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Loe raamatut: «Episodios Nacionales: Zumalacárregui», lehekülg 11

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XXI

– Es ella, es ella – dijo Fago poseído de febril inquietud, levantándose para espaciar su espíritu y respirar fuerte. – Pero, pero…

– ¿Pero qué?… No sabe usted por dónde salir.

– ¿La carta…?

– La mandé a su destino, y por mis vigilantes supe que el señor capellán acudió a la cita.

– Eso no es verdad, como no lo es que yo recibiera tal carta: se lo juro. Tiene usted un servicio de espías detestable. Le han engañado, señor mío.

– Para que vea usted que soy leal y que no quiero cogerle en una trampa – manifestó el Consejero empleando toda su gravedad, – le diré que mis informes sobre el particular no son de los que alejan toda duda. Al punto de cita acudió un hombre de balandrán. No me han asegurado que fuese usted. Bien pudo suceder que la señora Mé citara a varios clérigos para celebrar algún concilio, o junta de rabadanes».

Esta broma no le pareció bien a Fago, que sentándose otra vez dio un golpe en la silla que les separaba, diciendo: «La señora Mé no tiene por qué celebrar concilios, ni es persona capaz de andar en tratos de mala ley, en enredos políticos o militares.

– ¿Qué no? ¿Se atreve usted a decir que no? Pues sepa que esa señora pasó la noche del 14 al 15 de Diciembre en el alojamiento de los ayudantes del General; sepa usted que algunos días antes, el 10 o el 11, estuvo en Los Arcos en compañía del capellán de Gerona, con quien parece ha vivido o vive en gran intimidad. Es indudable que ha pasado de un campamento a otro trayendo y llevando recados. Hay sospechas de que para sus espionajes se disfraza de monja, en compañía de otra mujer, figurando que pertenecen a la Comunidad de Dominicas de Los Arcos, desalojadas por los cristinos… ¿Qué tiene usted que decir? ¿Por qué me pone esa cara de estupor y atontamiento?

– Pongo esta cara porque realmente me siento atontado y estúpido. Paréceme que sueño; que oigo contar cuentos de duendes y trasgos. Yo me vuelvo loco, Sr. Arespacochaga, y no sé si creer o no creer lo que escucho.

– Pues yo, en mi sano juicio, sostengo que esa señora, disfrazada de monja, se ha visto con usted el día antes de Mendaza, quizás el mismo día, y le ha inducido a llevar proposiciones de componenda, quizás de traición al General D. Luis Fernández de Córdoba. Y usted ha visto a Córdoba, no me lo niegue, y usted, antes de venir aquí, ha llevado a Zumalacárregui algún mensaje del jefe cristino, y usted…

– Señor mío – dijo el capellán con acento solemne, dueño de sí, no turbado ni balbuciente, sino con la energía y el aplomo de quien expresa la verdad, y pone la verdad sobre todas las cosas, sin exceptuar la vida; – yo, José Fago, por la Orden sagrada que recibí, ante Dios que ha de juzgarme, ante los hombres a quienes entrego mi vida, juro que estoy inocente de todo delito de traición y espionaje, que no he visto a Córdoba ni a Zumalacárregui, que no he visto a esa mujer a quien suponen ocupada en traer y llevar recados de uno a otro campamento, que todo lo que usted me cuenta es absolutamente desconocido para mí. Y si no es verdad lo que juro, que me mate Dios ahora mismo, y mande mi alma a los infiernos; y si usted no me cree, disponga que me lleven ante un consejo de guerra y me fusilen inmediatamente, pues para nada quiero una vida calumniada. Honrado soy en mi conciencia, y me basta; por eso no temo la muerte; casi la deseo, y matándome se me da la gloria del martirio, que apetezco, que ambiciono».

Esta vez fue Arespacochaga quien palideció, afectado por la actitud arrogantísima del capellán, por su voz entera y vibrante, por el fuego de sus ojos.

«¿Me cree usted o no me cree? – añadió Fago, dando un paso hacia él».

No quiso el Consejero dar su brazo a torcer tan pronto ni declarar el efecto que la solemne manifestación del aragonés le había producido. Dominando su turbación, echó mano de su gravedad, del recurso de las medias palabras que nada dicen, y parecen revelar pensamientos hondos… «Tengamos calma… Yo opino… ¿Cree usted que a mí se me engaña… que no sé distinguir?… Poco a poco. Ya sabe que le aprecio, que le he protegido, que mi mayor gozo es verle triunfante de la calumnia…

– ¿Me cree usted, sí o no?

– Calma, señor capellán… Puede que de esta conferencia salga la certidumbre de que no es usted traidor… Yo la deseo… estoy dispuesto a admitir todas las explicaciones razonables.

– Y hay más – declaró Fago con enérgica resolución y acento firmísimo: – creo que todo eso que a usted le cuentan sus espías y polizontes, es falso. Unos por congraciarse con sus jefes y aparentar servicios ilusorios, otros por la recompensa pecuniaria que se les da, le traen a usted mil embustes y enredos… No hay, no hay, no puede haber tales tratos entre el ejército de la legitimidad y el ejército impío; yo lo niego: le engañan a usted, abusan de su credulidad, Sr. D. Fructuoso.

– ¡Carape!… ahora sí que tengo a usted por un inocente, digno de que le entierren con palma – replicó el Consejero alardeando de hombre agudo, sabedor de secretos gravísimos. – Admito… ya ve usted si le considero… admito que mi capellán no tenga parte alguna en esos enjuagues y componendas… Las manifestaciones que usted acaba de hacerme serían una hipocresía monstruosa si no fuesen verdaderas. Admito su inocencia, Sr. Fago; pero dudar de que existen proyectos contrarios a las grandiosas aspiraciones de nuestro Rey augusto… ¡ah!… eso no, eso no puedo dudarlo; porque en mi mano tengo más de un hilo, que me traerá el ovillo de esta indigna conjura. Todos los servidores de Su Majestad no tienen el mismo grado de fe y entusiasmo. No diré que nos vendan al enemigo, eso no… Pero algunos, o por falta de convicción o por exceso de soberbia, buscan la alianza con determinados personajes cristinos, proponiéndoles concesiones políticas, señor mío; ofreciendo cosas tan absurdas como el otorgamiento de una Constitución prudente, y libertades que no están ni pueden estar en nuestro programa, porque son contrarias al dogma religioso… Total: que se quiere acelerar el triunfo de la causa, por medio de un arreglo en el cual quedarían por el suelo las sagradas prerrogativas de nuestro Soberano… Y yo pregunto: ¿triunfar de ese modo es verdadero triunfo?»

Fago no chistó. Las ideas expresadas por su patrono eran de tal extrañeza y novedad, que no podía, sin mayor detenimiento, admitirlas ni rechazarlas.

«No hablo de traición, no – dijo el Consejero en el tono de quien no quiere manifestar más que una parte de lo que sabe, – porque si ha llegado la hora de las intrigas, no ha llegado, ni quizás llegue, la hora de las traiciones. ¿Me entiende usted? Yo pregunto: ¿las operaciones de nuestro ejército obedecen a un plan conveniente y práctico? Yo creo que no. No se necesita ser estratégico de profesión para comprender que, derrotada la impiedad en Arquijas, nuestros soldados vencedores debieron perseguirla en el camino de Los Arcos, batirla aquí y en Viana, y después acometer sin miedo el paso del Ebro por Logroño, o por Cenicero, si el paso de Cenicero se creía más seguro. ¿Usted qué opina?

– Que por Cenicero.

– Y cuando todos creíamos que Zumalacárregui operaría sobre Los Arcos, nos hablan de una expedicioncita a Guipúzcoa. ¿Para qué? Para coger moscas, para perseguir a las columnas de Espartero, Jáuregui y Carratalá. ¿Usted no piensa como yo que esto es un disparate, y si no un disparate militar, una… ¿cómo diré? un pretexto para ganar tiempo, hasta que se pueda llegar a la pastelada política con Mina o con Córdoba?» Y viendo que Fago, la mirada fija tenazmente en el suelo, no decía nada, le incitó con instancias a manifestar su opinión.

«Creo – dijo al fin el capellán, – y ésta no es opinión técnica, sino de sentido común; creo que no estamos aún en disposición de pasar el Ebro. En Arquijas, según tengo entendido, no se cogió al enemigo ninguna pieza de artillería.

– Ta, ta, ta… siempre el mismo cuento. A eso replico que si no las tomaron, fue porque no quisieron. Mis noticias son que el 5.º de Navarra tuvo los cañones cristinos poco menos que entre las manos.

– Eso no es verdad: lo niego como testigo que fui.

– Los batallones que mandaba Villarreal también pudieron ganar algunas piezas, y no las ganaron.

– Lo dudo».

Callaron ambos, y mientras el Consejero se paseaba, Fago retrotraía su imaginación al día y campo de la refriega de Arquijas, buscando en sus recuerdos la certeza o falsedad de lo que su patrono afirmaba. Nunca había tenido Fago muy alta idea de las dotes intelectuales del Sr. D. Fructuoso, y en aquella ocasión no encontró motivos para rectificar su criterio sobre este punto. Tiempo es de decir que se hallaban en una estancia grandísima de superficie, mas tan baja de techo, que parecía un pajar; indigno alojamiento de funciones políticas y burocráticas, que constituían algo semejante a un Ministerio de nuestros días. El piso de madera ofrecía ondulaciones como las del mar; desnudas de todo adorno estaban las paredes y los muebles eran dos papeleras desvencijadas y una mesa, que más bien parecía mostrador, atestadas de legajos. En una habitación próxima, abuhardillada y polvorienta, trabajaba el individuo que era como la representación sintética de todo el personal del departamento, un pobre chico, acólito en Oñate, donde le ayudaba las misas a Fago, en campaña escribiente, secretario y ayuda de cámara del señor Consejero. Lo mismo le limpiaba las botas que extendía la minuta de un Real decreto. Natural era que viviese con tales estrecheces y privaciones una Corte ambulante, más rica en entusiasmo y fe que en materiales recursos, y en la cual las dependencias de un gobierno embrionario funcionaban difícilmente, corriendo de un pueblo a otro con los archivos en una galera, los tinteros vacíos, y las cabezas más llenas de esperanzas que de sólidas ideas.

En pueblos tan pobres como Artaza, gracias que pudiera alojarse con relativo decoro la Católica Majestad, ocupando los cómodos aposentos de la casa del cura. Los del séquito, reducido en aquel tiempo, por consejo de Zumalacárregui, al personal absolutamente indispensable para el Real servicio, se aposentaban donde podían, no desdeñando los desvanes, graneros y cuadras, cuando no se encontraba cosa mejor. Cien hombres escogidos daban escolta al Cuartel Real, y solían dormir en la sacristía o dependencias de la iglesia, o en la sala del Ayuntamiento, teniendo por cama común el suelo duro y frío. La suerte era que ninguno se quejaba: no hay colchón como la fe.

Antes de proseguir hablando, reconoció el Consejero las dos puertas de la habitación, cerrándolas después cuidadosamente, y ni aun así dio a su voz toda la sonoridad que acostumbraba.

«Dejando a un lado si pudimos o no pudimos tomar piezas, ello es, amigo Fago, que esta desviación de las operaciones hacia Guipúzcoa es un gran desatino. Todas las personas entendidas en asuntos militares lo censuran: el Rey… y le advierto a usted que nuestro augusto Soberano posee un gran conocimiento de las cosas militares… el Rey, digo, no parece muy satisfecho de las disposiciones tomadas últimamente por su Generalísimo. Claro que esto no puede decirse, y yo se lo digo a usted con la mayor reserva…

– Y con toda reserva, pregunto yo: ¿acaso Su Majestad piensa cambiar de General en jefe?»

Al oír esto, volvió D. Fructuoso al examen y revisión de puertas, y con la certidumbre de que nadie le oía, dijo: «Aquí, en confianza, amigo Fago, estamos preparando un Real decreto, por el cual Su Majestad, inflamado en intenso fervor religioso, elige por Generalísima de sus ejércitos…

– ¿A una mujer?

– A la Purísima Concepción, y se pone bajo el amparo de la excelsa Señora, para que dé la victoria a las armas que se esgrimen en defensa de la fe de nuestros padres.

– ¡Oh!… me parece muy bien. Es una nueva muestra de la piedad de este excelso Príncipe… Pero la Virgen no ha de ponerse al frente de las tropas… creo yo, y siempre ha de haber un hombre que desempeñe las funciones del orden práctico y material, en el bien entendido de que si esas funciones no son desempeñadas con criterio y rectitud, de poco valdría, ¡ay!, la tutelar protección de la Reina de los Cielos».

XXII

Tras una pausa en que uno y otro parecían embebecidos en hondísimas meditaciones, prosiguió Fago: «Lo que pregunto a usted es si piensa Su Majestad variar de Generalísimo… terrestre.

– No creo que, por ahora, de eso se trate. Su Majestad, mientras los acontecimientos no prueben que Zumalacárregui va por mal camino, no puede retirar a éste su confianza. El Señor es hombre de gran prudencia y tacto, y toma sus resoluciones después de bien meditadas…

– ¿Hay acaso en el Cuartel Real personas que hayan demostrado o demuestren aptitudes excepcionales para el gobierno de un ejército?

– Acá para inter nos, amigo Fago, la organización de tropas y el llevarlas al combate y a la victoria, previo estudio del terreno en que han de pelear, me parece a mí que no es ciencia tan sublime como algunos creen. Vea usted lo que han tenido de Aníbales o Pompeyos nuestros Generales más afamados. Y no quiero hablarle a usted de los guerrilleros. La mayor parte de ellos ladran… Para mí es cuestión de sentido común y un poco de sangre fría, ni más ni menos. En el Cuartel Real tenemos sujetos de gran conocimiento en estos asuntos, algunos del orden civil.

Cuando el Soberano nos hace el honor de reunirnos en su tertulia, hablamos, discutimos, y haciendo la crítica menuda de las marchas y disposiciones del General, unas veces nos parecen bien, y otras… ¡qué quiere usted que le diga!… nos parecen medianas.

– ¿Y al consejo áulico de Su Majestad no asisten militares? La opinión de éstos me parece muy digna de tomarse en cuenta, y no es esto despreciar el criterio de los señores del orden civil.

– ¿Militares dice usted? Su Majestad tiene a su disposición a más de cuatro que se distinguieron en la guerra de la Independencia y en la campaña realista; hombres de conocimientos, de práctica en la manipulación de tropas, y señalados además por la firmeza y fervor de sus creencias religiosas. Sin ir más lejos, aquí está el Sr. González Moreno, de quien debemos esperar días gloriosos para la causa; persona muy sensata, muy grave, de las que a mí me gustan… ¡pocas palabras, ¿me entiende usted?, una seguridad en el juicio, una entereza en el carácter…! Tenga usted por cierto que con ése no juegan los caballeros constitucionales y masónicos.

– Y ese Sr. González… ¿quién es? Perdone usted mi ignorancia. ¿Con qué hazañas, o siquiera hechos de algún viso, ha ilustrado su nombre?

– Por Dios, amigo Fago, ¿de qué dehesa sale usted? ¿Es de veras que no ha oído nombrar al Sr. González Moreno, el afamado Gobernador militar de Málaga, que en los últimos años de D. Fernando VII descubrió y aniquiló la conspiración de Torrijos y otros corifeos del democratismo, atrayéndolos de Gibraltar a Málaga, y…?

– Ya, ya sé… Si he de hablar con franqueza, Sr. D. Fructuoso de mi alma, esa página histórica no resulta muy gloriosa que digamos… expreso lo que siento… y bien mirado ello es un acto político más que militar.

– Yo le aseguro a usted – afirmó el Consejero enfáticamente, – y puedo probarlo, que el Sr. González Moreno posee en grado altísimo talentos militares, con los cuales emulará, Deo volente, a los caudillos más insignes».

Con estas salidas de tono, expresadas en el lenguaje oficinesco que tan bien manejaba, solía tapar D. Fructuoso las bocas de diversos personajes, amigos o rivales suyos, con quienes comúnmente departía, y que si no le eran inferiores en cacumen, no le llegaban al zancajo en la emisión de conceptos graves, de fácil sonsonete persuasivo. Fingió Fago que se convencía aceptando al Sr. Moreno por un segundo Napoleón, se permitió poner en duda la ciencia militar de los que sahumaban con vano incienso la persona del llamado Rey legítimo.

«Dejemos este asunto del cambio de General – dijo luego D. Fructuoso desarrugando el ceño, – a la autoridad augusta del Soberano, y ocupémonos en lo que es de nuestra humilde incumbencia. Encargado estoy de velar por la seguridad de esta gloriosa Monarquía; a mí me compete el acechar a los enemigos, el buscarles las vueltas y atajarles los pasos. Creo haber, adquirido noticias de grandísimo precio para desbaratar las intrigas de los constitucionales; pero la red es tan espesa, amigo mío, que aún me falta coger muchos de sus hilos. Los que andan sueltos por ahí espero atraparlos con la ayuda de usted.

– ¡Yo! ¿Qué puedo hacer yo, triste de mí?

– Mucho, amigo Fago, mucho. Las dudas que acerca de su lealtad me asaltaron al verle hoy, se han disipado. Creo en su inocencia. Para creer en su adhesión incondicional a la causa, necesito que me preste usted un servicio… ¡ah!, un servicio que no vacilo en llamar eminente.

– Dígamelo pronto, y si es cosa que puedo y sé…

– ¿Que si puede y sabe? No se le exige ciencia militar ni teología dogmática. Ésta no es empresa de guerrero ni de sacerdote.

– ¿Pues de qué?

– De hombre… simplemente de hombre, Sr. Fago. La causa exige de usted en estos momentos que deje a un lado las aptitudes militares, si es que las tiene, y las disposiciones evangélicas, para no ser más que el José Fago vulgar, el de marras.

– No entiendo, Sr. D. Fructuoso; explíquemelo mejor.

– Más claro: necesito que vaya usted en seguimiento de esa mujer, que la rastree, que la persiga, que la encuentre y me la traiga.

– ¿Ésa…?

– Esa Mé… o como quiera que se llame. No se haga usted el tonto. Yo le señalaré un itinerario seguro para encontrarla. Verá usted como no falla, y cobraremos esa hermosa pieza, ya se disfrace de monja dominica, ya de aldeana rústica o ama de cría. Para ganar su confianza y apoderarse de sus secretos empleará usted los medios que crea eficaces, cualesquiera que sean, pues la santidad del fin todo lo justifica y ennoblece. Quiero decir que no sea usted remilgado, pues ésa debe de ser pájara de cuenta… en fin, ¿qué he de decirle, si usted mejor que yo la conoce?

– Sr. D. Fructuoso de mi alma – dijo el capellán con gran consternación, palideciendo. – Yo no puedo desempeñar esa comisión… yo no quiero ni debo ver a esa mujer, a quien conocí y traté más de lo conveniente, en mis tiempos de seglar desalmado y libertino. Mi conciencia me prohíbe avivar el fuego que sofoqué para bien de mi alma… No me lance usted a ese peligro, por Dios; se lo ruego…

– ¡Hombre, qué ridículos escrúpulos!… Yo no le digo a usted que caiga nuevamente en el pecado, ni de eso se trata. Ya sé que habló con un sacerdote. Pero la causa es la causa, y no se la puede servir eficazmente sin algún sacrificio… No pido el sacrificio de la conciencia; basta con el de los actos, basta con una apariencia de… Poniéndome en su caso, entiendo que no me sería difícil conquistar o reconquistar la voluntad de esa hembra, conservando mi conciencia en paz, y ofreciendo a Dios la pureza de mis intenciones y el servicio que presto a la fe, como garantía de la nulidad de algún pecadillo formal que pudiera cometer… formal digo, de forma, per accidens… usted me entiende.

– Dispénseme usted – dijo Fago con grandísima turbación, la frente empapada en sudor frío; – pero yo no puedo, no me determino… Me entra el pánico, señor; ese pánico que me hizo correr en el campo de batalla. No soy dueño de mí, no tengo voluntad.

– Bueno, bueno: tranquílicese, amigo Don José… y piense con calma lo que le propongo, para que pueda darme de hoy a mañana su conformidad».

Trémulo y desconcertado, el capellán se levantó, tendiendo su mano a D. Fructuoso. Quería marcharse, huir, correr. Sentía las ansias del pánico, y no se conceptuaba seguro hasta no poner la mayor distancia posible entre su persona y la del grave Consejero, que era en aquel instante su demonio tentador. Aún quiso éste retenerle, estrechando sus manos abrasadas; pero Fago no podía más, no. Si no escapaba pronto, su temblor se convertiría en ataque epiléptico. Despidiose con palabras balbucientes, y salió de estampía, tropezando en los muebles, haciendo retemblar las hojas de la puerta.

Largo rato vagó por el pueblo, recorriendo de punta a punta su calle única, empinada y fangosa, sin que con el desgaste de la energía muscular se calmase la vivísima agitación que le dominaba. Encontrose uno, dos amigos, y hablando con ellos de cosas en que fijar no podía ni el oído ni la atención, sintió un frío muy intenso, que le hacía dar diente con diente; después un calor que le abrasaba el rostro. Uno de aquellos señores, contador de la Real Intendencia, tomándole el pulso le dijo: «Querido D. José, está usted malo, muy malo; lo mejor que puede hacer es meterse en la cama, si es que la tiene, que en este condenado pueblo no podemos revolvemos los que componemos la Corte. A mí me tiene usted en un pajar, y gracias que me ha tocado una patrona con buenos colchones… Si quiere, y no ha encontrado aún alojamiento, véngase conmigo».

Tan malo se encontraba el buen capellán, que no recordó el ofrecimiento que D. Fructuoso le había hecho de su casa ministerial, y aceptó la invitación del otro sujeto, mejor dicho, se dejó conducir de él. En un camaranchón le metieron, y en el suelo le acostaron, sobre un mediano colchón, con abrigo de mantas y un grueso capote de su amigo. El resto del día y toda la noche pasó con calentura intensísima, inquietud y delirio; al día siguiente parecía mejorado; al tercero dijo el médico que se moría; al cuarto faltó poco para que le dieran el Viático. Una mejoría repentina hizo concebir esperanzas, y al octavo se le declaró fuera de peligro; pero su convalecencia había de ser larga. ¿Cuál era su enfermedad? Tabardillo, fiebre nerviosa, no sé qué. Ni él ni tampoco el médico lo sabían. Lo cierto fue que después de los crueles días de gravedad, se quedó aplanadísimo, como atontado, y sin ganas de vivir. Indiferente a todo, se pasaba los días mirando al techo, bostezando a ratos, y tarareando una monótona canción de los tiempos juveniles, que revivió en su memoria en los críticos días de ardorosa fiebre. Su amigo trataba de distraerle, y le proporcionaba buenos alimentos y aun golosinas para despertarle el apetito; mas nada conseguía. Ni aun el Sr. Arespacochaga, con su conversación grave y sus frases en estilo de cancillería, lograba sacarle de aquel estado de atónica tristeza. Pasó la Navidad, pasó el día de Año Nuevo (1835), y hasta la Epifanía no empezó el hombre a entrar en caja.

Por fin, gracias a Dios, dejó el camastro, y empezando a tomar alimento, recobraba las fuerzas del cuerpo y el vigor del espíritu. Aun después de restablecido conservaba la costumbre de permanecer largo rato mirando al techo, y era que como la estancia no tenía vistas al campo ni a la calle, sino tan sólo a un sombrío corral, el techo hacía las veces de horizonte, y en él vislumbraba el convaleciente las extrañas cosas que, en las vagas lejanías de la naturaleza, recrean nuestra alma más que nuestros ojos.

«Ea, ya estamos bien – dijo Arespacochaga, entrando a verle un día de Enero. – Basta ya de hacer el niño mimoso y el enfermito remolón. A la calle, al campo, y a defender la causa, que para eso vivimos todos. Conviene enterarle de lo ocurrido en este paréntesis de su enfermedad. ¿Qué dice?… ¿que no le importa nada?

– No he dicho tal cosa. Ya sé que nuestro ejército opera en Guipúzcoa.

– Y yo puedo darle a usted noticia de acciones perdidas, de acciones ganadas. La fortuna se muestra ahora variable, caprichosa… Efectos, digo yo, de que no hay plan, o de que el plan obedece a móviles que no son militares. Verá usted. En Villarreal de Zumárraga, doloroso es confesarlo, recibió nuestra gente una soberana paliza: las cosas claras. ¿A quién se le ocurre presentar batalla con cuatro mil hombres a las fuerzas dobles o triples de Espartero y Carratalá?… Este buen señor, este D. Tomás de mis pecados, dicho sea entre nosotros con la mayor reserva, paréceme a mí que ha perdido los papeles. Verdad que se desquitó en Ormáiztegui, por aquello de que es su pueblo natal, y no quiere hacer mal papel ante sus convecinos. En Ormáiztegui, hay que decirlo, quedamos bien, gracias al arrojo de Iturralde y a la pericia de Gómez. Los cristinos salieron con las manos en la cabeza, y a estas horas no se sabe dónde han ido a componerse la descalabradura… ¿Qué me dice usted de todo esto? Parece que le conmueve poco… Veremos si otro asunto le interesa más. Ha de saber el amigo Fago que, en vista de las repugnancias que me manifestó el día de su llegada, he pensado en encargar a otra persona la delicada comisión… ¿Qué, no se acuerda?… ¿Nos hemos quedado sin memoria? ¿Qué significa esa cara de sorpresa y estupefacción?… Más bien creía yo que durante su enfermedad no ha pensado en otra cosa, y que la fiebre le ha tenido en constante lucha con la imagen de…

– Con la imagen… ¿de quién?

– Ello es que la noche en que el pobre Fago estuvo peor, vine aquí… Usted deliraba, y no decía más que Mé, Mé, Mé…

– ¿Mé, decía? Pues mire usted, D. Fructuoso, bien pude pronunciar esa sílaba, porque, en efecto, soñé que la hija de Ulibarri estaba en Zumárraga hablando con nuestro General.

– La mitad de su sueño es cierta; la otra mitad, mentira. En Zumárraga estuvo: noticias fidedignas tengo de ello. Pero no me consta que Zumalacárregui le hiciera el honor de admitirla a conferenciar… He sabido también que pasó por Ormáiztegui… Dos días antes la vieron en Elorrio, donde acampaba Espartero: iba la señora en compañía de un capellán que sirve a los constitucionales, tan pronto en el cuartel de Córdoba como en el de Espartero.

– Paréceme que usted, Sr. D. Fructuoso, sueña más que yo.

– Ya lo veremos. Los sueños no son absolutamente obra de un cerebro desconcertado; los sueños nos ofrecen, en multitud de casos, maravillosas conexiones con la realidad. La Historia sagrada y profana nos dice que por el conducto del sueño se han revelado a ciertos y determinados hombres verdades como puños. Dígame usted, puesto que la vio en Zumárraga: ¿cómo iba vestida?

– De monja.

– ¿Lo ve usted?… Y digan que los sueños son burla de los sentidos. Monja, sí, señor; vestidita de monja, lo que no quiere decir que lo sea. El traje es un artificio o salvoconducto para la conspiración que se trae esa señora, correveidile de una taifa de capellanes masónicos y de carlistas vendidos a la nefanda Constitución. Y no va sola…

– En efecto, no va sola.

– La ha visto usted en compañía de un hato de religiosas expulsadas de Los Arcos, y que andan buscando un convento desmantelado donde meterse.