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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: Mendizábal», lehekülg 5

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– No es el acaso: es el supremo designio, hijo mío. Pero no te apures – dijo D. Pedro, empezando a tutearle sin darse cuenta de ello, por una efusión de cariño que rápidamente invadía su corazón. – Considera que sobre todas las reglas está la realidad de la vida, y que no podemos desviar los acontecimientos de su natural curso, trazado por Dios. Tu padrino debió tener en cuenta el misterio de tu origen, antes de recomendarte que abominaras de lo desconocido. ¿Por qué no te reveló lo que sin duda sabía? O es que no sabía nada. De todos modos, hijo mío, tu existencia se balancea en el misterio, y el misterio ha de rodearte, y lo imprevisto te rondará por mucho tiempo, pese a toda la ciencia y a toda la bondad de ese D. Narciso Vidaurre… ¿Qué resulta? Que tu padrino te quiso criar para lo clásico, sin considerar que eres romántico inconsciente, esto es, que a pesar tuyo el romanticismo te coge en su remolino furioso… Dispénsame que te tutee: siento hacia ti un profundo afecto. Te miro como un hijo; más propio será decir como hermano. Quiero compartir tus desventuras… cuando lleguen… Seamos románticos; aceptemos la realidad, y pues esta es ahora tan buena, no le busques tres pies al gato, y date por muy contento con los bienes que llovidos caen sobre ti. Después vendrá la anagnórisis, y volveremos a lo clásico, al triunfo, a la apoteosis, que será coronamiento de tu destino. Sí, querido Fernando. Tu porvenir es hermoso; tú eres lo que no pareces… Serás grande, poderoso… Alégrate. Seremos amigos, grandes amigos; seremos hermanos. Y ahora, chiquillo, pues cae la tarde, vámonos despacito hacia nuestra vivienda, que la hora de la cena se aproxima, y yo, la verdad, con todo eso que me has contado, siento que se me avivan de un modo horroroso las ganitas de comer.

IX

Era verdad que D. Pedro se sentía inflamado de un cariño sincero hacia el joven Calpena, afecto absolutamente desinteresado, pues no se arrimaba a su amigo con intenciones de parasitismo, viéndole en camino de doradas grandezas, sino que anhelaba guiarle por los senderos peligrosos que probablemente se abrirían ante él; aconsejarle, dirigirle, evitarle todos los escollos, para que gozase libre y desembarazadamente de los bienes que el cielo le deparaba.

No tardó Utrilla en rematar algunas, si no todas las piezas de ropa de que había tomado medidas. Dos pantalones, dos chalecos y una levita fueron entregados a los tres días de la prueba, y la terminación de lo demás se anunció para la semana próxima. Empezó por fin D. Fernando a ponerse guapo y elegante, lo que con tal ropa, y los aditamentos de corbata, calzado, peluquería, etc., era cosa muy fácil en un joven a quien dotó la Naturaleza de airosa figura, hermoso rostro y modales finísimos a nativitate. Hillo le contemplaba embobado, viendo en él un perfecto tipo de raza aristocrática. El propio Duque de Osuna, D. Pedro Téllez Girón, no le aventajara, ni los agregados de la Embajada inglesa.

Desde que tuvo ropa fue incitado por su amigo a frecuentar los teatros. Hillo no le acompañaba por causa de su ministerio sacerdotal. Fea cosa era ir a los Toros; pero más disculpable para un clérigo que el teatro, por celebrarse las corridas en pleno día y no ser preciso en ellas descubrirse la cabeza, exponiendo a la befa popular la ungida corona. Con todo, buenas ganas tenía de colarse una noche en la cazuela, disfrazado, para ver en el patio a Fernandito, y sorprender el efecto que causaba en la concurrencia. Contentábase con verle vestirse y acicalarse, y poner en sus manos el sombrero y bastón cuando salía. Aunque el niño volviese tarde, D. Pedro no se acostaba hasta que le veía entrar, y allí eran sus preguntas: «Qué tal, hijo, ¿te has divertido mucho? ¿Has dado golpe? Apuesto a que todos los lentes, y esos anteojos que llaman gemelos, se han dirigido a tu gallarda persona».

En el Príncipe daban Norma, cantada por la Sra. Oreiro de Lema y el Sr. Unanúe. En la Cruz, La joven Reina Cristina de Suecia, traducida del francés. Así de las obras como de la ejecución, pedía el clérigo a su amigo noticias prolijas, y el chico se las daba, advirtiendo la absoluta ignorancia teatral del buen señor, que no había visto nunca más pieza que El mágico de Astrakán, allá en Zamora, siendo él una criatura.

Menudeaba Calpena sus asistencias al Príncipe y viéndole tan aficionado, decía D. Pedro: «¡Cómo se conoce que nos salen novias a docenas!… La suerte es que este chico se pasa de prudente y avisado, y no le atrapará ninguna de esas culebronas que…».

Dígase, para explicar la confusión que seguía presidiendo los destinos de D. Fernando Calpena, que a fines de Septiembre nadie había ido a recoger el misterioso encargo traído de Olorón; que una tarde llegó carta anónima, no llevada por Edipo, sino por persona desconocida que la dejó en la puerta, y que algunas noches, al volver Fernando del teatro, creía que le seguían dos personas buscándole las vueltas y espiándole los pasos. La carta no traída dinero: estaba escrita por mano nada premiosa, menudito el trazo, la gramática bastante correcta, y sólo contenía lacónicas advertencias y admoniciones cariñosas: «Mira, niño: los guantes amarillos son de más distinción que los blancos… También te digo que no es del mejor tono aplaudir en el teatro tan estrepitosamente, sobre todo a medianos artistas… Por más que tú creas otra cosa, a juzgar por tu entusiasmo, la Ridaura no hace nada de particular en su parte de Adalgisa… Oye, niño: que vayas a misa al Carmen Descalzo, a las nueve en punto, y procura no estar en la iglesia tan distraído. A la iglesia no se va a mirar a las muchachas, sino a rezar con devoción… – P. D. Cuando se te acabe el dinero, te pones en misa la corbata escocesa, usando la negra para anunciar que lo has recibido».

«Observaciones son estas – decía Hillo radiante de satisfacción – atinadísimas. Mi leal opinión es que no debes ponerte la corbata escocesa sino cuando tengas verdadera necesidad de nuevas remesas de metálico. No hay que abusar, hijo».

La gran sorpresa cayó, como chispa del cielo, una tarde, al volver Méndez de su oficina. Traía un pliego de oficio dirigido a Calpena, y al ponerlo en sus manos, le dijo: «Esta comunicación fue entregada al portero mayor para que indagara las señas. Corrió entre nosotros de mano en mano, hasta que vi el nombre… ¡Qué casualidad! ‘¡Pero si le tengo en mi casa!’. Ábralo usted pronto, que, si no me engaño, es nombramiento».

Calpena se quedó frío de estupor. D. Pedro, como el que sueña despierto, exclamó: «¡Credencial! Será cuando menos de Administrador de Tercias Reales, o de Colector del Noveno y Medias Annatas».

Abierto el pliego, resultó contener un nombramiento de Oficial de la Secretaría de Hacienda, con doce mil reales: firmaba Mendizábal. Un tanto desconcertó a Hillo el ver que la nueva dádiva, parabólicamente arrojada por la mano oculta sobre aquel venturoso mortal, no correspondía, con ser grande, a las hipérboles que soñara la desbocada fantasía del clérigo. Pero reflexionando en ello, no tardó en conformarse y dijo: «Para hacer boca no está mal. Pocos serán los que empiecen así. Papilla de doce mil reales no se da ni a los hijos de los Ministros. Y aquí estoy yo, pretendiendo hace catorce años una triste cátedra con seis mil, sin que hasta la presente… Pero no importa… Con que, hijo, alégrate y toca las castañuelas, que por lo que veo, el mundo es tuyo. Oye: que no pasen dos días sin ir a tomar posesión y a darle las gracias al señor de Mendizábal».

Ni contento ni triste, sino fluctuando entre sus sombrías inquietudes y el gozo retozón de su vanidad halagada, Calpena contestó que no pondría los pies en el Ministerio sin dar antes un paso que su decoro exigía y su ardiente curiosidad reclamaba. Empleó la mañana siguiente en la diligencia de buscar al llamado Edipo, lo que no le fue difícil recorriendo oficinas y retenes policiacos; pero el tal no le dio ninguna luz. No era más que un simple intromedario: llevaba los mensajes sin conocimiento de su procedencia; le llegaban de segunda mano, o sea por órdenes de su inmediato jefe, el Sr. D. Manuel de Azara. Sin pérdida de tiempo echose D. Fernando a buscar a este; solicitó audiencia, que le fue concedida, después de largos plantones, al anochecer del día siguiente, y encontrose frente a un hombre extraordinariamente calvo y con el bigote teñido, que le escuchó benévolo y un tanto malicioso; pero sin dar lumbres. Aseguró que de la credencial no tenía la menor noticia, y que de la remesa de encarguitos, así como de la preparación de aposento, no podía revelar cosa alguna por habérsele impuesto reserva bajo pérdida de destino… «Y francamente – dijo al terminar, – no hay más remedio que defender la plaza como se pueda, mayormente cuando a uno le tienen entre ojos por ser criado a los pechos de D. Tadeo Ignacio Gil… Gracias que Olózaga me considera y está contento de mí… En una palabra, caballerito, no me pregunte usted nada, porque no he de responderle. Precisamente el señor Subdelegado me estima, como he dicho, porque no hay quien me iguale en el don de silencio. Y si me permite usted darle un consejo, le diré que aprenda cosa tan fácil, poniéndose a ello, como es el callar. Lo difícil, señor mío, es callarse cuando a uno le pegan; pero callarse cuando le miman y regalan… ¡qué cosa más fácil! Créame a mí: déjese llevar, déjese querer…».

No muy satisfecho, aunque resignado con la cómoda filosofía del polizonte, se volvió a su casa D. Fernando, y antes de poder contar a Hillo la reciente entrevista, recibieron ambos una nueva sorpresa: carta del misterioso corresponsal, que decía:

«Tontín, aunque Mendizábal recuerda al jovenzuelo que le sirvió de amanuense en el hotel Meurice, en París, no le hables de tal cosa cuando le veas, que le verás. No le pidas audiencia para darle las gracias: él te llamará. Adúlale un poquito, que le gusta, y si trabajases algún día en su despacho particular, no te muestres cansado, aunque te tenga diez o doce horas con la pluma en la mano, que le entusiasman los incansables, como él.

»No faltes el sábado, en el Príncipe, al estreno de Los hijos de Eduardo, traducido de Delavigne por el tuerto Bretón. Dicen que es cosa buena. Y si repiten el Don Álvaro, de Angelito Saavedra, no dejes de ir a verlo. Ya sé que el viernes pasado estuviste en el cuarto de Florencio Romea, donde conociste a Ventura de la Vega. Ándate con tiento en frecuentar cuartos de cómicos: fácilmente pasarás de los cuartos de ellos a los de ellas… y esto no me gusta.

»Con perdón del Sr. Utrilla, la levita verde no te ha quedado bien. Hace unas arruguitas en la espalda, que no aumentarán la fama del primer sastre de Madrid. Que te la vea puesta, y mándasela después para que te la arregle. De paso te encargas un surtout color barquillo, y que te lo hagan pronto, que las noches ya refrescan; pero no tanto que te pidan capa… Los mejores guantes son los de Dubosc, y las mejores camisas las de Fernández, calle del Príncipe. El reloj que tienes, regalo de tu padrino, está pidiendo sucesor. Además de que es feísimo, se atrasa que es un gusto, y así llegas tarde a todas partes. Ya veremos de darle jubilación. Pero no lo vendas ni lo des a nadie: guárdalo siempre como recuerdo de cuando D. Narciso te tiraba de las orejas por no saber los latinajos.

»Bobillo, no te entretengas más de una hora en el Café Nuevo, y mira con quién te juntas, y a qué tertulias te arrimas. Cuidadito con Larra, que tiene más talento que pesa; pero es mordaz y malicioso. Si vuelves al Parnasillo, busca la amistad de Roca de Togores, de Juanito Pezuela y de Donoso Cortés… Con Espronceda y otros tan arrebatados, buenos días y buenas noches, y nada de intimidades… Suscríbete a La Abeja, lee El Español, y hazle la cruz a El Eco del Comercio.

»Adiós. El domingo, a misa de once, en las Niñas de Leganés».

Suspiró Calpena al acabar la lectura, y D. Pedro, echando lumbre por los ojos, dijo: «Ya no me queda duda de que es una dama. ¡Y qué cariñosa ternura, qué purísimo y entrañable afecto!…».

– Lo que yo creo – observó el joven – es que vivo espiado dentro y fuera de casa, pues la desconocida persona que me escribe sabe todos mis pasos, observa las arrugas de mi ropa, y se entera de cuándo se me atrasa el reloj.

– ¿Y qué te importa, tontín? ¿Qué mayor dicha para un joven honesto que tener quien así cariñosamente le vigile, designándole los buenos caminos y apartándole de los atajos peligrosos? Ahora no hay que pensar sino en presentarte en el Ministerio, tomar posesión y ponerte al habla con el grande hombre, con ese gaditano londonense, negociante antes que político, a quien yo tenía entre ojos; pero me va gustando, ya me va gustando. Al darte la credencial demuestra que no es rana… Ya ha olido el hombre que tú vas para personaje; que cuando tengas la edad serás Procurador, Prócer o lo que te dé la real gana, y el muy tuno quiere atraerte con tiempo, llevarte a su lado, hacerte de su partido…

Meditabundo, Calpena no siguió a D. Pedro en sus apreciaciones optimistas. Casi toda la noche la pasó en vela, asaltado de una fiebre inquisitiva, revolviendo en su mente los claros recuerdos de su niñez, busca por allí, husmea por allá, evocando memorias de rostros, frases o reticencias de D. Narciso, o de alguien de su familia; mas en ningún repliegue del pasado vislumbró hilo que le guiara por aquel laberinto en cuyo seno misterioso se ocultaba la verdad. Tampoco Hillo durmió aquella noche con el dulce sueño que su pura conciencia ordinariamente le permitía. Viva excitación cerebral le tuvo en vela, y allí era el lanzarse a un desenfrenado juego de acertijos, admitiendo y desechando hipótesis. «Esto no lo hace más que una madre – se decía. – Y que esa madre es persona de alta posición, no puede menos de admitirse. Bien claro está: riquezas hay; nobleza también. No me falta más que el nombre para llegar a la completa solución del enigma. Luego viene el otro problema: el papá. Por San Dionisio Areopagita, esta sí que es gorda. ¡Dios mío, el padre…! No sé por qué me ha dado en la nariz tufo de sangre real… Sí, sí. Tiene mi Fernandito en toda su persona un sello de majestad, de grandeza de estirpe, que no deja ninguna duda, no señor… Por la fisonomía, nada saco en limpio… Como narigudo, no lo es; ni tiene el labio inferior echado para afuera… Por tanto, no parece…».

Dormido al fin, soñó con las más estrafalarias anagnórisis que es posible imaginar, y al amanecer despertó sobresaltado con una idea, que en su cerebro como ladrón furtivamente se introdujo, hallándose en ese estado neblinoso que separa el dormir del velar. «Ya, ya lo acerté – dijo a media voz incorporándose en la cama. – Es… de Napoleón y de… No será difícil descubrir una Duquesa o Marquesa que…».

Media hora después, camino del Carmen Descalzo, donde celebraba, volvía en sí de aquella aberración, razonando de este modo: «No… porque, bien mirado, no tiene el tipo de los Bonapartes… digo, me parece a mí. Yo no he visto a ningún Bonaparte, como no sea en estampa, porque a Napoleón I, por más que corrimos tras él los muchachos, el día siguiente de la batalla de Astorga, no alcanzamos a verle… no vimos más que un bulto… el bulto de un jinete, a lo lejos, por el camino de Otero… Al Rey Botellas tampoco le eché la vista encima… Sólo por las pinturas se hace uno cargo de la fisonomía de aquellos señores… No, no, esto es un delirio. Ni aun quitándole el bigote al niño, y engordándole mentalmente, encontraríamos el aire de familia… ¡Qué demonio!… esperemos, y Dios lo dirá».

X

Uno de los primeros días de Octubre, a los veinte próximamente de su llegada a la Corte, inauguró Calpena su vida burocrática, presentando su credencial en la Secretaría de Hacienda (plazuela de Ministerios), y tomando posesión de su destino. Tocole de jefe de Sección o Mesa, un D. Eduardo Oliván e Iznardi (no tenía nada que ver con D. Alejandro Oliván, entonces redactor de La Abeja, ni con D. Ángel Iznardi, redactor de El Eco del Comercio). Hechura de D. Luis López Ballesteros, respetado por Cea Bermúdez, y por Toreno, bien agarrado en todos los Gabinetes por sus excelentes relaciones, era un señor bueno como el pan, sencillo como una codorniz, afable, angosto de cerebro, y tan ancho de conciencia burocrática, que en ella cabía, y aun sobraba conciencia, la libertad anchurosísima de sus subordinados. Su llaneza patriarcal parecía olvidar las jerarquías, alternando amigable y democráticamente con los inferiores en la tarea deliciosa de leer El Español, El Eco y La Abeja, fumar cigarrillos, repetir y comentar todo lo que en Madrid se hablaba de política y literatura, echando de vez en cuando una plumada a los expedientes, por vía de distracción, y sin suspender la grata tertulia. Cada cual salía y entraba en aquella bendita oficina a la hora que mejor le cuadraba. Eran cinco los funcionarios, con Calpena seis, repartidos en tres mesas, con la del jefe cuatro, de distinta hechura y edad, si bien todas representaban una antigüedad venerable. Dígase que la tinta era excelente, hecha en la casa; las plumas de ave; los tinteros de cobre, y que sobre las bayetas verdes y los mugrientos hules se extendían los negros polvos de secar, formando en algunos sitios verdaderos arenales. Inauguraba el bueno de Oliván su trabajo cortando plumas, en lo que ponía exquisito cuidado y habilidad, pues su gala era esto y la rúbrica que echaba en las firmas, no menos rasgueada y pintoresca que la de un escribano. Mientras duraba el corte hablaba con los madrugadores, o sea los que recalaban por allí de diez y media a once; les refería incidentes o sucedidos de su familia, gracias y travesuras de sus niños; les oía contar algo de Teatro y Toros, alguna mujeril aventura, y así se pasaba el tiempo hasta las doce, hora en que le traían a Don Eduardo su almuerzo. Sobre las bayetas arenosas extendía una servilleta, y se comía su tortilla de patatas y su chuletita de ternera. Salían y entraban los mozos de café con servicios para el jefe y algunos subalternos, y en tanto, el que no tomaba café, hacía caricaturas; otro escribía versos, y el de la última mesa las cartas a su novia. Luego se trabajaba un poquito, mientras uno leía en voz alta El Español, para que los demás se enterasen. El jefe solía pasarse a la Sección próxima, donde había otro jefe que veía largo en política, y anunciaba con seguro vaticinio todo lo que iba a pasar. Más tarde descansaban, fumando un cigarrillo. D. Eduardo recibía cortésmente a las personas que acudían al despacho de algún asunto, y para hacerles ver la actividad que allí se desplegaba, les ponía ante los ojos rimeros de papeles que debían pasar pronto a la Sección correspondiente, y otros rimeros de papeles que acababan de llegar, después de lo cual les prometía no detener los expedientes más que el tiempo necesario para el concienzudo examen de los mismos. Luego se limpiaba el sudor de la calva, y contaba a sus subalternos lo que el otro jefe de Sección le había dicho: que todo iba muy bien; que la quinta de cien mil hombres daría un resultado maravilloso, y que no había duda de que Istúriz y Galiano apoyarían incondicionalmente al Sr. Mendizábal en el Estamento próximo. No se podían dar las mismas seguridades de López y Caballero, y Toreno y Martínez de la Rosa no saldrían de su pasito moderado. Había, pues, situación Mendizábal para un rato, y se verían realizadas las reformas que el grande hombre había prometido en su famosa exposición a la Reina. Pero la noticia culminante era que la Milicia urbana se reorganizaría, tomando el nombre sonoro y magnífico de Guardia Nacional. «Todo será a estilo de Francia – concluía D. Eduardo; – y lo mejor es que a los milicianos de Madrid y su provincia se nos da carácter de ejército regular, formando con nosotros una división mandada por un Jefe superior, y bajo la inspección de un General… Por eso ha dicho San Miguel que seremos el ángel custodio de las instituciones».

No siempre hablaba de lo mismo, aunque era muy dado a la repetición de conceptos, vicio que los retóricos llaman batología. «¿No saben? Se suprimen las cartas de seguridad, esa rémora, señores, para la gente honrada que tiene que viajar de un punto a otro. Yo soy partidario de que se corten abusos. Los que han viajado por el extranjero nos dicen que estamos en el siglo XV, y francamente, yo quiero pertenecer a mi siglo… Seamos todos de nuestro siglo, entrando por el aro de las grandes reformas… Otra de las buenas noticias es que se suprimen las pruebas de nobleza para ingresar en los establecimientos científicos, ora civiles, ora militares… Realmente, semejante ranciedad era un resabio de la Edad Media. Ábrase la enseñanza para todo el mundo y dese al mérito ancho campo. ¡Abajo la Edad Media!… Créanlo ustedes, en este particular estoy de acuerdo con Caballero y los de El Eco; nada más que en este particular, pues opino, como él, que la demo… cracia, así se dice, la democracia exige que el pueblo se ilustre. Yo soy partidario de la ilustración del pueblo, como soy partidario de que el pueblo sea moral, y de que los empleados trabajen… Mi sistema es: pocos empleados, pocos, pero bien pagados».

Dichas estas cosas, y otras de igual transcendencia y filosofía, el jefe bromeaba un poco con sus subordinados: con éste por si la novia le daba calabazas; con aquél por si era alabardero en los teatros; con el otro por si le sudaban tanto las manos, que toda la arenilla se le quedaba pegada en ellas, y obligaba a la casa a frecuentes reposiciones de aquel material. Luego les recomendaba benévola y paternalmente que no dejasen el papelorio esparcido sobre las mesas, y él mismo daba el ejemplo recogiendo legajos y metiéndolos en una alacena donde tenía botellas vacías o medio llenas, el Diccionario geográfico de Miñano, confundidos sus tomos con los de novelas y viajes, entre estos el de Enrique Walson al país de las Monas. «Yo soy partidario – decía, – de que haya orden en las oficinas, para que el trabajo se haga como Dios manda, y cada cual encuentre lo que necesita para el pronto despacho de los asuntos…». Con esto se aproximaba la hora feliz de poner punto en las faenas del día: los sombreros parecían alegrarse en lo alto de las perchas, viendo próximo el instante de que sus dueños lo cogieran para echarse a la calle. «Vaya, ya es hora, ciudadanos – decía D. Eduardo, atusándose los mechones laterales, y cubriéndose con pausa y solemnidad, como si su calva fuese una cosa sagrada que reclamaba el respeto de la protección sombreril. – Me parece que hemos trabajado bastante. Hasta mañana».

Si la tarde era plácida, se iban de paseo, y si lloviznaba o hacía frío, al café, donde con charla sabrosa de literatura, de política o de cosas mundanas, reducían a polvo el tiempo hasta la hora de cenar. Que Calpena se aburría en la oficina, no hay para qué decirlo. Desde su iniciación burocrática no había hecho más que extender algunos oficios y copiar dos o tres estados de recaudaciones. El jefe le consideraba, presumiendo en él una superioridad aún no bien manifiesta, pero que lo sería pronto; y los compañeros le mostraron afecto y fraternidad, más admirados que envidiosos de su buena ropa. Ya era cosa corriente en las oficinas ver entrar niños bonitos, con sueldos desmesurados, y que no iban más que a cobrar y a distraerse un rato; hijos o sobrinos de personajes, que de este modo arrimaban una o más bocas de la familia a las ubres del presupuesto. Los empleados, que lo eran por oficio y medio de vivir, se habían acostumbrado a la irrupción de señoritos, y alternaban gozosos con ellos, esperando hacer amistades que en su día valieran para el ascenso, o para la reposición en caso de cesantía. En la Sección de Calpena todos los funcionarios eran de peor pelaje que él: alguno pasaba de los cincuenta años y sólo disfrutaba ocho mil reales, vestía ropa vuelta del revés y apenas paseaba, por no romper botas; otros conservaban aún trajes provincianos, estirándolos cuanto podían, y no faltaba quien vistiese regularmente por el sistema económico de no pagar al sastre. Sobre todos descollaba Calpena, no sólo por su elegancia y buena figura, sino por su saber de cosas extranjeras, y su rumbosa generosidad en el pago de cafés y refrescos después de la oficina. Con uno de sus colegas, extremeño, envejecido prematuramente y seco como un esparto, habitante en una casa de huéspedes de ínfima categoría, parroquiano fósil de diferentes cafés, hizo amistades, seducido por la sabrosa erudición que ostentaba en cosas y personas de Madrid. Muchas tardes iba con él al Nuevo, y se le pasaban mansamente las horas oyéndole contar anécdotas que parecían mentira siendo verdades, y embustes que resultaban perfecto simulacro de la verdad. Por Serrano (que así se llamaba) supo Calpena que su jefe, D. Eduardo Oliván, era un hombre desgraciadísimo en su vida doméstica, aunque no conocía, o aparentaba no conocer su propia desgracia. La paz que en su hogar reinaba era la proyección de su mansedumbre, virtud con la cual adquirido había una triste celebridad. Ponderó Serrano la seductora hermosura de la mujer del jefe, y algo dijo también de su familia, muy conocida en Madrid. Se la veía muy a menudo en teatros y paseos, fingiendo una posición que no tenía, alternando con personas cuya riqueza consistía en bienes raíces, o en rentas que estaban a la vista de todo el mundo. Las de aquella buena señora eran un tanto enigmáticas. «Si quiere usted más detalles, pídaselos al hoy General en Jefe del ejercito del Norte, D. Luis Fernández de Córdoba. Los sucesores de este son de menor categoría militar y civil. El último que ha caído en las redes de nuestra jefa es ese capitán de artillería… Escosura, Patricio de la Escosura… ¿No le conoce usted? De seguro que sí. En el Príncipe le tiene usted todas las noches. Es el que retrató Bretón en el D. Martín de la Marcela».

– No sabía que los tres amantes de Marcela fueran retratos.

– Bien se ve que no está usted aún familiarizado con nuestra sociedad… Pues el Don Amadeo es Pezuela, y el D. Agapito el chico de Clemencín.