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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: Los duendes de la camarilla», lehekülg 14

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XXVII

Halconero había venido a la Corte de paso para tierras de Guadalajara, en donde pensaba arrendar pastos para la trashumación de sus merinas. Detúvose en Madrid sólo cuatro días, con ánimo de permanecer más tiempo a la vuelta, y por estar más cerca de su presunta felicidad se aposentó en la posada de San Pedro, en la Cava Baja. Bien aprovechadas fueron las cuatro noches: en ninguna de ellas dejó de llevar al teatro a Eulogia y Lucila, armonizando el gusto de ellas con el suyo, pues los lances de la escena le divertían e impresionaban grandemente. Vieron y gozaron en El Drama (Basilios) La Escuela de los maridos; en Variedades, García del Castañar, y en El Circo, la preciosísima zarzuela Jugar con fuego. Aunque por no contrariarle, Cigüela no decía nada, le causaba cierta inquietud el frecuentar sitios públicos, temerosa de encontrar en ellos personas que con sus dichos o sólo con su presencia la trastornasen. Ya por aquellos días estaba la joven muy metida en el tráfago de sus estudios, los cuales, por el múltiple beneficio que le causaban, eran entretenimiento saludable y bálsamo instructivo.

Partió D. Vicente para sus diligencias de ganadero y labrador, y quedó Lucila compartiendo su tiempo entre las lecciones y el corte y hechuras de su nueva provisión de ropa. Con Eulogia iba alguna vez de tiendas; acompañábala también Ansúrez, que, harto ya de verse mal señalado por servir al impopular Chico, se había despedido, y no tenía más ocupación que vagar por calles, visitando amigos, o arrimándose a los corrillos de este y el otro mentidero. Atendido por Lucila en su primera necesidad, que era el comer, no se apuraba gran cosa por la cesantía. Sabedor ya de que le tendría por suegro el rico labrador de la Villa del Prado, casi bailaba de contento por la feliz y casi milagrosa colocación de su querida hija; pero a él no le petaba el vivir a lo parásito, yedra pegada al tronco de un yerno; gustaba de la independencia, y no había de parar hasta establecerse. A ello le animaba el buen cariz de sus negociaciones con Merino, para el consabido préstamo. Si en la quincena que siguió a la visita de Cigüela, el adusto clérigo le había mareado y aburrido con largas y promesas, que hoy, que mañana, ya parecía que iban las cosas por mejor camino. No se descuidaba el buen celtíbero en tener siempre bajo la mano al sacerdote prestamista; y si no le divertía visitarle en su triste y lóbrega casa, gustaba de acompañarle algunas tardes en su paseo, que era infaliblemente por la Cuesta de la Vega, saliendo alguna vez por el Portillo, y metiéndose en el polvoroso plantío que llaman La Tela. Hablaban del mal Gobierno y de lo perdido que está el país. «Es Don Martín tan filosófico – decía Jerónimo, – que se queda uno con la boca abierta oyéndole. Gran meollo tiene todo lo que dice… sólo que cuando uno está en el punto de cogerle la idea, el hombre se arranca por latines, y… a obscuras me quedo».

En un comercio de telas de la Concepción Jerónima se encontraron una mañana Lucila y Rosenda, esta trajeada tan a la moda, que sólo con ello declaraba el reciente hallazgo de su remedio. A las preguntas de Lucila contestó que en efecto tenía el mejor arrimo que ambicionar pudiera, en circunstancias y condiciones inmejorables. «¿Quién…?» – preguntó Lucila. «No puedo decirlo – replicó la Capitana. – Hice juramento de no revelarlo a nadie, ni a las personas más íntimas. Y antes reventará que faltar a lo jurado, porque en ello me va el ajuste, que es superior. Valiente necia sería yo, si por boquear más de la cuenta perdiera esta ganga». Celebrando Lucila lo que su amiga le contaba, limitó su indiscreción a preguntar si la pesquería había sido en la iglesia, conforme a los planes de marras… «En la novena del Rosario – contestó Rosenda, – eché mis primeros anzuelos… Picó en la novena de Santa Teresa, y saqué el pez en las mismísimas Ánimas… y no me pregunte usted más». Hablaron inmediatamente de trapos para la estación, y de las nuevas evoluciones de la moda. «Esa tela marrón con rayas le irá muy bien para traje de señora rica de pueblo. Hágaselo usted con faldetas, el cuerpo muy abierto por delante, con camisolín bordado, alto, honestito. Aquí encontrará usted un organdí precioso, o si no, barege. La manteleta es de rigor». Enterada ya Rosenda del proyectado casamiento de su amiga con un ricacho viejo, siempre que la veía se extremaba en felicitarla. Dios había trocado todas sus desgracias en beneficios, su pobreza en abundancia, y su esclavitud en la más preciosa de las libertades.»

Dos días después de esta entrevista, volvieron a verse en el mismo comercio, no ciertamente de un modo casual, sino porque Rosenda, advertida de los tenderos que esperaban a Lucila para cambiar un retal por otro, allí la cogió descuidada, sorprendiéndola con este jicarazo: «Despache usted a su padre con cualquier pretexto, para que podamos irnos solitas a dar una vuelta por la calle. Tengo que decirle cosas de remuchísima enjundia». Tembló Cigüela como el pájaro herido; y atontada despidió al viejo y aceleró sus quehaceres en la tienda. En la calle las dos, Rosenda le dijo: «No se encampane usted con lo que voy a notificarle, ni pierda su serenidad. Prométame por cien mil coros de serafines que ha de ser juiciosa. ¿Lo promete?… Pues allá va. Una persona, que no necesito nombrar, ha visto a Bartolomé Gracián».

La impresión de Lucila fue de intenso frío. Dando diente con diente, pudo balbucir estas cortadas expresiones: «No me engañe… ¿Está segura? ¿Y esa persona le conoce bien?… ¿Sería él de verdad?… ¡Oh! siento una pena horrible… una alegría loca… ¿Con que vive? ¿No le han matado?… Pero no es alegría lo que siento; es pena, y pienso que ha de matarme.»

– No dudes que es él… La persona que le ha visto le conoce como nos conocemos tú y yo – dijo la Capitana, que, para inspirar mayor confianza y explicarse con desahogo, inició el tratamiento de tú, necesario ya entre dos amigas. – ¿Pero qué… te pones mala? No, borrica: tómalo con calma, y que este notición no te saque de tus casillas…

– Rosenda, no me mandes que tenga calma – dijo Lucila aceptando el tratamiento familiar sin darse cuenta de ello. – Me has removido toda el alma, sacando arriba lo que ya estaba debajo de todo, y parecía que se iba ahogando… ¿Le ha visto ese señor?… ¿dónde… dónde?

– Serénate. Si te pones muy nerviosa y empiezas a soltar chispas, me callo.

– No, no: háblame… di… Ya me veo corriendo por un precipicio, y aunque quiera volver atrás no puedo. Puede más la pendiente que yo. ¿Dónde?…

– Por hoy punto en boca… Tu padre no puede tardar con los paquetes de horquillas y el tarro de pomada. Además, como te excitas tanto, estamos llamando la atención en medio de la calle. Arrimémonos a esta rinconada… Sólo puedo decirte hoy que el pobre Gracián no debe de andar bien de salud. Parece que está enfermo, aburrido…

– ¡Ay, qué dolor! ¿Y se sabe… esto sí podrás decírmelo… se sabe si sigue debajo del poder de la boticaria?

– Eso no lo sé hoy, pero es seguro que lo sabré esta noche. Oye lo que te digo. Vete mañana a mi casa. Vivo calle del Factor, número 6, piso segundo. Apúntalo bien en tu memoria. Toda la mañana estoy solita… ¿No sabes dónde está mi calle? ¿Sabes la parroquia de San Nicolás?… Pues por allí. No tiene pérdida. Vas mañana… me encuentras sola, y hablamos… Verás qué casa tan linda tengo, y qué mueblaje… todo nuevecito, acabado de comprar… Y ahora, chitón, que aquí viene ya papá Jerónimo. Te espero. Con él irás, y allí nos le sacudiremos mandándole a casa de mi modista, que vive donde Cristo dio las tres voces…».

Nada más hablaron. Lucila volvió a su casa sin saber por dónde iba, ni enterarse de lo que por el camino le contaba el buen Ansúrez, cosas políticas de interés, que la inatención de la guapa moza convirtió en insignificantes. Todo el alivio ganado perdíase súbitamente, y la honda enfermedad del ánimo, sentimientos despedazados, dignidad ofendida, ideas fuera de quicio, razón deshecha en locura, recobraba de golpe su aterrador imperio. Por la noche, el insomnio renovó en ella los suplicios de los días más tristes de su existencia, y el sueño la sumió en las tenebrosas cavidades de la idea trágica. Cuchillo en mano, daba muerte a la boticaria una y cien veces, sin acabar nunca de matarla… Por la mañana, fatigada del insomnio y del sueño, que tan vivamente reproducían su amor como sus odios, trató Lucila de confortar su alma ideando alguna contingencia placentera, que bien podía resurgir en los acontecimientos que se avecinaban. «Si encuentro a Tomín – se dijo, – y me propone que huyamos sin pérdida de un instante, me iré con lo puesto… a donde él quiera. Si fuese menester que volviéramos al mechinal indecente de la calle de Rodas, iría sin vacilar, apechugando con toda la miseria que Dios quisiera mandarnos… y si hubiéramos de ir lejos, a un monte cerrado, a una cueva separada de todo el mundo, también iría con él… como si me llevara a un desierto, de esos en que hay tigres y leones… No me importa que haya leones y panteras, con tal que no haya Domicianas».

Arregló las cosas y dispuso sus diligencias de aquel día en forma que su salida y tardanza no inquietaran a Eulogia, y a hora conveniente, salió con su padre en dirección de la parroquia de San Nicolás, en cuyas cercanías vivía la endiablada Rosenda. Ávida de llegar pronto, aceleró su marcha, y como Ansúrez, sofocado, la incitase a moderar la andadura, díjole que urgía el arreglo de cierto vestido en el término de la mañana, y que se preparara a llevar recados a puntos distantes… Entre los innúmeros desatinos, engendro de su loca pasión, que pasaban vertiginosos por la mente de Lucila, prevalecía el que formuló de este modo: «¡Estaría bueno que ahora se me presentara Tomín en casa de Rosenda; que Rosenda le hubiera encontrado y allí le tuviera escondidito para darme la gran sorpresa! Ello no será; pero bien podría ser… cosas más raras se han visto».

Entró en la casa con sobresalto semejante al de las personas muy nerviosas cuando saben que sonarán tiros, y por segundos esperan la detonación y fogonazo. Apenas se fijó en la limpia vivienda de su amiga, mujer arreglada y de gusto, que había tenido el arte de dar aspecto risueño a una casa viejísima. Los muebles eran flamantes, de clase barata con apariencia; las esteras de lo más fino, y la alfombra de la sala y gabinete, del tipo industrial, a la moda, colores vivos que durarían muy poco. Preparado había Rosenda la copa de aljófar con cisco bien pasado, y a ella se arrimó Lucila para calentar sus manos ateridas, con mitones. Aunque ya usaba manguito, no podía acostumbrarse a llevar las manos metidas siempre en él… Le costaba entrar por los hábitos del señorío. Despachado Ansúrez a los recados distantes, quedaron solas. Ponderaba Rosenda su casa y sus muebles, y aun quiso llevar a su amiga a que viera la cocina, despensa y otras piezas. Pero la guapa moza, impaciente y con su imaginación en esferas muy distantes, lo dio todo por visto y admirado, diciéndole: «Luego lo veré. Ya supondrás que vengo muerta de curiosidad, que he pasado una noche terrible, que no viviré hasta saber…»

– Pues aquí tienes a tu amiga – dijo Rosenda sentándose a su lado, – con ganas de traerte al buen entender, y de apartarte de los malos caminos. ¡Ay, hija! ayer tarde, cuando vine a casa, me pesaba, créelo, haberte dicho lo que te dije… Mejor habría sido reservarlo para después, y echar por delante el consejo que ahora te doy tocante al orden de las cosas. Por cien mil coros de arcángeles te pido que te fijes, que me hagas caso, y te percates bien… Allá voy… Lo primero que tienes que hacer es acelerar tu casamiento por los medios que puedas… Todo el tiempo que ganes en rematar la suerte con Halconero, es tiempo ganado en tu bienestar y en tu independencia… Y ahora viene la segunda parte: en cuanto te cases, y tengas a ese magnífico buey bien cuadrado, empiezas con él una brega superior, muleta por aquí, muleta por allá, para que el hombre abandone la vida del campo y venga a establecerse contigo en Madrid… Bien sé que por de pronto ha de cerdear. Es un viejo gañán, que no podrá vivir lejos de los montones de estiércol… pero una mujer… es una mujer… y en luna de miel lo puede todo… Te aburre el campo, te entristece; las aguas gordas de aquella tierra te revuelven los humores… te pones malísima, pierdes la salud, y hasta podría ser que se te malograra el fruto… Figúrate cuántas razones puedes emplear para convencer a tu marido, cuántos mimos echarle y cuántas banderillas ponerle…».

Absolutamente contrarias a estas ideas eran las de Lucila. Le gustaba el campo, y en su soledad y augusto sosiego, esclavizando la atención con amenos quehaceres, pensaba llevar su alma mansamente a un bienestar tranquilo. Pero como Rosenda no quería satisfacer su curiosidad, si antes no prometía someterse y adaptarse a las sabias reglas de la filosofía del vivir, la guapa moza, como el sediento que entrega toda su voluntad por un vaso de agua, le dijo: «Haré todo lo que me aconsejas, Rosenda… Y ahora, sepa yo pronto: ¿Han vuelto a verle? ¿Dónde le han visto?… ¿Qué ha pasado, qué más pasará?»

XXVIII

– Pues empiezo – dijo Rosenda poniéndose todo lo grave que podía, – por darte una noticia que no sé si será buena o mala para ti… El amigo Bartolomé está en poder de la Socobio. Domiciana, que ha sufrido varias derrotas, saliendo como Doña Victorina con las manos en la cabeza, se ha quedado compuesta y sin novio… No pudo dar al galán lo prometido, que era el indulto, la rehabilitación y un ascenso, dos con pase a Cuba…

– ¿Pero dónde está… dónde? Quiero verle y que me vea.

– No pienses en eso… Yo miro por ti más de lo que tú crees. Te contaré una escena, mejor dicho una conversación que ayer hubo en Palacio. La sé como si la hubiera oído yo misma. Eufrasia, que ahora no se separa de la Reina… ya sabes que Su Majestad ha entrado en meses mayores: se espera su alumbramiento para Navidad… Eufrasia, digo, en una sala que está junto a la galería, entre el despacho de Su Majestad y la oficina donde trabajan los de Secretaría particular, se enchiqueró con un General joven, muy nombrado, D. Juan Prim. ¿Le conoces? Da que hablar porque es de mucho sentido, y marrajo, de los que dejan el trapo y van al bulto… Hace días echó en las Cortes un discurso tan fuerte que tembló todo el Ministerio, y a D. Juan Bravo se le indigestaron los chorizos. Pues entre otras cosas, dijo el hombre que hemos vuelto a los tiempos de Carlos II el embrujado, que nos están llenando la nación de frailes y monjas, que no hay libertad, y que este moderantismo es una farsa para que se redondeen cuatro mamalones… No lo dijo así… En fin… pidió mil gollerías, y declaró que él es partidario del naufragio universal, de la libertad disoluta de la imprenta, del ateísmo libre, y del ciudadano libre, o del respeto al individuo suelto del derecho particular… vamos, que no sé decirlo… Pues por este discurso y por lo mucho que se merece el señor de Prim, Conde de Reus, se le tiene miedo, y se determinó mandarle a Puerto Rico… Como te digo, trató de ver a la Reina; no pudo ser, por causa del estado… Hizo por Eufrasia, que le recibió en aquella salita, y allí le estuvo poniendo varas, y él tomándolas… que si ella es lista, él se hace el blando para pegar más fuerte. Estas varas de que te hablo no son cosa de amores, no vayas a creer, sino de política. Prim, asegurando que dará la vida por la Reina, amenazaba con tramar una revolución, si no se entra por el camino libre, y no se da carpetazo a ese proyecto… tú lo sabrás, eso que llaman golpe de Estado… que es dar un bajonazo a la Constitución, y arrastrarla con las mulillas… Eufrasia, diciéndole que eso del golpe de Estado no es más que conversación de Puerta de Tierra, trató de traerle al bando Narvaísta… Prim hacía fu… decía que esto de mandarle segunda vez a Puerto Rico es una partida serrana; pero que irá para que no se diga. Entonces la Socobio le echó mucho incienso al Conde: le dijo que la Reina estima su valor y su lealtad, y que cuenta con él para una combinación progresista en cuanto tenga tiempo y ocasión de desentenderse del moderantismo, polaquería, o como se llame. Y luego de pasarle todas estas lindezas por los morros, le pidió al General un favor… y aquí entra lo que a ti te interesa… el favor consistió en que pidiese al Ministro de la Guerra el pase a Puerto Rico del Capitán Gracián, no sé si como ayudante o como agregado al Cuartel General. Prim dijo que con mil amores lo haría, y despidiéndose, tomó soleta.

– ¡A Puerto Rico! – exclamó Lucila levantándose de un brinco, y despidiendo lumbre de sus lindos ojos. – Yo con él… Me llevará… Quiero verle, Rosenda, quiero verle… Haremos las paces… se olvidará todo; le perdonaré…

– Eh… ¿qué es eso? Yo no he de permitir que hagas ningún disparate, ni que se te malogre el matrimonio, que ha de hacerte feliz, libre. ¡Cigüela, chiquilla mal criada y sin juicio!, si una amiga pérfida te metió en tantas amarguras, de ellas te sacará otra amiga que no es pérfida, sino leal, y sabe mucho… Siéntate, y no hables de irte a Puerto Rico, pues para ti no hay más Puerto Rico que la Villa del Prado…

– Déjame que disparate, y que me ciegue y me trastorne. ¿Quién te asegura que la vida feliz viene por el lado juicioso? – dijo Lucila, en pie, desconcertada. – Debemos obedecer al corazón… que nunca nos engaña.

– ¿Y si te dijera yo que nos engaña casi siempre? Toma ejemplo de mí, que he sabido dar de lado a los loquinarios y cabezas de motín, haciendo por los hombres de peso… ¡Y tú que vas a casarte con un viejo rico, tú que te has sacado el premio gordo de la Lotería, hablas ahora de tirarlo por la ventana, porque te lo manda el corazoncito!

– Pues si no me dejas hacer el disparate gordo, déjame que hable con esa señora de Socobio, y le diga…

– ¿Qué has de decirle tú, bobalicona?… No te haría maldito caso… Para hablar con ella tendrías que ir a Palacio, donde está casi siempre.

– A su casa iría yo… A Palacio no voy por nada de este mundo.

– ¿Ni por Tomín?

– Por Tomín quizás.

– ¿Y por qué tienes ese horror a Palacio si no lo conoces?

– ¿Que no lo conozco? – dijo Lucila sentándose de nuevo junto a la copa. – Como tú tu propia casa… ¡Ay, Rosenda! tú no has vivido en la Casa Grande, yo sí. Con los ojos cerrados subo y bajo yo por todas sus escaleras, y me meto por todos sus pasillos, y voy de sala en sala, como no sean las que habitan los Reyes. Conversaciones como esas que me has contado entre la Eufrasia y el General Prim, he oído yo muchas, porque también yo, aquí donde me ves, he sido un poco duende… a mí me han puesto escondidita entre cortinas para que oiga las conversaciones, y he llevado y traído recados con cifra… Y para que acabes de convencerte de que he sido algo duende, y de que lo soy todavía… ¿quieres que te adivine una cosa?

– ¿Qué…? – murmuró Rosenda entre risueña y asustada. – Adivina lo que quieras.

– Pues te digo que hoy, aquí, hablando contigo he descubierto quién es la persona que te favorece… Tú me has dicho que el nombre de esa persona es un secreto… Yo me lo guardaré; yo te aseguro que por mí no se sabrá. Te diré tan sólo cómo lo he adivinado. He visto aquí una sombra de ese sujeto, una sombra no más.

– ¡Qué dices, mujer! – exclamó asustada la Capitana, mirando a las paredes, creyendo que había, por descuido, algún indicio personal, retrato tal vez.

– No te asustes, Rosenda – dijo Lucila risueña: – la sombra la he visto en ti, en tu voz… ¿Por qué empleas ahora una porción de términos de toros, que antes no te oí nunca?… Es que ahora tienes cerca de ti, oyéndola sin cesar, a persona que habla con esos terminachos, y a esa persona la conozco yo. Pero mi adivinanza no es completa… Son dos hermanos que se parecen en la figura, y más en el modo de hablar. Uno de los dos tiene que ser. Con que… ¿he acertado?

– Acabaras – dijo la Capitana soltando también la risa. – .. Tienes razón… se me ha pegado… Vaya, pues sí… es uno de los dos hermanos. Aciértame ahora cuál.

– Ayúdame tú un poquito. Los dos son cazurros, beatos, rezadores, esquinados, y muy amigos de meterse en lo que no les importa. De cara ninguno de los dos es bonito; de cuerpo allá se van. Sólo se diferencian en que el uno bizca un poco de los ojos y el otro un mucho de los pies… quiero decir, que anda como los loros…».

Rompió a reír la maliciosa Rosenda con toda su alma, y entre las risas pudo decir a borbotones: «Ese… ese… el que pisa como las cotorras… con los pies así… para dentro… ¡Ay qué gracia me ha hecho!»

– Acerté: D. Francisco Tajón. Luego te daré señas que… no son mortales, pero pudieron serlo.

– Cuidado, chica, que no quiere que se sepa…

– Descuida. Pues ese señor me conoce, lo mismo que su hermano. Háblale de mí, y te dirá si sé yo andar por Palacio… si conozco los enredos y el laberinto de aquella casa. Déjame que te cuente: de esto hace tres años, y fue en una de las épocas de mi vida que recuerdo con más disgusto. Llegué a Madrid con mi padre y mis hermanos pequeños, muertos todos de miseria y en el mayor desamparo, sin más esperanza que una carta de recomendación para la monja Sor Catalina de los Desposorios. La carta era de un caballero muy cumplido a quien conocimos en Atienza. Pues la monjita fue nuestra salvación: por ella colocaron a mi padre en la mayordomía de los Lavaderos del Príncipe Pío.

– Sí, sí, que eran del Sr. Infante D. Francisco… Administrador, D. Enrique Tajón, el hermano mayor: son tres hermanos.

– Tres. El D. Enrique se parece poco a los otros dos… Pues sigo: mes y medio estuvimos allí. Luego llevaron a mi padre al servicio de los Escolapios de Getafe, y a mí a Palacio, al servicio del Sr. D. José Tajón.

– El que bizca de los ojos.

– Casado él, empleado en la Etiqueta. Con su esposa y dos hijos, de los que yo era niñera, vivía en el piso segundo, subiendo por la escalera de Cáceres, primer cuarto a mano derecha. Todo lo que diga de lo buena que era la señora, es poco; todo lo que diga de lo falso, enredador y embustero que era él, sería no decir nada. ¿Te incomoda que hable de estos señores con tanta libertad?

– A mí no. Despáchate a tu gusto.

– Respetaré a tu D. Francisco, que también es de encargo, loco por los toros, loquito por las hembras, en privado, que en público no hay mojigato que le gane en hacer zalemas delante de un altar…

– No me hagas reír, mujer – dijo Rosenda, más movida a regocijarse que a incomodarse. – Estoy en que exageras un poquito. Tu tirria contra los Tajones es señal de que te hicieron algún daño.

– Quisieron hacérmelo, sí… Les aborrezco porque no tenían miramiento para una muchacha sola y sin defensa de padre ni hermanos. Los dos quisieron abusar de mí: fácilmente podía yo defenderme de D. José, amparándome de la señora y de los niños; pero el D. Francisco, que, como sabes, está separado de su mujer, me dio más guerra y cuidado mayor, porque me llevaba con engaños a este o el otro lugar apartado, de los muchos que hay en aquella casona. Una tarde me vi tan a punto de perdición, que para salvarme no tuve más remedio que agarrar un candelero de bronce que a la mano encontré, y darle con él en semejante parte de la frente. Le pegué con tanta gana, que el hombre perdió el conocimiento, y marcado quedó para toda su vida…

– ¡Ay! no me hagas reír… Sí, sí: la señal del candelero tiene en la frente, aquí… en el sitio del asta derecha… ¡Qué risa! Me dijo que aquel golpe fue de una caída que dio en la sacristía de la Encarnación, estando subido a una escalera para ponerle a San José vara con azucenas naturales… No es mala puya la que tú le pusiste…

– Yo también me río… Bueno es que una se divierta un poco después de tantas pesadumbres… El pobre señor quedó escarmentado, y luego decía: ‘¡Vaya unos derrotes que me gasta esta novilla!’.

– Saladísimo… Adelante.

– Por haberme hecho Dios bien parecida, cuantos hombres había en Palacio se propasaban, créelo. Todos me adoraban, todos me hacían mil embelecos, todos me largaban declaraciones, todos por de pronto querían fiesta… En fin, que yo era buena, y muchos me tenían por mala… Si supiera yo distinguir bien los uniformes, te diría todas las clases de hombres, desde señores a criados, que se emperraban en hablar conmigo. Pero nunca llegué a conocer por los cintajos y colorines los cargos de tanto farfantón. Jefes de oficio me escribieron cartitas, y también Ujieres de Cámara y de Saleta; Llaveros y Porteros de banda me tiraban besos al aire; un Tronquista me aseguró que se mataba si no le daba el Sí; un Portero de vidrieras y un Delantero de Persona hicieron lo mismo, y de rodillas se me puso delante un día uno a quien yo creí Carrerista vestido de paisano, y luego resultó que era Sangrador de Cámara.

– Pues, hija, no estarías poco orgullosa.

– Di que me tenían mareada y aburrida. Sigo mi cuento. Pues verás: mi amo el señor Tajón, D. José, andaba en aquel estúpido enredo, que luego se llamó del Relámpago, y a mi padre y a mí nos traía de correveidiles, cursando las órdenes. Dentro de Palacio fuí yo cartero, espía, soplona; me mandaban a charlar con las azafatas, en sus ratos de descanso, para saber quién entraba en las habitaciones reales a las horas que no son de entrada, y quién salía cuando no se debe salir; me obligaban a esconderme detrás de un tapiz o entre roperos para escuchar conversaciones… Y luego encomiendas y recados en la calle, por ser yo quien con mayor disimulo podía llevarlos. ¡Hala! a la Escuela Pía de San Antón, a San Ginés, con cartas para el coadjutor, a una casona de la calle de Fuencarral, a la zeca y a la meca, vestidita de moza de rumbo, y con dinero para alquilar una calesa si me cansaba… También iba al Convento de Jesús, y de allí traía entre dulces alguna carta bien disimulada… Un día, fíjate en esto, que es lo más gordo, y la más fea acción que por mandato de aquella gente tengo sobre mi conciencia… habían enviado las monjas carne de membrillo dentro de una tarterita de plata. Al disponer la tartera para devolverla, me llamaron los hermanos Tajón y una camarista, nombrada, si no recuerdo mal, Doña Candelaria, y llevándome a un cuarto que está en la galería principal, como se entra al comedor de ordinario, me dijeron que llevase al Convento la tartera… Envuelta la vi en un paño de damasco, como solía venir. La descubrieron y destaparon para que yo viese que estaba vacía… Luego, el Sr. Tajón, D. José, sacó del bolsillo un paquetito forrado en papel y cruzado con cintas verdes. Abultaba como un libro pequeño. Díjome que me guardara en el seno el paquetito. La camarista, que como mujer podía meter la mano donde meterla no pueden los hombres, me desabrochó y colocó el paquetito muy bien acomodado entre mis pechos, de tal modo, que luego de abrochada no se me conocía el contrabando. Hecho esto me leyeron bien la cartilla. Yo tenía que ir al Convento a llevar la tartera, y al entregarla en el torno pediría ver a Sor Catalina de los Desposorios. Se me abriría la puerta, y una vez en presencia de la Madre, en manos de esta pondría lo que yo en mi sagrario llevaba. La Madre me daría otra vez la tartera con algo dentro, que era como señal o recibo de la llegada feliz del embuchado. Volví a Palacio con la tartera llena de tocino del cielo, y los Tajones, que me aguardaban con el alma en un hilo, me felicitaron y diéronme cinco duros.