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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», lehekülg 2

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III

Como dije, aún faltaban los últimos trámites para despojar al reo de las insignias de los grados menores y de la primera tonsura. El despiadado simbolismo era largo como toda la carrera eclesiástica… al revés. La Iglesia había de borrar hasta la última señal de unción divina en el réprobo que expulsaba de su seno. Cuando, puestas y quitadas las insignias de estos grados, quedó el reo con sobrepelliz, al despojarle de ésta se levantó el Obispo, y entonando la voz todo lo que le permitía su emoción vivísima, pronunció este tremendo anatema: Por la autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la muestra, te deponemos, te despojamos y te desnudamos de todo orden, beneficio y privilegio clerical; y por ser indigno de la profesión eclesiástica, te devolvemos con ignominia al estado y hábito seglar. Acto seguido, los acólitos le quitaron la sotana y el alzacuello, y el hombre quedó en chaquetón, figura lastimosa. Permaneció inmóvil, como esperando que le arrancaran también el pellejo. El señor Cascallana, armado de tijeras, le cortó un mechón de cabellos, y al punto uno de los alguaciles trasquiló la parte superior de la cabeza, hasta borrar en lo posible el redondel de la corona. El chis-chas de las tijeras me daba frío, como si me estuvieran trasquilando a mí. Aún no se aplacaba la terrible indignación de la Iglesia, que con iracundo estilo pronunció este anatema al compás de los tijeretazos: Te arrojamos de la suerte del Señor, como hijo ingrato, y borramos de tu cabeza la corona, signo real del sacerdocio, a causa de la maldad de tu conducta.

Ya parecía que todo terminaba. Oí suspiros y toses de los concurrentes, autoridades o curiosos; oí el mugido del pueblo que no veía nada desde la calle (salvo algunos privilegiados adheridos a las rejas) y que se conformaba con aspirar la trágica emoción rezumándola al través del espeso muro del Saladero. Merino, requiriendo las solapas de su chaquetón, dijo de mal talante: «Despachemos, que me voy quedando frío». El mísero reo no podía abrocharse, porque al ingresar en la prisión, los guardianes le habían arrancado los botones del chaquetón: parece que es costumbre carcelaria, para evitar el suicidio, que algunos reos han consumado tragándose los botones. Apenas dijo esto, resonó un estruendoso ¡viva la Reina! en la plaza, y después otro en los patios del edificio. Don Martín permaneció impasible ante las exclamaciones: sólo sentía frío… Cuando le vi salir, de nuevo maniatado, el horror que al entrar me había inspirado dio paso a la compasión más viva. En su impavidez no vi cinismo, ni en su frialdad insolencia, sino más bien una entereza estoica de que yo no he conocido hasta hoy ningún ejemplo. Ansiaba ya dar espacio refrigerante a mi espíritu lejos de aquel ambiente inquisitorial, patibulario. Los eclesiásticos degradadores, y los acólitos y alguaciles que desnudaban y trasquilaban al reo, traían a mi mente imágenes, no sé si soñadas o reales, de las más siniestras figuras de la Edad Media. Salí con un remolino de confusiones en mi cabeza, y tan pronto me parecía natural, justo y humano que a Merino se le indultase después de la feroz ejecución espiritual de aquel día, tan pronto anhelaba su muerte, viéndola como un holocausto grande y bello; pero no se le había de matar en garrote ni por los medios usuales, sino con hacha… La comparación con un árbol expresada por el caballero desconocido, no se apartaba de mi mente. Yo quería ver si el estoico, como el tronco herido, crujía y soltaba un ¡ay! al recibir el hachazo.

Despedime del señor Mier, a quien el Obispo llevaba en su coche, y a mí me ofreció el suyo y su grata compañía don Melchor Ordóñez, que iba al Gobierno Civil. Acepté, y rodando por el pedernal de estas malditas calles me dijo el simpático Gobernador: «Pero ¿ha visto usted qué tío? No creo que exista en el mundo otro con más agallas. El Obispo se hacía cruces viendo la fibra de este hombre. Me ha contado que en tiempos antiguos hubo clérigos delincuentes que ante la espantosa sofoquina de la degradación perdieron el conocimiento, y uno hubo, en Italia o no sé dónde, que cayó patas arriba y le recogieron cadáver… Pero este tío, ya usted le vio: como si estuviera el sastre tomándole medida de un traje nuevo». Dije yo que, en efecto, es un caso estupendo de dominio sobre sí mismo. Y él a mí: «¡Ah! Pero ¿no sabe usted lo mejor? Esta peña, este tronco de acebuche, era un manojito de sensibilidad cuando estuvo enamorado del ama que le sirvió hace algunos años… ¡Oh! había usted de ver las cartas, Aurioles las tiene. En algunas hay frases tan apasionadas que no las escribiera más sentidas el mejor poeta. Oiga usted: «Cuando en la misa me vuelvo a decir Dominus vobiscum y no te veo, como antes, ni la Virgen en su soledad pasaba la tristeza que yo». ¿Qué tal? ¡En qué estaría pensando el hombre cuando celebraba!… Pues otra: ¿no sabe usted que el año 22 estuvo al lado de los milicianos en la acción del 7 de Julio? Sí, hombre, y en ese mismo mes quiso matar al Rey; al menos se abalanzó al coche con todas las de Caín, gritando: «¡Mueran los perjuros!» Sí, hombre: ahora lo hemos descubierto… Bragado es el tío, como hay Dios, y de un temple que ya no se estila… ¡Vaya, que si llega a darle de veras a Fernando VII, la que se arma! ¿Qué sería hoy de España? Acá para inter nos, creo que le habríamos quedado muy agradecidos… Pues verá usted lo que me contó anoche. El año pasado, solía ir al gabinete de lectura de San Felipe Neri, y allí se daba unas atraquinas de periódicos españoles y extranjeros que Dios temblaba… Dice que, a pesar de sus amarguras y de su odio al género humano, se mantenía tranquilo y sin idea de matar; pero que al enterarse del golpe de Estado de Napoleón, y ver la nube de despotismo que se venía encima en toda Europa, se fue del seguro y dijo: «aquí hay un hombre…». Querido Beramendi, yo he visto locos en la política; pero como éste ninguno, ni creo que haya venido al mundo un alma más fanática».

Terminó Ordóñez así: «Tengo que poner un bando en las esquinas; está el pueblo muy excitado contra el asesino, y tan condolido de nuestra Reina, que ni aun sabiendo que la herida es leve se da por satisfecho. Me dice la policía que entre la gente del bronce hay elementos decididos a dar un golpe el día de la ejecución, arrancando al reo de manos de la justicia para escabecharlo por manos de la plebe… Figúrese usted, ¡qué carnicería, qué barbarie! Esto no es propio de un pueblo culto… Conozco yo a esos elementos: son los que alborotan siempre, hoy en este sentido, mañana en otro, y al fin en el sentido de la poca ilustración… Pero ellos también conocen a Melchor Ordóñez. Pregunten al pueblo de Madrid quién es Melchor Ordóñez, y dirá: un hombre que sabe respetar y hacer respetar». Y era verdad. Por la fama de su probidad y rigidez, acreditadas en otras provincias, le trajeron a este Gobierno civil, en el cual ha emprendido con fortuna el escarmiento de pícaros, el acoso de vagabundos y la corrección de revolucionarios de oficio. Pero quien manda, manda. No obstante la rectitud y nobles alientos de Melchor Ordóñez, en algún caso, que he de contar si Dios me da salud, no le han dejado ser tan rígido como él quería.

Llegué a mi casa con dolor de cabeza, desconcertado de todo el cuerpo, amarga la boca y los espíritus muy caídos. El frío que cogí en la odiosa cárcel me molestaba menos que el recuerdo de lo que allí vi, la vileza y procederes bajunos del brazo secular, por una parte; por otra, el bárbaro formalismo del brazo eclesiástico. ¡Con tales brazos, valiente tronco social nos hemos echado!.. Prolijamente lo referí todo a María Ignacia, que, al verme arrumbado en un sofá, no se separó de mí en lo restante de la tarde. Horrorizada con mi relato, me autorizó para que lo escribiese, recomendándome que en lo sucesivo huya de impresiones patibularias, y consagré mis Memorias a cuadros y tipos placenteros, proscribiendo todo lo dramático. La misma sociedad me indica el camino que debo seguir, pues ella no quiere ya cuentas con el género trágico, y se ha hecho pura comedia, con sus puntas de sátira, y la exhibición de pasiones tibias, de caracteres excéntricos o graciosos. Esto vino a decirme mi cara esposa, aunque no con los términos que yo empleo, sino más a la pata la llana. La tragedia no existe ya más que en el pueblo bajo, y en los ladrones y bandidos. Debo, pues, concretarme a las clases superiores, que no quieren ver sangre más que en casos de recetar el médico sangría o sanguijuelas. Para mi salud es conveniente que yo ponga un freno a esta recóndita querencia mía de las cosas trágicas, volviendo mis ojos a la sociedad alta y media, y a la política, que también es ya comedia pura, de enredo muchas veces, otras de figurón. Prometí a María Ignacia seguir el camino que su buen sentido me indicó, y aquí me tenéis en plena vulgaridad social.

¿Recuerdas ¡oh Posteridad benigna! a las dos lindas muchachas, Virginia y Valeria, hijas de mi amigo don Serafín del Socobio, con las cuales honestamente me divertía yo allá por los años 48 y 49, jugando con ellas a los novios, y tratándolas siempre como si fuesen una sola mujer con dos cuerpos distintos, aunque muy semejantes? Creo haberte dicho también que les salieron efectivos novios, uno para cada una, dos tenientes, que también a mí me parecieron duplicadas imágenes de un teniente solo. Pues se casan; uno de estos días serán llevadas al altar, no por aquellos pretendientes que las cortejaban el año 50, sino por otros, militar el de Valeria, civil el de Virginia. Ambas, según me cuenta mi mujer, están rabiando por cambiar de estado, ansiosas de pasar de señoritas a señoras, con casa propia, libertad, y hombre a quien poner las enaguas para hacer de él un monigote. Me figuro que estas dos bodas son algo precipitadas, y que los padres, aunque aparezcan satisfechos, han consentido en colocar a las niñas, por no poder aguantar ya sus vehementes ganas de emancipación. Valeria ha escogido por sí su hombre, el cual es un capitancito de buenas prendas, hijo del coronel don Felipe Navascués, que figuró en la guerra civil; entra Virginia en la coyunda, más que por designio propio y libre, por la persuasión amorosa y tenaz de sus padres, que han visto la felicidad de la niña en el orondo y fresco joven Ernesto de Rementería, hijo de un señor que pasa por millonario. Dios las haga felices, y a ellos también, pues, aunque apenas los conozco, merecen mi respeto y la sana compasión que debemos a todo cristiano que se embarca para cruzar el engañoso piélago del matrimonio. Así lo llamo, porque si a mí me ha salido este mar totalmente limpio de sumideros y escollos, otros que entraron en la nave con el corazón lleno de alegrías, navegan desesperados entre bravísimas olas, y no saben en qué peña irán a estrellarse.

La educación de mis amiguitas Virginia y Valeria no las eleva mucho, por más que otra cosa creyera yo, sobre el común nivel de nuestras señoritas de la clase media tirando a superior. Poseen, eso sí, su caudal de saber religioso, todo de carretilla, sin enterarse de nada; escriben muy mal, con una ortografía que parece el carnaval del Alfabeto; en Aritmética no pasan de las cuatro reglas, practicadas con auxilio de los rosados dedos; en Historia, fuera de la de José vendido por sus hermanos, y de la de Moisés recogido en el Nilo, están rasas, y sólo saben que hubo aquí godos muy brutos, y después moros que eran derrotados por Santiago. Todo lo que saben de Geografía no vale un comino: se reduce a nociones vagas de la superficie del planeta, y al conocimiento de que es forzoso embarcarse para ir a las Américas descubiertas por Colón. En Literatura moderna y clásica están a la altura de su cocinera; no les ha entrado en el entendimiento más que la comedia o el drama del día que han visto en el teatro, y algún novelón sentimental, tal vez empalagosa leyenda de caballeros tontos y sultanas redichas, que han leído en el Semanario Pintoresco, o en el folletín del periódico de la casa. Poseen unas cuantas fórmulas de francés para sociedad, y en el piano aporrean furiosamente valses y polcas. No conocen nada de la vida; no se ha permitido que en sus espíritus, amañados para la elegancia, penetre parte alguna del prosaísmo con que tenemos que luchar. No conocen ni el valor de la moneda, ni las pesas y medidas; no tienen idea de lo que es una legua, un celemín, un quintal; apenas se hacen cargo de cómo se convierte el trigo en pan, las uvas en vino, y de cómo salen del cascarón los polluelos. Su corta vida y sus ingenuos caracteres se han desarrollado entre las primarias labores domésticas, y entre novenas y funciones de teatro, perfilando la educación social en tertulias insustanciales, academias de toda humana tontería.

Hablando yo de esta pobreza educativa con las propias Virginia y Valeria delante de su señora madre, ésta, que es una idiota muy honrada y muy buena, dijo que para ser mujeres de su casa no necesitaban las niñas saber más Historia Natural que la precisa para distinguir un canario de un burro, y que los que llamados Principios quedáranse para los que habían de ganarse la vida como catedráticos. Quizás aquella apreciable mula tiene razón, pensé yo al oírla, y traje a mi memoria el ejemplo de María Ignacia, que, si en estudios no estaba menos cerril que Virginia y Valeria, me salió excelente mujer, y ha sabido cultivar por sí, en la vida más que en los libros, sus nativas dotes, fundando fácilmente el nuevo saber sobre el raso de su ignorancia. Esto pienso que harán mis amiguitas, guiadas por su despejo natural y por la sana índole de sus corazones. Amén.

Anoche tuvimos a comer a don Mariano José de Rementería, padre del joven que pronto será feliz esposo de Virginia. Es hombre de posición, según dicen, y de una cultura más brillante que sólida, elaborada en los viajes y en el trato social más que en el estudio. Suelen ser los cultos mundanos menos enfadosos que los eruditos, mayormente si éstos descuellan en la especialidad de la sabiduría rancia y del atavismo histórico y arqueológico; pero don Mariano desmiente esta regla, porque es el señor más molesto, más prolijo y más pedante (en el ramo de cultismo europeo) que yo he podido echarme a la cara en esta vida triste, valle de lágrimas… no, no, valle, vivero más bien de imbéciles. Cuando se pone a contar sus odiseas y las maravillas de la civilización, se creería que él solo las ha visto y gozado, porque a nadie deja meter baza, ni permite que otras bocas alaben cosa distinta de lo que pondera hiperbólica y neciamente la suya. Pues sucedió que el pasado año tuvo este señor la ocurrencia, y nosotros la desgracia, de ir… vamos, de que fuera él, no a escardar cebollinos, sino a visitar la Exposición Universal de Londres. Los que le alentamos a ese viaje, y yo fui uno de ellos, con rabia lo confieso, bien lo hemos pagado, bien, porque ahora, con sus enfáticas descripciones del Crystal Palace y de los peregrinos adelantos que vio en él, nos trae a todos locos, a mí particularmente, que tengo la cabeza débil, y el humor fácilmente irritable contra los habladores. ¡Jesús me valga y Santa Librada bendita, patrona de Sigüenza! Es un hombre que empieza a contar algo que le ha pasado en sus viajes, y desde los primeros conceptos pega un brinco y se mete en una digresión, de ésta en otra, y en otra, hasta que, viéndonos a todos mareados, se para y pregunta: «¿En dónde estaba yo?» «Pues estaba usted – le contesté anoche- en Oxford Street, queriendo darnos una idea aproximada, nada más que aproximada, de lo grande que es esa calle.

– Justamente – prosiguió él. – Pues verán ustedes: salía yo de Hyde Park con el famoso Losada, ya saben ustedes, el primer relojero del mundo, y nos encontramos a Carreras, el primer tabaquero de Londres… Hablamos de España, de este país tan pobre y tan atrasado… Entre paréntesis, aquí no tienen idea de la penosa impresión que a los que venimos del extranjero nos causa el llegar a Madrid, y ver el sistema primitivo de recoger las basuras…». De esta digresión pasó a otra, y a mil, y fue a parar ¡a Egipto! a los carneros de cuatro cuernos que ha presentado Egipto en la Exposición Universal… ¡Cuatro mil cuernos había puesto ya en nuestras cabezas aquel condenado narrador!… Sin el menor cargo de conciencia, digo que le detesto. Su palabra fácil, sus períodos gramaticales muy pulidos, inflados por las amplificaciones, me atacan los nervios. Se oye cuando habla, y se recrea en el efecto que hace. El vértigo de sus digresiones adormece a muchos, y a mí me pone en un grado de furor que difícilmente puedo disimular en su presencia. Y para mayor desgracia, mi suegro, que ahora se pirra por aprender todos los adelantos, con tal que no salgan de la esfera material, le trae a su mesa un día y otro para proveerse de ideas sueltas, y ponerse al tanto de las conquistas más notorias que debe la industria a la ciencia extranjera. Escúchale con devoción, y acaba siempre por desearle una larguísima existencia para que pueda viajar mucho y contarnos tantas maravillas. Lo que yo le deseo es que se muera, que le maten, que le salga un asesino y nos le quite de en medio… Mi mujer me riñe cuando me oye tan despiadados disparates. «Es que me encocora este buen señor – respondo yo, – y me hace desgraciado siempre que viene a casa. Es un tonto, de la clase de los dorados, que son los peores. ¡Luego me dices tú que me consagre a los tipos cómicos de nuestra sociedad! ¡Ay, mujer mía!, me divierten mucho más los trágicos».

IV

8 de Febrero. – Ya no existe Merino. Ayer por la mañana, según dicen, hizo protestación de fe, y dictó un escrito pidiendo perdón a la Reina. Las dos serían cuando le condujeron al suplicio, en burro, con su hopa amarilla llameada de rojo, para que la grosería de la cabalgadura y la horripilante fealdad del empaque, disfraz sustraído a las máscaras de la Muerte, llevaran más fácilmente la ejemplaridad al pueblo. Luego, por la noche, le hicieron exequias a la romana: dieron fuego al cadáver, para que no quede hueso, ni momia, ni despojo alguno a que agarrarse pueda la memoria de los venideros. Así lo ha determinado el Gobierno de Su Majestad, sospechando que la corrupción de los corazones nos traiga una nueva demagogia, tan devota del regicidio que dé en la manía de adorar el zancarrón de este desgraciado sujeto. Ello ha sido un simulacro del Santo Oficio en la mitad del siglo XIX, para que puedan echar una canita al aire los muchos que aquí conservan el gusto de la quemazón de gentes, y se remocen viendo arder a un muerto, ya que no pueden asar a los vivos.

¡Por Cristo, que sin la prohibición terminante de mi mujer, a quien obedezco en todo, aunque me esté mal el decirlo, hubiera yo vuelto al maldito Saladero! Hubiera, sí, cedido a la tentación de acompañar al cleriguito señor Puig y Esteve, que llevó a la prisión de Merino el encargo de examinar las profundidades del espíritu del criminal con la sonda del conocimiento de Humanidades y de los clásicos latinos. Brindome a esta visita don Serafín del Socobio, presentándome en su casa al propio Puig y Esteve, quien reiteró el ofrecimiento con exquisita urbanidad. «Pues está usted fuerte en latinidad clásica – me dijo, – vamos juntos, y entre los dos haremos lo que podamos». En un tris estuvo que yo aceptara; pero me acordé de mi costilla, y más pudo el temor de disgustarla que el estímulo de mi curiosidad. Al día siguiente, oyendo contar al curita el resultado de su misión, me maravillé del saber profundo y del buen gusto del asesino. Yo le tenía por buen latinista; pero no sospeché que lo fuera en grado eminente. Y a más de asombrarme, me desconcertó un poco la exacta concordancia de las preferencias de Merino con mis preferencias en el gusto de los clásicos. Como él, he tenido yo siempre marcada predilección por la Sátira X de Juvenal. En mis tiempos de vida romana la recitaba de memoria, sin que se me escapara un solo verso; y cuando arreglaba la biblioteca de Antonelli en Albano, emprendí la traducción de la Sátira en verso libre: no llegué a terminarla por culpa de Barberina, que se sobrepuso al gusto de Juvenal. Aún puedo recitar algunos trozos, y entre otros el que dice: Ad generum Cereris sine caede et vulnere, pauci – Descendunt reges, et sicca morte tyranni. Yo lo traducía de este modo:

 
Pocos los reyes, pocos los tiranos
son a los reinos de Plutón descienden
sin ser heridos por puñal aleve.
 

Fácilmente adapto al alma y a los pensamientos de Merino, en los últimos años de su vida lo que piensa y dice Juvenal en esta admirable Sátira: la turbación de las ideas en Roma, tan semejante a la turbación nuestra; la indiferencia del pueblo a las cosas públicas en cuanto se ha enterado de que la política es oficio de unos pocos; la degradante cobardía de los que pisotean el cadáver del favorito de Tiberio para que no les acusen de haber sido amigos suyos; la ingratitud de la opinión con los grandes hombres; el triunfo de los osados y perversos; la tristeza de la vida, y la vanidad de todas las cosas… Encuentro muy lógico que el elocuente pesimismo de Juvenal se infiltrara en el espíritu de Merino, dispuesto por sus melancolías y desgracias a ser el vaso más propio de tantas amarguras… La voz y el ritmo del poeta latino inspiró sin duda al enemigo de nuestra Reina su ansia de morir, y de morir públicamente, entre el escarnio de la plebe y las iras de los poderosos, ostentando ante todo el Universo una gallarda postura de muerte.

En otras predilecciones literarias del humanista criminal, no difiere su gusto del mío. También prefiero entre los poemas bíblicos el de Job y de él conservo en mi memoria algunos pasajes, de sublime grandeza. Y cuando yo, estudiante en la Sapienza y en San Apolinar, me ejercitaba en el análisis exegético y retórico de los Evangelistas, San Mateo me cautivaba más que los otros por su evidente cultura, y delicado arte. En todo lo clásico estábamos conformes el regicida y yo, y si el regicidio me parece una atrocidad, más que a perversión moral lo atribuyo al empuje de las ideas negativas en un cerebro donde han perdido las afirmativas toda su resistencia. Desprecio de la vida, querencia de la muerte: ésta es la clave. El morir es bueno, aun para los tiranos; el vivir es malo, aun para los oprimidos.

Lo que el joven Esteve y otros testigos presenciales contaban de la reconciliación de Merino con la Iglesia, horas antes de subir al cadalso, no altera mis ideas acerca de su estoicismo, sino más bien las confirma. Quiso ser entero hasta el fin, y afianzarse en la calidad y nombre de cristiano, como el que se sube a la mayor altura para despeñarse con más admiración y sorpresa de los que contemplan su caída. Una vez cumplido aquel deber elemental, pudo Merino permitirse desdeñosas burlas de los que le llevaban al suplicio en tren de mascarada de la Muerte, con ropa de autos de fe y gemidos de una multitud enconada, aunque al fin compasiva. Parte de esta horrible procesión patibularia pude yo ver, valiéndome de cierto casuismo para quebrantar las saludables órdenes de mi buena María Ignacia. «Pepe mío, te suplico, te mando que no vayas a la ejecución». Así lo prometí.

Pero al renunciar al espectáculo de la ejecución, pensé que a la obediencia no faltaría observando si se confirmaban o no las inquietudes de Melchor Ordóñez. Con ánimo de ver si el pueblo nos daba una interpretación trágica de su decantada soberanía, me fui hacia Santa Bárbara, y cuando me escabullía entre la multitud, atento a las voces y pensamientos de hombres y mujeres, tropecé con un alguacil, José Risueño, que me tiene ley, porque yo le conseguí la plaza, siendo Gobernador don José Zaragoza. Creyendo Risueño que la mejor prueba que de su gratitud podía darme en aquella ocasión era introducirme en la lúgubre casa, me dijo, asimilando su rostro a su apellido: «Venga, don José, y podrá ver con toda comodidad al cura cuando salga al patio». ¿Cómo resistir a esta tentación? Entré con mi protegido Risueño, y vi a Merino a punto que montaba en el burro. La hopa amarilla le daba un aspecto aterrador. Cuando le ataban los pies por debajo de la cincha, dijo en tono agresivo: «¡Eh, brutos, que me lastimáis! ¿Creéis que me voy a caer? Traedme un caballo y veréis si soy buen jinete». Cuando el asno daba los primeros pasos, miró don Martín al verdugo y al pregonero que iban a su lado, y con flemático gracejo les dijo: «Buen par de acólitos me he echado»; y volviendo el rostro, se despidió con este familiar laconismo: «Abur, señores, abur».

Vi la oscilación del pueblo, y oí su inmenso clamor de curiosidad satisfecha, el goce del horror gustado en visión teatral y objetiva. No advertí nada que indicase movimiento sedicioso para arrebatar a la Justicia su presa. Más que pueblo, me pareció público aquel mar ondulante de cabezas espantadas, de ojos ávidos del menor detalle, de alientos contenidos, de bocas abiertas sin ninguna sonrisa. En miles y miles de pensamientos humanos brotaba en tal instante la idea de que el pescuezo de aquel hombre vivo, amortajado de amarillo, iba a ser muy pronto triturado dentro de un cepo de hierro, y esta idea ponía en todos los rostros una gravedad y palidez de rostros enfermizos. Decidido a no seguir la pavorosa procesión, me escabullí por la Ronda con ánimo de tomarle las vueltas al gentío, para observar su actitud. De lejos vi que el paso del reo iba levantando la exclamación trágica, y que ésta le seguía por una y otra banda, como siguen las nubes de polvo al torbellino de viento que las eleva.

No vi más al condenado: de lejos distinguí un punto amarillo que se perdía entre bayonetas y sobre la movible crestería de las muchedumbres. Contáronme aquella misma tarde que, en todo el camino, don Martín no dejó de guasearse de la Justicia, del verdugo, de los clérigos asistentes y de los respetables Hermanos de la Paz y Caridad. Todo este interesante personal se veía defraudado en el ejercicio de sus caritativas funciones; por los suelos estaba el programa patibulario, pues el reo faltaba descaradamente a sus obligaciones de tal, negándose a llorar, a besuquear la estampa, y a dejar caer su cabeza sobre el pecho con desmayo que anticipaba la inacción de la muerte. Al sacerdote que le exhortó a recitar salmos y a besar la estampita, le dijo: «Ya rezo, señor. Quiero ver al pueblo y que él me vea a mí». Y como de nuevo le incitara el clérigo a mirar la estampa, sus palabras: «Ahora estoy mirando la nieve de la Sierra. ¡Qué hermoso espectáculo!» Al conductor del asno reprendió en esta forma: «Torpe eres tú para criado mío, con mi genio… Creo que no vas a servir ni para ahorcar». Y luego siguió así: «¡Cuánto tiempo que no doy un paseo tan largo, y de balde! ¡Qué buena borrica es ésta!» Llegó al cadalso, subió con aplomo la escalera, y acercándose al banco, tocó y examinó los instrumentos de suplicio para ver si estaba todo en buen orden. Besó el crucifijo, sentose para que el verdugo le atara, y mientras lo hacía, le encargó que no apretase mucho, que él prometía moverse lo menos posible en el momento de morir. Se le probó la argolla, y como notara que le lastimaba un poquito de un lado, hizo un mohín de disgusto. Pero no era cosa mayor la molestia. Expresado el deseo de hablar, permitiéronle pronunciar sólo algunas palabras, repitiendo que no tenía cómplices, y terminó con la fórmula: «He dicho». El verdugo volvió a colocarle la argolla; acomodó Merino su pescuezo… Sus últimas palabras fueron: «Ea, cuando usted quiera».

Cumplió el verdugo… En mi memoria reviven estos versos de la Sátira de Juvenal, que toscamente traducidos dicen:

 
Pide un ánimo fuerte que no tema
morir, y que la corta vida mire
como precario don de la Natura.
 

9 de Febrero. – Y voy con lo urbano y apacible, con lo que mi mujer llama comedia, y es la trama vulgar y descolorida de la existencia, mundo medianero entre la risa consoladora y el llanto dolorido, entre el sainete y el drama… Allá voy, allá voy. ¡Pues no se pondría poco enojada la Posteridad si me descuidara yo en informarla de que hoy lunes se han casado mis amiguitas Virginia y Valeria! Ya lo saben las presentes y futuras generaciones; sepan también que hubo gran gentío, y después un copioso refresco en casa de Socobio, y que los recién casados se fueron por la tarde a ocultar su vergüenza, una pareja a San Fernando, orillas del manso Jarama, de regaladas truchas; la otra a Canillejas, donde parece que el señor Rementería tiene un cottage, así lo dice él, muy para el caso. Sepan cuantos las presentes vieren y entendieren que las dos chicas lloraron a moco libre cuando al término de la ceremonia las abrazó su madre; que esta voluminosa dama sufrió, de la emoción, un repentino desmayo, y que yo fui, por mi proximidad al sitio de la catástrofe, el desgraciado mortal a quien tocó la china de recogerla en sus brazos. Feo me vi para sostenerla, y con hábil maniobra, como quien no hace nada, pude arrojar toda aquella pesadumbre sobre mi vecino Rementería.

Sabrán asimismo que Rogelio Navascués, marido de Valeria, es un militar nada bonito, pero simpático y airoso. Creo que bastaría su hoja de servicios a darle crédito y fama de valor si ya no lo acreditara casándose. Es despierto, picado de viruelas, delgado y rígido. Del de Virginia, Ernesto Rementería, se hace lenguas la gente ponderando sus buenas cualidades y su finísima educación a la extranjera. Es gordito, sonrosado, de rostro pulido, limpio totalmente de bigote y barbas, la melena lustrosa y ahuecadita sobre las orejas. Vestido con traje talar podría pasar por una mujer metida en carnes, o por un lindo clérigo francés. Viste muy bien, y sus maneras no pueden ser más atildadas. Habla tres o cuatro idiomas, según dicen, que yo siempre le oigo expresarse en un castellano premioso, arrastrando las erres con sones de gargarismo. Educose en el Mediodía de Francia. Su padre, antes de traerle a España, le ha dado una pasada por diferentes naciones cultas, teniéndole seis meses en Francfort, otro tanto en Londres, y año y medio entre distintas poblaciones de Austria, Suiza y Holanda. Han procurado instruirle principalmente en el alto comercio y en la magna industria. Por su distinción, su gravedad y el aquél de tanto viajar con fin educativo, yo le llamo El Joven Anacarsis. Él se ríe, enseñando unos dientes blancos como la leche, y poniéndose un tanto colorado.