Loe raamatut: «Demonios privados»

Font:

Byron Mural

Demonios privados


1ª edición ebook: junio 2019




© Byron Mural


Diseño de la cubierta: ImatChus




Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 - Barcelona

931.73.22.29 - 638.07.85.00

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ISBN: 978-84-120490-4-6


IBIC: FA 2ADS




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A quienes, de una u otra forma, han creído en mí y me han apoyado.


A mi amada familia. Los quiero.




I


El jinete de negro




Eran quizá las dos de la madrugada, la lluvia no dejaba de caer y el cielo parecía llorar el trágico final de la historia que ahora me atrevo a contarles; los caminos arenosos de Costa Asunción fueron los únicos testigos de la carrera ya fatigada que aquella joven desesperada llevaba. Corría casi sin aliento, su pelo y su ropa mojada y su mirada puesta siempre en el camino. Corría por su vida mientras la arena amortiguaba el trotar del caballo negro que la perseguía… sobre él un jinete con una capa negra, tan negra como su alma, en su mano derecha un hacha de la cual aún destilaba sangre. Del hocico del caballo salía vapor, corría tras la joven, y aunque por la oscuridad no se le veía la cara, el jinete tenía una misión en mente: decapitar a la muchacha.


Rania, que así se llama nuestra protagonista, no se detuvo en ningún momento, y cualquiera en su lugar hubiera respirado aliviado si, al igual que ella, hubiera visto una cabaña segura en la cual refugiarse; corrió hacia la choza y tocó desesperadamente la puerta, mientras el asesino continuaba acosándola. Nadie abrió, y aunque en la cabaña no había luz encendida, ella sabía que era un refugio para escapar del demonio que la perseguía. Giró la perilla y la puerta se abrió, corrió, y sin dudarlo ni un segundo, cerró la puerta. Un relámpago iluminó la cabaña de una sola pieza, vio una silla y se abalanzó hacia ella, trancó la puerta y rezó con todo su corazón para que sucediera un milagro.


El jinete se detuvo frente a la casa y se arrojó del caballo, enterrando en la arena sus mojadas botas de cuero y caminó lentamente hacia la entrada de la cabaña. La capa era tan larga que hasta la arrastraba, daba la sensación de que había salido de las profundidades del infierno. Movía el hacha con su mano mientras la sangre caía en la arena, subió los escalones de madera de la cabaña y se paró frente a la puerta, y de pronto un estruendoso rayo iluminó el ennegrecido paisaje. Giró la perilla. Y Rania sintió morirse, temblaba de miedo mientras miraba fijamente a la puerta. Estaba espantada, arrinconada, sentada con las manos alrededor de las piernas y parecía enconcharse a cada segundo; eran los momentos más terroríficos que, a sus apenas 22 años, había vivido. De pronto la silla voló por los aires y la puerta se abrió de par en par. Y la luz del relámpago reveló la silueta del jinete. Y Rania gritó con todas sus fuerzas…




Un año antes…


El hermoso automóvil convertible rojo se estacionó frente a la mansión del millonario árabe Farid; en él regresaban de luna de miel su hermosa hija Rania y su esposo Aldo. Era una mansión con muy marcado diseño árabe, una verdadera joya arquitectónica en Costa Asunción. El auto era uno de tantos regalos que su padre le había hecho. Sidi Farid, como le gustaba que le llamaran, había llegado a Costa Asunción hacía ya 40 años; originario de El Cairo, Egipto, se enamoró de doña Magali, única hija de un terrateniente de la zona con quien Sidi Farid había abierto la brecha de negocios entre América y El Cairo. Se había enamorado tanto de doña Magali que aceptó tenerla solo a ella por esposa, aunque la religión del islam le permitía tener varias mujeres a la vez. Doña Magali le aceptó con tres condiciones: la primera, que ella sería la única esposa tanto aquí en América como si a Sidi Farid se le ocurría volver a Egipto; la segunda, que ella jamás se convertiría al islam, sería cristiana porque era muy devota de la Virgen del Rosario y en su familia jamás nadie se había hecho ni siquiera protestante. La tercera, que todos sus hijos serían cristianos y ninguno de ellos abrazaría el islam, aunque eso se pondría a prueba muchos años después cuando el segundo hijo del matrimonio le diera la espalda a la religión de su madre y se volviera al islam, quizá porque este sí ansiaba tener más de una esposa o la ambición de ser tan rico como su padre y hacer negocios con multimillonarios árabes de la tierra de su progenitor.


Fue doña Magali la que vio por la ventana que su hija volvía junto a su recién estrenado marido y corrió a la puerta. La abrió, cruzó el hermoso jardín que separaba el precioso patio de la entrada y la abrazó como si se hubiera ido una eternidad de su lado.

―¡Mi amor! ¡Qué bueno que regresaron! ―exclamó forrándola de besos.

―Hola, mami ―dijo ella sonriéndole―. Ya estamos de vuelta –esbozó una leve sonrisa.

Doña Magali la miró a los ojos mientras la apretaba con sus brazos:

―Te extrañamos, mi amor.

Rania sonrió zafándose de los brazos de su madre.

―Yo también los extrañé mucho.

Aldo se aproximó un tanto huraño y expresó su saludo con un aire distante:

―Buenas tardes, doña Magali.

Doña Magali soltó del todo a su hija, pues aún la sostenía de la mano y mirando a su yerno se acercó y lo abrazó con mucha familiaridad:

―Hola, muchacho, bienvenidos de vuelta, pasen. ―No dejaba de mirarlos con ternura.

―¡Farid! ¡Farid! ¡Llegaron los muchachos! ―gritaba entusiasmada.

―Dejen el equipaje, que los sirvientes se encarguen de eso ―ordenó sonriendo.

―¿Cómo les fue en la luna de miel? ¿Se divirtieron?

Aldo sonrió tímidamente y, tomando la mano de su esposa, respondió:

―Mucho, doña Magali, pero extrañaba ya trabajar.

Rania sonrió y recostándose en el hombro de su marido, comentó:

―Ya sabes cómo es de adicto al trabajo, mami.

Entraron a la mansión, y de la biblioteca salió Sidi Farid en su silla de ruedas, avanzó lentamente, pero Rania no se contuvo y corrió a sus brazos.

―¡Papi, te extrañamos! ―dijo sonriendo y cubriendo el rostro del viejo Farid con besos, besos dulces, de esos besos que hacen que cualquier padre dibuje en su rostro una sonrisa de amor.

―Alá Andulihlá ―exclamó él rodeando a la muchacha con sus brazos.

―Qué bueno que ya regresaron, más les vale que se hayan divertido ―agregó mirándolos a la cara con ese acento árabe que quizá jamás perdería.

―Suegro… ―saludó Aldo sonriendo y acercándose le besó las mejillas como si fuera una costumbre latina, pero Aldo comprendía que su suegro era árabe y que tenía que tenerlo contento de alguna manera.

―Por supuesto que nos divertimos, Egipto es un país muy hermoso.

―Sí que lo es. Nunca quise llevar a mis hijos a mi tierra natal porque quería que la conocieran en un momento especial de sus vidas, y ya Rania tuvo ese momento, ahora solo falta Maité y mi hijo Omar.

Rania dirigió sus pasos hasta donde estaba su esposo, entrelazó sus brazos con los del joven y agregó:

―Omar se muere por viajar a Medio Oriente, pero hasta que no termine la universidad papá no lo dejará encargarse de los negocios.

Sidi Farid juntó sus manos y en su rostro se dibujó la esperanza. Su yerno era el encargado de sus negocios, pero su sueño más caro era que Omar, su único y amado hijo, se encargara de todo lo relacionado con el patrimonio de la familia Tafur.

―Es verdad, alguien debe guiar todo lo que tenemos, y si no fuera por esta silla de ruedas, yo aún estaría viajando de aquí para allá, los negocios han sido mi vida. Pero Alá así lo decidió y las decisiones de Dios nunca se deben cuestionar ―luego miró a su esposa y continuó―: Mujer, ordena un banquete para la cena, esta noche celebraremos el regreso de nuestros hijos.




Rania abrió la puerta de su hermosa habitación llevándose una grata sorpresa, pues la habían preparado para ella y su marido. Hermosas y gruesas cortinas, nuevas alfombras, flores por doquier y un agradable aroma que envolvía la recámara. Su padre les había rogado que vivieran en la misma mansión que él mismo había mandado construir cerca de la playa.

Aldo la tomó por sorpresa por atrás y la entró a la habitación entre sus brazos mientras cubría su cuello de besos, haciendo que la muchacha rebosara de dicha.

―Te amo tanto ―susurró el enamorado esposo al oído de su amada.

―Eres el amor de mi vida ―afirmó Rania rodeando el cuello de Aldo con sus brazos.

La colocó cuidadosamente sobre la cama, y un beso apasionado puso punto final a la hermosa luna de miel de los recién casados.

―Qué bueno que ya mañana vuelvo a la fábrica ―dijo él después del beso mientras miraba a la ventana.

Rania se enderezó y se sentó en la orilla de la cama y comentó algo que no tenía nada que ver con lo que su esposo había dicho:

―Me preocupa mucho el regreso de Omar, siento que me odia, cree que por mi culpa mi padre lo internó en el colegio más caro de Costa Asunción.

Aldo la miró a los ojos y colocando sus manos alrededor del rostro de la joven Tafur, intentó consolarla:

―Pero es obvio que tú no tienes la culpa, amor, mira, en la vida uno madura y seguramente tu hermano habrá madurado en su estadía en el internado, además se va a incorporar a la fábrica y no tendrá tiempo de fastidiarte la vida, digo, si es que tiene esos planes. ―Luego le guiñó el ojo―: ¿Vamos a la piscina?


Maité era una joven de unos 18 años, al igual que su hermana Rania tenía una combinación entre árabe y latina muy marcada, muy hermosa, por cierto. Era alta y parecía más bien una modelo de modas, estudiaba Ciencias de la Comunicación y trabajaba en el canal local de Costa Asunción, tenía un excelente programa de noticias locales y estaba feliz por su profesión, por eso Maité era muy conocida no solo en Costa Asunción sino también en los pueblos vecinos. Entró a su casa y no encontró a nadie en el recibidor.

―¿Hola? ¿Hay alguien en casa? ―preguntó pasando, con una pantaloneta de lona pegada al cuerpo, unas sandalias, una blusa fresca y unos hermosos lentes, y una cartera elegante en su hombro. Marlen, la sirvienta, quizá de la misma edad que ella, salió de la cocina al oír que “la niña” llegaba.

―Señorita, ya regresó ―dijo, secándose las manos con su delantal.

―Sí, ya volví, Marlen, pero parece que no hay nadie en casa.

―Claro que sí, señorita, sus padres están en su recámara y ¡ay!, le cuento, ya llegó su hermana Rania, está en la piscina con su cuñado.

―¿Ya regresaron de Egipto? ―preguntó Maité interesada en la noticia que recibía.

―Sí, señorita, llegaron al mediodía.

―Toma mi bolsa, Marlen, llévala a mi cuarto, voy a ver a mi hermana.

La sirvienta tomó su bolsa y se retiró al cuarto de Maité.


Maité caminó por todo el borde de la piscina y vio a su hermana con su esposo en la misma, se besaban apasionadamente como si el viaje a Egipto no les hubiera alcanzado para entregarse todo el amor que sentían, y sin que ellos se dieran cuenta, se sentó en la orilla de la piscina metiendo solamente los pies en el agua. Luego tosió con la idea de interrumpir el romántico momento.

―¿Qué me trajeron de Egipto?

Rania la miró y apresuradamente fue donde ella estaba, se sentó a su lado y dándole un abrazo saludó:

―¡Hermanita! ¿Cómo estás?

Maité sonrió correspondiendo a su abrazo:

―Hermosa, ¿no me ves? ―contestó con picardía. Luego mirando a su cuñado dijo:

―¡Ey!, cuñado, ¿no me vas a dar un abrazo?

Aldo medio sonrió y fue a donde estaba ella, la abrazó diciendo:

―Hola, Maité.

Ella lo miró de una sola pieza diciendo:

―Hola, cuñis, ¿qué tal la luna de miel?

―¡Maravillosa! Egipto es lo máximo y más si vas acompañado de una mujer tan hermosa como Rania.

Rania lo miró complacida y sugirió a Maité:

―Métete con nosotros en la piscina.

Maité con una sonrisa en los labios, contestó:

―Noup, claro que no, tengo que terminar un deber de la universidad y luego iré con Gabriel a cenar.

Doña Magali, que iba en busca de Rania, vio al trío disfrutar del precioso día. Había escuchado lo que Maité había dicho sobre ir a cenar con su novio, e interrumpiendo la conversación sentenció:

―Eso de irte a cenar con tu novio, creo que no podrá ser, Maité, tu padre quiere hacer un banquete por el regreso de tu hermana y tu cuñado y no te perdonará si te vas a cenar fuera.

―Bueno, hay que solucionar el problema, invita a tu novio y que cene con nosotros ―sugirió la hermana mayor de Maité.

Maité sacó los pies de la piscina y nuevamente clavó su mirada en el atlético cuerpo de su cuñado, fue un escaneo disimulado, rápido, pero con lascivia.

―Bueno, lo llamaré y le diré a ver si viene porque es muy tímido con eso de venir a ver a los suegros. Nos vemos chicos ―añadió, poniéndose sus sandalias y entrando de nuevo a la mansión.

―Mi vida, tu papá quiere hablar contigo ―agregó doña Magali a su hija, dejándolos nuevamente solos casi instantáneamente.

―Regreso en un instante, amor, no tardaré.

Saliendo de la piscina, Rania se secó con la toalla que estaba a su alcance.

―Yo me echo otro chapuzón y me voy al cuarto, amor. ―Y diciendo esto se sumergió en el agua.

No había pasado mucho tiempo cuando Maité volvió, se paró en el borde y miró el ancho dorso de su cuñado…, estaba de espaldas a ella y su cuerpo atlético llamó nuevamente su morbosa atención. Se lanzó al agua y, sin que este pudiera reaccionar, ya estaba frente a él:

―¿Ya te dije que eres sexi? Estoy loca por probar nuevamente esos labios carnosos.

Aldo, al verla frente a él se asustó, intentó alejarse de ella, pero la atrevida cuñada no lo permitió.

―Maité, ¡por Dios!, ¿estás loca?, me acabo de casar con tu hermana.

―¿Y…? Podrías tenernos a las dos ―comentó coqueteando y pasando su dedo índice alrededor de los labios nerviosos de Aldo.

―Me voy al cuarto, no quiero tener problemas con tus padres ―argumentó Aldo intentando salir de la piscina.

―Eres tan guapo como cobarde. Vete ―dijo ella dibujando en su rostro tristeza, impotencia y rabia mientras su cuñado se alejaba caminando entre el agua rumbo a la orilla de la enorme piscina de la mansión.




Rania tocó la puerta y, después de que Sidi Farid, su padre, autorizara a que entrara, lo hizo. Estaba frente a su escritorio revisando papeles importantes.

―Entra, hija ―invitó.

Rania entró y se sentó frente a él. Aún llevaba un poco mojado el diminuto traje de baño que hubiera sido impensable exhibir por una mujer en un país como del que Sidi Farid procedía, pero vivir en América había hecho que el viejo musulmán dejara pasar muchas cosas que parecían haram (pecado) para su cultura tradicional.

―Veo que estabas en la piscina ―indicó sonriendo con amor paternal.

―Sí, papi, estábamos con Aldo refrescándonos un poco.

―Ya veo. Hija, cuando Aldo, tu marido, asumió la presidencia de la Procesadora, lo hizo sabiendo que cuando tu hermano volviera, él cedería su puesto a mi hijo y, como sabes, Omar está a punto de regresar a esta casa y tal como le prometí, quiero que él sea el presidente. Te llamé porque quiero que vayas preparando el terreno con Aldo, quiero que entienda que su tiempo como presidente de Procesadora de Mariscos “Cairo” llegó prácticamente a su final. Omar se encargará de todo, y cuando digo todo… es todo. Yo hablaré con tu marido, porque necesito que él le enseñe todo lo relacionado con la procesadora, cómo manejarla y cómo presidirla de una manera adecuada. Es su deber y así lo hará; por lo pronto, en vuestras charlas debajo de las sábanas, cuéntale lo que te he dicho y hazle saber que es hora de que mi hijo Omar se encargue de la fortuna familiar.

Rania suspiró. Aunque sabía que ese momento llegaría, no quería tener un enfrentamiento tan pronto con su marido, pero confiaba en que Aldo entendiera lo que su padre quería.

―Está bien, papá, yo me encargo de que mi marido se prepare mentalmente para dejar la presidencia. Papá, ¿crees que mi hermano me guarda algún rencor?

―Mi habiba (mi amor), ¿cómo se te ocurre?, Omar es tu hermano, y no fue culpa tuya que él fuera a ese internado, fue mi decisión. En todo caso al que debería odiar es a mí, no a ti. Relájate, cuando llegue tu hermano te darás cuenta de que Omar maduró en la escuela. Alá hará que la armonía reine en esta casa.

―Solo espero que no te equivoques, papá. Si ya no me necesitas para nada, me retiro.




Rania entró en su cuarto y vio a su marido secándose la cabeza con una toalla, aún sentía su corazón latir al verlo y por un instante sintió miedo de perderlo.

―Pensé que seguías en la piscina.

―No, amor, vine a dormir un poquito, el viaje fue agotador.

―Está bien, toma tu siesta, luego te cuento para qué quería verme papá.

―Apuesto a que quiere que yo deje la presidencia ―dijo acertando por completo, tiró la toalla sobre la cama y se acercó a su esposa.

―Exacto, pero toma tu siestecita que luego te cuento bien lo que me dijo.




Maité estaba en su habitación aplicándose crema en las piernas mientras hablaba por teléfono con su novio.

―Sí, amor, quiero que vengas a cenar esta noche con nosotros. Rania volvió de Egipto con mi cuñado y papá insiste en celebrar el regreso, y ya que tú y yo quedamos que esta noche íbamos a salir, pues se me ocurre que puedes venir a casa y sirve para que por fin formalicemos, al menos con la bendición de nuestros padres… ¿sí?

Aquella noche fue quizá la más incómoda para Gabriel y la más apropiada para Maité para por fin amarrarlo; cuando aquel estacionó el auto en las afueras de la mansión de la familia Tafur, vio a su novia al pie de las escaleras de la entrada. Bajó de su auto y cruzó el jardín frontal. Se veía hermosa la chica, con un vestido gris corto, escandaloso para la visión musulmana de Sidi Farid, pero muy a la moda para el mundo occidental. Ella bajó las escaleras hasta llegar a donde estaba su querido Gabriel. El muchacho iba vestido elegante, pero sin llegar tanto a lo formal: una camisa azul con un saco gris, pantalones del mismo color y unos adecuados zapatos formales negros. A pesar de su vestimenta, se notaba que hacía ejercicio, pues su complexión atlética era parte de lo que tanto amaba la millonaria jovencita.

―Hola, amor ―dijo ella sonriéndole mientras se acercaba y abría sus brazos para recibir un saludo afectuoso de su pareja.

―Te ves hermosa, mi vida ―dijo él perdiéndose entre los cálidos brazos de la rica heredera de los musulmanes como les llamaban en Costa Asunción.

―¿Entramos? ―preguntó Maité enredando sus brazos en los de Gabriel. Este dio un suspiro, como preparándose para entrar a un laberinto del cual quizá no saldría jamás.

―Entramos ―contestó el muchacho decidido.

Sidi Farid y su esposa estaban en la sala muy elegantemente vestidos, esperando que bajaran los recién casados. Entraron entonces Maité y Gabriel. El joven enamorado de la hija menor de los Tafur se quedó estupefacto al ver por dentro los lujos con los que vivía su pareja. Un nudo se le hizo en la garganta, ¿Cómo podría él hacer que la princesa que llevaba del brazo pasara a ser una cenicienta? ¿Estaría en realidad Maité tan enamorada de él que cambiaría la vida de lujos y extravagancia que llevaba para vivir como una chica en un barrio lleno de mugre y desorden? Ni siquiera tuvo tiempo de contestarse esas preguntas.

―Papá, mamá, les presento a Gabriel, mi novio.

Este se acercó a doña Magali y besando su mano saludó:

―Mucho gusto, señora.

―Bienvenido, muchacho.

―Él es mi padre. Sidi Farid.

Gabriel se volteó y vio al viejo Farid sentado en una silla de ruedas, no importaba su estado, lucía muy elegante.

―¿Sidi Farid? ―preguntó el joven sin tener claro su significado.

―Sidi, significa “don” en árabe ―dijo él muy serio.

―Sí, perdón, Sidi, por un instante lo olvidé. Un placer conocerlo ―saludó extendiendo la mano.

Sidi Farid también extendió su mano y la estrechó con el joven que muy probablemente se convertiría en su otro yerno.

―Bienvenido. ¿De qué familia eres muchacho? ―preguntó interesado por saber con quién se emparentarían.

―De la familia Izaguirre, señor ―contestó sonriendo el muchacho.

―¿Los dueños de los cruceros?

―Así es, señor.

―Siéntate, por favor―dijo el viejo soltándolo e indicándole que se sentara en el sofá junto a su hija―. Cuéntame más de ti.

Gabriel se colocó junto a su prometida y, después de una mirada fugaz a su suegra y a su novia, inició su falso argumento:

―Soy el hijo mayor de la familia, administro todo lo relacionado con los cruceros y tengo a mi cargo prácticamente toda la empresa. Mi padre se retiró hace unos meses.

El viejo Farid miró a su hija y con tono dulce le dijo:

―Maité, ordena un té para todos.

―Permiso, ahora lo traerán ―dijo la joven levantándose del sofá y dejando solo al muchacho con sus futuros suegros. El temor se apoderó de Gabriel. Sabía que los Tafur eran una familia rica y poderosa, pero cualquier chisme exagerado de barrio era poco para lo que sus ojos veían.

Luego de que su hija saliera de la sala, el viejo Farid miró al joven intimidado por su presencia.

―¿Y vas en serio con mi hija? ¿Tienen planes de casarse? ―preguntó en un tono severo.

Gabriel sonrió tímidamente y dando una mirada relámpago a doña Magali aseguró:

―Sí, ojalá podamos casarnos pronto.

―Llevas uno de los nombres más bendecidos por Alá, Gabriel es el nombre de uno de los ángeles más cercanos a Dios.

―Gracias, señor ―respondió el chico sin saber exactamente por qué el viejo árabe cambiaba de tema tan bruscamente.




Rania se maquillaba frente al espejo mientras Aldo la esperaba sentado en la orilla de la cama. Ella lo miró por el espejo y preguntó en un tono dulce:

―¿Qué piensas, amor? Te veo serio.

―No, solo pensaba en la llegada de tu hermano, de lo que me dijiste hace rato, creo que tu padre se va apresurar para entregarle la presidencia a Omar. Él no sabe nada del negocio. Desde mi punto de vista, tu padre debería de dejarlo a mi lado un tiempo para que aprenda el movimiento, tiene que ganar experiencia o la procesadora se irá a la quiebra.

Rania volteó y fue hasta donde estaba él, se sentó a su lado y recostando su cabeza en su hombro sugirió:

―¿Y por qué no le dices eso a papá?, es tu obligación hacerle saber lo que piensas, amor.

―Sí, cuando Sidi Farid me llame para decirme oficialmente que tu hermano será el nuevo presidente, se lo haré saber.

Ella le besó la mejilla, intentando borrar de la cara de su marido la decepción que en ella se dibujaba.

―Bueno, bajemos a cenar y disfrutemos esta noche, que los negocios no se inmiscuyan en nuestra vida privada. ―Las palabras de su esposa hicieron recapacitar a Aldo. Tenía que mantener la cordura, aunque se había acostumbrado a las comodidades de mandar, era hora de despertar del sueño y saber que su papel como presidente de la Procesadora estaba llegando a su final.

Rania y Aldo bajaron por las enormes escaleras que se desplegaban hasta la sala como una inmensa alfombra. Al verlos descender, todos se pusieron de pie y dejaron sus tazas de té en la mesita que estaba en el centro. Entonces Maité tomó la palabra:

―Mira, amor, allí viene mi hermana y su esposo, te los voy a presentar.

Después de que Maité hiciera las presentaciones correspondientes y que todos estuvieran listos, Sidi Farid pidió a todo el mundo que se dirigieran al lugar donde el banquete había sido preparado. Era una mesa exageradamente grande, repleta de diferentes platillos, una mezcla entre comida árabe y típica de la región. Exquisitos manjares que hicieron que Gabriel se escandalizara por dentro, pero mantuvo la calma. La gente rica siempre hace comida para luego tirarla, aunque en las puertas de sus mansiones los mendigos mueran a consecuencia del hambre.

―Y resulta que Gabriel es el heredero de los Cruceros “Blue Adventure” ―dijo Sidi Farid a Aldo su yerno.

―Tu familia es una de las más adineradas de Costa Asunción ―observó Aldo sorprendido por la noticia, aunque su mirada calculadora había carcomido la de Gabriel.

―Pues no nos va mal, no podemos quejarnos ―aseguró Gabriel, tomando un sorbo de café e intentando dar por terminado el incómodo tema.

―Aldo es por ahora el Presidente de la Procesadora “Cairo”, pero claro, cuando mi hijo Omar llegue, se encargará él de todo, y será muy pronto… ―indicó Sidi Farid orgulloso de su hijo.


Gabriel manejó el hermoso auto hasta aquel predio repleto, bajó y canceló el alquiler. Salió nuevamente a la calle y esperó pacientemente a tomar un autobús que lo llevaría derecho a su casa. La joven millonaria quería que su novio impresionara a sus padres, y no le importaba pagar por eso.


Aldo se quitó los zapatos y se sentó en la orilla de la cama después de la cena. Estaba completamente incómodo, pues Sidi Farid no perdía la oportunidad de hacerle saber que era menos importante que Omar, incluso había hecho un anuncio oficial del cambio de mando en la procesadora justo en la cena, antes de sentarse a hablar del asunto con él.

―A tu padre le urge sacarme de la presidencia y sentar a Omar en ella.

Rania, quien estaba en el baño privado de su cuarto, abrió la puerta para hablarle.

―No es eso, amor, lo que pasa es que mi padre es el típico musulmán que está orgulloso de su hijo y quiere que este guíe a la familia, es todo. Mi padre te aprecia mucho y está muy agradecido con lo que has hecho por la familia, mi vida.

Aldo se quitó el pantalón y luego la camisa y buscó su ropa de dormir. Después de vestirse apropiadamente para descansar, se metió en la cama.

―Pues sí, pueda ser que tengas razón, amor, pero de todas formas no debería ser tan obvio. Pero, en fin, al final también tendré menos responsabilidad.

―Mi vida, ¿no crees que fue un hermoso gesto que mi padre te nombrara presidente de la Procesadora cuando apenas eras mi novio?

―Sí, en eso tienes razón, debo ser un poco más maduro y tomar mi puesto, yo solo soy tu marido y Omar es su hijo.


Sidi Farid, quien ya estaba acostado, vio a su esposa doña Magali peinándose frente al espejo en su cuarto.

―Si Maité logra casarse con ese muchacho, nuestra fortuna crecerá, parece que Alá nos bendice más de lo que merecemos. Solo falta que Omar encuentre una chica rica y no tendremos que preocuparnos más, ¿no crees, mujer?

―Farid, por Dios, ¿tú no piensas más que en el dinero?, yo solo quiero que mis hijos sean felices, en todo caso, ricos ya son.

―Oro llama a oro, mujer, oro llama a oro y Alá es muy justo dando abundancia a sus fieles.

Ella se acercó y se sentó en la cama. Se sentía agotada por el día que había tenido. Aunque las cocineras eran muy eficientes, ella se había encargado personalmente de que la fiesta sobria que habían tenido fuera un éxito. Todo el mundo en la mansión sabía que la señora de la casa supervisaba cada movimiento en ese tipo de eventos.

―Lo único que deseo es que mis tres hijos sean felices, es todo. ―Eran palabras sinceras las que salían de la boca de doña Magali.

―Métete en la cama mejor, mujer, y seamos felices tú y yo por esta noche.

―Por Dios, Farid, no empieces con eso otra vez, ¿sabes desde cuando tú y yo no estamos juntos?

El viejo Farid bajó la mirada.

―Desde mi accidente.

Ella lo miró con rabia.

―¡Exacto! ¡Exacto! ¿Y sabes por qué no funcionas? Por inseguro, Farid, porque todo lo tienes en la cabeza, tienes dañadas las piernas, ¡las piernas! Es más, este tema es muy bochornoso para mí, así que mejor duérmete y no empieces a calentarme porque luego, pues… luego ni respondes. Feliz noche, Farid.

Fue un golpe directo a su hombría, pero el viejo árabe sabía que en las palabras enfadadas de su esposa había un poco de verdad. Quizá el problema era mental. Se acomodó e intentó dormir, solo lo intentó.


La noche era muy oscura. Las luces de la inmensa mansión permanecían apagadas y los guardias dormían, todo era quietud. Quizá eran las dos y media de la mañana cuando Rania escuchó la voz de su hermano, como si la llamara, era un susurro casi al oído: “Rania”, decía en un tono casi de canto. Esta se enderezó y, por debajo de la puerta, vio la sombra de unos pies. Era claramente un hombre, o al menos eso le parecía.

―Amor, despierta, alguien se metió a la casa ―musitó asustada.

―Rania, por favor, duérmete, la casa está infestada de guardias, nadie puede entrar. Duérmete ya ―dijo su marido jalando la sábana y echándosela encima.

―Hay un hombre allí ―insistió ella más asustada aún, pero Aldo empezó a roncar. Rania se atrevió a levantarse, con mucho cuidado se puso sus sandalias y tomando su bata se la colocó y caminó hacia la puerta lentamente, pero notó que la sombra se alejaba. Dio la vuelta poco a poco a la perilla y entreabrió la puerta. Sacó la cara para ver por el pasillo, pero no vio a nadie. Iba a regresar a su cama, pero la silueta de un hombre cruzando el pasillo la asustó. Entró y cerró la puerta inmediatamente. Miró a su esposo, que plácidamente dormía, pero no quiso despertarlo, estaba tan asustada. Caminó lentamente hasta su cama cuando, de pronto, dos toques queditos en la puerta… Rania se asustó tanto que corrió a la cama y se enconchó dejando casi desnudo a su marido.

Tardó tanto en quedarse dormida que, a la mañana siguiente, cuando despertó, su marido ya se había ido a trabajar. Se asustó al ver a su hermana sentada en el sillón frente a su cama, se comía una manzana, al verla despertar dijo:

€3,99

Žanrid ja sildid

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9788412049046
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