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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», lehekülg 4

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VIII

De D. José M. de Navarridas a Fernando Calpena

La Guardia y Marzo.

Ilustre señor y dueño: Si no me prohibiera mi religión los juramentos, juraría, para que usted a pie juntillas me creyese, que hilvano esta carta a escondidas de toda la familia, pues ni mi señora hermana ni mis sobrinas aprobaron la idea que días ha, de sobremesa, les propuse de escribir a usted. Pero como a terco y voluntarioso no me gana nadie, he aquí que, burlando el severo dictamen de la señora y señoritas, tomo la pluma, como el escolar que, amenazado de castigos por escribir a la novia, más se enciende en su vicio de emborronar papeles de amor. Allá va esta, y perdónenme las tiranas de acá mi desobediencia, motivada del gran afecto que usted me inspira; y lo primero que tengo que decirle, para evitar interpretaciones erradas, es que la antedicha oposición de las damas no es ocasionada por el desvío, sino por sentimientos de contraria índole. Fue que se enojaron porque usted no nos dio noticias de su persona, viaje y accidentes más que con un recado verbal, por Sabas, desconociendo u olvidando lo mucho que le apreciamos todos. Creen ellas, sobrinas y tía, que bien merecíamos enterarnos de las felicidades o desdichas del Sr. D. Fernando, por una carta de su puño y letra. Para su tranquilidad, le diré que el enojo de esta familia mujeril ha sido y es muy leve: Gracia lo expresó con su natural vehemencia; Demetria, más comedida, y poniéndose siempre en lo razonable, alegó, en disculpa del caballero libertador, la magnitud de las ocupaciones de este y la necesidad en que se veía de consagrar toda su atención a personajes y asuntos de Madrid. Del mismo parecer fue mi señora hermana, agregando a las razones de la perla otras dos de gran peso; y dividida la familia en dos bandos, la pequeñuela y yo, mantenedores inflexibles de la acusación, gastamos no poca saliva en acumular sobre la pobrecita cabeza del Sr. D. Fernando los terribles cargos de ingrato y olvidadizo. No se pudo obtener definitiva sentencia por totalidad de votos, ni hubimos de concertar nuestros pareceres más que en el dictamen de que ninguno de la familia debía escribir a usted. Así lo acordamos, y ya ve usted con qué fidelidad lo cumplo.

Gracia entró ayer en mi cuarto un poquito llorona, y de buenas a primeras salió con esta: «Querido tío, digan lo que quieran mi hermana y mi tía, debemos perdonarle a D. Fernando su olvido. Con el gran disgusto que sufre el pobrecito, y las angustias y desconsuelos que estará pasando, buenas ganas tendrá de ponerse a escribir a nadie. Sin que mi hermana lo sepa, porque se enfadaría, voy a enjaretar una esquelita diciéndole que sentimos sus aflicciones, y que deseamos que se le conviertan en alegrías». Esto, palabra más, palabra menos, me dijo la chiquilla, y el disuadirla de escribir tal carta y el resolverme a endilgarla yo, fue todo una misma idea. He aquí, mi señor ilustre, el por qué de estos desaliñados renglones.

Y si no me tachara usted de entrometido, me permitiría decirle que esas penas o accidentes de la vida no son de los irremediables, pues tales muertes traen aparejada su resurrección, o lo que es lo mismo, que si un afecto perdió, otros que más valgan hallará en la Corte, donde pienso yo que habrá pocos que le igualen en el lucimiento y partes de la persona, así por lo tocante a prendas del corazón, como por lo que atañe a los adornos de la inteligencia, saber, memoria, conversación amena y substanciosa. Anímese, pues, el Sr. D. Fernando, y no se deje vencer de tristezas impropias de un varón fuerte, de quien las pasiones, creo yo, no deben ser amos, sino esclavos… y no sigo tratando de este delicado punto, no sea que la pluma se me corra de la sinceridad afectuosa, a la oficiosidad impertinente… Cepos quedos: José María, no te metas… Déjalo, déjalo, y pasa a informar al Sr. D. Fernando de las novedades de esta casa. Ya sabrá usted que aquel magnífico plan mío, que tuve el honor de comunicarle en la sacristía de mi iglesia, ha quedado en veremos; mejor será decir que tanto mi hermana como yo nos llevamos un solemne chasco, al ver que lo que creíamos tan lógico, natural y sencillo, no le pareció del mismo modo a la persona cuyo albedrío había de resolverlo. De todo ello se deduce, señor mío, que en achaque de proyectos matrimoniales, el que más cree saber sabe menos. No es esto decir que nos demos por vencidos. Con más fe mi hermana que yo en la compostura de este negocio, perseveramos en llevar a buen término la unión de las dos familias. Pero la voluntad de Dios sobre todo, digo yo, y esta no la veo, no puedo verla nunca contraria a la voluntad de los que han de casarse.

Deseando, además, que no ignore usted un rasgo sublime de la sin par Demetria, hago traición a su modestia poniendo en conocimiento de usted, y de todo el mundo si pudiera, que al tratar de la repartición de los bienes de Castro-Amézaga entre las dos únicas herederas del difunto Alonso, Demetria ha hecho renuncia formal de su derecho a la mitad de los bienes amayorazgados; de modo que según esta declaración, que ratificará al llegar a la mayor edad, el cuantioso patrimonio se repartirá por igual entre las dos hermanas. ¿Verdad que es hermoso rasgo? Lo que ella dice: «¿No hemos nacido las dos de los mismos padres? ¿Qué razón hay para desigualdad tan contraria a la ley de Naturaleza? Ya puede usted decirle a su amigo Mendizábal que hay mayorazgos que van más allá que el legislador, distribuyendo las riquezas con espíritu cristiano y amor de familia».

De Gracia diré a usted que va ganando de día en día en gravedad y perdiendo en travesura perezosa. Ayuda a su hermana en cuanto se lo permite su endeble complexión: es ya menos inclinada a las melancolías, y se fortifica de cuerpo y espíritu que es un primor. Ambas se arreglan de modo que les sobren ratitos que consagrarán a la lectura de libros de entretenimiento. En esto tengo que andar con cien ojos, pues como en la biblioteca del pobre Alonso no escasean obras prohibidas, me constituyo en censor, viéndome obligado a darme atracones de novelas y poesías, cosa en mí desusada y fatigosa. Con Demetria, teniendo en cuenta su elevada inteligencia y criterio superior, uso de gran tolerancia; le permito que apechugue con las Cuitas del joven Werther, y hasta con La Nueva Eloísa; pero a la pequeña he de medirla con más corta vara. Aduanero soy implacable, y le quito de las manos lo que estimo nocivo para su juvenil corazón y avispada fantasía, dejándola en el pleno goce del Bertoldo, del Robinsón y del Viaje al país de las monas. Y nada más tengo que contarle referente a las adorables niñas, sino que no pasa día sin que Gracia le nombre a usted, recordando algún caso de su residencia en esta villa, o dichos y actos suyos, grabados profundamente en su memoria.

Y antes de terminar, debo manifestarle que hace dos días recibí carta de un carísimo amigo de Madrid, Frey D. Higinio de Socobio y Zuazo, de la Orden de Calatrava, del Consejo de S. M., auditor decano de la Rota y capellán mayor del Real Convento de la Madre de Dios de la Consolación, vulgo Descalzas Reales, el cual es hermano del D. Félix de Socobio, vicario foráneo de este pueblo, y del Dr. D. Vicente de Socobio, canónigo patrimonial de media ración en la Insigne Iglesia Colegial de Vitoria… déjeme tomar resuello para decirle que Higinio me escribe recomendándome a un amigo suyo a quien profesa particular estimación, el Dr. D. Pedro Hillo, ejemplarísimo sacerdote y gran humanista, secretario de la Vicaría General de los Ejércitos, el cual viene a este país por asuntos del servicio Vicarial Castrense y expresamente a esta villa de La Guardia para particulares negocios. Los encomios que del señor Hillo leo en la carta, y el encarecimiento de que le trate y obsequie como lo haría con la propia persona del recomendante, han movido mi curiosidad, despertando en mí recuerdos de ese nombre, que más de una vez oí en boca del Sr. D. Fernando. Este Sr. Hillo, a quien diputo por eminencia en las letras divinas y profanas, ¿es el mismo que a usted escribía en Agosto último, refiriéndole las trapisondas de La Granja y Madrid? No olvidará usted que me leyó párrafos de aquella docta, amenísima correspondencia, y si no estoy equivocado, díjome además que el tal era su capellán y había sido su preceptor en humanas letras. Porque si resultara que el recomendado de Socobio es al propio tiempo el grande amigo de Don Fernando, ya me parecerían pocos todos los agasajos de que yo pudiera disponer. Le aposentaré en mi propia casa, y mi hermana y yo nos multiplicaremos para servirle y hacerle grata la vida en este lugarón. Espero que satisfará usted mi justa curiosidad, y ahora sí que no tiene más remedio que coger la pluma y echar para acá una buena parrafada. ¿Ve usted cómo le he cogido? ¡Si conmigo no vale huir el bulto y hacerse el mortecino, no señor! Soy un posma terrible. Ya le cayó que hacer al Sr. D. Fernando. Y por de pronto, aguante el apretado abrazo que en estas letras le envío. El Espíritu Santo nos conceda sus dones, y a usted larga vida y salud robusta. Su afectuoso capellán, – J. M. de Navarridas.

IX

De Valvanera a su fraternal amiga Pilar

Villarcayo, Marzo.

Amiga del alma: La carta de Juan Antonio a Felipe te habrá informado de la horrible desazón que por acá hemos tenido con la falsa noticia de la muerte de papá. El contento de verla desmentida no ha borrado los efectos de la consternación y amargura de aquel trance, y aquí me tienes sin levantar cabeza desde que nos fue comunicada la falsa tragedia. Espero que disculpes, por este motivo, mi tardanza en contestarte, y confío en que ahora y siempre la falta de carta mía no te inducirá a creer que descuido tus encargos, ni que dejo de cumplir la santa misión que en mis manos has puesto. Practico al pie de la letra tus teorías acerca de la sustitución del cariño legítimo por el prestado. ¿No puedes manifestarle tu amor públicamente? Pues yo le quiero como a mis hijos y se lo manifiesto a todas horas del día. ¿No puedes verle? Pues yo hago por traer a mis ojos los tuyos, a fin de que con los míos le veas. Si esto en la realidad no pasa de un vano deseo, entiende, amiga querida, que te sustituyo en la vigilancia amorosa, y que no haría más por Fernando si fuese su madre.

No creas: algún trabajillo me ha costado convencer a Juan Antonio de que ningún daño puede ocasionarnos esta buena obra, y sí el beneficio de salvar una vida preciosa. He logrado catequizar a mi marido, y ya conviene conmigo en que Fernando se lo merece todo. ¡Excelente corazón el de este chico, y qué hermosura de inteligencia! Se resiente de haberse criado solo, consumiendo su propia substancia, sin un cariño verdaderamente tutelar que le dirija. El brutal desengaño que acaba de sufrir le ha herido en la cabeza y en el corazón. No creas que las huellas de tal golpe se borrarán pronto. Tú cuentas poco con el tiempo, querida Pilar; es tu flaco. En el colegio eras lo mismo: te ponías furiosa, te golpeabas la cabeza cuando no dominabas en un día lecciones en que las demás empleábamos semanas enteras; entre el pensamiento y su realización pones siempre menos espacio del que pide la realidad. Tu inquietud loca es espuela de tu existencia, haciéndote vivir con demasiada prisa, ávida del mañana. Yo te llevo dos años, y según me ha dicho Carlota Cisneros, representas diez más que yo.

Pues sí: no esperes que a Fernando se le pase pronto el malestar causado por la conmoción reciente. A cualquiera le doy yo un trance de esta naturaleza. El pobrecito ha soportado su desairada situación con verdadero heroísmo; pero aún no le tenemos en los días de convalecencia, como tú crees… ¡tú siempre viviendo y sintiendo a escape!… Aún se ve atormentado por renovaciones de la ira, de la amargura y despecho que esas caídas suelen producir. Pero no temas nada; yo velo, yo no me descuido un instante; soy como el médico que consagra toda su ciencia a un solo enfermo y no le quita los ojos de encima a ninguna hora. Tu temor de que la desesperación le venza, de que imite al joven Werther, en la manera de dar solución a sus penas, no tiene fundamento. Desecha esa idea; duerme tranquila. Él mismo me ha dicho que jamás atentará contra su vida, que ama su sufrimiento y no quiere desprenderse de él… ya ves… Por las noches, después que las niñas y los pequeños se acuestan, se queda un ratito con nosotros en el comedor: nos acompañan dos venerables amigos del pueblo, furibundos tresillistas y lectores de papeles públicos. A ratos se aparta Fernando conmigo y me cuenta su triste historia: el conocimiento de esa buena pieza en la casa de una diamantista; los amores, como incendio repentino o estallido de un volcán; las mil peripecias y contrariedades que sobrevinieron; sus estudios de raptos y lances amatorios, que no sirvieron para nada; la poesía de sus entrevistas secretas con la niña, y la prosa de su encierro en la cárcel por intriga tuya. En todo lo que me refiere se revela el mal gravísimo que tiempo ha viene padeciendo, y no es otro que la desproporción monstruosa entre lo que piensa, siente o sueña, y lo que le sucede. ¡Tanta poesía en su espíritu, y prosa tan baja en la realidad! La última expresión de este desequilibrio ha sido la catástrofe de Bilbao; ya puedes figurarte: caer desde la poesía más alta a una prosa rastrera y tristísima. Tienes razón, hay que equilibrarle, querida Pilar; pero persuádete de que esto no se consigue en dos días ni en cuatro. Déjanos a mí y al tiempo. No te metas a empujar y a dar prisa. Tus arranques comprometen el éxito de tus ideas, las cuales son siempre más felices que oportunas tus acciones. ¿Me explico?

Convencida de que al anhelado equilibrio no podemos llegar sino pasito a paso, te digo formalmente que me parece un desatino abordar tan pronto el asunto de La Guardia. Créelo: no está el horno todavía para esos pasteles. Mis informes acerca de las niñas de Castro concuerdan con los tuyos: papá, la última vez que estuvo aquí, se hacía lenguas de la mayor de ellas y hablaba con donaire de la adoración y entusiasmo que ambas sienten por nuestro enfermito. Pero no nos precipitemos, amiga de mi alma; la idea es admirable, como tuya; déjame a mí la ejecución lenta, gradual, que no es la cosa tan fácil como tu viva imaginación te la representa, pues las pretensiones de mi sobrino complican terriblemente el asunto. ¡Buena se va a poner tu hermana si descubre que ando yo en estos tratos! Y no quiero, no, no quiero cuestiones con Juana Teresa; ya sabes quién es y el genio que gasta. Lastimado su amor propio por la esquivez de la niña de Castro, que no quiso ver en Rodriguito el mejor de los esposos, no ha renunciado a convencer a la que tuvo por la mejor de las nueras. Me consta que tanto ella como los Navarridas trabajan a la desesperada por enderezar este negocio, llevándolo a la solución que desean. Si de acá echamos nuestro memorial y ellos fracasan nuevamente, verán en nosotros la causa del desastre, y no quiero decirte los disgustos que a Juan Antonio y a mí nos traerían las iras de Juana Teresa. ¡Pues si ellos ganan la partida y nosotros nos llevamos el sofión, figúrate…! Un segundo desengaño de esta naturaleza, tan reciente y doloroso aún el primero, no lo soportaría tu Fernando. Además, la situación moral en que ahora se halla no es la más propia, no, para improvisar matrimonios, ni siquiera noviazgos formales. Pues qué, ¿tienes a Fernando por un cazador de dotes; es airoso para tal caballero el quitar tan pronto la mancha de la mora madura con la verde? Ni él está en tal disposición, ni yo, que tanto le quiero, le aconsejaré nunca esas prisas para mudar de amor como se cambia de ropa. Calma, y que los sucesos lleven su marcha natural y lógica. Déjalo de mi cuenta, que estoy con un ojo en Cintruénigo y otro en La Guardia.

Ya que tanto interés manifiestas en este asunto, infórmame lo más pronto que puedas del estado presente de tus relaciones con Juana Teresa. ¿Son estas cordiales; son frías y de pura etiqueta como las mías? No desconocerás la importancia de esto, Pilar de mi corazón. Sé que, después de algunos años de completo desvío y quejas por una parte y otra, os reconciliasteis, cruzando correspondencia fraternal, en la que hacíais gala una y otra de haber arrojado al viento antiguas querellas, y concertadas las paces prometíais amaros, como hijas que sois de un mismo padre. Pero me ha dicho Carlota Cisneros que hará dos años volvisteis a torceros por no sé qué groserías de Juana Teresa, y lo creí, porque esta no puede desmentir la sangre de los Almontes de Tarazona. Es envidiosa, egoísta, y cuando le tocan a su amor propio o a sus intereses, salta la fierecilla, y no hay medio de que con ella nos entendamos. No me maravillará saber que habéis vuelto a los antiguos antagonismos. De vuestro común padre tenéis poco; cada cual es trasunto de su madre; la tuya, mi benditísima madrina, la mayorazga de Loaysa, era una gran señora, mientras que la de Juana Teresa… En fin, no sigo. Sois el día y la noche. Esto lo repite Carlota Cisneros siempre que habla de vosotras, y la última vez que hizo mención de tu media hermana la calificó de noche de truenos, según está de atrabiliaria, mandona y desapacible. ¡Ay! si oyeses a papá referir dichos y hechos de su nuera, te morirías de risa.

Bueno, querida mía: quedamos en que yo estoy a la mira de lo de La Guardia, y por ahora no hace falta más. Tu confianza en mí es absoluta, ¿verdad? En nuestra infancia, en los primeros años de nuestra juventud, éramos como dos cuerpos con una sola alma. Pues ahora también. Te sustituyo en el cuidado de esta querida criatura, soy tú misma. Convengamos, Pilarica de mi corazón, en que tú discurres, pero no ejecutas; juntémonos para ser la idea y la acción combinadas. Prométeme decirme todo lo que pienses y hacer todo lo que yo te mande. Lo primero, que no te olvides del estado de tus relaciones con Juana Teresa: si hay discordia y mutuo desvío, quiero saber las causas. Lo segundo, que utilices tus conocimientos para lograr que los amigos que tiene Fernando en Madrid le escriban de cosas literarias, y que le manden versos, o prosas el que las haga, y libros, y referencia de teatros o de autores noveles. Me hacen suma falta elementos de distracción, recreos del espíritu, que son gran medicina, por desgracia escasísima en las farmacias de acá. No sabiendo qué inventar para distraerle, pues las cacerías le aburren y los paseos por el campo y el monte le entristecen más, hemos consentido que las niñas organicen una representación dramática, con otras señoritas y muchachos del pueblo. La obra elegida es El sí de las niñas. ¿Te acuerdas de cuando la vimos juntas en Zaragoza veinte años ha? ¡Tristes memorias! Aquella noche, de vuelta del teatro, encerraditas las dos en el gabinete de las estampas y cornucopias, en casa de tu tía Leonor, me confiaste tu secreto…

Pues se me olvidaba lo principal: al decirme cómo estás de relaciones con Juana Teresa, añadirás si sabe lo que yo sé. ¡Pues apenas tiene importancia…! No más por hoy. Juan Antonio te besa las manos; Fernando y mis hijos, el rostro, y te lo llenan de babas. No te olvida tu amante amiga, – Valvanera.

X

De D. Fernando a Doña Aura

Ni sé dónde estás, ni si conservas memoria de mí. Avivando tus recuerdos; volviendo con insistencia y fe tus miradas a lo pasado, quizás logres, hermosa Aura, reconocer al que esta te escribe. No te asustes creyendo que recibes carta de un muerto. Vivo estoy, aunque no tanto como parece. Vivo estaba cuando llegué a Bilbao y llamé a la puerta de tu casa, y una mujer de aspecto desapacible me dijo que tú no vivías ya para mí.

Menos tiempo del que suele durar la memoria de un muerto, duró en ti la memoria de un vivo que te amaba, y a quien juraste fidelidad eterna, entendiendo por eternidad el espacio de un sueño, o la duración de nuestras alegrías más fugaces.

Dime que estamos soñando, que dormimos lejos el uno del otro, y ello me parecerá menos increíble que la noticia de tu casamiento. ¿Tan persuadida estabas de mi muerte que ni siquiera la pusiste en duda, esperando la certificación y seguridades de que yo no existía? Las personas que verdaderamente aman, suelen resistirse a creer que han perdido su bien. Aun ante la evidencia dudan. Fáciles en dar crédito a los anuncios de muerte son los que la desean o no la temen. Y si engañada la creíste, ¿no merecía yo que pusieses entre el muerto y el vivo mayor espacio, para que uno y otro no se junten en tus sentimientos? No es bien que anden mezclados en tu corazón la lástima del que se va con el respeto del que llega. ¿No te confunde, no te entristece que no sepas distinguir las pisadas del que sale de las pisadas del que entra?

Pero al acusarte sin conocimiento claro de los hechos, me expongo a ser injusto. Perdóname, que tiempo tengo de acusarte cuando sepa qué móviles han determinado este caso inaudito. ¿Eres más débil que culpable? ¿Has cedido a sugestiones cuya gravedad y fuerza no puedo yo apreciar desconociendo los caracteres que te rodean y el ambiente que respiras? ¿Te convencieron de mi muerte, con lo cual, adormecida tu voluntad, fácilmente la hicieron esclava? ¿A qué artificios del infierno debo esta sustracción infame de lo que me pertenecía? Porque aún están deslumbrados mis ojos con los destellos vivísimos de tu entendimiento; aún veo los hermosos arranques de tu corazón, el poder afectivo que parecía desafiar cielo y tierra, y no se me alcanza como tales fenómenos, que yo juzgué energías indomables, han podido trocarse en el fenómeno contrario: la endeblez, la impotencia y la pasividad. Sospecho que eres, más que criminal, víctima, no menos digna de lástima que yo. Presumo que no me burlaste, sino que los dos hemos sido burlados. Dímelo así, si es verdad; y si mi desgracia es obra tuya, dímelo también sin rebozo, que no he de volver contra ti el daño que me has hecho. Creeré que te has muerto, y conservaré el recuerdo de la pasada Aura, pensando que la existente es otra, una mujer insignificante, disfrazada con el nombre y facciones de aquella.

Pero si confirmas mi sospecha; si por declaración tuya me convenzo de que me han robado a mi Aura, aunque hayan sabido cohonestar el secuestro con la formalidad sacramental consumada por sorpresa, y con perfidia y traición, engañando a Dios, o queriendo engañarle, aquí estoy dispuesto a dar a los impostores su merecido. Contéstame pronto: te lo suplico, apelando a tu compasión, ya que no puedo invocar otro sentimiento. Más quiero la desesperación que la duda; más quiero un golpe mortífero de la verdad que el consuelo de esperanzas mentirosas. Pido a Dios que, si no me respondes claramente, nunca tengas paz. – Fernando Calpena.