción de la dama, uno y otro en pie para la despedida, don Juan no quiso rematar la visita sin dar también su nota de ternura y delicadeza. «Yo he traído las cartas de ella; pero las dejé en Miranda… El corazón se me rebelaba contra el trámite doloroso de rompimiento… y me decía que esta visita no podía ser la última. ¿Me permite usted, señora, que me despida de Fernanda y solicite nueva entrevista para el cambio de esas que vienen a ser papeletas de defunción, signos de muerte, el corazón suyo y el mío devueltos, como lo que no fue poseído, sino prestado?».

– ¡Ay, no!… no puedo consentirle a usted nueva entrevista, caballero. Despídase usted de ella en forma vaga, sin afirmar ni negar que se ven por última vez… De este modo la separación no será tan desoladora para ese ángel… Véala usted en el jardín (acércanse a la ventana)… Allí está regando los claveles con las dos muchachas que aquí le hacen compañía… la una es sobrina del cura del pueblo; la otra es Boni, hija del que fue escudero de mi esposo y hoy el criado más antiguo de mi casa… Es hermana de Sabas, un muchacho que sirve en la fonda de Miranda… Observe usted a mi sobrina. ¡Qué bien disimula su pena! Ríe, y a ratos canta… Mientras esté usted aquí, sabrá mantenerse entera y tragarse sus amarguras. Salga usted, baje, despídase con su habitual cortesía… Yo no intervengo, no quiero intervenir; le dejo a usted solo, y fiada en su caballerosidad le veré desde aquí… Después, nada… Vuélvase a Madrid, y de la devolución mutua de cartas me encargo yo. Mándeme usted su paquete, las de ella; yo le enviaré después a Madrid, con un conductor del tren, hombre de toda confianza, el paquetito atado con cinta negra… y requiescat in pace. Todo queda muerto y sepultado… Pero los corazones revivirán… Usted será feliz con su viudita opulenta, y a mi sobrina, que es mujer de grandísimo mérito, no le faltará un buen partido… y también será feliz… Yo soy un ejemplo de este revivir de los corazones, mejor dicho, mi marido es el ejemplo. Amaba locamente a otra, y yo me di mis trazas para ser su verdadero amor, el amor de toda su vida.

Descendió al jardín el caballero, y reuniose con Fernanda junto a un grupo de altos rosales. Los que fueron novios quedaron a distancia de las dos muchachas, en un sitio desde el cual podía verles Demetria. El taimado caballero, ducho en artes de amor, evocó en la mente todo su poder sugestivo y magnético… En breves instantes y contadas palabras había de crear una nueva situación sobre las ruinas de la antigua. «Fernanda – le dijo poniéndose en el rostro la máscara patética que usaba en las críticas ocasiones, – no ates el paquete de tus cartas con cinta negra, por Dios te lo pido… Lo negro es signo de muerte, y nuestros corazones quieren vivir, pese a quien pese. El paquete de tus cartas lo dejé en Miranda. Viene atado con cinta verde, que es color de esperanza. Lo que hoy parece rompimiento, no lo es… Yo me sublevo contra tal absurdo, y para darte mis razones necesito una entrevista, solos los dos… cerca de aquí, en el campo, donde tú digas».

– Eso no puede ser – replicó ella con temblor de voz, que de los labios a todo el cuerpo le corría. Eso nunca. Hemos concluido para siempre.

– Piénsalo, vida mía, y no me empujes a la desesperación.

Con pérfido arte lo dijo, revistiéndose de una dramática gravedad que admirablemente realzaba sus ademanes varoniles. La inocente y crédula Fernanda se enganchó en la fina red arácnida de cazar moscas.

«La desesperada soy yo, Juan; yo, que… Pero cuanto digamos ya es inútil. Vete pronto… déjame. No volveremos a vernos… ¿Pero qué has dicho?».

La pobre criatura vacilaba entre darse por muerta y recobrar nueva vida. El galán echó el resto, y con aparatosa ficción romántica que le agigantaba, dándole a los ojos de ella mayor gallardía y hermosura, se expresó así: «Concederme o negarme la entrevista, es como decidir que yo viva o que muera. Es tristísimo que no pueda yo contarte mis horribles penas. ¿Eres tú acaso más mala y más perversa que mi destino? Bien. ¿No quieres volver a verme? En ese caso, me sentencias a desaparecer del mundo».

– ¡Oh, no! Juan, no.

– ¿Concedes la entrevista?

– No puedo.

– Pues yo podré. Adiós, Fernanda. Me verás otra vez. Adiós.

Hizo las reverencias y figurado saludo de quien se despide con forma vaga, como había indicado la señora, y salió. Corriendo en su cochecillo hacia Miranda, el caballero no iba triste. En su alma aleteaba la ilusión de empalmar los pedazos rotos de su historia de amor. Pensando en ello, acariciaba este hilo de zurcir que ingenuamente había dejado caer Demetria: Boni, hermana de Sabas, el mozo que sirve en la fonda de Miranda…