Loe raamatut: «Yo era el mar y no lo sabía»
«Fui criada en un espacio donde la importancia de ser madre o esposa eran el punto máximo de felicidad y de realización personal, el culmen de la vida de cualquier ser humano, y hacia eso iba. Soy la mayor de cuatro hermanos, diez nietos y dieciséis bisnietos. Mi boda fue la mejor planeada, con destellos de cuentos de hadas y paisajes de ensueño, con melodías de princesas y vestidos más blancos que las nubes que observaba de niña; debía ser un sueño hecho realidad, no solo mío sino de la familia entera. Yo realmente creí que serían el inicio de una vida ideal y de una mujer perfecta. Puse a todos en movimiento con seis meses de anticipación solo para que un día antes del día soñado yo me enterara que no me casaría. Mi familia lo supo el mismo día; otros, al llegar a la Iglesia. Algunos me creen hasta hoy casada». (BGV)
Yo era el mar y no lo sabía
Primera edición electrónica: enero de 2022
© Betsheba Gil, 2022
© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2022
para su sello Narrar
APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,
San Martín de Porres, Lima
editorial@paracaidas-se.com
Composición: Juan Pablo Mejía
Fotografía de portada: Nilton Vásquez Mejía
Retrato de la autora: Archivo personal
ISBN ePub N.° 978-612-48825-0-0
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Producido en Perú
ella habla cuatro idiomas
yo hablo de vez en cuando
ella conoce mis palabras
lo importante es el silencio.
Cayre Alfaro Fonseca
A mi madre por enseñarme a amar y cómo no amar
A mi papá, a quien amo por sobre todo
A todas las mujeres que aún creen en mí
y en ellas mismas
Y a Moi, Ale, Mati, José Ignacio
Y a mi Eugenio
Julio, 21
No creo que la maldad tenga género.
Creo en la humanidad y considero que solo se puede desaprender cuando aceptamos que somos ignorantes y que, probablemente, partamos de esta vida ignorando muchas más cosas de las que sabemos, pero apelo a concientizar sobre aquello que ignoramos que transgrede la convivencia con el otro, pues somos los libros que leemos, la gente con la que compartimos, los amigos de los que nos rodeamos.
Observo y cuestiono siempre la «supuesta» alegría que expresan muchos al saber que hay algún embarazo, y también el desdén frente a un embarazo no deseado; en cualquiera de las dos posturas, lo común son las frases trilladas acerca de una nueva vida y la ternura frente a los latidos de un corazón dentro de un cuerpo en el que late otro, las atenciones desmesuradas frente a una gestante, el miedo a la pérdida y lo difícil que puede ser el antes, durante y después frente a una decisión de aborto.
¿Por qué digo todo esto? Porque automáticamente el bebé deja de ser niño, el niño pasa a ser adolescente, y nos olvidamos de que este ser humano era el poseedor de esos latidos que tanto nos conmovía, la vida que esperábamos o la razón por la que nos cuestionábamos una pérdida. Me inclino a pensar que este olvido se da antes incluso, y que la expectativa del ser humano que llega, luego de nacer, se desvanece, y que si la mantuviéramos tendríamos el cuidado anterior, ya que lo importante, esencial y determinante es saber que esos primeros años de vida serán el esbozo de la vida posterior. La responsabilidad es gigantesca si es que hay alguna palabra que pueda definir su tamaño; somos los libros que leemos, la música que escuchamos, las personas que frecuentamos. Es utópico pensar en «hacer» un ser humano infalible, pero más utópico es creer que desde donde estamos no podemos hacer nada, que «uno» no cambia el mundo, que lo que hacemos es poco en comparación a la humanidad entera.
He visto mujeres dejarse violar en silencio por sus esposos para que sus hijos no despierten asustados, he visto hombres devastados al verse engañados, madres quitarse un pan de la boca para que sus hijos coman, hombres avergonzados pidiendo dinero prestado para las cuentas del hogar, mujeres aprovecharse de su maternidad, varones aprovecharse de sus hijos, mujeres cansadas, hombres muertos de miedo.
La maldad no tiene género, pero la bondad sí existe en todos nosotros.
Yo era el mar y no lo sabía es un viaje por la naturaleza humana desde una visión amorosa, aunque hace falta reconocernos como ese mar, poderoso, majestuoso y dador de vida, pues esa es nuestra esencia, independientemente de lo que hayamos vivido, esa es nuestra esencia, que tarde o temprano, siempre nos reclama su razón de ser en cada uno de nosotros.
EL TSUNAMI MÁS GRANDE DE MI HISTORIA
La verdad es que no puedo quejarme de nada, ni hoy, ni mañana, ni nunca... De niña escuché tantas historias de mis padres, miedos traspasados, ideas aprendidas, que en algún momento había que soltar. Supongo que lo valioso de vivir es evolucionar. Lanzarte sin miedo —o a pesar de él— a desaprender todo lo que nos tomó una vida cultivar.
Soy mujer y eso me hace frágil, temerosa y dependiente; es la principal influencia de mi padre y quizá de mi abuela.
¿Por qué vas a la universidad? A ti te van mantener. ¿En serio vamos a invertir en una carrera? Acabarás lavando ollas y bañando a tus hijos, es lo que te toca, eres mujer, para eso has nacido, vas a ser madre...
No tiene sentido que saques brevete, no creo que lo uses alguna vez.
Ya sabes, si tienes sexo con un hombre, acabarás siendo su mujer siempre, o te puede golpear y justificado está, no vengas llorando tampoco nueve meses después a preguntarme qué debes hacer. Te quiero mucho, pero ya sabes, el hombre avanza hasta donde una mujer se lo permite.
No creo que Ingeniería sea una carrera para ti.
Llegas a la casa máximo 10:30 de la noche, si no qué pueden pensar los vecinos, y sabe Dios de dónde vendrás.
Ya estás en edad de casarte, se te pasará el tren.
Los hijos son una bendición. Algo debes estar haciendo mal.
¿Crees que una mujer decente usaría esas transparencias?
Lo que de ti encanta es tu forma de ser, no tu físico, así que no te pintes tanto. Olvídate de los escotes.
Supongo que podría seguir enumerando mil cosas más. Solo puedo decir hoy:
Todo lo creí.
Todo.
Y viví feliz en mi mundo ideal, evitando reírme fuerte y usar faldas cortas, menos labial rojo; saqué el brevete por insistencia de mi mamá y me titulé tres veces por insistencia... mía; obtuve el magíster porque asumí que eso era lo que seguía. Llevo a mi padre en mi auto cada vez que está enfermo, porque, aunque soy la mayor de cuatro, «tengo más tiempo»; nunca me casé y no tengo hijos.
Cuando pienso en todo lo que aprendí y dejé atrás, me doy cuenta de que hay una elección inmanente —divina o genealógica— en cada ser humano que lo hace dar el gran salto, a veces forzosamente, a veces a voluntad propia, el hecho es que siempre hay algo que nos hace dar el gran salto, aunque también es cierto que no todos lo damos. La vida nos presenta diariamente oportunidades de cambio, pero cada uno se defiende como puede. Nos aferramos a nuestras creencias o damos un giro que nos coloca incluso en otra figura geométrica.
Con todo, amo a mi padre y agradezco cada instante de su vida entregado a mí, todos hacemos lo mejor que podemos desde donde estamos. Amo a mi madre, «estaba enamorada» y aquello justificaba todo, mis abuelos, mis hermanos, todos han sido importantes para llegar hasta aquí y desaprender lo adquirido en una vida.
La elección estaba hecha, escrita quizá. Este libro está inspirado en mi bisabuelo Jesús. Probablemente en el camino hubo otras elecciones, pero él y yo estábamos conectados. Él creía en mí y yo en él, jugábamos en el mundo soñado, donde no hay jerarquías de acuerdo al género ni a la fuerza, él se hacía como yo y yo como él. Él tenía fe en mí y yo en él, no le temíamos a caminar en la oscuridad, ni al amanecer ni al anochecer, contábamos el uno con el otro. Nos encantaba el olor a leña, él cocinaba y yo traía como podía los palos de madera, a veces le alcanzaba los baldes para sacar agua del pozo o sacábamos el agua juntos. Observábamos las vacas cuando estaban listas para ordeñarse o cuando se caían a la acequia, les poníamos nombres de acuerdo a lo que veíamos en el día, una era «tarde bonita», otra, «leche agria». Nos sentábamos con un libro entre manos y luego conversábamos. Yo no sabía leer, pero él dejaba que inventara las historias que se me ocurrían, porque cuando estábamos juntos mi cerebro se armaba de valor y me revelaba lo escrito. Me bajaba niditos de palomas que encontrábamos en los árboles y me explicaba que probablemente la madre, al volver, entristecería si no encontraba sus huevitos, entonces me hacía decidir si los llevábamos o no; a veces me los llevaba, otras los dejábamos con la idea de retornar después a ver cómo serían esos pajaritos bebés. Yo le alcanzaba chanchitos de tierra que caminaban por nuestras manos y nos hacían cosquillas. Luego nos poníamos a ver el Chavo del Ocho después de cenar, y antes de irnos a dormir planeábamos el día siguiente, y el día siguiente llegaba y él me esperaba para desayunar. En realidad, él tomaba dos veces desayuno porque se levantaba muy temprano y yo dormía más, tenía que bañarme y dejar que me peinaran para luego ir a verlo; a él no le gustaba bañarse, tenía frío en las mañanas, pero siempre olía a Chincha, es decir, a leña, a tierra, a hojas, a felicidad.
Mi bisabuelo y yo fuimos amigos desde que nací hasta mis veintiún años. Él se fue cuando murió el Papa Juan Pablo II. Supongo que, así como ocurrió con la Iglesia, mi bisabuelo, años después, también ocasionaría un cisma, y desde algún lugar del mundo estaría observando la rebelión que trajo todo lo sembrado en mí.
Con honestidad, no lo recordaba conscientemente como cuando apareció el último hombre del que hablaré en este libro. El parecido físico es increíble, y la sensación al momento de vivir juntos también. Ya no soy una niña, es verdad, pero la jerarquía inexistente, el apoyo del uno en el otro, las conversaciones eternas, la escucha y el saber «estar» aún en silencio, me trajeron a la memoria a mi bisabuelo. La tierra, el sol, la música, el aislamiento, la falta de agua y de luz contribuyeron a avivar más el recuerdo y, finalmente, el reconocimiento diario de las faltas cometidas.
Cierro este libro con Diego, porque con él culmino una parte del viaje que venía ya revelándose; aunque es cierto que la convivencia me ayudó a confirmar lo que leerán en las siguientes páginas en pequeños episodios. Estoy segura de que la lucha es recíproca, y puedo dar fe a través de este libro que hay muchos hombres deconstruyéndose a diario, que reconocen el daño que hacen, la fragilidad que poseen, la apertura para admitir sus limitaciones y sus temores, que saben que es absurda la competencia, que eso nos tiene devastados y cansados y que, desde la cooperación, el trabajo, la diversidad y la sensibilidad, propias de nuestra humanidad, podemos edificar un mundo mejor para las nuevas generaciones.
Debo reconocer que un buen tiempo olvidé lo aprendido con mi abuelo y con ello la autenticidad con la que nací, pero que tuve que recordar y sacarlo de a pocos, sobre todo después del golpe mortal que recibí.
Fui criada en un espacio donde la importancia de ser madre o esposa eran el punto máximo de felicidad y de realización personal, el culmen de la vida de cualquier ser humano, y hacia eso iba. Soy la mayor de cuatro hermanos, diez nietos y dieciséis bisnietos. Mi boda fue la mejor planeada, con destellos de cuentos de hadas y paisajes de ensueño, con melodías de princesas y vestidos más blancos que las nubes que observaba de niña; debía ser un sueño hecho realidad, no solo mío sino de la familia entera. Yo realmente creí que serían el inicio de una vida ideal y de una mujer perfecta.
Puse a todos en movimiento con seis meses de anticipación solo para que un día antes del día soñado yo me enterara que no me casaría. Mi familia lo supo el mismo día; otros, al llegar a la Iglesia. Algunos me creen hasta hoy casada.
Manuel vino un 20 de julio a decirme que no se casaba conmigo (nuestra boda iba a ser el 21).
A veces pienso que todo fue un mal sueño, una pesadilla que todos mis sentidos percibieron. He llegado a la conclusión de que cuando sueñas no todos tus sentidos están activos, quizá algunos se potencian, pero no todos funcionan. Cuando viví lo que me tocó —o lo que yo elegí quizá—, estaban mis cinco sentidos activos, algunos probablemente repotenciados.
No estaba soñando.
Mis ojos consumados de ver todo y no entender nada, de tener frente a mí a un hombre que se deshacía en llanto, sentado en el suelo, tirado contra la pared, agobiado por no saber qué decir, agotado de yo no sé qué. Mis oídos atónitos, perplejos, tratando de no perder ni un instante después de haber escuchado «Ya no nos casamos». Mi lengua salada después de haber tragado tantas lágrimas. Mi nariz que sabía que sería la última vez que olería al hombre que más amó. Finalmente, mi piel y mis manos abrazando y sosteniendo a quien se llevaba esa noche todas mis ilusiones, mi plan de vida y hasta mis hijos soñados... Mis cinco sentidos estuvieron activos aquella noche en que veía el mundo caerse a pedazos y la vida replegarse para mí.
Nueve años tuvieron que pasar para que pusiera a prueba mi fortaleza y mi corazón. No tuve el valor de botarlo de mi casa. En un instante de lucidez, quiero imaginar, tiré las llaves con la esperanza de que se fuera para siempre después de haber oído que no me amaba. Hice miles de preguntas al enterarme por su propia confesión que no me casaba; y a pesar de sus lágrimas y de las mías, no obtuve respuesta alguna. Fui yo la que se animó a decir: «Contra todo podemos si me amas, lo único que cambiaría la historia sería que no lo hicieras», a lo que él muy bajito susurró: «No te amo».
Me quité el anillo suavemente y recordé entonces la pedida de mano más amorosa y ostentosa de la cual yo había participado. Me arrodillé, coloqué el aro de compromiso a su lado y me paré despacio sin quitarle un instante la vista, luego rebusqué en mis bolsillos y encontré mis llaves; las puse sobre la mesa, me volví a agachar y le dije: «Perdóname por haberte obligado a vivir todo lo que no quisiste». Él no levantó la mirada todo el tiempo que permanecí allí.
Imaginé que todo era mi culpa, y que por eso tenía que pedir perdón; el resto, como un mal sueño, no vale la pena recordarlo. Subí a mi cuarto, envolví en una bolsa negra de basura mi vestido blanco de novia, y lo lancé por la ventana. Luego corrí en dirección al pasadizo donde estaban los regalos de bodas y empecé a arrastrarlos hacia la calle. Había luna llena y, juro por Dios, que se me cruzó un gato negro. Eran las tres de la mañana, lo sé por el repiqueteo del reloj de la sala: aquella fue la primera vez que conté sus campanadas que, excepto aquella noche, siempre me asustaron. Volví tirando la puerta, subí las escaleras como pude, me caí sentada en el piso y vi a mi madre correr a abrazarme fuerte, gesticulando algo, supongo que haciendo preguntas que yo no escuchaba, mientras mi padre, de pie, me miraba de lejos sin poder acercarse.
Me llevaron a mi cama, donde me dormí llorando. Esa noche pensé que mis ojos iban a reventar, que en mi cuerpo no podía caber más dolor... incluso llegué a pensar que en algún momento moriría. Recordé frases de mi padre, fotos mentales de Manuel, la voz de mi abuela, el color de la madre de Manuel, el olor a tabaco y alcohol, la Virgen María, un rosario, la oscuridad absoluta y, de pronto,
el silencio
la nada
y yo.
Nunca fue tan cierta la frase que reza «Teniendo madre, padre, hijos, esposa o esposo, la vida la enfrentas solo, siempre».
Me dormí pensando «Él no es malo, no sabe lo que hace. Mañana será otro día, mañana será otro día (Juro que nunca vi el cielo tan negro). No tengas miedo, Betsheba, has hecho todo bien, tal cual te lo han enseñado, nada puede salir mal». Así lo creí.
Silencio.
Absoluto silencio.
Dormí.
Y soñé.
Soñé que jugaba en Chincha y subía a los árboles más altos a bajar pacaes.
Dormí.
Desperté
Manuel se había ido para siempre.
Dormí
Desperté.
Me dolía la vida, los sueños, los recuerdos...
Puedo asegurar que duele más lo que se proyectó y no se hizo, que lo que se hizo bien o mal.
Dormí.
No quería despertar jamás.
No dormí.
Dejé pasar el tiempo.
Dejé sangrar las heridas para revolcarme en la oscuridad de la sangre vertida.
Quise volar.
Quise borrar.
Quise morir.
...
Morí.
Morí de verdad.
Si era de día o de noche, no lo distinguía.
Morí.
La Betsheba que todos conocían murió.
Perdió la dulzura, imagino...
Me envolví en un mundo desconocido...
Y me dejé llevar...
Morí.
Morí de verdad.
Mi madre insufló e insufló las veces que pudo...
Sin descanso...
Sin parar...
Presenció mi dolor, acudió a mi muerte, pero no me quiso enterrar; eran sus sueños perdidos también, su ilusión, la vida misma, la historia repetida una vez más.
Mi padre jamás se acercó, solo aquella noche en el que vi su rostro cuartearse, avejentarse y oscurecerse. «La culpa ya está pagada», lo oí decir alguna noche cuando negociaba con Dios o con algún demonio, no lo sé. «Y la pagó la más frágil de mis hijas, la menos indicada, la más ingenua, con ella ya está pagado el daño causado en mis días de juventud. Sus sueños destruidos están, no puedo siquiera mirarla, abrazarla o tocarla. Déjala vivir, llévame a mí, puedo reconocer ante ti lo canalla que fui, lo cruel y desalmado que hasta hoy soy, pero ella siempre ha obedecido y ha creído que lo correcto viene de mí, de su madre, o de ti, Señor. Es muy frágil, sostenla tú que ahora yo no sé qué hacer».
El dolor de mis padres era inconmensurable, tenía que reponerme.
Sin embargo...
No sería fácil.
Poco a poco el dolor de ellos iba calando en mí. Manuel me había matado, pero no podía permitir que los matara a ellos también.
Poco a poco me fui levantando. Algo me inspiró a empezar a pintar y pasé días enteros en la habitación mezclando colores, imaginado paisajes y empezando a comer... Me aferré a la vida como pude.
Hice una audición. Siempre había querido actuar, así que pese al dolor que sentía, me arriesgué. En el escenario solo rompí a llorar y me rechazaron. Aquella experiencia me hizo buscar otras escuelas de teatro, y fue así como, en el segundo intento, ingresé.
Mi vida se redujo a estudiar teatro y pintar. La actuación fue mi refugio y mis pinturas como las cuatro rueditas de los patines. Había días en que me caía y otros donde la frustración me sobrepasaba, pero jamás desistí, el tiempo nunca se detuvo, me lanzó remos para subsistir, y yo remé y remé; no sabía que lo hacía ni hacia dónde me dirigía, pero remaba sin parar. Aprendí a patinar, a nadar, viajé y decidí que no permitiría que nadie se me acercara nunca más.
O eso creí.
LA SUAVE BRISA SOBRE LOS ESCOMBROS
—Aló.
—Hola.
—¿Con quién hablo?
—Vincenzo Canale.
Silencio.
—Ajá.
—Betsheba, ¿eres tú?
—Sí, ella habla.
—¿No te acuerdas de mí?
Recordaba tanto, pero tanto, sobre todo su voz tan peculiarmente perfecta y sus ojos y su cabello...
—No tanto.
—Ehmmm... Yo estaba en primero de secundaria y tú en quinto.
—Ajá.
—Te escribía cartas. Te seguía. ¿Recuerdas?
—Sí...
Mi boca respondió antes que mi pensamiento. Yo lo veía detrás de mí siempre. Era tan perfecto y tan pequeñito, tenía seis años menos que yo; bueno, tiene.
—¿Sí?
—Sí.
—Bueno, te busqué en Facebook, tu nombre es único.
—Ajá.
—¿Qué tal si nos vemos uno de estos días? ¿Te provoca? No sé, ¿un café en Starbucks?
No podía creerlo, ese niño me encantaba... ¿Y si me quiere meter a Herbalife o venderme algo?
—No creo, no tengo tiempo. ¿Este es tu número? Qué tal si lo guardo y te llamo la otra semana, o te escribo y vamos viendo.
—Uhmmm... lo que pasa es que, bueno, me alegró encontrarte e hice lo primero que pasó por mi cabeza, pero... tienes razón, mejor lo coordinamos con tiempo. Tú me escribes. ¿Queda?
—Perfecto.
—Qué gusto escucharte, sinceramente.
—Oye, ¿sabes la edad que tengo, verdad?
De nuevo hablé sin pensar.
—No, ¿por qué?
—Digo no más.
—Siempre vas a ser mi amor platónico, aunque seas mayor que yo.
Qué imbécil fui, ¿por qué tuve que aclarar lo de mi edad? Todos mis miedos se activaron, las luces de alerta se encendieron, tragué saliva. Cómo voy a ser el amor platónico de alguien que no habló conmigo más que dos horas en total en toda su vida. Si lo pienso bien, nadie se enamora de mi físico sino de mi forma de ser, ¿entonces de qué me está hablando? ¡Ok!, es una broma tonta. Él continuó conversando mientras yo me abstraía en mis recuerdos y pensamientos.
—Sueña bonito. Yo voy hacer lo mismo: voy a soñar contigo —dijo, y cortó.
Nada podía ser verdad, así que no había razón para darle importancia a esa llamada.
Vincenzo fue el primer hombre que apareció después de Manuel, diría yo que el más bonito también, aunque no cabe duda de que todos siempre fueron bonitos.
Cuando se fue Manuel, no sé cómo la vida continuó. Me refiero a que no sé cómo seguí viviendo a pesar de las heridas. Estuve seis meses sin ser consciente del día o la noche, de las comidas o las amistades, me aferré a... nada, o sí, a pintar y a actuar. Qué irónico, las dos actividades que Manuel puso como condición yo no debía practicar para casarnos. Escribir no podía, por más que lo intentaba siempre terminaba llorando frente a la hoja en blanco, sentía que me desangraba cada vez que me colocaba frente a la computadora, así que solo me dediqué a pintar, actuar y vivir de mis ahorros. Me dejaba llevar por quien apareciera, no creía en mi razón pues me había fallado, así que comencé a darle chance a mi intuición y a construirme en base a mí misma. Al principio, deshacerme de lo aprendido y ser yo fue una lucha constante. Pero ¿quién era yo después de aquel golpe? La vida solo me dejó una opción: desaprender lo anterior y encontrar mi esencia... ¿Cómo lo haría?... Fue entonces que aparecieron maestros, todos nuevos, la mayoría hombres. Siempre he creído que la amistad entre varón y mujer es posible, pero entiendo que aún hoy es un tema discutible; y quizá hayan tenido que ser hombres quienes curaran la herida dejada por otro hombre.
Mis amigas andaban un poco molestas, su nivel de exigencia respecto a mi estar me sobrepasaba; mis amigos, en cambio, permanecían en silencio dejándome ser, o amándome quizá, pero, al fin y al cabo, dejándome ser.
Vincenzo fue el primer maestro que tuve. Estoy convencida de que ninguno de los hombres de los que hablaré aquí fueron conscientes de la labor que cumplieron, mas sí que sufrieron conmigo e hicieron suyo mi dolor. Al menos un tiempo y a su manera, me llenaron de amor. Y fue el amor lo que los indujo a la paciencia infinita, la conversación auténtica, la admiración genuina, y a dejarme ir cada vez que yo así lo quería.
Al día siguiente volvió aparecer Vini, como lo llamábamos en el cole. «¿Qué haces?», me preguntó por mensaje. No respondí, y un par de horas después, llamó. No contesté, solo le envié un mensaje donde le pedí que mejor habláramos en la noche porque en ese momento estaba ocupada; obviamente nada de eso era verdad. Apenas dieron las 9, Vincenzo llamó. No contesté, no entendía bien qué quería y tampoco quería saberlo. Pasaron unos días, me olvidé y él no insistió. Llegó septiembre y el cumpleaños del enamorado de mi hermana. Fuimos a su fiesta, me divertí un poco, pero en determinado momento quise volver a casa. No sabía cómo decirles sin incomodarlos pues se sentirían comprometidos a volver conmigo. Era medianoche y tenía miedo de irme sola, así que mientras iba pensando cómo salir de allí, entró la llamada de Vincenzo. Lo primero que me dijo fue: «Quiero verte hoy». Siempre he admirado a las personas que tienen el valor de hablar de frente, pues pienso que no te dan muchas opciones, es sí o es no, así que casi siempre les digo que sí, tal cual lo hice esa noche.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En Lince.
—Yo en Barranco, voy para allá, mándame la dirección.
Al colgar estaba nerviosa, no podía creer que él vendría por mí; es más, no sabía para qué. Me llené de emoción, así que me metí al baño para arreglarme. Estaba en eso cuando mi hermana tocó la puerta. «Ha venido un niño hermoso preguntando por ti», dijo. Salí muerta de nervios y allí lo vi, esperando a que yo saliera, recuerdo que llevaba una camisa negra, un bluejeans y un olor delicioso. Tragué saliva y me sentí la más horrible del mundo. Mi hermana nos observaba sin parpadear cuando él dijo: «Qué hermosa estás, no has cambiado nada, Betsheba», y me abrazó. Nos veíamos después de mucho tiempo, así que me dejé abrazar, y mientras permanecía abrazada, boté todo el aire contenido por hacerme la fuerte. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Solo nos separamos cuando la mamá del cumpleañero nos ofreció unos bocaditos que ambos rechazamos para de inmediato sentarnos a conversar. Nunca había visto, hasta ese momento, a un hombre así por mí. Me observaba el cabello y luego decía que era muy brilloso; pasaba sus dedos, luego se acercaba como queriéndose ver en mis pupilas. Yo me sentía plenamente admirada, jamás me había pasado algo igual, así que traté de sobrellevarlo. Ahora que lo pienso, quizá yo lo observaba igual. Conversamos mucho, me enteré de que él había estudiado Ingeniera Mecatrónica en San Marcos, su familia se había ido a vivir a Estados Unidos, él trabajaba en una transnacional y algunas veces era modelo de algunas marcas de tablas de surf. Esa noche hablamos de música, de películas, de comidas, de política; tenía una manera tan pragmática de ver la vida, y yo fui tan pesada; no era la diferencia de edades, era mi complejidad.
Después de un rato conversando dijo:
—Vámonos, todos están tomando mucho.
—¿Y a dónde vamos?
—A donde quieras.
—Quiero ir a mi casa.
—Vamos a tu casa, entonces. ¿Te da miedo ir caminando?
—No, pero...
—Digo que me gustaría pasar un tiempo más juntos.
Salimos y empezamos a caminar, me hizo mil preguntas, reímos mucho, por ratos en mi mente se filtraba el recuerdo de Manuel y me quedaba callada. En esos momentos él preguntaba si quería que tomemos taxi para evitar el frío. Todas las veces respondí que no era necesario. Cuando llegamos a la puerta de mi casa dijo:
—Gracias por dejarme verte al fin —y se acercó con intención de besarme, a lo que yo solo atiné a bajar la mirada—. Discúlpame, no te pregunté si tenías enamorado. Tienes, ¿no? ¿Por qué te ríes?
—No es nada, me acordé cuando estábamos en el cole.
—Me gustas mucho.
—Tengo que irme.
—Solo es un beso, Betsheba.
Lo miré, pero no respondí.
—Gracias por acompañarme.
Nos miramos unos segundos y sentí su respiración cada vez más acelerada y luego su frustración al botar el aire.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó.
—Nos vemos mañana —respondí yo.
Abrí la puerta, me acerqué, le di un beso en la mejilla y me metí a la casa.
En el transcurso de los días, Vincenzo volvió a pedirme que nos viéramos. Y no es que me hiciera de rogar, yo de verdad no podía, así que inventaba algo, él insistía un poco, luego se ausentaba.
Una noche mis tíos me invitaron al teatro, sabían que me encantaba. Al finalizar la función fuimos a comer y, finalmente, a tomar helados. Estábamos por el Óvalo de Miraflores cuando entramos a la heladería y vi a Vincenzo. Al verme se le dibujó una sonrisa divina en el rostro y, sin más, se acercó y me abrazó. Se lo presenté a mis tíos y ellos, después de una pequeña charla, optaron por irse y me dejaron con él. Vincenzo no salía de su asombro, constantemente repetía «¿Tanta suerte puedo tener?». Yo admiraba la forma en que nunca pedía explicaciones ni se molestaba, incluso si se daba cuenta de que me inventaba pretextos para no verlo. Cada vez que hablábamos por teléfono, o en las dos ocasiones que nos vimos, yo esperaba algún maltrato, alguna queja, algo que nos hiciera pelear o me asustara, y cada vez que no pasaba, me sorprendía. Esa noche llegué a pensar que la razón por la que él actuaba así era que no tenía otro interés que el amical, así que decidí entregarme poco a poco a nuestra amistad. No había nada que temer, nada que perder, además, como yo era mayor que él, en teoría, podía llevar el control de la situación. Esa fue una gran ventaja para él, ya que su supuesta inocencia y mi «vasta» experiencia me daban más confianza. Con el tiempo me di cuenta de que fue exactamente al revés. Mi edad no me había hecho más experta.
Aquella noche caminamos por San Isidro y después seguimos por el malecón de Miraflores, hasta que finalmente llegamos a su casa, que estaba a unas cuantas cuadras del malecón. Conocí a Rob, el perro más dulce que había visto en mi vida. Mi mente no estaba con Vincenzo, me invadía un sentimiento de culpa y confusión. Había llegado hasta allí, de noche, muy tarde, ¿qué seguía? Yo no estaba preparada para nada. ¿Mis cálculos de amistad me habían fallado? Parecía que sí. Trajo dos copas y una botella de vino, puso Bossa Nova y no pude evitar pensar que estaba en una degustación en algún centro comercial. La música me transportó y él se dio cuenta.
—¿De qué se ríe usted, señorita?
—Nada.
—¿No le gustó el vino?