Loe raamatut: «Misericordia», lehekülg 19

Font:

XXXIX

Dicho lo que antecede, se limpió las lágrimas con mano temblorosa, y pensó en tomar las resoluciones de orden práctico que las circunstancias exigían.

«Dirnos, dirnos—replicó Almudena cogiéndola del brazo.

–¿A dónde?—dijo Nina con aturdimiento—. ¡Ah! lo primero a casa de D. Romualdo».

Y al pronunciar este nombre se quedó un instante lela, enteramente idiota.

–«R'maldo mentira—declaró el ciego.

–Sí, sí, invención mía fue. El que ha llevado tantas riquezas a la señora será otro, algún D. Romualdo de pega… hechura del demonio… No, no, el de pega es el mío… No sé, no sé. Vámonos, Almudena. Pensemos en que tú estás malo, que necesitas pasar la noche bien abrigadito. La señá Juliana, que es la que ahora corta el queso en la casa de mi señora, y todo lo suministra… en buen hora sea… me ha dado este duro. Te llevaré a los palacios de Bernarda, y mañana veremos.

–Mañana, dir nosotros Hierusalaim.

–¿A dónde has dicho? ¿A Jerusalén? ¿Y dónde está eso? ¡Vaya, que querer llevarme a ese punto, como si fuera, un suponer, Jetafe o Carabanchel de Abajo!

Luejos, luejos… tú casar migo y ser tigo migo uno. Dirnos Marsella por caminos pidiendo… En Marsella vapora… pim, pam… Jaffa… ¡Hierusalaim!… Casarnos por arreligión tuya, por arreligión mía… quierer tú… Vedersepolcro; entrar tú S'nagoga rezar Adonai

–Espérate, hijo, ten un poco de calma, y no me marees con las invenciones de tu cabeza deliriosa. Lo primero es que te pongas bueno.

–Mí estar bueno… mí no c'lentura ya… mí contentada. Tú viener migo siempre, por mondo grande, caminas mochas, libertanza, mar, terra, legría mocha

–Muy bonito; pero ahora caigo en la cuenta de que tú y yo tenemos hambre, y entraremos a cenar en cualquier taberna. Si te parece, aquí en la Cava Baja…

Onde quierer tú, yo quierer…».

Cenaron con relativo contento, y Almudena no cesaba de ponderar las delicias de irse juntitos a Jerusalén, pidiendo limosna por tierra y por mar, sin prisa, sin cuidados. Tardarían meses, medio año quizás; pero al fin darían con sus cuerpos en la Palestina, aunque la emprendiesen por la vía terrestre hasta Constantinopla. ¡Pues no había pocos países bonitos que recorrer! Objetaba Nina que ella tenía ya los huesos duros para correría tan larga, y el africano, no sabiendo ya cómo convencerla, le decía: «Ispania terra n'gratitudaCorrer luejos, juyando de n'gratos ellos».

En cuanto cenaron se recogieron en casa de Bernarda, dormitorios de abajo, a dos reales cama. Muy tranquilo estuvo Almudena toda la noche, sin poder coger el sueño, delirando con el viajecito a Jerusalén; y Benina, por ver de calmarle, mostrábase dispuesta a emprender tan larga peregrinación. Inquieto y dolorido, cual si la cama fuera de zarzas punzadoras, Mordejai no hacía más que volverse de un lado para otro, quejándose de ardores en la piel y de picazones molestísimas, las cuales no eran motivadas, dicha sea la verdad, por cosa alguna tocante a la miseria que se combate con polvos insecticidas. Ello provenía quizás de un extraño giro que la fiebre tomaba, y que se manifestó a la mañana siguiente en un rojo sarpullo en brazos y piernas. El infeliz se rascaba con desesperación, y Benina le llevó a la calle, con la esperanza de que el aire libre y el ejercicio le servirían de alivio. Después de vagar pidiendo, por no perder la costumbre, fueron a la calle de San Carlos, y subió Benina a ver a Juliana, que allí le tenía su ropa, y se la dio en un lío, diciéndole que mientras gestionaban para que fuese recogida en la Misericordia, se albergara en cualquier casa barata, con o sin el hombre, aunque mejor le estaba, para su decoro, dejarse de compañía y tratos tan indecentes. Añadió que en cuanto se limpiara bien de toda la inmundicia que había traído del Pardo, podía ir a visitar a Doña Paca, que gozosa la recibiría; pero que no pensase en volver a su lado, porque los hijos se oponían a ello, atentos a que su mamá estuviese bien servida, y suministrada con regularidad. Con todo se mostró conforme la buena mujer, que en ello veía una voluntad superior incontrastable.

No era mala persona Juliana; dominante, eso sí, ávida de mostrar las grandes dotes de gobierno que le había dado Dios, mujer que no soltaba a dos tirones la presa caída en sus manos. Pero no carecía de amor al prójimo, se compadecía de Benina, y habiéndole dicho esta que el moro la esperaba en la calle, quiso verle y juzgarle por sus propios ojos. Que la traza del pobre africano le pareció lastimosa, se conoció en el gesto que hizo, en la cara que puso, y en el acento con que dijo: «Ya le conocía yo a este, de verle pedir en la calle del Duque de Alba. Es buen punto, y muy enamorado. ¿Verdad, Sr. Almudena, que le gustan a usted las chicas?

–Gustar mí B'nina, amri

–Ajajá… Pobre Benina, ¡no se le ha sentado mala mosca! Si lo hace por caridad, de veras digo que es usted una santa.

–El pobrecito está enfermo, y no puede valerse».

Y como el morito, acometido de violentísimas picazones en brazos y pecho, hiciera garras de sus dedos para rascarse con gana, la ribeteadora se acercó para mirarle los brazos, que había desnudado de la manga. «Lo que tiene este hombre—dijo con espanto—es lepra… ¡Jesús, qué lepra, seña Benina! He visto otro caso: un pobre, del Moro también, mendigo él, de Orán él, que pedía en Puerta Cerrada, junto al taller de mi padrastro. Y se puso tan perdido, que no había cristiano que se le acercara, y ni en los santos Hospitales le querían recibir…

«Picar, picar mocha—era lo único que Almudena decía, pasando las uñas desde el hombro a la mano, como se pasaría un peine por la madeja.

Disimulando su asco, por no lastimar a la infeliz pareja, Juliana dijo a Nina: «¡Pues no le ha caído a usted mala incumbencia con este tipo! Mire que esa sarna se pega. Buena se va usted a poner, sí señora; buena, bonita y barata… O es usted más boba que el que asó la manteca, o no sé lo que es usted».

Con miradas no más expresó Nina su lástima del pobre ciego, su decisión de no abandonarle, y su conformidad con todas las calamidades que quisiera enviarle Dios. Y en esto, Antonio Zapata, que a su casa volvía, vio a su mujer en el grupo; llegose a ella presuroso, y enterado de lo que hablaban, aconsejó a Benina que llevara al moro a la consulta de enfermedades dermatológicas en San Juan de Dios.

«Más cuenta le tiene—afirmó Juliana—mandarle para su tierra.

Luejos, luejos—dijo Almudena—. Dir nos Hierusalaim.

–No está mal. 'De Madrid a Jerusalén, o la familia del tío Maroma…'. Bueno, bueno. A otra cosa, mujercita mía, no pegues y escucha. No he podido hacer tus encargos, porque… te digo que no pegues.

–Porque te has ido al billar, granuja… Sube, sube, y ajustaremos cuentas.

–No subo porque tengo que volver a los carros de pateta.

–¿Qué dices, granuja?

–Que no va el carro grande por menos de cuarenta reales, y como me mandaste que no pasase de treinta…

–Tendré yo que verlo. Estos hombres no sirven mas que de estorbo, ¿verdad, Nina?

–Verdad. ¿Y qué es? ¿Se muda la señora?

–Sí, mujer; pero ya no podrá ser hasta mañana, porque este marido tonto que me ha dado Dios, salió antes de las ocho a tomar la casa y avisar el carro, y ya ve usted a qué hora se descuelga por aquí, con todo ese cuajo, sin haber hecho nada.

–Bastante he corrido, chica: A las nueve entraba yo en casa de mamá con el contrato para que lo firmara. Ya ves si ganábamos tiempo. ¿Pero tú sabes el que he perdido con Frasquito Ponte, que nos ha dado una tabarra tremenda? Como que tuvimos que llevarle a su casa Polidura y yo con grandísimo trabajo. ¡Dios, cómo está el hombre, y qué barullo tiene en la cabeza desde el batacazo de ayer!».

Igualmente interesadas Benina y Juliana en la buena o mala suerte del hijo de Algeciras, oyeron atentas lo que Antonio les refirió de las consecuencias funestísimas de la caída del jinete en el camino del Pardo. Cuando le vieron en tierra, despedido por el jaco, pensaron todos que en aquel crítico instante había terminado la existencia mortal del pobre caballero. Pero al levantarle, recobró Frasquito, como quien resucita, el movimiento y la palabra, y asegurando no haber recibido golpe en la cabeza, que era lo más delicado, y palpándose en distintas partes del cráneo, les dijo: «Nada, nada, señores, tóquenme y no hallarán el más ligero chichón». De brazos y piernas, si al principio pareció haber salido con suerte, pues hueso roto seguramente no tenía, a poco de echar a andar cojeaba horrorosamente de la pierna izquierda, efecto, sin duda, del violento choque contra el suelo. Pero lo más extraño fue que, al ser puesto en pie, rompió en una charla incoherente, impetuosa, roja la cara como un tomate, vibrante y entrecortada la lengua. Lleváronle a su casa en coche, creyendo que un reposo absoluto le restablecería; frotáronle todo el cuerpo con árnica, le acostaron, se fueron… Pero el maldito, según les dijo después la patrona, no bien se quedó solo, vistiose precipitadamente, y echándose a la calle se fue a casa de Boto, y allí estuvo hasta muy tarde, metiéndose con todo el mundo, y provocando con destempladas insolencias a los pacíficos parroquianos. Tan contrario era esto al natural plácido de Frasquito, y a su timidez y buena educación, que seguramente había perturbación cerebral grave, por causa del batacazo. No se sabe dónde pasó el resto de la noche: se cree que estuvo alborotando en las calles de Mediodía Grande y Chica. Ello es que a poco de llegar Antonio y Polidura a la casa de Doña Francisca, entró Frasquito muy alborotado, el rostro encendido, brillantes los ojos, y con gran sorpresa y consternación de las señoras, empezó a soltar de su boca, un poco torcida, atroces disparates. Combinando la maña con la fuerza, pudieron sacarle de allí y volverle a su casa, donde le dejaron, encargando a la patrona que le sujetara si podía, y que hiciera por darle de comer. Entre otras tenacidades monomaniacas, tenía la de que su honor le demandaba pedir explicaciones al moro por el inaudito agravio de suponer, de afirmar en público que él, Frasquito, hacía la corte a Benina. Más de veinte veces se arrancó hacia la calle de Mediodía Grande, procurando ver al Sr. de Almudena, decidido a entregarle su tarjeta; pero el africano escurría el bulto y no se dejaba ver por ninguna parte. Claro: se había ido a su tierra, huyendo de la furia de Ponte… pero él estaba decidido a no parar hasta descubrirle, y obligarle a cumplir como caballero, aunque se escondiese en el último rincón del Atlas.

«Si veniergalán bunito—dijo el moro riendo tan estrepitosamente, que los extremos de su boca se le enganchaban en las orejas—, dar mí él patás mochas.

–¡Pobre D. Frasquito… cuitado, alma de Dios!—exclamó Nina cruzando las manos—. Yo me temía que parara en esto…

–¡Valiente estantigua!—dijo la Juliana—. ¿Y a nosotros qué nos importa que ese viejo pintado se chifle o no se chifle? ¿Sabéis lo que os digo? Pues que todo eso proviene de las drogas que se pone en la cara, lo cual que son venenosas y atacan al sentido. Ea, no perdamos el tiempo. Antonio, vuélvete a la calle Imperial, diles que preparen todo, y yo iré al carro a ver si lo arreglo para esta tarde. Nina, vete con Dios, y cuidado no se te pegue… ¿sabes? ¡Ay, hija, se te pegará, por mucho aseo que tengas! ¿Ves? ya empiezas a sufrir las consecuencias del mal paso… por no hacer caso de mí. Doña Paca me dijo que te permitiera ir allá. Quiere verte: ¡pobre señora! Yo le di mi conformidad, y hoy pensaba llevarte conmigo… pero ya no me atrevo, hija, ya no me atrevo. Habiendo de por medio esta pestilencia, no puedes rozarte… Yo había determinado que fueras todos los días a recoger la comida sobrante en casa de la que fue tu ama.

–¿Y ya no…?

–Sí, sí: la comida es tuya… pero… verás lo que debes hacer… te llegas al portal a la hora que yo te fije, y mi prima Hilaria te la bajará y te la dará… acercándose a ti lo menos que pueda… Ya comprendes… cada una tiene su escrúpulo… No todos los estómagos son como el tuyo, Nina, a prueba de bomba… con que…

–Comprendo… señora Juliana. Quédese con Dios».

XL

Las adversidades se estrellaban ya en el corazón de Benina, como las vagas olas en el robusto cantil. Rompíanse con estruendo, se quebraban, se deshacían en blancas espumas, y nada más. Rechazada por la familia que había sustentado en días tristísimos de miseria y dolores sin cuento, no tardó en rehacerse de la profunda turbación que ingratitud tan notoria le produjo; su conciencia le dio inefables consuelos: miró la vida desde la altura en que su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su espíritu se hizo fuerte y grande. Había alcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno material. Mas las satisfacciones íntimas de la victoria no la privaron de su don de gobierno, y atenta a las cosas materiales, acudió, al poco rato de apartarse de Juliana, a resolver lo más urgente en lo que a la vida corporal de ambos se refería. Era indispensable buscar albergue; después trataría de curar a Mordejai de su sarna o lo que fuese, pues abandonarle en tan lastimoso estado no lo haría por nada de este mundo, aunque ella se viera contagiada del asqueroso mal. Dirigiose con él a Santa Casilda, y hallando desocupado el cuartito que antes ocupó el moro con la Petra, lo tomó. Felizmente, la borracha se había ido con Diega a vivir en la Cava de San Miguel, detrás de la Escalerilla. Instalados en aquel escondrijo, que no carecía de comodidades, lo primero que hizo la anciana alcarreña fue traer agua, toda el agua que pudo, y lavarse bien y jabonarse el cuerpo; costumbre antigua en ella, que siempre que podía practicaba en casa de Doña Francisca. Luego se vistió de limpio. El bienestar que el aseo y la frescura daban a su cuerpo, se confundía en cierto modo con el descanso de su conciencia, en la cual también sentía algo como absoluta limpieza y frescor confortante.

Dedicose luego al arreglo de la casa, y con el poquito dinero que tenía hizo su compra, y le preparó a Mordejai una buena comida. Pensaba llevarlo a la consulta al día siguiente, y así se lo dijo, mostrándose el ciego conforme en todo con lo que la voluntad de ella quisiese determinar. Mientras comían, le entretuvo y alentó con esperanzas y palabras dulces, ofreciéndole ir, como él deseaba, a Jerusalén o un poquito más allá, en cuanto recobrara la salud. Mientras no se le quitara el sarpullo, no había que pensar en viajes. Se estarían quietos, él en casa, ella saliendo a pedir sola todos los días para ver de sacar con qué vivir, que seguramente Dios no les dejaría morir de hambre. Tan contento se puso el ciego con el plan concebido y propuesto por su inteligente amiga, y con sus afectuosas expresiones, que rompió a cantar la melopea arábiga que ya le oyó Benina en el vertedero; pero como al huir de la pedrea había perdido el guitarrillo, no pudo acompañarse del son de aquel tosco instrumento. Después propuso a su compañera que echase el sahumerio, y ella lo hizo de buena gana, pues el humazo saneaba y aromatizaba la pobre habitación.

Salieron al día siguiente para la consulta; pero como les designaran para esta una hora de la tarde, entretuvieron la primera mitad del día pordioseando en varias calles, siempre con mucho cuidado de los guindillas, por no caer nuevamente en poder de los que echan el lazo a los mendigos, cual si fueran perros, para llevarlos al depósito, donde como a perros les tratan. Debe decirse que el ingrato proceder de Doña Paca no despertaba en Nina odio ni mala voluntad, y que la conformidad de esta con la ingratitud no le quitaba las ganas de ver a la infeliz señora, a quien entrañablemente quería, como compañera de amarguras en tantos años. Ansiaba verla, aunque fuese de lejos, y llevada de esta querencia, se llegó a la calle de la Lechuga para atisbar a distancia discreta si la familia estaba en vías de mudanza, o se había mudado ya. ¡Qué a tiempo llegó! Hallábase en la puerta el carro, y los mozos metían trastos en él con la bárbara presteza que emplean en esta operación. Desde su atalaya reconoció Benina los muebles decrépitos, derrengados, y no pudo reprimir su emoción al verlos. Eran casi suyos, parte de su existencia, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de sus penas y alegrías; pensaba que si se acercase, los pobres trastos habían de decirle algo, o que llorarían con ella. Pero lo que la impresionó vivamente fue ver salir por el portal a Doña Paca y a Obdulia, con Polidura y Juliana, como si se fueran a la casa nueva, mientras las criadas elegantes se quedaban en la antigua, disponiendo la recogida y transporte de las menudencias, y de toda la morralla casera.

Turbada y confusa, Nina se escondió en un portal, para ver sin ser vista. ¡Qué desmejorada encontró a Doña Francisca! Llevaba un vestido nuevo; pero de tan nefanda hechura, como cortado y cosido de prisa, que parecía la pobre señora vestida de limosna. Cubría su cabeza con un manto, y Obdulia ostentaba un sombrerote con disformes ringorrangos y plumas. Andaba Doña Paca lentamente, la vista fija en el suelo, abrumada, melancólica, como si la llevaran entre guardias civiles. La niña reía, charlando con Polidura. Detrás iba Juliana arreándolos a todos, y mandándoles que fueran de prisa por el camino que les marcaba. No le faltaba más que el palo para parecerse a los que en vísperas de Navidad conducen por las calles las manadas de pavos. ¡Cómo se clareaba el despotismo hasta en sus menores movimientos! Doña Paca era la res humilde que va a donde la llevan, aunque sea al matadero; Juliana el pastor que guía y conduce. Desaparecieron en la Plaza Mayor, por la calle de Botoneras… Benina dio algunos pasos para ver el triste ganado, y cuando lo perdió de vista, se limpió las lágrimas que inundaban su rostro.

«¡Pobre señora mía!—dijo al ciego en cuanto se reunió con él—. La quiero como hermana, porque juntas hemos pasado muchas penas. Yo era todo para ella, y ella todo para mí. Me perdonaba mis faltas, y yo le perdonaba las suyas… ¡Qué triste va, quizás pensando en lo mal que se ha portado con la Nina! Parece que está peor del reúma, por lo que cojea, y su cara es de no haber comido en cuatro días. Yo la traía en palmitas, yo la engañaba con buena sombra, ocultándole nuestra miseria, y poniendo mi cara en vergüenza por darle de comer conforme a lo que era su gusto y costumbre… En fin, lo pasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos, Almudena, vámonos de aquí, y quiera Dios que te pongas bueno pronto para tomar el caminito a Jerusalén, que no me asusta ya por lejos. Andando, andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado sacamos el provecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro sacamos la certeza de que todo es lo mismo, y que las partes del mundo son, un suponer, como el mundo en junto; quiere decirse, que en donde quiera que vivan los hombres, o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia, y dejar que se peleen aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros… Vámonos hacia el Hospital, y no te pongas triste.

–Mí no triste—dijo Almudena—; estar tigo contentado… tú saber como Dios cosas tudas, y yo quirier ti como ángela bunita… Y si no quierer tú casar migo, ser tú madra mía, y yo niño tuyo bunito.

–Bueno, hombre; me parece muy bien.

–Y tú com palmera D'sierto granda, bunita; tú com zucena brancallirio tú… Mí dicier ti amri: alma mía».

Mientras iba la infeliz pareja camino del Hospital, Doña Paca y su séquito, en dirección distinta, se aproximaban a su nueva casa, calle de Orellana: un tercero limpio, con los papeles y estucos nuevecitos, buenas luces, ventilación, cocina excelente, y precio acomodado a las circunstancias. Pareciole muy bien a Doña Francisca, cuando arriba llegó, sofocada de la interminable escalera; y si le parecía mal, cuidaba de no manifestarlo, abdicando en absoluto su voluntad y sus opiniones. El flexible, más que flexible, blanducho carácter de la viuda, se adaptaba al sentir y al pensar de Juliana; y viendo esta que se le metía entre los dedos aquella miga de pan, hacía bolitas con ella. No respiraba Doña Paca sin permiso de la tirana, quien para los más insignificantes actos de la vida, tenía no pocas órdenes que dictar a la infeliz señora. Esta llegó a tenerle un miedo infantil; se sentía miga blanda dentro de la mano de bronce de la ribeteadora, y en verdad que no era sólo miedo, pues con él se mezclaba algo de respeto y admiración.

Descansaba la dama del ajetreo de aquel día, ya metidos todos los muebles, trastos y macetas en la nueva casa, y atacada de una intensísima tristeza que le devoraba el alma, llamó a su tirana para decirle: «No me has explicado bien por el camino lo que hablasteis. ¿Qué historias cuenta Nina de su moro? ¿Es este bien parecido?».

Dio Juliana las explicaciones que su súbdita le pedía, sin herir a Nina ni ponerla en mal lugar, demostrando en esto finísimo tacto.

«Y quedasteis… en que no puede venir a verme, por temor a que nos contagie de esa peste asquerosa. Has hecho bien. Si no es por ti, me vería expuesta, sabe Dios, a que se nos pegara la pestilencia… Quedasteis también en que recogería las sobras de la comida. Pero esto no basta, y yo tendría mucho gusto en señalarle una cantidad, por ejemplo, una peseta diaria. ¿Qué dices?

–Digo que si empezamos con esas bromas, señora Doña Paca, pronto volveremos a Peñaranda. No, no: una peseta es una peseta… Bastante tiene la Nina con dos reales. Así lo he pensado, y si usted dispone otra cosa, yo me lavo las manos.

–Dos reales, dos… tú lo has dicho… y basta, sí. ¿Sabes tú los milagros que hace Nina con media peseta?».

En esto llegó Daniela muy alarmada, diciendo que llamaba a la puerta Frasquito; y Obdulia, que por la mirilla le había visto, opinó que no se abriera, a fin de evitar otro escándalo como el de la calle Imperial. Pero ¿quién le había dicho las señas del nuevo domicilio? Sin duda fue Polidura el soplón, y Juliana hizo juramento de arrancarle una oreja. Ocurrió el contratiempo grave de que mientras Ponte llamaba con nerviosa furia, decidido a romper la campanilla, subió Hilaria de la calle y abrió con el llavín, y ya no fue posible cortar el paso al intruso, que se precipitó dentro, presentándose ante las asustadas señoras con el sombrero metido hasta las orejas, blandiendo el bastón, la ropa en gran detrimento y manchada de tierra y lodo. Se le había torcido la boca, y arrastraba penosamente la pierna derecha.

«Por Dios, Frasquito—le dijo Doña Paca suplicante—, no nos alborote. Está usted malo, y debe meterse en cama».

Y salió también Obdulia declamando enfáticamente: «Frasquito: ¡una persona como usted, tan fina, de buena sociedad, decirnos esas cosas!… Tenga juicio, vuelva en sí.

–Señora y madama—dijo Ponte desencasquetándose el sombrero con gran dificultad—. Caballero soy y me precio de saber tratar con damas elegantes; pero como de aquí ha salido la absurda especie, yo vengo a pedir explicaciones. Mi honor lo exige…

–¿Y qué tenemos que ver nosotras con el honor de usted, so espantajo?—gritó Juliana—. ¡Ea, no es persona decente quien falta a las señoras! El otro día eran para usted emperatrices, y ahora…

–Y ahora—dijo Ponte temblando ante el enérgico acento de Juliana, como caña batida del viento—. Y ahora… yo no falto al respeto a las señoras. Obdulia es una dama; Doña Francisca otra dama. Pero estas señoras damas… me han calumniado, me han herido en mis sentimientos más puros, sosteniendo que yo hice la corte a la Benina… y que la requerí de amores deshonestos, para que por mí y conmigo faltase a la fidelidad que debe al caballero de la Arabia…

–¡Si nosotras no hemos dicho semejante desatino!

–Todo Madrid lo repite… De aquí, de estos salones salió la indigna especie. Me acusan de un infame delito: de haber puesto mis ojos en un ángel, de blancas alas célicas, de pureza inmaculada. Sepan que yo respeto a los ángeles: si Nina fuese criatura mortal, no la habría respetado, porque soy hombre… yo he catado rubias y morenas, casadas, viudas y doncellas, españolas y parisienses, y ninguna me ha resistido, porque me lo merezco… belleza permanente que soy… Pero yo no he seducido ángeles, ni los seduciré… Sépalo usted, Frasquita; sépalo, Obdulia… la Nina no es de este mundo… la Nina pertenece al cielo… Vestida de pobre ha pedido limosna para mantenerlas a ustedes y a mí… y a la mujer que eso hace, yo no la seduzco, yo no puedo seducirla, yo no puedo enamorarla… Mi hermosura es humana, y la de ella divina; mi rostro espléndido es de carne mortal, y el de ella de celeste luz… No, no, no la he seducido, no ha sido mía, es de Dios… Y a usted se lo digo, Curra Juárez, de Ronda; a usted, que ahora no puede moverse, de lo que le pesa en el cuerpo la ingratitud… Yo, porque soy agradecido, soy de pluma, y vuelo… ya lo ve… Usted, por ser ingrata, es de plomo, y se aplasta contra el suelo… ya lo ve…».

Consternadas hija y madre, gritaban pidiendo socorro a los vecinos. Pero Juliana, más valerosa y expeditiva, no pudiendo sufrir con calma los impertinentes desvaríos del desdichado Ponte, se fue hacia él furiosa, le cogió por las solapas, y comiéndoselo con la mirada y la voz le dijo: «Si no se marcha usted pronto de esta casa, so mamarracho, le tiro a usted por el balcón».

Y seguramente lo habría hecho, si la Hilaria y la Daniela no cogieran al pobre hijo de Algeciras, poniéndole en dos tirones fuera de la puerta. Presentáronse los porteros y algunos vecinos, atraídos del alboroto, y al ver reunida tanta gente, salieron las cuatro mujeres al rellano de la escalera para explicar que aquel sujeto había perdido el juicio, trocándose de la más atenta y comedida persona del mundo, en la más importuna y desvergonzada. Bajó Frasquito renqueando hasta la meseta próxima: allí se paró, mirando para arriba, y dijo: «Ingrata, ingrrr…». Quiso concluir la palabra, y una violenta contorsión denunció la inutilidad de sus esfuerzos. De su boca no salió más que un bramido ronco, como si mano invisible le estrangulara. Vieron todos que se le descomponían horrorosamente las facciones, los ojos se le salían del casco, la boca se aproximaba a una de las orejas… Alzó los brazos, exhaló un ¡ay! angustioso, y se desplomó de golpe. A la caída de su cuerpo se estremeció de arriba abajo toda la endeble escalera.

Subiéronle entre cuatro a la casa para prestarle socorro, que ya no necesitaba el infeliz. Reconociole Juliana, y secamente dijo: «Está más muerto que mi abuelo».