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Berta Dávila

Berta Dávila es una de las autoras gallegas más reconocidas y aclamadas en los últimos años por público y crítica. Nacida en Santiago de Compostela en 1987, ha desarrollado su talento tanto en poesía como en narrativa, ganando multitud de premios que no sabemos si nos van a caber aquí, pero vamos a probar…

En poesía ha publicado Corpo Baleiro (2007, Espiral Maior), Dentro (2008, Ed. Fervenza) y Raíz de Fenda (2013, Edicions Xerais) con el que obtuvo el Premio de Poesía Johán Carballeira do Concello de Bueu, el Premio de la AELG al mejor libro de poemas y el Premio de la Crítica española en lengua gallega.

En narrativa no se queda atrás: Bailarei sobre a túa tumba (2008, Ed. Biblos) ganó el Premio Biblos de novela para menores de 25 años; A arte do fracaso (2010, Ed. Barbantesa) no ganó ningún premio, pero fue traducido al japonés que es más difícil todavía; con O derradeiro libro de Emma Olsen (2013, Editorial Galaxia) obtuvo el Premio de la Asociación Gallega de Editores al mejor libro de ficción, el Premio de Narrativa Breve Repsol y el Premio Guillermo de Baskerville al mejor libro independiente del año; Carrusel (el libro que tienes entre tus manos), publicado originalmente en 2019 en gallego por Editorial Galaxia, obtuvo el Premio de Novela Manuel García Barros y de nuevo el Premio de la Crítica española en lengua gallega. Por último, en 2020 ha vuelto a ganar el Premio de Narrativa Breve Repsol con Illa Decepción (2020, Editorial Galaxia).


Tambiénhahechoposibleestelibro

Marina Fernández

Marina es licenciada en Bellas Artes en la especialidad de grabado y trabaja como ilustradora en Sevilla. Ha colaborado con medios como Kiblind Magazine, el Salto diario, Inland Campoadentro o El Topo.

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Título original: Carrusel © Editorial Galaxia, 2019

Primera edición: enero de 2021


Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del

Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Traducción: Berta Dávila

Corrección y maquetación: Editorial Barrett

© del texto: Berta Dávila

© foto de la biografía: Distrito Xermar

© de la traducción: Berta Dávila

© de la ilustración de cubierta: Marina Fernández

© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Belén García | comunicacion@editorialbarrett.org

ISBN: 978-84-18690-01-3

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

A Darío, en herencia.

And the seasons, they go round and round

And the painted ponies go up and down

We're captive on the carousel of time

We can't return, we can only look

Behind, from where we came

And go round and round and round, in the circle game

Joni Mitchell

The Circle Game


Durante muchos meses, me levanté temprano cada día para no escribir nada. Después tío Carlos murió y yo pensé que necesitaba buscar el principio de todo esto. Así que he vuelto a este cuarto de hotel. Esperaba encontrarlo igual a como lo había dejado aquella vez. No ha sido así, pero sí continúa aquí la misma colcha estampada con barcos azules, aunque doce años después ese azul aparezca desleído por el sol, sobre todo en la parte de la cama que se enfrenta con la ventana, donde Natalia dormía la semana que pasé con ella aquí en Faro. Acariciando con el dedo esos barcos azules, pequeños puntos desperdigados en la tela, puedo trazar constelaciones. Casi todas tienen la forma involuntaria que imagino debe tener esta nostalgia.

Tampoco he conseguido escribir de nuevo pero, a pesar de todo, he podido dormir hasta tarde por primera vez en mucho tiempo y cuando desperté tomé algunas decisiones importantes sobre la novela que me ocupa. Esa ha sido la cosecha de este viaje: después de desayunar regresaré a Lisboa, donde me quedaré unos días visitando librerías y cafés, y ultimando estas páginas, que se demoran demasiado.

Una escritora que no escribe nunca es una tierra estéril. Una escritora que no escribe se parece a la mujer que observa un campo de maíz seco, resignada a ver cómo todo se pudre después de las primeras lluvias de octubre. Aunque no haya nada que recoger, las dos saben que es necesario segar igualmente. En cualquier caso, conviene escoger: o segar eso que ocupa el lugar en el que algo diferente debería nacer o tratar de olvidar el territorio donde antes sembrábamos y abandonar para siempre la labor ingrata de depositar en él la palabra escrita. Siempre es posible quemar la tierra labrada y marcharse sin mirar atrás.

Nunca he metido las manos en otra tierra que no fuese el idioma, pero en ellas hay surcos que hablan del tiempo y de la humedad, surcos de familia, porque las arrugas prematuras de mis manos son idénticas a las de mi madre y a las de mi abuela.

Cuando era adolescente, una mujer de sonrisa abierta y falda de estampado imposible me convenció para leerme el futuro en la palma de la mano derecha a cambio de una moneda. Me dijo que siempre sería desgraciada. Lo anunció sin condescendencia, como si fuese un destino igual a otros en dignidad y afán y resultase conveniente asumirlo como una vocación. No hice caso. Eso lo aprendí de mi tío Carlos: nunca hago caso de las advertencias importantes.

Algunos años después me enseñaron a hacer sombras chinas con las mismas manos que uso para escribir y para acordarme de las predicciones incómodas. Ahora observo la oscuridad con los ojos muy abiertos y con la voluntad de segar con ellas las sombras que nacen y terminan aquí.

La mayor parte de las historias son una suma de trazos de luz y de sombra. Una gota de pintura alejada de las demás no significa nada, hay que mirarlas todas de lejos para entender: ahí el nenúfar, ahí un jardín, ahí una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte. Pero hay otro tipo de historias más difíciles de contar, que empiezan y terminan en cada trazo del pincel. Esas historias hay que escribirlas con pulso de miniaturista y necesitan ser leídas con pupilas miopes, atendiendo a cada punto. En ese tipo de historias lo que más importa es el detalle, lo único que importa es el detalle, realmente.

Como en un álbum de sellos de colección, no es sencillo saber cómo ha llegado allí cada uno de los ejemplares ni cuántos son precisos para que signifiquen algo para los demás, pero todos han recorrido un camino de casualidades para conseguir el emplazamiento donde están, y podrían extraviarse fácilmente para comenzar un viaje nuevo. El coleccionista serio sabe cuáles especímenes debe dejar marchar y sabe cuál es la importancia exacta de cada uno, pero rara vez los entrega si no es para recibir algo a cambio. Ese es, a un tiempo, el mecanismo y el sentido del juego. Y es también así como toda colección se convierte en un animal cruel y cambiante, igual que una novela. Igual que esta novela.

Mi amiga Natalia coleccionaba infinidad de cosas de niña, pero de adulta limitó la costumbre solamente a objetos singulares. Coleccionar es un talento. Tenía una caja en la que guardaba cosas extraviadas por sus dueños. Sobre todo pequeños objetos personales. Cuando alguien perdía un pendiente, le pedía si podía darle a ella el que quedaba, la pareja del pendiente perdido, inservible desde una perspectiva ortodoxa. Muchos años después de que ella la iniciara, escribí una pequeña serie de poemas sobre aquella colección, y sobre la idea de que alguien que te entrega un pendiente porque ha perdido el otro que completa la pareja es alguien que ha renunciado en algún punto a encontrar lo perdido.

 

Me parece que nada de lo que yo guardo puede llamarse colección. Me deshago con solvencia de los objetos, incluso de los que en algún tiempo fueron queridos, y siempre significan cosas para mí de manera individual, no en grupos. Mi tendencia es la selección y el descarte rápido: en un conjunto de objetos, habitualmente reparo en los que sobran. También con las palabras. Supongo que por eso no escribo novelas largas.

Tuve series de tebeos y de libros juveniles de niña que sufrieron una criba estricta en la última mudanza atendiendo a la calidad literaria y no al valor sentimental. No me apego fácilmente a nada. Estoy acostumbrada a perder lo que amo con frecuencia. La escritura es algo así, parecido a desprenderse, tal vez.

Durante mi infancia pasábamos el verano en una casa que mis abuelos tienen frente al mar y leo allí tebeos con frecuencia. Mi tío guarda en una caja llena de polvo y humedad los más típicos en su generación. Esa manera de guardarlos escenifica su condición de lecturas de segunda clase. Devoro las aventuras de Astérix, que son mis favoritas. En una ocasión le pregunto a mi padre por qué los romanos pierden siempre al final de cada aventura y él me explica algunas cosas que ya no recuerdo bien, pero dice algo que habrá de removerme la cabeza hasta este mismo momento en el que escribo. Argumenta que el Imperio romano cayó porque no fueron capaces de inventar el número cero. Estamos sentados donde la arena mojada se junta con la arena seca, escuchando batir las olas, coge una concha entre sus dedos y traza con ella una cruz en el suelo, un eje cartesiano. Los números son lugares, dice. El número cero también. Me explica la recta numérica y yo entiendo que las cosas que designamos ocupan siempre e inevitablemente un espacio, incluidas las ideas.

El valor posicional de los números, la importancia de expresar a través de un signo que en un espacio concreto no hay nada, parece fundamental. Decir el vacío, nombrarlo, ponerlo en signo, es tender sobre el suelo una marca sobre la que segar más tarde. Yo me acuesto algunas veces en la playa de mi infancia y extiendo las piernas de manera perpendicular a la línea del horizonte, formando con las dos un eje. Escribo un poema sobre eso que formará parte de mi último libro de poemas. Encuentro así consuelo, representación.

Los árabes inventaron el cero. Escribo ahora desde ese número, desde nadie, desde nada. No sumo en absoluto. Mi psiquiatra me pregunta en la última de las consultas cuánta desgana me invade del cero al diez, siendo cero ninguna desgana y siendo diez no tener aliento para levantarme de la cama. Quiero explicarle que hay rectas que se estiran de maneras impensables por debajo del cero y más allá del diez, y que de cada punto nacen puntos infinitos que hacen imposibles las categorías absolutas. Me recomienda que haga deporte a diario, así que comienzo un curso para aprender a nadar. Algunas semanas más tarde estar debajo del agua es mi único propósito. El monitor del curso es joven y animoso. Si te desorientas sigue la línea recta del fondo, dice.

La carretera que corre paralela al océano atlántico, desde Lisboa hasta mi casa en Santiago de Compostela, es el eje vertical que me atraviesa. Es el lugar donde me busco.

Lisboa, 5 de diciembre de 2018


En las matemáticas, como en la noche, pueden nacer intuiciones que sobrepasan las palabras escritas. Es imposible perseguirlas con el lenguaje, son laberintos de caminos cruzados que desaparecen detrás de los pasos que los recorren. Tío Carlos fue quien me enseñó a convivir con la noche, con las intuiciones y con las palabras. De él aprendí también a amar las matemáticas como una forma de misterio. A pesar de ello, él nunca llegó a saber convivir con casi nada.

Supongo que toda convivencia propone un baile de renuncias y sé que la vida entera de tío Carlos es una deserción permanente en la que no tienen cabida los abandonos voluntarios. El día de mi séptimo cumpleaños me regaló un elefante blanco de trapo. «Le tengo miedo», le dije. «Yo también», contestó. Aún lo conservo, lo guardo en una caja donde convive con otros recuerdos y fotografías de cuando era niña. Lo he colocado sobre una columna de libros que ocupa sin permiso el suelo, junto a la mesa en la que escribo estas líneas, las primeras en muchos meses. Ya no le tengo miedo.

En la misma caja de zapatos donde el elefante blanco de tío Carlos durmió durante todos estos años, encuentro una fotografía singular. En el margen izquierdo hay un dedo que cubre parcialmente el objetivo de la cámara y en el resto de la imagen no se ve nada más que una negrura inquietante. Recuerdo el momento exacto en el que saqué la foto, con una cámara de un solo uso que Natalia y yo habíamos comprado en un área de servicio de la carretera que conecta Lisboa y Faro algunas horas antes.

Estoy mirando la noche a su lado en la terraza de un apartamento vacacional. En la barandilla de aluminio donde ella apoya los tobillos hay una marca de óxido con forma de árbol. Hay también una luz naranja de farolas, un ruido de mar y tráfico que viene de la avenida principal y un grupo de mujeres con abanicos que vocean por la acera del paseo marítimo. Saco la primera foto del carrete tratando de probar cómo funciona la cámara. Me doy cuenta de que no quiero enfocar nada de lo visible, y disparo contra la noche. La fotografía la recoge para siempre.

La distancia entre una estrella y otra, entre aquí y allí, me parece inconcebible. Aquí la luz eléctrica, el óxido, los abanicos, la cámara de cartón, el aire estancado. Allí un punto de luz turbador. Me asustan las magnitudes que imagino. Tengo miedo, desde que era una niña, de quedarme suspendida a la deriva en el espacio exterior, fuera de órbita. Tengo miedo de muchas cosas. Si cierro los ojos soy capaz de sentir ahora mismo en el estómago la ingravidez de la oscuridad, que es la misma que la de la serie numérica.

Dentro de ella están esparcidos los números perfectos, que son aquellos resultado de la suma de sus divisores naturales, exceptuando el propio número. El primero de ellos es el número seis. El número seis es divisible entre tres, dos y uno. La suma de los tres es él mismo: un número perfecto. El siguiente es el veintiocho y el siguiente el cuatrocientos noventa y seis. Se conocen cuarenta y nueve números perfectos y, entre los treinta primeros millones de números, solo existen cuatro. La distancia entre un número perfecto y el siguiente se expande cada vez más, igual que el universo mismo. Se relacionan íntimamente como rarezas de una serie no se sabe si finita o infinita.

Le hablo a Natalia de mi fascinación por la teoría de números. Ella se echa a reír y entra en la habitación. Me conoce bien. Hemos compartido todo lo que importa desde la escuela primaria y nos queremos sin fisuras. Tenemos el tipo de amistad que se convierte en una alianza para la vida. No siempre nos comprendemos pero, como los pilares de un puente, mantenernos en pie una a la otra ya forma parte de quién somos. Me gusta que las dos seamos insomnes, aunque algunas veces sea para compartir silencios.

Natalia me lanza una toalla desde dentro de la habitación para cubrirme las piernas y vuelve con dos latas de cerveza. Yo me cobijo como puedo en la tumbona de plástico y, señalando con el dedo a la oscuridad, le pregunto: ¿Ves esa luz? Asiente. Es un planeta, digo. Ella cierra los ojos. Cuando está triste, habla poco. Mirando la noche a su lado experimento una sensación de irrealidad por primera vez. La primera de muchas. Natalia y yo somos en ese momento dos números perfectos.

Pasamos las mañanas en la piscina del apartahotel y Natalia se sumerge hasta el fondo de la parte alta. Lleva un biquini que tiene un estampado tropical de palmeras y pájaros exóticos. Yo nunca me atrevería a llevar algo así. Observo cómo cambian de color los azulejos de la piscina conforme pasan las horas. Sentada en el borde, con los pies metidos en el agua, leo una novela que apenas me interesa y, sin querer, me caigo en el recuerdo del cuarto de baño de la casa en la que crecí. Veo a mi padre persiguiendo con un tubo de silicona blanca las juntas de las baldosas de las paredes y del suelo. Me recuerdo también, al final de cada día, a la hora del baño, jugando con los ojos a imaginar que la bañera y la habitación entera desaparecen, y que solo quedan sostenidos en el aire los trazos de silicona, como una tela de araña que me contiene, blanquísima, un entramado de líneas perpendiculares y paralelas trazadas con la minucia de papá. Creo que esa es la primera idea de perfección que cobijo dentro de mí.

Casi todas las ideas de perfección que tengo están vinculadas a mi padre, supongo que por una suerte de sesgo infantil con el que aún miro el mundo que me rodea. Cuando encuentro súbitamente ese tipo de ejecución modélica en un objeto o en un lugar, viene a mi cabeza la precisión matemática de papá para las tareas manuales y también su caligrafía inclinada, en la que cada letra da comienzo a una diagonal invisible capaz de estirarse precisa hasta el final de la hoja de papel.

Igual ocurre en la música. Mi primera convivencia con la música forma también una simbiosis con la idea de perfección y de misterio matemático. Yo tengo más o menos la edad que mi hijo tiene ahora y escucho repetir a mi padre, cada mañana, una pieza de guitarra clásica con insistencia, hasta que todos los compases suenan impecables. Luego vuelve a empezar. Si comete un fallo mínimo, reitera de forma individual el compás equivocado una y otra vez, de manera que acaba por perderse el hilo de la música y las notas, una tras otra, parecen solamente una construcción algorítmica.

La diferencia única entre la música y las matemáticas es el hilo, la narrativa. La música quiere tender un hilo, las matemáticas trazan una línea recta sin principio ni fin. Es probablemente ahí donde nace mi devoción futura por las cajas de música. Carecen totalmente de narrativa pero están llenas de encanto. Me pregunto qué proporción de matemática y cuánto de literatura las convierte en objetos exquisitos.

En una ocasión, mi padre y tío Carlos tienen una conversación telefónica en la que se obstinan en debatir los enigmas de la alta aritmética. Hablan de los números primos, y de los números primos gemelos. Yo veo dibujos animados en la televisión mientras atiendo de refilón a la conversación, indescifrable. Termina claudicando papá, como siempre, y más tarde recuerdan algunas anécdotas mil veces contadas de los años de la facultad de matemáticas en la que se conocieron los dos, y mi padre le dice que mamá y yo estamos bien y le relata las eventualidades de nuestra vida diaria.

Luego pone el auricular cerca de mí para que hable con el tío y le dé un beso a través del teléfono. Papá, y también yo a estas alturas, sabemos que tío Carlos es incapaz de interesarse por esas cosas, pero interpretamos el ritual a la perfección, igual que cuando él repite y yo escucho los compases imperfectos de la pieza de guitarra, atendiendo un protocolo tácito.

Desconozco qué tipo de números somos tío Carlos y yo, pero hubo un tiempo en el que me gustaba pensar que los dos éramos números primos gemelos. Comprendo que no es así. Los números primos gemelos tienen la cualidad de estar separados por la mínima distancia, que es, sin embargo, igualmente irrebasable que la más grande de ellas. Como en el caso del cinco y el siete, solo hay entre ellos otro número natural.

Los números primos gemelos tienen propiedades idénticas, aunque nunca se toquen. Ignoro si mi tío y yo somos impares e imposibles de dividir, pero sé que las líneas de nuestras manos se obstinan en confluir y que, en cualquier caso, somos consecutivos, como el número dos y el tres, los únicos primos que sí se tocan.

Natalia está tratando de olvidar a un amante disparatado, por eso viajamos hasta un destino donde ninguna de las dos querría estar en otra circunstancia. La madre de Natalia vive en Lisboa desde hace muchos años y tiene un contacto irregular con ella. Se llama Estrela. En aquel tiempo trabaja como fotógrafa y diseña alfombras. Pasamos un par de días en su casa y luego viajamos a Faro, que es para nosotras un no-lugar como cualquier otro. El plástico y el artificio espléndido de un turismo caducado nos acogen como si formáramos parte de ese mundo. El apartahotel que escogemos es perfecto. Ponen a diario sobre las camas un juego de toallas con forma de cisne, y las cortinas de poliéster, a juego con la colcha, tienen un estampado de barcos azules. Necesitamos un lugar al que no querer volver, un lugar lejano para que la duración del trayecto nos permita imaginar que hay algo que dejamos atrás.

 
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