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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», lehekülg 2

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III

La cual era aquella misma honrada mansión donde fuí recogido, curado y asistido en mi penosa enfermedad del mes de Mayo, y vea el lector cómo de manos a boca nos encontramos de nuevo en la dulce compañía del Gran Capitán y de su esposa, y en alegre familiaridad con el Sr. de Cuervatón, con D. Roque, con el lañador y respetable familia, con la bordadora en fino y otras personas que si no gozan en la historia de celebridad apropiada a sus méritos y eminentes calidades, tendranla en esta relación, mal que le pese a la ruin envidia, siempre empeñada en rebajar los altos caracteres.

Desde mi vuelta de Andalucía, yo moraba en casa de D. Santiago Fernández. Santorcaz no vivía ya allí, ni tampoco Juan de Dios, ni sus antiguos patronos sabían dónde estaba, pues habiendo salido cierto día de Agosto muy de mañana, hasta la fecha de lo que voy contando, que era por Noviembre, no había vuelto, lo cual hacía decir a doña Gregoria:

– No puede por menos sino que a ese bienaventurado Sr. de Arróiz le ha sucedido alguna desgracia, como no se haya ido al cielo en cuerpo y alma; que para eso estaba.

La casa (y aunque me parece que esto lo saben Vds. no estará de más repetirlo) era de esas que pueden llamarse mapa universal del género humano por ser un edificio compuesto de corredores, donde tenían su puerta numerada multitud de habitaciones pequeñas, para familias pobres. A esto llamaban casas de Tócame Roque, no sé por qué. No lo indagaremos por ahora, y sepan que en aquellos días el que hubiera entrado en casa del Gran Capitán, habría visto a este en el centro de un animado corrillo, donde estábamos hasta ocho personas, todos buenos españoles, e inflamados de patriótico afán por saber cómo iban las cosas de la guerra; habría visto con cuánta diligencia y precipitación acudían unos y otros en cuanto Fernández volvía de la oficina; habría visto cómo amorosamente preparaba doña Gregoria el sahumado brasero, para que no se enfriara la concurrencia; cómo Fernández, golpeando la caja de rapé, tomaba un polvo, sonábase mirando a todos por encima del pañuelo, y luego se apresuraba a satisfacer la sed de su curiosidad en estos términos:

– La cosa va mejor de lo que se creía, y lo de Lerín no fue tan desgraciado como se nos quiso pintar. Señores, hay que poner en cuarentena lo que dicen los papeles impresos, porque losdiaristas no se cuidan más que de sorprender al público con noticiones, y como ninguno de ellos sabe palotada de lo que llamamos el arte de la guerra…

– Pues a mí me han dicho que lo de Lerín fue un desastre muy grande – afirmó D. Roque. – ¡Bah! Si tenemos unos generales… De lo que está pasando tienen ellos la culpa, y bien sabía yo que vendríamos a parar a esto. Pues qué, si esos señores, en vez de estarse en Madrid todo el mes de Setiembre mordiéndose unos a otros; si en vez de estar aquí diciéndose «yo soy mejor que tú» y disputándose el mando de los cuerpos como perros que riñen por un hueso; si en vez de esto, digo, se hubieran marchado al Norte a perseguir al enemigo, ¿estarían los franceses tan envalentonados?

– Tiene razón que le sobra por los tejados el Sr. D. Roque – dijo la mujer del lañador. – Y yo, que no sé de guerra, le decía a mi marido todas las noches cuando nos acostábamos: «Mira, Norberto, los generales, en lugar de estar aquí y en Aranjuez hablando mal unos de otros y revolviéndolo todo con sus envidias y reconcomios, debieran andar por toda esa tierra de Burgos y Rioja persiguiendo al francés. Que si Llamas manda tal tropa; que si ya no la manda Llamas sino Pignatelli; que si Castaños se opone a que venga Cruz; que si Blake quiere ser más que Cuesta y Cuesta más que todos; que si Palafox manda este cuerpo; que si La Peña no quiere mandar el otro… en fin, cuando después de la batalla de Bailén creímos vernos libres de franceses, y emperadores, y reyes de copas, ahora salimos con que por estarse los generales mano sobre mano en Madrid al olorcillo de la corte y de los obsequios y de las fiestas, han dejado que los otros se arreglen bien y tengan dispuesto todo para darnos un susto».

– Ha hablado Vd. como un padre de la Iglesia, señora doña María Antonia – dijo con oficiosa exaltación doña Melchora, la bordadora en fino. – A mis niñas les dije yo eso mismo el mes pasado. ¿No es verdad, Tulita, no es verdad, Rosarito? Sí, señores, esa es la pura verdad; yo voy viendo que desde que empezó la guerra, desde que hubo aquello de venir los franceses y caer Godoy, nadie ha sabido acertar más que nosotras, y cuando anunciábamos lo que iba a pasar, los hombres graves se reían diciendo: «¿Qué entienden las mujeres de guerras, ni de historias?». Pues vean ahora si entendemos.

– Tiene razón doña Melchora – dijo el señor de Cuervatón. – También se reían de mí cuando anuncié lo que iba pasar. Pero, señores; cuando los de arriba pierden la chaveta como ha pasado aquí, a los tontos y a las mujeres corresponde el imperio del buen sentido.

– No obstante – dijo el Gran Capitán, impaciente por poner el peso de su autorizado dictamen en aquella contienda, – aún no se puede hablar mal de esos valientes generales. Yo no les he explicado a Vds. todavía el plan de campaña. Es preciso que Vds. se penetren bien de esto. Las tropas que mandan Blake, Llamas, Castaños y Palafox, colocadas y extendidas desde el Ebro hasta Burgos, forman un gran semicírculo. Vienen los franceses: el semicírculo se cierra convirtiéndose en círculo, y aquí me tienen Vds. a mi emperador cogido en una ratonera.

– Pero en resumidas cuentas, ¿viene o no viene? – preguntó doña Melchora.

– Yo creo que no – dijo el Gran Capitán, echándosela de malicioso. – Y tengo para mí que todo eso que dicen los papeles acerca de lo que Napoleón leyó en el Senado, es pura invención. Como que hay quien dice que Napoleón está muy enfermo de un tumor que le ha salido en el sobaco izquierdo, y que ya le han sacramentado.

– ¿Y Vd. es de los que dan crédito a los mil desatinos que cuentan los patriotas? – exclamó D. Roque levantándose de su asiento. – Aquí creen que se sale del paso contando mentiras y matando de calenturas o alfombrilla a todos nuestros enemigos.

– Y qué, ¿soy hombre para tragar todas las bolas que cuentan diariamente los papeles? – dijo el Gran Capitán sin disimular el desprecio que le merecía la prensa. – Vamos a ver, ¿qué saca Vd. en limpio, Sr. D. Roque, de todas esas hojas que lee día y noche, y que le van a volver loco como al bueno de D. Quijote los libros de caballería?

– Quédese cada uno en su sitio, y no se meta en los trigos ajenos – repuso D. Roque procurando contener su irascibilidad, – que así como yo no me meto jamás en las honduras del arte de la guerra que no entiendo, así debe Vd. respetar las ciencias que no están a su alcance. ¡Qué sería de la sociedad sin papeles públicos! Aquí tengo yo el Semanario Patriótico – añadió sacando un voluminoso legajo de uno de los luengos bolsillos de su levitón, – que es el mejor papel que hasta ahora se ha escrito, y contiene cosas muy lindas, y en todo lo que dice no parece sino que habla por boca de Aristóteles y Platón. Desde que en el primer número vi aquello de La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados, les digo a Vds. francamente que el tal papelito me enamoró. Yo me quito el garbanzo de la boca para ahorrar los 20 reales que me cuesta cada trimestre; y ¿cómo no hacerlo, si este manjar del espíritu es tan necesario a la vida como el alimento del cuerpo? Así es que los miércoles por la noche no duermo y todo es dar vueltas en la cama, pensando en lo que traerá el Semanario al siguiente día. Los jueves son para mí días de delicia, y leyendo mi Semanario olvídaseme el comer y el beber, a más de todas mis penas y tristezas que son muchas. ¡Y cómo trata todas las cuestiones! ¡Y con qué gracia le da a cada uno lo que es suyo! ¡Y qué sal tiene para decirle a la Francia todas sus picardías! ¿Pues y el paralelo que hace entre Bonaparte y Maximiliano Robespierre? No pierde ripio para decir a todos las verdades, y a los españoles les suele sacar los trapitos a la colada, como quien dice. En fin, señores, me entusiasma tanto, que el otro día, no pudiendo satisfacer mi deseo de conocer al autor de tan divino escrito, y averiguado que lo es un tal Manolito Quintana, me fui derecho allá, y abrazándole le dije: «Venga acá el extremo de toda discreción, el resumen de la elocuencia y del buen decir, el dechado de la lengua castellana, el azote de los tiranos, el heraldo del patriotismo y el cisne de los derechos del hombre». A lo cual me contestó que él cumplía con su deber y que agradecía tales alabanzas.

– ¿Toda esa arenga le echó Vd. al buen autor del Semanario Patriótico? – dijo el Gran Capitán. – Pues en verdad digo que si la Junta oyera mis consejos, al punto mandaría suprimir ese y todos los demás papeles. ¿Para qué se quieren papeles?

– Hombre irracional, ¿y cómo se difunden las luces y se propaga la buena doctrina, y se instruye a toda la gente del reino, chicos y grandes? Pues malitas verdades trae el Semanario Patriótico… Como todos dieran en leerlo con tanto fervor como yo, pronto se remediarían los males de la Nación. Y no hay que darle vueltas, señores, lo que este dice es el Evangelio. ¿Quién podrá desmentir aquello de el tirano es un hombre que abusa de las fuerzas de la sociedad para someterla a sus pasiones propias, y así la tiranía no es otra cosa que la injusticia apoyada en la violencia? ¿Qué tal? ¿Pues y dónde me dejan Vds. aquello de los derechos esenciales, sagrados e imprescriptibles que corresponden al hombre, y que le usurpa el pícaro del poder absoluto?… Nada, nada, Sr. D. Santiago, amigo Cuervatón, señoras y señoritas: tengan Vds. presentes estas palabras: «La violencia, la opresión, la credulidad, llegan frecuentemente a adormecer a los pueblos, a fascinar su entendimiento, a quebrantar en ellos los resortes de la naturaleza; pero cuando por favorables circunstancias abren los ojos y oyen la voz de la razón; cuando la necesidad les fuerza a salir de su letargo, entonces ven que los pretendidos derechos de sus tiranos, no son sino efectos de la injusticia, de la fuerza o de la seducción; entonces es cuando las Naciones, acordándose de su dignidad, ven que ellas no se han sometido a la autoridad sino para su bien, y que jamás han podido dar a nadie el derecho irrevocable de hacerlas felices».

IV

Dotado de maravillosa memoria, D. Roque recitaba trozos enteros de lo que había leído en sus papelitos, sin mudar una sílaba. No he conocido varón más sencillo e inofensivo que aquel fogoso lector del Semanario, comerciante que había venido muy a menos y a la sazón, sin negocios, sin familia y con poquísimo dinero, vivía en aquella casa, manteniéndose con su casi invisible renta. Así como el Gran Capitán oyó lo de la opresión y la injusticia, con los razonamientos puestos a continuación, que no entendiera menos, si estuvieran escritos en caldeo, se encaró con su amigo, y burlonamente le dijo:

– ¿Se ha acabado la jerga? Qué lástima que no viniera por aquí el padre Salmón, para que le contestase, y entre los dos se armara una marimorena de distingo acá… distingo allá… necuacua… útiquis… reñega mayora… y otras palabrillas que se usan en las disputas de los tiólogos.

– ¡Teólogos a mí! ¡A mí teólogos y con cascabeles!… ¡Y de la madera del padre Salmón!-exclamó D. Roque guardando el Semanario en el almacén de sus profundas faltriqueras.

– Y ha de venir esta tarde Su Paternidad – dijo agridulcemente la menor de las hijas de doña Melchora, – pues prometió darme una receta para este mal de la barriga que ha diez días tengo.

– Sí que vendrá – añadió la mayor, – pues quedé en pegarle dos botones en el cuello, y él dijo que traería la cinta azul.

– Pronto tendremos aquí a ese reverendo Salmón – añadió doña Gregoria, – y ya tengo echada la llave a la despensa, porque para saqueos bastante tenemos con los de los franceses.

No había concluido estas palabras la discreta esposa de Fernández, cuando se oyó en el patio de la casa gran ruido de voces, entre las cuales descollaba una cencerril, abajetada y bronca, que no era otra sino la de aquel lucero de la Merced, el padre Anastasio José de la Madre de Dios, vulgarmente conocido por padre Salmón; que este era su apellido, y no Salomón como algunos le llamaban sin intención de burla.

– Ahí está, ahí está ese bendito – dijeron en coro las hembras de la reunión. – Gabriel: corre y tráele acá, porque si le cogen por su cuenta las del polvorista… ¡ay, qué pesadas son! Ya están llamándole las escofieteras. Pues no, no ha de venir sino acá.

Salí para impedir que la persona del reverendo fuera secuestrada por cualquiera de las familias que salían a su reclamo por las diversas puertas que se abrían en aquellos largos corredores, y lo primero que vi fue al fraile rodeado de enjambre de chiquillos, los cuales haciendo mil cabriolas y juegos en su derredor, le mostraban según su arte propio, la satisfacción de la casa toda por verle en ella.

– Tomad, piojosos, tomad esas almendras fallidas que para vosotros serán bocado de ángel – les decía el padre. – ¿Ya salió tu padre de la cárcel, Jacintillo? Y por fin ¿llevasteis a vuestra abuela a los Desamparados? Dime, hijo de la Canela, ¿está el oficialillo en el cuarto de tu madre? ¿Con que se os murió la gallina?

Y al mismo tiempo el antepecho del vasto corredor parecía la barandilla de un teatro, pues no había un palmo vacío, sino que allí estaba la vecindad toda, aguardando a que Su Paternidad subiese.

– Venga acá, padre, que este trapalón de mi marido me quiere pegar por celos. Pero di, cabeza jilvanada, ¿no soy la mujer más honrada del mundo?

– Venga acá, padre, y verá qué chocolate le tengo. ¿Pues no me está diciendo la capitana que Su Paternidad le comió ayer todas las magras?

– Venga acá, padre, y suba pronto que ya le apunta el diente a la niña. Míralo allí, cordera, resol, reina del mundo. Mírale, llámale con tu manecita… así, así.

– Venga acá, padre, que ya parió la Zoraida cinco criaturas como cinco estrellas.

– Suba pronto, padrito, que mi abuela pregunta si se le deben dar más friegas.

Y así continuaban llamándole de distintas partes, cada uno según para aquello que le necesitaba y todos con tan cariñosas palabras, que Salmón no sabía a qué sitio volverse, ni a cuáles solicitaciones contestar más pronto; y saludando a un lado y otro como un matador de toros que en medio de la plaza hace cortesías a la redonda, mostró a sus amigos que su corazón no era insensible a tantas bondades. En esto llegué yo y besándole la correa, le dije:

– Doña Melchora y sus niñas, que están en casa del Gran Capitán, me mandan para suplicar a Su Reverencia que tenga la magnanimidad de subir, que allí le aguardan también don Roque, el Sr. de Cuervatón y doña María Antonia.

Pero antes que concluyera, el padre Salmón, con gran sorpresa mía, clavó en mí sus ojos llenos de admiración, y echándome los brazos al cuello, exclamó a gritos:

– Ven acá, portento de la sabiduría, milagro de precocidad, fruta temprana de las humanas letras. ¿Con que ha más de un año que te conozco y hasta hoy mismo he ignorado que eres un gran latino, autor del más famoso poema que han escrito modernas plumas? ¿Con que así te callabas tus méritos, picarón?… A ver, muéstrame pronto ese poema… ¡Quién mehabía de decir, cuando te conocí paje de la González, que bajo la montera de tal gaterilla estaba el cacumen de un Erasmus Rotterodamensis, de un Picus Mirandolanus!

Turbado y confuso le contesté que sin duda Su Paternidad se equivocaba confundiendo mi ignorancia con la sabiduría de algún desconocido de mi mismo nombre, oyendo lo cual, dijo mientras subíamos la escalera:

– No; que lo acabo de saber por el licenciado D. Severo Lobo, el cual te conoció desde el proceso de El Escorial y luego estuvo a punto de empapelarte, cuando el príncipe de la Paz te quiso dar una placita en la interpretación de lenguas. ¿Y tú qué culpa tenías de que el otro te quisiera colocar? Por lo que me han dicho, tu modestia iguala a tus méritos; ¡oh joven! yo he visto la minuta en que Godoy te recomendaba; pero qué guardado te lo tenías, raposilla… ¿Y tú en qué te ocupas? ¿Por qué no pides un hábito; por qué no eres fraile? Yo me encargo de catequizarte. ¿Sabes que he hablado de ti a los padres de la Merced y todos quieren conocerte? A ver si te pasas por allí, rapaz; y ve después de la hora del refectorio. ¿Te gustan las pasas? Además tengo que conferenciar contigo, Horacio Flacco en ciernes y Virgilio en pañales; y como al salir de esta casa se me olvide hablarte (pues ya sabes que soy muy débil de memoria), ¿me lo recuerdas, eh?

A tal punto llegaba, cuando entramos en la sala del Gran Capitán. Levantáronse todos, y después de besarle uno tras otro la correa, diéronle el asiento del centro junto al brasero.

– Aquí está la seda azul – dijo el mercenario dando lo indicado a Tulita.

– Mañana mismo tendrá Su Paternidad arreglado el cuello – contestó la muchacha. – Veamos ahora lo que me manda para este malestar de la barriga, que es tal que yo no lo puedo resistir, y todas las mañanas me dan unas arcadas, unos mareos y bascas tan fuertes, que no me para dentro nada.

– Bendito sea el nombre de Dios – exclamó el padre tomando un polvo de la caja del Gran Capitán. – A fe, doña Melchora, que si esta matutina estrella de su hija de Vd. fuera casada, ya sabríamos el pie de que cojea su estómago; pero no siéndolo, y tratándose ahora de una familia con quien la misma honradez no podría ponerse en parangón, ordeno y mando que con siete palitos del árbol de Santo Domingo, cocidos en baño-maría, por espacio de tres credos rezados con pausa, y por supuesto con devoción, esta niña se quedará como nueva. ¡Qué nueces frescas las de ayer, señora doña Melchora! ¡Qué nueces frescas! Pero dígame, ¿qué santo del cielo le hizo tan rico presente? Yo no sabía que en montes alcarreños, asturianos ni encartados existiesen unas tan hermosas obras de Dios.

– Obsequio fue de un primo mío que es guarda de las dehesas del señor duque de Altamira, en tierra de Cameros, y como, sino de buen salario, el pobrecito disfruta de ojos listos y manos libres, siempre nos manda lo mejor de aquellos castañares y nocedales.

– Así le hicieran canónigo – añadió Salmón. – ¿Y qué noticias, Sr. D. Santiago Fernández?

– No me digan nada, ni me calienten más la cabeza – exclamó el Gran Capitán encubriendo bajo la ficción de un estudiado cansancio el placer que le causaba el ver sacado a plaza un tema tan de su gusto. – Mire Su Paternidad que estoy ya que no doy por mi cuerpo un real. ¡Qué ir y venir! ¡Qué jaleo! ¡Todo el día poniendo nombres en la lista, y haciendo recuento de cartuchos, y examinando armas, y disponiendo, y mandando! Aquellos señores son muy remolones, y todo lo tengo que hacer yo.

– ¿Y resistiremos, si como dicen, se nos viene encima ese monstruo, ese troglodita, ese antropófago, señores, que no se sacia nunca de devorar carne humana?

– ¡Pues no hemos de resistir! – exclamó el Gran Capitán. – ¿Hemos de ser menos que los zaragozanos? Además de que yo creo que no viene.

– Y sabe Dios – dijo doña María Antonia, – si será cierto lo que dicen de que allá en Rusia o Prusia le echaron unos polvitos en el cocido para que reventara.

– Como que hay quien asegura que está sacramentado y que hizo testamento, devolviendo todas las naciones que ha robado y abjurando de sus herejías.

– ¡Oh gente ignorante y crédula! – exclamó de improviso D. Roque, desenvainando su cartapacio de papeles públicos. – ¡Y cómo se conoce la rusticidad de los que atienden más a los dichos y simplezas del vulgo que a la palabra impresa de los hombres doctos! Vean, vean lo que dice ese papel, y no hagan caso de tonterías: «Napoleón se presentó al Senado el 25 del pasado, y dijo que bien pronto pondría sus banderas en las torres de Madrid y en las fortalezas de Lisboa». También cuenta la Gaceta que ciento sesenta mil hombres del ejército grande están sobre la frontera de España, y que el Emperador dijo que antes de fin de año no quedará aquí una sola aldea en insurrección.

– Con que ni una sola aldea… – dijo el fraile. – Pero sabe Dios la intención que llevará el que ha escrito esos papeles. Lo que es por mí, mandaría suprimir todos los que se imprimen en España, pues para envolver especias, mejor es el papel no impreso y limpio como sale de las fábricas.

– ¿Pues eso qué duda tiene? – dijeron a una las dos niñas de doña Melchora.

– Y yo – exclamó como un basilisco don Roque, – mandaría suprimir todos los frailes o les quitaría el hábito, dando a cada uno un fusil para que fueran a limpiar a España de franceses.

– Sin fusil lo hacemos, hermano – dijo Salmón riendo. – Lejos de suprimir frailes, yo los aumentaría en grado máximo, y así la mayor parte de los españoles vivirían gordos y contentos, y no veríamos tanto vagabundo mendigo por esas calles.

– Chúpate esa y vuelve por otra – dijo a D. Roque la menor de las hijas de la bordadora en fino, suponiendo al viejo completamente apabullado bajo el peso de aquellas incontestables razones.

– ¿Con que más todavía? Pues sepa mi señor Salmonete – dijo D. Roque, llevando al último extremo su familiaridad con el fraile, – que ahora se va a reunir la nación en Cortes. ¿No lo quieren creer? ¡Ah! Pues no doy dos maravedises por lo que de Gobierno absoluto hubiere después de la guerra. ¡Abajo los tiranos!-añadió poniéndose en pie y alzando los brazos con endemoniada exaltación. – Y si hay un frailazo chocolatero que me desmienta, alce la voz, y venga delante de mí, que yo le reto a singular polémica, aunque traiga más textos que escribió Pedro Lombardo, y más latines y aforismos y comprobatorias y distingos que han eructado en diez siglos las cátedras salmantinas y complutenses.

– ¿Y cómo había yo de ponerme a disputar con semejante pedazo de acebuche con nudos, más duro que roca? ¿Y de qué valdrían mis argumentos contra la asnal cerrazón de su mollera? – exclamó el padre Salmón levantándose también de su asiento; mas no enfadado ni nervioso, sino riendo a todo reír, pues su humor de mantequillas era tal que no se le vio colérico mas que una sola vez.

– Pues empecemos – dijo D. Roque poniéndose verde.

– Empecemos – añadió Salmón restregándose las manos y haciendo después grotescos gestos, como de quien imita los movimientos de un grave predicador.

– No quisiéramos más para reírnos de don Roque – dijo la mayor o la menor (que esto no lo tengo bien presente) de las hijas de doña Melchora.

– Pero para restaurar nuestras fuerzas, señores y señoras mías – dijo Salmón, – venga ese chocolate, que aquí mi amigo D. Roque dice que no se puede pasar sin él.

– Quien no se puede pasar sin él – contestó el aludido, – es su magnificencia reverendísima, que en llegando a estas horas, como no ponga un puntal al estómago, se cae rendido.

– Pues Vd. lo dice, amigo papelista eminentísimo – contestó Salmón dando otra vez rienda suelta a la risa, – así sea, y venga ese chocolate; y pues es más agradable el goce de una amena tertulia que el disputar, dejémonos de discusiones, y pelillos a la mar, y cada uno piense lo que quiera, y ruede la bola, y viva Fernando VII.

– Es lo más conveniente, toda vez que este D. Roque está chiflado – dijo Fernández, – y un día hemos de verle por esas calles con una Gaceta en cada dedo.

– ¡Pero qué graves y circunspectas están mis niñas! – añadió Salmón dando unas palmaditas en el hombro, no recuerdo bien si de la mayor o de la menor de las hijas de doña Melchora. – Y esos piquitos de oro, ¿por que no echan una canción por todo lo alto, para que se nos alegren los espíritus?

– Bueno, bueno.

Y una de ellas rompió al instante a cantar de esta manera:

 
Con un albañilito
madre, me caso,
porque son de mi gusto
los hombres blancos.
 

– Eso tiene poca gracia – dijo Salmón. – A ver otra.

– Pues allá va la que está de moda:

 
Bonaparte en los infiernos
tiene su silla poltrona,
y a su lado está Godoy
poniéndole la corona.
Sus compañeros
van de dos en dos;
Murat, Solano,
Junot y Dupont.
 

– ¡Bravo, magnífico! Doña Melchora, tiene Vd. dos niñas que envidiaría cualquier princesa. Y qué tal, ¿se gana mucho?

– En estos tiempos, padrito – dijo la madre, – suele caer algún bordado de uniforme; pero ¿dónde se ven aquellos ternos de plata y oro, aquellas estolas, aquella ropa de altar que tanta ganancia nos daban antes de estas malditas guerras? Ya sabe su grandeza que las mejores capas pluviales, las mejores casullas que se han lucido en procesiones, así como las mejores chaquetas toreras que han brillado en plazas y redondeles, pasaron por estas manos. ¡Ay, quién me lo había de decir! ¡La que bordó los calzones que llevaba Pepe-Hillo cuando le cogió aquel enrabiscado toro; la que bordó la capa que llevaba en sus santos hombros el Eminentísimo Cardenal de Lorenzana el día que tomó posesión, está hoy consagrada a miserables letras de cuello de uniforme, y a las dos o tres insignias de consejero, o ropón de Niño Jesús, que caen de peras a higos! ¡Buenos están los tiempos!

– Cuando esto se acabe… – dijo el fraile.

– ¿Cómo, cuando esto se acabe? – gritó de improviso D. Roque interrumpiendo con muy feo gesto a su amigo. – Antes, muy antes de que esto se concluya se reunirá el país en Cortes. ¡Y estos alcornoques no lo quieren creer!

– Que te despeñas, Roque amigo.

– ¿También eso lo dicen los papeles? – preguntó con mucha sorna el Gran Capitán.

– También lo dicen, sí señor. Pues no lo han de decir. Y cómo se me ha de olvidar, si lo sé de memoria y anoche, luego que me acosté, estuve recitando en voz alta aquello de… «Después de tantos años de abatimiento y opresión en que los leales y generosos españoles han sufrido mayores ultrajes y vilipendios que los salvajes africanos, amanecerá el glorioso día en que se reúnan los pueblos por medio de sus representantes para tratar del bien común. Este es el objeto con que se instituyeron las sociedades civiles; no el engrandecimiento de un solo hombre con perjuicio de todos los demás. Reunidas aquellas, es como puede conocerse afondo el estado de una nación, sus recursos, sus necesidades y los medios que deben adoptarse para su bienestar y prosperidad; y donde faltan estas solemnes Asambleas, los monarcas, mal aconsejados, caminarán ciegamente al despotismo, tal vez contra sus buenos deseos».

– ¡Lindísimo sermón! – exclamó el Gran Capitán. – Ayer le contaba a mi compañero en la portería de Cuenta y Razón las extravagancias de mi vecino D. Roque, y me dijo que esto se llamaba el democratismo. ¿Es así, padre?

– Llámese como se quiera – repuso el venerable Salmón, – lo que digo es que este chocolate, que ahora nos trae la señora doña Gregoria, y cuyo olor se adelanta hasta nosotros anunciándonos la nobleza de lo que viene en el cangilón, me parece tal, que sólo podría servírsele semejante al Sumo Pontífice.

– Y a la abadesa de Las Huelgas de Burgos – dijo doña Gregoria; – que ella y el Papa son las dos más altas personas de la cristiandad, y por eso se dice que si el Papa se casara, la única mujer digna de ser su esposa es la tal abadesa de Las Huelgas.

– Así es – añadió Salmón, olvidándose de todo lo que no fuera el cangilón; – y por lo que hace a eso del democratismo, yo le aconsejo a D. Roque que se deje de tonterías y no piense en novedades, pues por ahora que ahora y en muchísimos años para adelante, estamos y estaremos libres de ellas.

– Los españoles guerrean porque no quieren que los manden los franceses – dijo la mayor de las hijas de doña Melchora, – y también para defender los usos y pláticas del reino contra las novelerías que quiere poner aquí Napoleón. Así me lo dice todos los días Paco el plumista, que es sargento de voluntarios.

– Pues a mí me dijo Simplicio Panduro, ese saladísimo paje de D. Gaspar Melchor de Jovellanos – añadió la otra, – que los españoles guerrean por echar a los franceses y por mejorar la mala condición de los reinos, quitando las muchas cosas malas que hay, al modo de lo que dice D. Roque por las noches cuando predica a solas y a oscuras en su cuarto.

Estas dos opiniones dieron pie a una acalorada disputa que no copio porque nada sacarían de ella en limpio mis lectores, toda vez que es público y notorio que en lo que va de siglo, la historia, la grave y cachazuda historia no ha podido dilucidar la cuestión planteada por aquellas dos niñas, y aun hoy andan a la greña eminentes escritores por averiguar si decía verdad la mayor o la menor de las hijas de doña Melchora.

Salmón, consumido su chocolate, dijo:

– Con que, amiguitos, ¿me dan Vds. su venia para retirarme?

– ¿Tan pronto, padre? ¡Que siempre nos ha de tener Vuestra Reverencia con hambre de su compañía!

– Bastante os acompaño, hijitas mías.

– Pues siempre nos sabe a poco.

– Ya sabéis que tenemos en casa desde esta tarde octava misión y solemnes cultos para desagraviar a Jesús Nazareno y a María Santísima, de los sacrílegos insultos que han sufrido en nuestros templos, de los impíos ejércitos franceses, e implorar de la divina misericordia que robustezca y ampare a nuestros soldados y conserve y dirija en todos los negocios a los que nos gobiernan. ¿Pero no lo sabíais, pajaritas volanderas? Por supuesto que no faltaréis el día que me toque predicar.

– Antes faltará la tierra y prados en ella, como dijo el otro.

Ya estaba en pie para retirarse el padre mercenario, cuando el Sr. de Cuervatón, que poco antes había sido llamado de su casa, donde le esperaba una visita, volvió dando voces; y lleno de cólera, que en los ojos con fulminantes rayos le centelleaba, habló así:

– ¡No sé cómo no le ahogo!… ¡Vaya con el lindo currutaco, harto de ajos!… ¡Cuando creí que vendría a pagarme, viene a pedirme más dinero!… ¡Y ahora sale con que su señora mamá es muy rica! Miserable, pringoso, vestido con harapos de príncipe, ¿por qué esa señora no reventó antes que os pariera?

– ¿Qué hay, Sr. de Cuervatón? ¿qué le pasa?

– Que después que me estoy arruinando por favorecer con mi pequeña hacienda a los necesitados, he aquí que un señor condesito de Rumblar o de Barrabás con pintas, me debe más de nueve mil reales, y después de no pagarme ni un céntimo de interés (que no son más de peseta por duro al mes), viene a pedirme más dinero. Canalla, catacaldos: ¿qué me importa que sea noble y que le vayan a caer dos mayorazgos?