Loe raamatut: «Nuestro Che: Un viaje a la utopía»
Narrativa
Nuestro Che
Un viaje a la utopía
Nuestro Che
Un viaje a la utopía
© Bruno Serrano I., 2018.
I.S.B.N. 978-956-396-015-0
Inscripción Nº 148276
© Editorial Cuarto Propio
Luis Uribe 2435, Ñuñoa, Santiago
Fono: 22 792 6518
www.cuartopropio.com
Diseño y diagramación interior: Alejandro Álvarez
Diseño de portada: Alejandro Álvarez
Impresión:
IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE
1ª edición, agosto de 2018
Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile
y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.
“Hay que hacerse fuerte,
sin perder jamás la ternura...”
Ernesto Che Guevara
I (La revelación)
Ya es tiempo de contar el viaje alucinante, que puso patas arriba mi vida futura. Anochecía en Santiago de Chile, cuando me encontré con Darío Bush y el Flaco Charme, en la Escuela de Ciencias Políticas. Era una vieja mansión entre las calles Catedral y San Martín. Un vientecillo caluroso merodeaba mi camisa azul, humedeciéndome las axilas. Eran los primeros días de enero del sesenta y siete o los últimos de diciembre del sesenta y seis. Lo he olvidado. Sí recuerdo que la noche anterior vagué por la Alameda, tranqueando por la calle Carmen hacia la maltrecha casona de la Peña de los Parra. Empujando la mampara entreabierta, me colé al corredor que encaminaba a la pieza grande de los guitarreos. En la penumbra vislumbré un hueco donde arrellanarme entre la clientela, para empinarme un pipeño chillanejo. Hacía rato que los parroquianos se cañoneaban, mientras Ángel Parra disparaba con voz ronca dolidas canciones de la guerra civil española: Río Manzanares, déjame pasar… A mi izquierda cuchichea un hombre de piel arrugada y pelo blanqueado con pinta de nortino. Murmura que la República fue derrotada por culpa de los comunistas. Tiene la lengua traposa. Su compadre alza los hombros con indiferencia. Y qué me decís de Pisagua, y la Ley Maldita del traidor González Videla, farfulla. Chile ahora es distinto, meto la cuchara con ganas de pleitear, aunque el tema y los comunistas no me quitan el sueño todavía. La atmósfera de la pieza, en un claroscuro digno de Rembrandt, está saturada de olor a empanada de horno y a sudor.
Aquella vez la Violeta, furiosa por mi vozarrón irreverente, me lanza una caña de tinto matapenquero que alcanzo a esquivar, agazapándome como caracol en la banca. Pero me salpica la espalda al estrellarse contra los adobes del muro, rodando por el piso de tierra, que absorbe el mosto con sed de borracho terminal. Amparado por la claridad mortecina de las velas en sus palmatorias chorreadas de esperma, y mientras Víctor Jara modula las notas finales de “Te recuerdo Amanda”, me escabullo amparado en los aplausos de los contertulios que se apretujan en las bancas de madera. Opto por capear la trasnochada en Il Bosco, el legendario bar de la bohemia santiaguina situado tres cuadras al oriente de La Moneda, en plena Alameda de Las Delicias y frente a la colonial Iglesia de San Francisco, de muros rojizos y cruz chueca en el pináculo.
Allí, en una mesa frente al ventanal de la entrada, vislumbro a Darío Bush, pintoso boliviano de la realeza de Santa Cruz de la Sierra, hijo de hacendado y estudiante del tercer año de Ciencias Políticas en la Universidad de Chile, al igual que el Flaco Eduardo Charme, chilote de familia conservadora y avecindado en Santiago. Por los espacios translúcidos entre las ofertas pintadas con brocha en los vidrios, observo que dialogan misteriosos, en voz baja, con gestos de conspiradores. Al ojo contabilizo al menos dos pilsener per cápita. Fue evidente el cambio de conversación cuando me allegué a la mesa. Pero unas horas después y ya con seis cervezas entre pecho y espalda, el misterio se fue develando. Con voz cargando a traposa Darío, que venía arribando del Altiplano, me la tiró con todo: –El Che Guevara está en Bolivia.
Y me escrutó fijo a los ojos para verificar el grado de estupefacción que me producía la sorprendente noticia.
Tras el primer estupor, un silencio largo. Luego la duda…
–Nadie sabe dónde está parando, ni siquiera la CIA... Y anda toda la policía del mundo detrás de él... ¿Por qué vai a saber tú?
–Porque sé, pus hueón... ¿O creís que hablo por las puras huevas? –me respondió Darío, ya bastante familiarizado con la lengua chilena.
En eso, tropezando con los parroquianos, entró a Il Bosco el Payo Grondona, curado como raja y con su banjo colgando a la espalda. Me pareció que venía de una cantata muy regada. Se desató un silencio expectante mientras intentaba apuntarle a una silla que parecía esquivarlo cada vez que pretendía sentarse en la mesa contigua. Me percaté que el instrumento se le descolgaba por el brazo hasta peligrar cerca del suelo embaldosado. Cuando quise ponerlo a salvo sobre la mesa, el Payo me descargó una sarta de insultos ininteligibles y luego, cuando finalmente asentó la frente sobre la cubierta y comenzó a roncar, proseguimos la conversa...
Lo cierto es que, a esas alturas de la noche, ya estábamos medio nublados y traposos, y no recuerdo bien los contundentes argumentos que corroboraban la historia clandestina del Che Guevara en Bolivia. Pero Darío era militante del Partido Comunista Boliviano, el PCB, y afirmó con elocuencia que la Comisión Política había acordado como táctica para la conquista del poder en manos de la burguesía y los militares, hacer la guerrilla junto al Che, unirse a la estrategia de “Crear un, dos, tres Vietnam” ... Y liberar a Bolivia y América de las garras del imperialismo yanky.
Pero la memoria se maneja sola, igual que el Baruchspinoza, mi perro desubicado que intenté amaestrar tirando un palo al aire para que lo regresara en el hocico, y que traía de vuelta un alicate o cualquier porquería que encontrara en su camino, Por eso recuerdo cuando el Flaco Charme se puso a mear en las imponentes puertas de la Iglesia de San Francisco, y Darío –a pesar de ser tan marxista, pero de familia beata– encontró que era el colmo de la falta de respeto. Por deferencia él y yo meamos en la fuente de agua donde, en las calurosas tardes del verano santiaguino, se bañaban los cabros marginales que mendigaban en la Alameda. Total, yo no era marxista, sino un estudiante de pintura en la Escuela de Bellas Artes, que veía la pincelada alucinante de Van Gogh en cada calle o parque por donde vagabundeara, y comulgaba más con el existencialismo de Sartre y Camus, que con la iglesia y los curas; por lo tanto, no me parecía pecado mear en la fuente donde la orina amarillenta se disuelve. Además, ¿quién sabe si los estanques de agua potable de la ciudad no son meados todos los días por los obreros que cierran y abren las compuertas?
–Sería una acción revolucionaria –farfulló tambaleante el Flaco Charme, tratando de abrocharse la bragueta.
Así fue como, al anochecer del día siguiente, ya repuestos de la borrachera nocturna precedente, volvimos a juntarnos en un mortecino bar de la Plaza Brasil. Corría una brisa cálida y las parejas le daban duro al amor en los bancos situados en las zonas más oscuras de la plaza.
–Regreso a Santa Cruz de la Sierra… ¿Quién se va a la guerrilla? –susurró Darío.
Se desató un silencio espeso. Había llegado el Negro Sepúlveda. De mirada penetrante, era ya un militante del naciente MIR, y estudiante de Economía de la U.
–¿Cuándo habría que partir? –pregunté en voz baja.
–En unos cinco días más –respondió Darío. –Te vas a Antofagasta y de ahí en el tren de trocha angosta a Oruro. Y te las arreglai para llegar a Santa Cruz.
–Yo voy –dijo con energía el Negro Sepúlveda.
Otro largo silencio nos cubrió.
–Yo también –resopló abatido el Flaco Charme, mirando al suelo...
II (Los preparativos)
Ya me reventaba por contar a mis amigos del barrio de la Gran Avenida, la secreta razón del alucinante viaje, pero me contuve y adopté una mirada misteriosa, mientras iniciaba los escuálidos preparativos. El solo comentar que viajaba a dedo hacia Bolivia y quizás me embarcaría en Brasil para Europa, creó un halo de admiración hacia mi persona. Me consideraban como uno de los pocos rebeldes tipo James Dean del barrio. Además, pintaba al óleo, recorría de noche los bares y las antiguas calles de Santiago, había repetido cursos en el Liceo N°6, peleaba seguido con mi padrastro, un rígido ex marino cuya consigna era Orden y Disciplina, etc. Acumulaba méritos suficientes para que las madres del vecindario recelaran de mi amistad con sus hijas e hijos. Por lo general los padres se dedicaban a sus rutinas de oficina y no les inquietaba mayormente el tema de los retoños adolescentes. Pero, por un sino ineludible, todas las utopías viajeras requieren de financiamiento. Y revisando mi escueto patrimonio, lo único de algún valor que acopiaba era una cámara fotográfica con lente retráctil y dudosa marca regalo de mi padre, en uno de los escasos encuentros que tuvimos en la vida. Pero ahí estaba con su estuche imitación cuero y un rollo de película virgen. Decidido asesorarme por alguien con experiencia en negocios y me fui a la rotisería del Chico Alejo Abud, que además tenía una Vespa Super Sport plateada, como bailarín de Rock and Roll daba cancha, tiro y lado y era un mujeriego incontrolable. Su padre, un acomodado comerciante de origen árabe, intentaba enrielarlo en los negocios instalándolo con ese puesto de venta de embutidos y cecinas, situado en un pasaje cercano a la Plaza de Armas, en pleno centro de la capital. Un tiempo atrás yo, como buen estudiante de Bellas Artes, le había pintado el letrero para su local: La Bola de Oro. Pero, el Chico Alejo, haciéndole honor al nombre de su negocio, ocupaba la mayor parte de la jornada laboral en servirse a todas las mujeres que atendían los negocios aledaños. Bajaba la cortina metálica, incluso al mediodía según la urgencia amorosa, y el negocio se transformaba en una fiesta privada con todo tipo de picoteos y tragos. Tras ser sorprendido en reiteradas ocasiones por su furibundo padre, y amenazado seriamente con ser lanzado a la calle por irresponsable, ahora intentaba moderarse y pololeaba seriamente con una peruana bellísima, comprometiéndose al casorio. El Chico Alejo, que por herencia también era una bala para el comercio, me negoció la cámara con un paisano suyo por un precio respetable. Él era un buen amigo y no me cobró comisión. Es más: me regaló un champú Sinalca para el camino y palabreó de mi viaje con Simón, hermano de su prometida peruana. Él se encontraba en Santiago, tras un rudo derrotero desde Lima piloteando su pequeño Hillman verde claro, cuatro puertas, modelo del sesenta. El limeño era un comerciante que, tras dos meses en Chile, ya había cerrado varios compromisos de negocio y debía regresar al Perú. Eso significaba conducir en soledad hacia el norte algo así como 5000 kilómetros pasando, entre otros páramos escabrosos, por el desierto de Atacama, un verdadero “yunque del sol” al mediodía, en palabras de Lawrence de Arabia, y témpano glaciar en la noche estrellada donde “los astros azules tiritan a lo lejos”, según el vate.
No muy convencido, aceptó acarrearnos como invitados de piedra hasta la ciudad de Antofagasta... Digo “acarrearnos”, porque Renato, mi hermano mayor, un tranquilo intelectual que nunca había viajado a dedo, insistió en acompañarme por lo menos hasta la “Perla del Norte”, situada a unos 1500 kilómetros de la capital. Allá, en las afueras de la ciudad, habitaba el fabulador Capitán Kraft, chapa usada por el barbudo Claudio Serrano Yuric, un tío “oveja negra” que, varias décadas atrás, emigró desde Santiago a las áridas pampas. Sus intenciones eran colonizar unos terrenos fiscales, convencido de tornar en vergel el arenoso predio. De más está contar que la utópica empresa fue un fracaso, como casi todos los quiméricos proyectos ensoñados en su vida… Pero esa es otra historia. Entonces, según mis cálculos, ya podía contar con algunos días donde echar los huesos para algo de reposo viajero, y de ahí embarcarme en el antiguo ferrocarril trasandino, que trepaba por la escarpada cordillera de Los Andes, arrastrándose hasta la ciudad de Oruro, en la República de Bolivia.
El Flaco Charme y el Negro Sepúlveda viajaron en avión hasta La Paz, capital boliviana. En Santiago habíamos acordado juntarnos en fecha imprecisa en la plaza de armas de Santa Cruz de la Sierra, selvática provincia fronteriza con el Matto Grosso brasileño.
III (Viaje Santiago-Antofagasta)
En aquellos años no era fácil conseguir una mochila, sólo las usaban los montañistas y los milicos en sus aparatosas campañas de entrenamiento militar. Decidí adecuar un viejo bolso azul de lona con largas manillas. Las asas eran delgadas y usándolo como mochila a la espalda, al poco rato se incrustaban en los hombros. La solución en la caminata era turnarlo en el derecho o el izquierdo. Contaba también con unas botas regalonas, negras y de caña larga con suela y taco, recién reparadas. Con esas botas siempre me sentí hombre de aventuras. Recuerdo Picnic, una película con William Holden y Kim Novak, donde el personaje, un vagabundo, pontifica que todo hombre que se precie debe calzar un par de botas para recorrer el mundo. Y yo compartía en plenitud su afirmación, todo lo demás era accesorio.
Cuando triunfó la revolución cubana, yo estaba por cumplir 17 años y me maravillé con la formidable entrada de los barbudos a La Habana, con Fidel y el Che a la cabeza montados en un tanque polvoriento. Sin embargo, esa epopeya era lejana a nuestra realidad provinciana donde James Dean era el modelo de rebeldía, el Rebelde sin causa, con casaca roja, bluyines, botas de caña corta y mucho rock and roll. Pero ya mi breve historia de vida había reptado por el liceo nocturno, algunos desastres amorosos, la Escuela de Bellas Artes, un par de botas negras bien lustradas y 23 años existenciales a cuestas.
El peruano Simón se alojaba en una pensión barata y grisácea del pasaje Simpson, colindante con la avenida Vicuña Mackenna, a una cuadra de la Plaza Italia. Hombre de pocas palabras, moreno, algo obeso y con gruesos anteojos ópticos, a través de los cuales nos escudriñó sin dar muestras de nada.
–¿Se pondrán con algo para la bencina? –gruñó.
–Algo… porque estamos casi patos –le respondí.
Encogiéndose de hombros se acomodó al volante, yo de copiloto y Renato en el asiento trasero con los bolsos y la maleta del chofer. El motor del Hillman ronroneó y partimos. Eran las seis de la tarde cuando enfilamos de Santiago hacia el norte, mientras nuestros amigos Cochín y el Chico Alejo, nos despedían desde la vereda con sus manos en alto.
IV (Rumbo a la utopía)
Fuimos dejando atrás los arrabales de Santiago y más tarde Llay-Llay, La Ligua, Los Vilos, Huentelauquén y Talinay, poblado donde se me acabó el rigor de cronista y me dediqué a vencer la modorra que me tenía en las cuerdas. Cerca de las cuatro de la mañana, con una columna de polvo a la espalda entramos a La Serena. Fue la primera parada seria: media hora. Antes solo unos respiros para llenar el estanque de bencina, comprobar y rellenar el agua del radiador y revisar el aceite del motor. El peruano absorbió un litro de café con diez cucharadas de azúcar, pasó al retrete, orinó largo, desolló una vibrante flatulencia y retomamos la ruta en plena noche. Cada vez fueron más escasas las lucecillas en el paisaje nocturno. Y, cumpliendo el convenio adquirido, yo chachareaba sin parar de cualquier tema para mantener despierto al peruano, que a ratos despedía unos bostezos descomunales y luego proseguía en silencio, con la mirada fija en la carretera y aferrado al volante. Atravesamos por Carrizal Alto iluminados por el sol de las 7 a.m. Ya el paisaje presagiaba con fuerza la aridez del terreno, a pesar del fugaz paso por el desierto florido, que solo conocía por el relato de unos gringos viajeros en una crepuscular tomatera en Il Bosco. En realidad, vi pequeñas flores amarillas y azules extendidas como manchones en el desierto, creo que se llaman huille y napín, nombres confirmados por el peruano sin voltear la cabeza. A la una de la tarde estacionamos en la amplia y reseca avenida principal de Copiapó. Arrimados a la Catedral, desenvolvimos los maltratados sandwichs preparados con mano cariñosa por nuestra vieja nana, la Gertrudis, mujer que, con setenta años de experiencia de vida en la cocina, insistió en meter en mi bolso. a lo cual yo me negaba. Uno era medio existencialista, vivía el presente a concho, y no se preocupaba del hambre del mañana. Pero fue la comprobación fehaciente de que la vida enseña más que los libros y que uno puede ser bien enseñado, pero mal aprendido…
El Hillman era un pequeño automóvil europeo sorprendente. Su reducido motor funcionaba incansable y ya a las tres de la tarde habíamos pasado por Inca de Oro y Diego de Almagro, acercándonos con las cuatro ventanillas abiertas a Chañaral… y a la entrada del fatídico desierto de Atacama, sumergidos en un calor salvaje. El peruano masculló una sarta de maldiciones en hilera contra el mapa rutero del norte chileno, que indicaba distancias erróneas, pero ya estábamos ahí y el cálculo de atravesar el desierto durante la noche había fracasado de manera rotunda. El auto se chantó en la última y maltrecha bencinera para llenar una vez más el estanque, desaguar la vejiga y acopiar dos bidones de agua para el radiador del Hillman y nosotros, a esta altura con notorias ojeras y molidos por las horas de viaje.
Frente a mis ojos los cerros agrestes de Chañaral, resecos, sin un árbol, nada... Ya en camino, el desierto comienza a cubrirse de una luminosidad gris, los corrugados promontorios, zanjados por grietas oblicuas que asemejan arrugas en rostros de viejos mineros resecos por su vida, bajo el áspero sol de la pampa nortina. Mientras avanzamos por la deteriorada carretera el polvo y la ventisca parecen dibujar letras borrosas y me pregunto: ¿Para quién? ¿Quién va a leer lo que escribe el desierto? Y parece un acto inútil, quizás tan inútiles como estas páginas o como aquella palabra que mi hermano Renato −el mismo que ronca en el asiento trasero con la cabeza colgando sobre el pecho− escribió con tiza en un pizarrón gigantesco del Liceo Nº 6 de San Miguel, palabra por la cual fue suspendido de clases, por mandato de la odiada profe de castellano. “Una palabra grave”, gruñó ella, indicando el pizarrón. Cáncer, escribió con tiza crujiente mi hermano. Y fue llevado a la rectoría por burlarse de la docente. No es justo, reclamó Renato: “es palabra grave acentuada en la penúltima sílaba y no termina en n, s, o vocal”. Pero fue inútil, igual fue suspendido de clases por una semana, y aquella fue la temprana confirmación de la soberbia ceguera del poder.
El viaje continuaba, y aún con las ventanillas abajo nos sofocaba el calor. Luego me aletargué sintiendo que el desierto era una visión interminable. Ya de noche cruzamos primero por la oficina salitrera Alemania y luego frente a la Oficina Chile, donde parpadeaban lucecillas fantasmas en la profunda oscuridad y zumbaba un viento helado que nos castañeteaba los dientes. Cuando comenzó a clarear ya nos acercábamos al poblado de Varillas. Eso anunciaba, por fin, que estábamos a pocas horas de nuestro primer destino.
Luego de un demoledor y tortuoso descenso, cruzando por las ruinas de Huanchaca, con un ronroneo implorante el auto se detuvo en la Plaza de Armas de Antofagasta. Tras una interminable pausa el peruano descendió con las piernas casi rígidas, intentó unos saltitos de estiramiento, se tendió sobre un escaño de piedra de la plaza y comenzó a roncar en forma instantánea. Comprendimos que debíamos velar su sueño en retribución a la gentileza de acarrearnos los más de 1400 kilómetros de Santiago al puerto de Antofagasta, por una carretera dispareja, con eternos y escabrosos tramos de tierra y desierto. Era nuestro deber solidario, pero nos dormimos arrellanados en un banco de madera contiguo hasta que un carabinero mal agestado nos despertó, y no hubo más alternativa que despedirnos del peruano que, entre gruñidos y puteadas contra Chile, sus habitantes, su policía, etc., se montó en el Hillman y aceleró a engullir los 2500 kilómetros que faltaban para arribar al Perú. Años después me enteré que nunca llegó a Lima…
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