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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», lehekülg 10

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XXII

Del Sr. de Maltrana a su hermana política la señora Marquesa de Sariñán

Villarcayo, 1º de Julio.

Hermana mía y amiga: La grave enfermedad de nuestro hijo Federico ha privado a Valvanera del gusto de contestar a tu carta. Aun hoy, ya mejorado el niño y contentos nosotros de que nos le conserve Dios, mi mujer no se decide a tomar la pluma: su cansancio, después de tantas noches de ansiedad y desvelo, ya puedes figurártelo. Yo me encargo de cumplir aquel deber, empezando por manifestarte que accedo gustoso a contribuir, en la parte que me corresponde, para el auxilio del pobre D. Beltrán: quedan entregadas las cuatro onzas, y no tendré inconveniente en aprontar mayor suma, si necesario fuese para sacar definitivamente de aquel infierno al primer noble de Aragón. Haced porque venga, y le tendré en mi casa todo el tiempo que guste, si él se aviene a esta soledad desabrida, donde halla tan pocos atractivos su exquisita sociabilidad. Voy creyendo que ni los años ni el desdichado sesgo de sus últimas aventuras han sido parte a quebrantar su genio de señor prepotente, ni a domar sus ambiciones de grandeza y rumbo. Pero venga como viniere, aquí será bien recibido, y tendrá la consideración, el respeto y cariño de todos.

Por encargo especial de Valvanera, y por cuenta propia, tengo el gusto de manifestarte que el Sr. D. Fernando Calpena es persona dignísima, y ya debiste comprenderlo así, sólo con saber que hace meses le tenemos en nuestra casa. Pertenece a una noble familia con quien tuvo mi padre relaciones de íntima amistad, y que actualmente reside en el Mediodía de Francia. A su hidalguía, a su intachable conducta, une el Sr. de Calpena una ilustración extraordinaria, pocas veces vista entre nosotros, que hace de él una de las personas más gratas y amenas que es posible tratar. Creo que bastará esta manifestación mía para que levantes la injusta sentencia que habías lanzado contra nuestro caballero, y rectifiques juicios temerarios, originados quizás de vulgares hablillas.

En la primera carta que a Pilar escriba, tendrá mi mujer la satisfacción de expresar a esta tus disposiciones de concordia, y le transmitirá tus frases de piedad y cariño. Cree que celebraremos muy de veras la reconciliación, y ver terminadas vuestras desavenencias con un tierno abrazo fraternal. También será para nosotros motivo de júbilo que se realicen tus proyectos de unión con la casa de Castro-Amézaga, suceso que consideramos felicísimo para una y otra familia. ¡Dios nos dé a todos salud, y paz y reposo a nuestra querida patria, que vemos desangrada y empobrecida por crueles guerras interminables! Que miren por el procomún los hombres de arraigo y buena voluntad como Rodrigo, tratando de llevar sus buenas ideas a la vida política, es lo que conviene, para imposibilitar las maquinaciones de los malos patriotas y holgazanes, causa de tantas desdichas. Unámonos los hombres de posición y de ideas juiciosas, y España se levantará del suelo ensangrentado en que yace, recobrando su dignidad y poderío. Digo esto porque ha llegado a mi noticia que aspira Rodrigo a la diputación a Cortes en la vacante de Tudela, y, si es verdad, le felicito y felicito al país. Que disponga de mí y de mis buenas relaciones en la Ribera, así como de mi amistad con Olózaga, con Luzuriaga, Arrazola y Carramolino.

Recibe los cariños de Valvanera y de mis hijos, y la constante amistad de tu afectísimo hermano – Juan Antonio.

XXIII

De Gracia a Calpena

La Guardia, Julio.

Si sigues así, tan descuidado, tan triste y estúpido, la que te ama caerá en la desesperación, y la desesperación es mal remedio de amor. Declárate pronto, y no te pongas baboso y pesado. No agas lo que Ernesto de Melville en la Eponina, que por su cortedad de genio dejó morir de pena a su amada, y él, no sabiendo cómo desenlazar la novela, se tiró a un estanque. Me figuro yo a Ernesto de Melville melenudo, de mal color, los ojos en blanco, y el dedo metido en la boca, como los niños mal criados. Así estás tú también, y yo, si no te quisiera, te pegaría una buena mano de cachetes. Como te descuides, como sigas aciendo el figurín de la delicadeza, lo pierdes todo; la que te ama se morirá de aburrida, y tú al fin no tendrás más remedio que tomarte un veneno. Ya ves: podían los dos ser felices, y serán muy desgraciados, por estarse mi niño con la boca abierta, mirando a la iguera, a ver si le cae la breva en la boca.

Otra cosa tengo que decirte, para que estés sobre aviso. El sábado pasado llegó a casa una mujer preguntando por ti. Salí yo a la puerta y puse en su conocimiento que no estabas aquí, sino en Villarcayo. Te daré las señas a ver si sacas por ellas quién puede ser la que te buscaba. Era de buena estatura, delgadita, bien echa de cuerpo. Venía mal trajeada, descalza, rendida de cansancio, sucia y cubierta de polvo. Tenía la piel de la cara desollada, del sol caliente y del aire frío, y por esto y por el polvo no pudimos saber si era bonita o fea. Si e de decirte la verdad, me pareció gitana. La Rosenda y yo le icimos preguntas, y no contestó más sino que tenía que entregarte una carta; díjele que me la diera y yo te la mandaría, y no quiso la muy perra. Tomó el pan y unos cuartos que le di, y se bajó al camino. Desde mi ventana vi que se le unían dos ombres de mala traza, también algo agitanados, y despacito se alejaron y se perdieron de vista.

Cuando Demetria se enteró de esto, mandó a Bernardo en seguimiento de la cuadrilla; mas no pudo dar con ella asta un día después, en La Bastida, donde vio a los ombres, pero no a la mujer. Esta, según los tales le contaron, abía caído mala de una fuertísima pataleta, motivada de cansancio y penas. Dijéronle también que ellos no la conocían, ni sabían su nombre; que encontrándose en el camino, abían andado juntos algunos días. Averiguó después Bernardo en el parador que la mujer, enferma de gravedad, abía sido recogida por unos vecinos piadosos, que la llevaron al ospital de Miranda, y colorín colorao: no sé más.

Valdría más que no me dejaran leer novelas, porque aora, si no leo las invento, y se me a metido en la cabeza que esa que parece gitana es tu novia, la que fue tu novia. Pero quizás sea un disparate muy gordo lo que se me ocurre. No agas caso. Demetria es de opinión que no debemos decirte nada de esto; yo creo que conviene que lo sepas, por si son gente perdida que se lleva alguna idea mala contra ti. Yo me figuro que, si la gitana es ella, uno de los ombres es el marido, y que van todos disfrazados con las caras pintadas, para robarte y matarte después. Yo que tú, si parecen por aí, daría parte a la justicia, para que les metieran a los tres en la cárcel. Yo veo un complot como el de Valeria y Beaumanoir, cuando la novia que izo la gran traición se une a los úngaros… en fin, ya no me acuerdo.

¡No me a costado pocas fatigas escribir esta carta sin que se enteren mi ermana y mis tíos! Te la mando con Sabas, que oy vuelve a Villarcayo, para que tú dispongas si sigue o no sigue a tu servicio. Con él mandamos a Doña Valvanera cuatro orzas de mostillo, orejones y tres pares de palomas de la nueva raza que nos an traído, blanquitas, chiquitas, con la cola como un abanico. Cuando las veas acuérdate de lo que te digo. Que te decidas y no agas más el Ernesto de Melville, que se tiró al estanque de puro loco. Mira que ya la que te ama se cansa de esperar, y el amor que te tiene se convertirá en aborrecimiento, en menosprecio de tu necedad. Abur, amigo. Esta carta no la firmo, para que no te des tono con ella. Sólo pongo – La misma.

XXIV

De Pilar a Valvanera

Madrid, Julio.

Amada mía: Hoy está Felipe de malas, quiero decir, de peores, suspicaz y fiscalizador como nunca, queriendo meter en todo sus robustas narices. Aprovecho su ausencia, que no puede ser larga: ha ido al Ministerio de Estado y volverá pronto, para que su víctima no descanse ni respire…

Bueno: me corre por el cuerpo toda la electricidad de una mediana tormenta. Trueno y relampagueo. Debo decirlo al revés: primer el relámpago… Creo que mi excitación sube de punto con el júbilo de saber que tu niño está ya fuera de peligro. ¡Qué días he pasado! Bendito mil veces sea el Señor que te le conserva, y a mí me da este gran consuelo. Mi alma, que ha tiempo mora en Villarcayo, vuelve acá de un vuelo cuando la necesito, y ha estado trayéndome y llevándome recaditos con las alas de mi ansiedad. Ahora la mando otra vez para allá, con las alas de mi amor, para decirte que ese plan de transacción decorosa, asignando a cada galán una de sus niñas, me parece de perlas. Pero conste que en todo caso, la mayor, la buena, ha de ser para mí. Mi sobrino, que sólo busca una dote, puede apencar con la pequeña, en quien veo una nerviosilla sin juicio, quizás malhumorada y enferma. No me conviene. He leído las cartas de entrambas. La gravedad con que Demetria se sostiene en su papel, permitiéndose tan sólo alusiones muy finas e ingeniosas a la situación de Fernando, me encanta. En la de Gracia no veo clara su intención. ¿Aboga por su hermana o por sí misma? Digas lo que quieras, por el texto de la carta no podemos colegir si es una pobrecita inocentona, o si se vale de la inocencia para declararse. Esta duda me inquieta. ¿Es ella la enamorada, o es la otra? No sé qué novela he leído, de las más románticas, en que esta duda y confusión llenan las páginas de un voluminoso libro, para salir con la patochada de que las dos aman, y cada una resuelve sacrificarse, de lo que resulta que una y otra se envenenan. ¡Qué horror! Y lo más chusco es que el galán se casa luego con una tercera, con la que las indujo al sacrifico. ¡Qué simpleza! El romanticismo me tiene cogida, llenando mi cabeza de ideas tétricas, de complicaciones diabólicas. Ese Dumas trae loca a la humanidad.

Quiero espantar de mi mente todo ese mundo imaginativo. Bastante tengo con mi drama, de cuya realidad no puedo dudar por los torozones y horribles sacudidas que me causa pataleando dentro de mí. Este sí que es drama, y por Dios que ya deseo un desenlace, aunque sea de los más violentos. No puedo ya con tanto disimulo y ficciones tantas. Mi arte se agota; cada día tengo que inventar resortes nuevos, y mi potente iniciativa para el enredo envejece y se apaga. Quiero una solución, cualquiera que sea. Desde hace dos días me absorbe completamente la idea de consultar el caso legal con un buen abogado, que al propio tiempo sea hombre de honor y delicadeza. He pensado en Cortina, y no pasará el día de mañana sin que le escriba pidiéndole hora para una consulta, con la advertencia de que se trata de cosa muy secreta, que ha de quedar entre los dos. Sí, sí: no vacilo más; tendré que revelarle el caso de pe a pa, sin omitir nada, absolutamente nada. Si para el fin que persigo no hubiere más remedio que romper por todo, romperé, estallaré como una bomba; que ya toda esta pólvora, toda esta metralla que llevo dentro de mí años y más años, quieren salir a que les dé el aire.

Me apresuro a concluir, temerosa de que vuelva Felipe, que hoy está tremendo, hija, un Júpiter tonante, jaquecoso, que por rayos tiene los interrogatorios impertinentes. ¡Ay, comprendo el suicidio ante un fiscal semejante! Se ha empeñado en saber qué empleo doy a los dineros que recibo para mis gastos particulares. Los extraordinarios cuantiosos para vestidos que aún no se han hecho; los que pedí para embellecer y amueblar el palacito de Balsaín, ¿dónde han ido a parar? Ya no compro cuadros ni abanicos; más bien vendo. Mi marido se asombra de mis aptitudes mercantiles; todo le parece bien menos que él ignore en qué empleo mi dinero. Poco antes de salir, sintiéndome ya colérica y a punto de dispararme, le dije que bien puedo dar a las rentas de mi patrimonio la aplicación que mejor me acomoda. Naturalmente, no se conformó con esta teoría. Es el esposo; no me priva de lo mío, pero tiene derecho a saber… Ya viene, siento el coche. Adiós, mi amadísima. Mañana, si me deja este monstruo de curiosidad, repetiré… Mil y mil besos. – Pilar.

Miércoles. – No tengo tiempo más que para cerrar esta, después de añadir cuatro palabritas. Mi pariente, en todo el esplendor de su impertinencia. Ha faltado poco para que le tire a la cabeza una tetera de porcelana. No puedo más, no puedo más. Mañana hablaré con Cortina. Dios me fortalezca y a él le ilumine.

Con la prisa no te dije que mi alegría fue grande al leer en tu carta que habías revelado a Fernando mi nombre y demás… ¡Lo que lloré aquella noche!… ¡Ay, bien lavaditos tengo ya mis pecados! No son flojos ríos de lágrimas los que he derramado sobre ellos.

Hoy, escribiendo corto, también soy tostada… Me achicharra este hombre.

XXV

De Sabas a D. Fernando

Miranda de Ebro, 20 de Julio.

Respetable señor y amor mío: Para comunicar a usted con la brevedad que desea el cumplimiento del encargo que se sirvió hacerme, me valgo de la pluma de mi primo Bonifacio Cebrián, coadjutor de la parroquial de este pueblo, pues ya sabe que soy muy torpe de escritura, y sobre que tardaría en poner la carta más tiempo del regular, la llenaría de disparates, con perjuicio de la buena explicación de las cosas. Si descansado llegué a Villarcayo, donde el señor me ordenó volver para acá con esta misión de que voy a darle cuenta, no llegué lo mismo a Miranda, pues como las órdenes eran de apretar el paso, tan a la letra lo hice, que la yegua no pudo pasar de Leciñana, y allá me habría quedado yo también si Gay no me proporcionara un jamelgo. Sobre él entré en esta ciudad a las nueve de la mañana, y al momento, ganando minutos, me personé en el Hospital, y pedí razón de la mujer enferma que en dicha santa casa debió ingresar la semana pasada. Manifiestas las señas que en el papel apuntamos para que no se me olvidasen, ya que no podía dar el nombre, por ignorarlo, díjome el capellán de aquel establecimiento que la desgraciada señora o mujer, cuyas señas con las de nuestro papel concordaban, había muerto anoche, después de siete días de enfermedad, con pérdida de todo conocimiento y de toda sensación. De su nombre sabían en la santa casa tanto como yo, pues no se le había encontrado papel ni prenda alguna por donde su estado y circunstancias pudieran conocerse. Descorazonado yo de no hallarla viva, pedí que me la mostraran difunta, lo que no pudo ser porque media hora antes se la habían llevado al cementerio. Allá corrí sin detenerme en parte alguna; mas también llegué tarde, pues acababan de darle sepultura, y no alcancé más que a ver cómo colmaban el hoyo, apisonando después la tierra. Bien habría querido yo que esta fuera cristal para poder ver la fisonomía del rostro mortuorio de la difunta, y sacar de sus facciones macilentas algún dato, alguna luz que al señor sirviera para salir de su confusión; pero no vi más que la tierra, la cual era como la demás tierra que vemos. Ni me dijeron nada tampoco las caras de los sepultureros, a quienes miré largo rato, porque como el señor me dijo: «mira bien, observa…» ¿yo qué hacía? Mirar y observar hasta secarme los ojos.

Pienso yo, señor, que con el cuerpo de la fenecida señora o mujer enterraron la carta, que debía de tener cosida en las ropas de dentro, a no ser que antes se la quitaran, lo que también pudo acontecer. Yo miraba, miraba a la tierra, calculando a qué profundidad estaría, y me figuraba que estaba muy honda, muy honda. Desconsolado, convidé a los sepultureros a unas copas, lo que ellos agradecieron y aceptaron, y les llevé a la taberna más cercana, con la esperanza de que algo podían decirme de lo que yo no había visto y ellos sí. Uno de ellos, el que menos bebía y me miraba mucho, díjome que la enterrada era mujer en quien por encima de lo cadavérico se traslucía una gran hermosura; sí, señor, así me lo dijo. Y el otro afirmaba con la cabeza. Por la fe de los enterradores, puedo dar sólo este dato.

He cumplido, señor, el encargo que me confió, y mi conciencia está tranquila respecto a la rapidez de mi marcha, pues ni volando por los aires habría llegado más pronto de lo que llegué. En ninguna parte me entretuve: todo lo hice aceleradamente; pero más que mi buen deseo pudo la casualidad, o que así lo dispuso Dios. Mi amo me mandó en busca de conocimiento de una persona viva; mas no quiso que yo tomara razones de la eternidad, porque a esta yo no la entiendo ni mi amo tampoco. He cumplido, aunque sin ningún fruto, o con el solo fruto de saber que era bella, si no me engañó el sepulturero; que también pudo ser que a él le pareciera hermosura la fealdad, cosa muy natural en los que andan entre muertos.

Y no teniendo nada que hacer aquí, después de escribir al señor, como me encargó, tomo un buen caballo, y sigo para La Guardia con las cartas y regalos que allí tengo que entregar a las que fueron mis señoras.

Mi primo Bonifacio, a quien debo el favor de relatar en buena escritura lo que yo le iba diciendo, aprovecha esta ocasión para ofrecer al Sr. D. Fernando sus respetos y su inutilidad, como presbítero y primo del infrascrito, y detrás de él echo yo todos los afectos del corazón de este su fiel y humildísimo criado, que lo es – Sabas de San Pedro.

XXVI

De Pilar a Valvanera

Madrid, Julio.

Amada mía: Dame la enhorabuena, dámela pronto por esta paz, por esta confianza que desde ayer entraron en mi alma, novedad grande para la pobrecita, pues tiempo ha que no conocía más que zozobras, ansiedad, terror y anhelos no satisfechos. Debo este grande alivio al mejor de los hombres y al más sabio de los jurisconsultos, Manuel Cortina, ante quien descorrí ayer la que encubría mis secretos, mostrándole mi vida toda, mi corazón, mi voluntad. No habría hecho tanto con mi confesor, pues a este sólo se le muestra la falta, y en el caso presente, reuniéndose en una sola persona el sacerdote, el amigo y el letrado, he tenido que volcar la sagrada arqueta hasta dejarla vacía, echando fuera todo, todo, lo bueno y lo malo, no reservando ni nombres de personas, nada absolutamente de lo que he sentido, de lo que he pecado, mis artificios y sutilezas para ocultar mi falta, así como mi firme resolución de unirme a quien tiene derecho a mi amor y mi vigilancia. Todo lo sabe: sabe algo que tú ignoras, porque aún no ha sido ocasión de decírtelo; pero te lo diré.

Entré temblando en el despacho de Cortina: yo le había prevenido que tenía que hablarle de un asunto en extremo delicado, contando con su caballerosidad, y reclamando una audiencia larga, de un par de horas lo menos. Mas estas ideas que mandé por delante, como batidores que me despejaran el camino, no me salvaron del grande apuro de romper en mi declaración. Los primeros minutos, querida mía, fueron horribles. Un acceso de llanto y la exquisita bondad de mi letrado confesor sirviéronme como de puente para salvar la parte más escabrosa. Después me sentí en terreno llano, y pude continuar con desahogo, adquiriendo poco a poco el dominio de las ideas y de la palabra, el cual en la última parte fue ya tan grande, que te habrías maravillado de oírme. Ayudábame D. Manuel anticipándose con gran perspicacia a mis juicios y aun a la referencia de los hechos… Es también adivino, y me trazó el cuadro de mis tormentos antes de que yo se los manifestara. ¡Qué alivio, amiga mía! Ahora podré fortalecerme con los sentimientos de madre, y prepararme una vejez dichosa y tranquila. Para llegar a esto, dije a Cortina que aceptaré los procedimientos que él determine, imponiéndome cuantos sacrificios sean necesarios, los cuales estimo como una operación quirúrgica, con dolores transitorios. Venga todo lo que quiera. Hago en mí una revolución; destruyo lo pasado y fundo un régimen nuevo.

Cuatro largas horas duró la conferencia, pues en la segunda parte, cuando ya me había serenado y abordamos la cuestión legal, hízome una exposición clarísima de las diversas soluciones que podían darse al asunto, según la cantidad o extensión de escándalo que yo afrontar quisiera. Sin ningún ruido, y guardando el secreto, es imposible que mis deseos tengan satisfacción. Si consiguiéramos (y él hablaba en plural como haciendo suyo el asunto) conquistar a Felipe, tendríamos andada la mayor parte del camino. ¿Pero quién es el guapo que conquista a mi señor? Examinando esta dificultad mostró Cortina más confianza que yo. Según él, los hechos consumados, irremediables dentro de la Naturaleza, tienen fuerza colosal para domar las voluntades más rebeldes: de seguro hará Felipe demostraciones imponentes, de gran aparato, más escénico que real, y acabará por rendirse, prestándose a un arreglo que evite el escándalo.

A mis aspiraciones, demasiado ambiciosas, de que Fernando posea todo mi bienestar material o gran parte de él, llevando además mi nombre y un título de Castilla, opuso Cortina razones que me convencieron. No es posible que lleguemos al deseado fin sino por caminos sesgados; tenemos que resignarnos a que la personalidad de Fernando sea modesta y obscura, no exenta del misterio original; aspiramos a que el esplendor de su nombre se funde en los méritos y ventajas personales, no en el abolengo y tradiciones de familia. Debemos darnos por satisfechos con crearle una posición mediocre bien guarnecida de provechos materiales; pero nada más por hoy. Él ilustrará su vulgar apellido, si quiere y se aplica.

Para llegar a esto, lo primero es abrir un hueco en la gruesa muralla que nos cierra el paso para todos los caminos, y esta muralla es Felipe. No quiero cansarte refiriéndote todo lo que hablamos D. Manuel y yo, ni podría tampoco trasladar fielmente la parte suya, tan elocuente en algunos pasajes, serena y dulce siempre, a veces graciosa. Díjome al concluir que puesto el asunto en sus manos, debía serenarme, descansando en la seguridad de que sabría corresponder a mi confianza. Estudiando concienzudamente el asunto, para lo cual se tomaba cuatro días, me propondrá lo que crea de más fácil y conveniente realización. Como caballero, como amigo y como letrado, me prometió poner en este asunto su inteligencia toda y algo de su corazón; yo debía prometerle sumisión incondicional al plan que me trace, en el cual habrá dos órdenes de actos: los actos sociales y morales que yo debo efectuar conforme a su consejo, y los actos de ley, de cuya dirección él se encarga. Con alma y vida le expresé la abdicación de mi voluntad en la suya para todo lo que quisiera disponer y ordenarme, y tratamos al fin de los documentos y papeles que debo poner inmediatamente en sus manos: la partida de bautismo de Fernando, toda mi correspondencia con el cura de Vera, Sr. Vidaurre, y algo más. De la documentación referente a mi propiedad hereditaria, a mi dote, gananciales y demás, nada necesita, pues para conocerlo le bastan las copias del pleito con Osuna que tiene en su archivo. En fin, mi amadísima compañera, que estoy contenta. ¡Siento un alivio…! Mi cruz sigue siendo pesada; pero acabo de encontrar un robusto Cireneo que a llevarla me ayuda.

Para que no haya nunca dicha completa, ahora que mi drama parece entrar en vías de solución… clásica, ¡gracias a Dios! me inquieta más el de allá. Esa mujer errante; ese peligro de que resucite la funesta pasión que nos ha traído tantas desdichas; las complicaciones que pueden sobrevenir; las represalias posibles, las probables escenas de venganza, no se apartan de mi mente. Agravo yo las situaciones con mi pesimismo, y estoy por decir con mi inventiva, que a veces me parece poética; y de sucesos comunes, inocentes tal vez, hago escenas terroríficas, de estupendo asombro, de interés palpitante; escenas que no vacilo en llamar bellas, aunque me causen pavor. ¿Para qué me daría Dios esta imaginación tan viva? Con ellas en otro tiempo me rodeaba de bienandanzas, cuando en realidad estaba rodeada de peligros; mas con ellas también, en días no tan lejanos y en los presentes, levanto en derredor mío aparatos de consternación, con materiales que quizás sean más para mover a risa que a terror. No ceso de pensar en las sorpresas, y para que no lo sean ni me cojan desprevenida, estoy siempre imaginando cosas malas probables, con la idea de que previéndolas no sucedan. ¿Has visto? Lo mejor es poner freno a la previsión pesimista, y decir aquello tan sencillote, y al parecer tonto, que nos enseñaron nuestras madres: Sea lo que Dios quiera.

Noto a mi Felipe un poquito moderado en sus hábitos de mortificación. No sé lo que le pasa. Tiene conmigo atenciones desusadas, y se cuida menos de contrariarme y contradecirme. No obstante, desconfío de estas apariencias, y sigo empleando mis inveteradas precauciones. He perfeccionado el escritorio que en mi cuarto de baño tengo (ya te hablé de este ingenioso aparato), y puedo consagrarme con toda libertad a mi correspondencia secreta, guardando todo de un modo segurísimo cuando concluyo, o por cualquier causa tengo que interrumpir el trabajo… Siglos se me hacen los cuatro días que me ha señalado Cortina para proponerme la solución que ha de ser término de mis afanes, llevándome de una vida de artificios a otra moldeada en la realidad. ¿Será posible, amiga querida, que en esa vida me vea yo? Ese día no me voy a conocer. Creeré que me he muerto y he resucitado, que soy otra, que no soy yo, sino la señora tal, o tal mujer, lo mismo me da… Y desde mi nuevo ser veré el pasado triste, y tendré lástima de lo que fuí…

Me canso un poquito. Seguiré mañana.

Martes. – No sé por qué, pienso que Felipe barrunta la tempestad que le tengo armada. Algo noto en su cara, en sus ojos, que me pone en este cuidado. ¿La suma suspicacia no puede llegar a ser el sumo adivinar?… Para mí es una desdicha esta penetración que el histrionismo social en su desarrollo más perfecto me ha dado. Como yo leo el pensamiento de los que me rodean, pienso que los demás leen el mío.

Y hay más, cara Valvanera. Hoy encontró Felipe a Cortina en el Ministerio de Gracia y Justicia y le convidó a comer. El hecho no tiene nada de particular y ha ocurrido más de una vez. Pero se me ha metido en la cabeza que este convite no es un caso natural, inocente quiero decir, sino que encierra la cruel intención de ponernos frente a frente al letrado y a mí para observarnos las caras… Veo que te ríes. Sí, la mal intencionada soy yo. Es que el cerebro se me ha convertido en un nidal de dramas… Me paso la mano por la frente, y afirmo, todavía con un poquito de recelo, que la invitación de Cortina, como la de Narváez, como la de Salamanca y otros, también para esta noche, es absolutamente ajena a toda idea dramática.

Se me había olvidado decirte que no me fío de los cariños de Juana Teresa. Su agudeza corre parejas con su maldad. Esto no es suspicacia: es experiencia. En la historia de estas dos medias hermanas, todos los capítulos que empiezan con sus carantoñas acaban con mis rabietas. Si no estuviese yo decidida plenamente al abandono de toda ficción, sus sospechas me harían temblar. Pero ya no temo nada. El paso de mentirosa a verdadera me ha de costar algunas amarguras; pero una vez en terreno firme, ¿qué me importa lo que Doña Urraca piense, averigüe y conozca? Me compensará de mis pasados berrinches el placer de birlarle la niña de Castro… Y a propósito: nada sé del señor Hillo. Espero con afán su primera carta.

Miércoles. – Mis temores respecto a la invitación de Cortina resultan infundados. Bien decía yo que soy harto maliciosa; pero, por más que me reprendo este defectillo, no hay forma de corregirme. La comida agradabilísima, con pocos, pero buenos comensales. A Narváez le conoce tu marido; de Salamanca, que ahora principia a figurar, no tenéis noticias. Es un granadino muy despierto, de gallarda figura y finísimo trato, y en la amenidad de la conversación se lleva el primer premio entre todos los que conozco. Despunta en la política, y más aún en los negocios. Cortina no me habló nada de mi asunto, naturalmente, y sólo en un ratito que estuvimos sin testigos repitió su promesa de darme la solución en el día fijado, recomendándome la serenidad y paciencia… Mis comensales y las señoras que vinieron después picotearon de política, ya puedes suponer; algo de teatros y ópera, de bailarinas y cantantes, engolosinándose al fin con un poco de chismografía social. Todo esto me aburría, pues no hay tema que no me parezca desabrido, insignificante, si le aplico las ideas revolucionarias que alborotan mi espíritu. ¡Oh, cuándo llegará eso que llamo mi tránsito, paso inevitable de una vida a otra! ¿Será como una muerte; será como una resurrección?

¿Imaginas tú algo más enojoso y abrumador que una vida en que tenemos que figurarnos y representarnos de otra manera que como somos? En esta existencia, amasada y recompuesta por la general simpleza, no sólo nos es forzoso disimular nuestras faltas, sino también nuestro talento… la que lo tenga. No, no te rías. No habiendo recibido de Dios el don de tontería, es forzoso proporcionarse una tontería artificial. Yo he sido y soy una tonta de trapo; y aunque sé muchas cosas que he aprendido en mis lecturas (y otras que he cursado en mis desgracias), me revisto de una ignorancia deliciosa, que es el encanto de mis amigas. No soy la única que adopta este sistema; pero sí la más aprovechada, la que sabe esconder con su disimulo un mundo más grande de conocimientos y un mayor tesoro de agudezas. Rara es la que no se ha creado una representación falaz de su persona para poder vivir; pero en mí el histrionismo es más meritorio que en ninguna, por la enorme distancia entre lo que soy y lo que represento, entre mi ingenio secreto y mi estolidez pública.

Pues bien, amada mía: yo quiero romper este capullo, que con mis palabras y pensamientos de representación he tejido, quedándome encerrada en él. Ya tengo mi pico bien afilado para taladrarlo y echarme fuera… quiero volar, pues me han salido aquí dentro unas alas grandísimas.

Amiga de mi alma, siento una efusión divina, un inmenso anhelo de volar hacia ti, por ti y los tuyos, y por el mío que entre los tuyos y en tu amante compañía tienes. Dile a Fernando todo lo que se te ocurra. Tú eres la maestra, la doctora, la que dispone lo que ya debe saber y lo que todavía conviene que ignore. Todo ello, lo sabido y lo ignorado, ha de ser para que me quiera más. Creo que me amará mucho, como yo a él.