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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», lehekülg 17

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XXVIII

– Señora – exclamé comprendiendo con rápida penetración sus pensamientos en aquel instante, – no me condene vuecencia sin oírme; no me juzgue ingrato, desleal y mentiroso si tan impensadamente me encuentra aquí.

– ¡De qué indigna manera me has engañado! – repuso con voz turbada por la ira. – Jamás lo creí: yo pensé que tenías en tu baja e innoble alma una chispa del fuego de honor. No: tu abyecta condición se revela en tus actos, y no es posible esperar del miserable pilluelo de las calles sino doblez y maldad. Hipócrita, ¿dónde has aprendido a fingir? ¿Cómo tu despreciable carácter, formado de todas las perfidias y malos intentos, ha podido disimularse con la apariencia de la sencillez honrada y de sentimientos nobles?

– Señora – respondí, – usía me tratará de otro modo cuando sepa qué motivos me han traído aquí.

– No quiero saber nada. ¿Has visto a mi hija? ¿La has hablado?

– Sí señora.

– ¡Oh! No es posible que viéndote haya dejado de comprender qué clase de persona eres. ¿Dónde está Inés? Que venga aquí, y si al ver este pillastre desarrapado que se disfraza de gran señor para llegar hasta ella, si al ver una palpable muestra de tu bajeza y vil condición en esta lastimosa figura de duque magullado y roto se arrastra por el suelo pidiendo misericordia, persiste en creerte digno de un recuerdo, Inés no es lo que yo quiero que sea, no es mi hija, no es de mi sangre.

Y en efecto, yo me arrastraba por el suelo, magullado y roto; y confundido por el anatema de la condesa, imploraba con inconexas palabras que me perdonase, indicando a medias frases los hechos que atenuaban mi falta.

– Señora – exclamé prosternándome hasta tocar con mis labios los pies de Amaranta, – verdad es que he faltado a mi palabra. Arrójeme usía de aquí, entrégueme a los alguaciles, permita que me lleven a la cárcel, al presidio; mándeme matar si gusta, pero no me pida, no, de ningún modo me pida que deje de amar a Inés, porque es pedirme lo imposible y lo que no está en mi mano prometer. Usía me hablará de su casa y de todas las casas. Yo confieso mi pequeñez, yo reconozco que al lado de la grandeza de vuecencia soy como un grano de arena comparado con el tamaño de todo el mundo; yo no soy nadie, yo soy un insensato, un malvado, un miserable y todo lo que usía quiera que sea; pero yo no puedo dejar de amar a Inés. Cuando sus padres la abandonaban yo la amé; cuando estaba sola en el mundo yo fuí su amigo; cuando era pobre yo trabajaba para ella. Creí que su repentino cambio de fortuna la apartaría de mí para siempre; prometí en falso, prometí lo que no podía ni debía cumplir, lo que estaba fuera de mi albedrío; prometí renunciar a lo que siempre ha sido mío, y mi ceguera y mi error han durado hasta esta noche en que la he visto y la he hablado, señora condesa; hasta esta noche en que he comprendido que Inés no puede, no puede de modo alguno resistir el peso abrumador de su nobleza.

Amaranta golpeó mi humillado rostro con sus pies. Sentí las suelas de sus zapatos hiriendo mi cabeza, y los encajes de sus faldas barrieron mi frente. La condesa estaba frenética y cruel en su desbordada ira.

– ¿Qué has dicho? – exclamó. – ¿Que no renuncias?… ¿Sabes que un miserable como tú puede desaparecer del mundo sin que el mundo lo advierta? ¡Despreciable gusano! ¡No te aplasto por compasión y te levantas para insultarme!

– Yo no insulto a usía – dije. – Yo respeto y venero a la que tantos deseos de favorecerme ha manifestado. Vuecencia puede hacerme desaparecer del mundo si gusta; sin duda lo merezco. Yo prometí a usía no verla más y no he cumplido mi palabra; soy un truhán y un miserable. Vine a este palacio sin intención de verla; encontreme solo y una fuerza irresistible, una fiebre que me devoraba lleváronme a su cuarto, donde la vi y nos hablamos largo rato. ¡Oh! ¿Me pide usía que deje de amarla? No puede ser. ¿Me pide usía que no la vea más? Pues haga Su Grandeza de modo que me den la muerte, porque mientras tenga un solo aliento de vida y mientras me quede fuerza para arrastrarme, correré tras ella, la buscaré, penetraré en lo más escondido y subiré a lo más alto, sin ceder en esta persecución hasta que Inés no me diga que se ha concluido la guerra a muerte trabada entre ella y sus nobles parientes.

– ¡Oh! Quiero concluir de una vez – afirmó sin poder contener su agitación; – que venga aquí mi hija; la traeré aquí, te verá delante de mí, y si todavía… No, no puede ser. ¡Dios mío! ¿Qué aberración, qué absurdo es este que presenciamos? Miserable mendigo – añadió volviéndose a mí, – vete. La culpa tiene quien te ha dado más importancia de la que mereces. Inés te desprecia: si has creído otra cosa te equivocas. ¿Por qué no hiciste lo que te mandé? ¿Por qué viniste aquí? Mereces la muerte, sí, la muerte. No soy cruel; pero ¿acaso la vida de un indigno ser, que se perdería en el mundo sin que nadie lo echara de menos, debe estorbar la felicidad de toda una familia, debe estorbar mi reposo y echar por tierra la grandeza de una casa como la mía? No, no puede ser… Vete de aquí; que te lleven, que te arrastren como infame ladrón que eres. Si ella lo siente que lo sienta, si padece que padezca. Así no se puede vivir. Seré inflexible; yo enseñaré a mi hija cuáles son sus deberes; yo le enseñaré el respeto que debe tener a su nombre y me obedecerá, cueste lo que cueste.

– Deje usía – le dije – que la maten los demás; y cuando haya sucumbido a las violencias, a las vejaciones y a la tiranía de sus parientes, quédele a la madre el consuelo de no haber puesto las manos en ella.

– ¿Qué dices? ¿Qué has dicho? – preguntó Amaranta mirándome fijamente y cambiando por completo en un instante de tono, de actitud, de expresión. – ¿Qué has dicho?

– He dicho que usía no debe, que no puede contribuir a matarla.

– ¡A matarla! – exclamó con estupor y como vacilando entre admitir o rechazar aquella idea.

– Sí señora. Bien sabe usía que Inés es muy desgraciada.

Vi entonces cómo se disipaba la ira en el rostro de Amaranta, cómo se aclaraba su semblante, cómo todo aparato de indignación y de biliosidad y de tirantez nerviosa desaparecía, sucediendo a aquella tempestad aplacada una quietud reflexiva en que al instante se sumergió su espíritu, lanzado desde las cimas de la cólera a los abismos de la meditación. Me miró largo rato y yo la miré. Estaba profundamente pensativa. Estaba en poder de uno de esos invasores pensamientos que vienen de repente y ocupan toda el alma y suspenden todas las sensaciones, y envuelven y embargan las facultades todas. Al fin, sin pestañear, sin apartar los ojos de mí, sin hacer movimiento alguno exhaló un profundo suspiro y después dijo:

– Sí, mi hija es muy desgraciada.

No era sin duda la primera vez que a sí misma se decía aquellas palabras.

Sentada en el sofá, apoyó la barba en los dedos pulgar e índice, y el codo en el brazo del asiento, y así estuvo largo espacio de tiempo. Me parece que la estoy mirando. ¡Cuán hermosa y cuán imponente y subyugadora! ¡Digna concha de tal perla! como ha dicho, no por cierto refiriéndose a esta, sino a otra, un gran poeta contemporáneo.

Alzó luego la vista, y me examinó atentamente; ¡pero de qué modo, con cuánto interés me miraba! De sus ojos había desaparecido el rayo de la indignación que antes la hacía tan terrible. Yo no me atrevía a decir nada. Una dulce sensibilidad embargaba mi espíritu.

Amaranta, esclava de su pensamiento, volvió a repetir:

– ¡Oh! sí: mi hija es muy desgraciada, y yo no puedo hacerla feliz.

Dicho esto, me miró con cierta perplejidad. En sus ojos se retrataba una viva compasión hacia mi persona, quizás algún sentimiento más favorable. Al principio creí engañarme, pero mi corazón con su misterioso lenguaje me indicó que habían cambiado de súbito los sentimientos de la condesa respecto a mí. De mi pecho pugnaban por desbordarse los míos.

Acerqueme a ella y me dijo:

– ¿Qué has hablado con Inés? ¿Qué te ha dicho?

No le pude contestar de otro modo que arrojándome de rodillas a sus pies. Pero ella repitió la pregunta intentando con sus manos alzar mi frente que se había adherido con fuerza a sus rodillas.

– Señora – le contesté al fin, – me ha dicho la verdad; me ha dicho que a nadie puede amar más que a mí.

Yo besaba sus manos y la sentí llorar.

Duró poco tiempo aquella situación. Sentimos gran ruido de voces, abriose la puerta y en el dintel apareció la marquesa, terrorífica, abrumadora de cólera y de severidad. Con ella venían el diplomático, D. Diego, el verdadero duque de Arión, algunos criados y soldados de la guardia. Amaranta no dijo nada ni yo tampoco. La actitud en que nos encontraron debió sorprenderles más que la noticia de que había un ladrón en la casa, y estoy seguro de que cada individuo de la familia interpretaba de un modo distinto aquella escena. En cuanto a esto mis lectores verán más adelante algo que les interesará.

Como era opinión general que yo era un ladronzuelo, vino gente de la policía, y cuando Santorcaz penetró en la habitación y ordenó a los suyos que se apoderaran de mí, huyeron con el rápido paso del terror las dos nobles damas. La algazara de aquel momento no me impidió percibir lejanos gritos y alteradas voces de mujer en las cuadras interiores. Un oficial de la guardia francesa, llamado a última hora no sé por quién, echó de palacio de un modo algo despreciativo a alguaciles y alguacilado, tratándonos a todos como a gente de perversa ralea.

XXIX

No tengáis compasión de mí al verme en esta cuerda ignominiosa, enracimado con otros veinte infelices. No somos ladrones, ni asesinos, ni falsificadores; somos patriotas, insurgentes de aquella gran epopeya, y nos llevan a Francia. Felizmente no se cumplió en nosotros aquel consejo del capitán del siglo que decía a su hermano: «ahorcad unos cuantos pillos y esto hará mucho efecto». Por lo que pasó después, se ha venido a conocer que también Álvarez el de Gerona entraba en el número de los pillos. No nos ahorcaron, pues aún vivo para contarlo, y cuando digo que no me tengáis compasión es porque después de preso, la policía no me supuso otra criminalidad que la traición a la causa francesa, y me juzgó bastante castigado con el destierro.

– Bien sé yo que no eres ladrón – me dijo Santorcaz en Madrid, cuando me ponían en la cuerda que estrechaba en cordial apretón las cuarenta manos de los insurgentes; – pero eres un vil soplón y entrometido, a quien es preciso poner a cien leguas de Madrid. Si te dieras a partido y quisieras ser mi amigo, yo te conseguiría un puesto en la policía, con tal que me sirvieses bien en este negocio.

No con palabras, porque no las merecía, sino con una mirada de desprecio le contesté, y estuve después meditando sobre mi suerte, hasta que la cuerda se movió y los cuarenta pies de aquella serpiente humana se pusieron en marcha. Eramos los pillos, que el Gobierno francés, demasiado generoso, no había querido ahorcar, y se nos mandaba a Francia. Con nosotros iba el gran poeta Cienfuegos. Isidoro Máiquez y Sánchez Barbero fueron poco después, aunque no ensartados.

Al dar los primeros pasos miré al que iba a mi derecha, atado su codo al mío. ¡Oh ventura sin igual! Era D. Roque el lector de periódicos.

– ¡Ah, Sr. D. Roque! – le dije, – ¿también habla de esto el Semanario Patriótico?

– ¡Queridísimo Gabriel! Dios nos ha puesto juntos en la desgracia como en la prosperidad. Paciencia y que la Virgen nos deje ver algún día a nuestra inolvidable villa.

– ¿Por qué le destierran a Vd.?

– Hijo, por una calaverada. Cometí la indiscreción de decir en un paraje público que nuestro desgraciado vecino D. Santiago Fernández era un héroe no menos grande que los de la antigüedad y podía compararse a Codro, Leónidas, Horacio Cocles, Mucio Scévola y al mismo Catón por la entereza de su ánimo. ¿No lo crees tú así?

– ¿Murió nuestro amigo?

– Sí, cuando el general Belliard fue a tomar posesión de los Pozos, todos entregaron las armas. D. Santiago continuaba encerrado en el jardín de Bringas. ¿Qué pensarás que hizo? Pues por la mañana al volver de su casa amontonó toda la leña puesta allí para calentarnos. Ya recordarás que también había una gran cantidad de madera vieja de la casa que han derribado en la esquina. Pues con aquellos materiales y la leña hizo un gran parapeto en el rincón del fondo, donde estaba el gallinero vacío, y púsose dentro de su improvisada fortaleza. Derribaron los franceses la puerta del jardín, y cuando vieron aquel monte de madera, de cuyo interior salía una hueca voz diciendo: «Se rendirá Madrid, se rendirán los Pozos, pero el Gran Capitán no se rinde», tuvieron al que tal decía por loco y diéronse a reír. Pero Fernández había puesto dentro una buena cantidad de cartuchos y dale que le das, empieza a hacer fuego por las aberturas y resquicios de su montón de leña. Los franceses que se vieron heridos (y alguno de ellos murió) arremetieron contra el gallinero destruyendo los parapetos de madera vieja. Fernández no cesaba de hacerles fuego desde adentro. Pero cátate que a lo mejor empieza a salir humo, y luego llamas que crecieron rápidamente, y la ronca voz del defensor del gallinero gritaba: ¡Viva España; mueran los franceses y el granuja de Napoleón!

Mandó el oficial que se apartase la madera para sacar a aquel desgraciado, que sin duda excitaba su admiración; pero Fernández gritó de nuevo: – «Se rendirá Madrid, se rendirán los Pozos; pero el Gran Capitán no se rinde», hasta que cesó la voz; y las llamas, extendiéndose vorazmente, destruyéronlo todo. La inmensa hoguera estuvo humeando todo el día. Cuando aquello se acabó buscaron el cuerpo, pero estaba hecho ceniza.

Calló D. Roque, y en el mismo instante el que nos conducía por la Mala de Francia mandó que hiciéramos alto. Al detenernos vimos que por el camino y hacia Chamartín venían algunos coches y gran número de jinetes con deslumbradores uniformes. Era el Emperador que volvía de su visita al palacio de Madrid y caminaba hacia su cuartel. Iba en coche, y al pasar, nuestro guía y los soldados que nos custodiaban mandáronnos que le diéramos vivas. Fue preciso repartir algunos culatazos para que obedeciéramos, y cuando el grande hombre pasó, algunos le saludaron. Sin duda por estas y otras ovaciones de la misma clase escribía con fecha 17 de Diciembre: En las poblaciones por donde paso me manifiestan mucha simpatía y admiración.

– Acabe Vd. de contarme la muerte de nuestro amigo – dije a D. Roque una vez que pasó la procesión.

– Ya no queda nada – repuso, – sino que con toda su grandeza y poder el hombre que acaba de pasar no llega ni con mucho a la inmensa altura del Gran Capitán. Algunos han dicho que nuestro amigo estaba loco; pero ese que ahí va, ¿está en su sano juicio?

FIN

Enero de 1874