Zahorí III. La rueda del Ser

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Sari: Zahorí #3
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Zahorí III. La rueda del Ser
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A las mujeres que hicieron posible esta historia,

en especial, a mi madre.

Todo pasa y todo vuelve, eternamente gira la rueda del ser.

Todo muere, todo reflorece; eternamente se desenrolla el año del ser.

Todo se rompe, todo se reajusta; eternamente se edifica la morada del ser.

Nietzsche

Contenido

Portadilla

Dedicatoria

Cita

Primera parte. Gach rud bás - Todo muere

Éaulú

Golpe

Adiós

Caza

Ostara

Ocultos

1960

Asilo

Mabon

Silencios

Sola

2005

Caos

Segunda parte. Saol gach rud - Todo vive

Recuerdos

Confesión

Lughnasadh

Prisionero

Sangre

Asalto

Unión

Rivales

Emboscada

Regreso

Espera

Pérdida

Redención

Epílogo

Créditos

Primera parte

Éalú


Contae Ard Mhacha

Ulster, 1769

“La oscuridad busca la oscuridad”, pensó Melantha mientras arrojaba otro leño dentro de la chimenea. Esa noche se cumplían tres lunas desde la última liberación del Maldito. Era solo cosa de tiempo para que llegara hasta ella y su familia que, al parecer, eran los últimos descendientes del agua.

Miró por encima de su hombro. Tras ella, Melinda mecía la cuna para mantener dormida a Maeve, su hermana menor. Sus ojos se toparon y sonrieron, aunque no había rastro de alegría en ellos. Con apenas diez años, el don de la visión le permitía a Melinda entender aspectos de la vida que ni siquiera Melantha era capaz de comprender. Quizás por eso estaba tan cerca de Maeve: algo ocurriría.

Melantha removió los leños por última vez para asegurarse de que el fuego estuviera bien asentado. Se quedó de cuclillas observando las llamas que iban y venían hacia ella, como queriendo y no devorarla. Nada bueno auguraba la sensación que tenía anclada en el pecho ni el comportamiento de Melinda, pero no había nada más que pudieran hacer.

Se levantó y caminó hacia el fondo de la cocina, no sin antes besar la frente de sus hijas. Maeve solo la miró y Melinda se quedó quieta como el tronco de un árbol vetusto. Seguía esperando y Melantha intuía qué, o peor aún, a quién. Le preguntó a Melinda si ya había aprendido el hechizo y ella asintió. “Ahora solo falta la poción y el candado, madre”, le dijo al mismo tiempo que dejaba de mecer la cuna para acercarse a ella. La abrazó fuerte, con necesidad, y Melantha temió lo que pudiera significar ese gesto.

“Revuelve mientras busco los frascos”, dijo entregándole la cuchara de madera. Melinda se quedó junto a la poción verdeazulada, que gorgoteaba y echaba humo. Mientras, Melantha se acercó a la despensa para sacar de ahí dos pequeños frascos de vidrio. Su hija le preguntó si la poción sería realmente necesaria; después de todo, ya había visto el poder del candado sobre otros oscuros. Melantha quiso contarle los detalles de la historia. Quiso explicarle que el Maldito no era como los demás, pero se convenció a sí misma de que no había tiempo para eso, que Melinda ya tenía suficiente con sus premoniciones. Su respuesta fue clara y limitada: “Este oscuro es más fuerte que los otros, Melinda. La poción es necesaria para debilitarlo antes de usar el candado”, contestó. No era mentira. Tampoco era toda la verdad.

Apagó el fuego con una mano y con la otra tomó el embudo. Melinda afirmó uno de los frascos tubulares y Melantha dejó caer el líquido dentro de él; no pudo evitar que una parte cayera fuera. “¿No debiera ser más azul?”, preguntó Melinda, que acostumbraba a preparar las pociones con Lucio, su padre, y conocía muy bien las tonalidades. “Sí, debiera serlo”, dijo. “Pero no queda tiempo”, pensó.

Tapó el frasco con un corcho y lo dejó sobre el mesón. En seguida, se prepararon para llenar la segunda botella. Melantha no sabía con exactitud cuántas serían necesarias para debilitar al Maldito; quizás con una era suficiente, quizás con dos. Lo único que tenía claro era que no correría riesgos y, si había preparado bastante como para llenar diez frascos, entonces usaría los diez. El líquido corrió con rapidez dentro del vidrio. Esta vez, ni una sola gota cayó fuera. Melinda lo tapó y lo dejó justo al lado del primero.

Iban a llenar el tercero cuando una de las ventanas se abrió de golpe. El viento helado movió las cortinas y azuzó al fuego. Melinda clavó una mirada de alarma sobre su madre, pero Melantha no se dio por aludida. Nada de lo que ocurría era una buena señal –la noche sin luna, el viento sin tregua, los invitados inesperados que acechaban entre las sombras–; aun así, Melantha no dejaría caer más peso sobre Melinda.

Cerró la ventana, movió suavemente la cuna de Maeve que, una vez dormida, no despertaba ni con tormenta, y le dijo a Melinda que no se preocupara, que solo había sido el viento de invierno. “Eso no fue solo el viento”, respondió su hija, “esas fueron las hermanas del aire”. ¿Cómo podía Melinda tener solo diez años y entender cada detalle que se presentara frente a ella? ¿Heredaría de Bahee algo más que la premonición? Tal vez, todas las elementales que tuvieran el don de la visión tenían, además, algo de druida, como sus ancestros Kene y Bahee. “No, Melinda, es el invierno. Hay que mantener la calma”, dijo, aunque no supo si más por ella que por su hija.

Dejó la olla sobre el quemador y le pidió a Melinda que la esperara ahí mismo para que cuidara el sueño de Maeve. Inquieta, fue hasta la habitación que compartía con Lucio. Melinda tenía razón: esa ráfaga de viento helado fue una advertencia de las hermanas del aire. ¿Habría llegado también ese llamado hasta Lucio? Quizás era mejor que no, que siguiera lejos del hogar, para que el Maldito no lo alcanzara también a él. Si el señor de los oscuros odiaba a las elementales del agua, no existían palabras que describieran lo que sentía por sus enviados. Estos, a su vez, eran simples ovejas desprevenidas ante el poder del Maldito; nada de lo que pudiera hacer un enviado significaba una amenaza para él. Por eso, cuando Melinda le contó sobre la visión que tuvo, cuando le dijo que una sombra de ojos ardientes se aproximaba, inventó una excusa a Lucio para que saliera de la casa, para que estuviera lejos todo el día. Era una lucha de elementales, no de enviados. Eso pensaba ella.

Caminó por la habitación lentamente hasta que, por fin, el tablón que buscaba se levantó. Corrió la alfombra que lo cubría, se agachó y levantó la madera hasta sacar el pedazo flojo del piso. Metió su mano dentro del agujero negro. No tuvo que ir muy lejos para percibir la frialdad del cofre. Sintió un alivio profundo y respiró. Respiró como si fuera la primera y última vez. Por un momento creyó que esa era la advertencia del aire: el Maldito logró hallar el cofre y ya no había vuelta atrás. Pero no. Ahí estaba, frente a ella.

Sus bordes redondeados, la frialdad del metal, las cuatro gemas pequeñas que recordaban a los cuatro talismanes del poder: sodalita, turmalina verde, cuarzo transparente y piedra del Sol; cada una ocupando una de las cuatro esquinas. Al medio, justo bajo la rueda del Ser, en un grabado delicado y agudo, la sentencia: “Gach rud bás. Saol gach rud”1. Volvió a respirar como si fuera la primera y última vez, y lo guardó nuevamente en su escondite. Poco importaba lo que pasara con ella, lo único realmente importante era ese cofre; mientras el agua lo tuviera, la rueda seguiría girando.

 

“¡Madre! ¡Ven, rápido!”, gritó Melinda que estaba justo detrás de ella. “¿Qué pasa? ¿Por qué dejaste sola a Maeve?”, le preguntó mientras las dos caminaban de vuelta al salón principal. Melantha no tuvo necesidad de escuchar explicaciones: una bruma negra se colaba por debajo de la puerta. “Llegó la hora”, pensó. Deprisa, dejó ambas manos sobre los hombros de Melinda y antes de que pudiera hablar, su hija se le adelantó: “Vida, muerte y resurrección: la rueda del Ser volverá a girar”. Melantha asintió con lágrimas en sus ojos. Sintió la despedida inminente en esas palabras, la soledad irrevocable de su clan. Melinda no se lo dijo, pero entonces Melantha supo que una de sus premoniciones había sido la muerte.

Quizás la mía, pensó.

Quizás la suya.

Nunca, jamás, imaginó que sería otra.

La niebla oscura entró a la casa por cada espacio posible: hendiduras de las puertas, grietas escondidas en las murallas, rendijas de las ventanas. Al principio, lenta y suave como si se tratara del vapor que emana el agua hirviendo; luego, densa y violentamente como solo la oscuridad podría hacerlo. Sin embargo, no era cualquier oscuridad, era el Maldito que venía por ellas y, en especial, por el cofre. No importaba cuánto dolor le infligiera, cuántas pérdidas tuviera que asumir: desde el día en que el cofre había llegado a ella, hizo un juramento y no estaba dispuesta a romperlo. Rápido, Melantha tomó dos de los frascos que contenían la poción y se los entregó a Melinda junto con la estricta orden de quedarse escondida detrás del mueble. Su hija asintió y se agachó.

Apretó firmemente el tercer frasco, al mismo tiempo que corría hacia Maeve, pero a mitad de camino una figura oscura e imponente la detuvo: era la bruma y la noche en el contorno del Maldito. Se quedó detenida justo entre ella y la cuna donde lloraba Maeve. Con una mano continuó aferrada a la poción y con la otra sacó la figura del candado que llevaba colgada al cuello. Se la mostró al Maldito, no sabiendo si él sería capaz de verla siendo solo niebla y oscuridad. Aun así, la sostuvo con fuerza.

Él le habló como si la muerte fuera quien lo hiciera:

-Inis dom áit a bhfuil an rialtóir2.

Melantha respondió arrojándole la poción. Apenas lo hizo, la figura perdió consistencia, pero se mantuvo ahí. Entonces, apareció Melinda y antes de que Melantha pudiera decirle que volviera a su escondite, lanzó los otros dos frascos. Tomaron sus manos y, juntas, empezaron a recitar las palabras.

“Es el agua quien te expulsa”, dijeron y un sonido gutural emergió de la figura sombría.

“Es la tierra quien te expulsa”, dijeron y la bruma comenzó a disolverse.

“Es el aire quien te expulsa”, dijeron y la niebla retrocedió, lentamente, hasta desaparecer de la casa.

Continuaron unos segundos inmóviles, solo el pecho subía y bajaba con velocidad. Melantha podía sentir los dedos húmedos de Melinda entrelazados a los suyos. Creyendo que, por el momento, habían logrado evadir al Maldito, soltó su mano para ir en busca de Maeve. Bastó ese gesto para que, una vez más, la niebla volviera a entrar. Sin aviso, sin tiempo. La bruma llegó densa y fría, como nunca antes. Maeve sintió la oscuridad y lloró. Lloró como el alma antigua que conoce las penas y los males del mundo. Lloró como si estuviera sola, como si siempre hubiera estado sola. Pero Melantha estaba ahí, iba por ella para tomarla en sus brazos y no soltarla jamás. Eso fue lo que intentó hacer hasta que la niebla lo cubrió todo y la casa completa no fue más que oscuridad.

Caminó a ciegas, solo guiada por el llanto de Maeve. Cuando creyó tenerla cerca, cuando creyó alcanzar a sostenerla, una fuerza invisible corrió frente a ella y sintió la ola que arrasa y encoge.

No la vio, pero escuchó la cuna estrellarse contra el muro.

No la vio, pero escuchó el llanto acabar; el silencio cernirse dentro de ella.

No la vio, pero escuchó el grito de Melinda, que fue tierra sobre la tumba.

Luego, todo fue oscuridad.

***

Las piernas del caballo apenas se hundían en el barro gracias a la velocidad que impulsaba al jinete. Un diluvio abatía el bosque y la niebla le nublaba la vista. “¡Rápido, Mai, más rápido!”, le gritó a su compañero de ruta. Sus palabras se perdieron en el viento. El sudor y el vaho que exhalaba el animal hacían contraste con la lluvia que caía sobre ellos. Anduvieron millas esa tarde con una sola intención: buscar más descendientes del clan de agua que pudieran hacerse cargo del cofre. Melinda y Maeve aún eran pequeñas y no lo querían cerca de ellas; tanto él como Melantha conocían los peligros que implicaba mantener ese secreto bajo su techo. Sin embargo, no era una opción entregarlo a otro clan: el cofre debía permanecer bajo el dominio del agua, de lo contrario, nadie sabía realmente qué podría suceder.

A pesar de la búsqueda, Lucio no logró hallar ni un alma del clan de agua. Junto a Mai recorrió todo el campo, las comunidades apartadas y los pueblos cercanos, pero no encontró ni un solo rastro; al parecer ellos eran los únicos que quedaban. ¿Dónde estarían los otros clanes?, se preguntó cuando todavía quedaba camino por delante, cuando ni siquiera intuía la tragedia que se desataría en su hogar algunas horas después. En ciertas ocasiones, ritos importantes, como los sabbats o los equinoccios, escuchaban la voz del aire y sentían el poder de la tierra. Pero del agua y el fuego no había rastro alguno. Mucho tiempo pasó desde el apogeo del poder elemental, la unión entre los clanes, la conexión con la naturaleza. Ahora solo quedaba un espacio baldío y gélido.

Vio la forma de su sombra proyectada en la tierra y supo que era momento de volver a casa. Emprendió un paso constante y tranquilo para no cansar de más a Mai. Suficiente le exigió durante el día, y quedaba una larga jornada de regreso. Se detuvieron en algunos arroyos que cruzaban el camino para beber agua y descansar. A pesar de la última liberación –hecha probablemente por algún traidor de fuego–, el Maldito no daba señales de su presencia en Irlanda. Solo algunas manifestaciones de la naturaleza; el mar inquieto, la tierra más húmeda y fría de lo normal, el viento rasante. Ni un rastro siniestro con las características de sus liberaciones anteriores. Quizás, pensaba Lucio, la suerte corría de su lado.

Qué equivocado estaba.

Se acercaba ya a su terreno, a su pequeña casa de campo, a sus dos niñas, a su mujer. Se acercaba a la vida, sentía con cada paso que daba Mai.

Y en realidad se acercaba a la muerte.

Un remolino de viento cruzó su camino y lo rodeó hasta quedar justo frente a él. El viento continuó girando en una hélice perfecta, poco natural. Entonces lo supo: si las hermanas del aire se manifestaban frente a él, era porque algo malo sucedía.

No fue necesario que tirara de las riendas, Mai se detuvo por sí solo al escuchar una voz, casi un murmullo, que salía desde lo más profundo del remolino: “La descendencia del agua peligra. Corre, enviado del agua”, dijo la voz de una elemental, al mismo tiempo que el remolino se deshacía. Las pupilas de Lucio se dilataron. “¡Vamos, compañero!”, le gritó a Mai, que en seguida comenzó a galopar como nunca antes lo hizo.

La capa, completamente empapada, flameaba por la velocidad del galope y el viento. Sujetó la rienda con una mano y con la otra tiró la capucha hacia atrás. La fuerza, mezclada con la adrenalina, hizo que sacara de raíz parte de su pelo ceniza. No sintió dolor. No sentía frío ni cansancio. Solo el miedo y el apuro tenían cabida esa noche.

La bruma y la oscuridad borraban el camino y a Mai se le doblaban las rodillas. La respiración de ambos se hizo cada vez más intensa al igual que la lluvia; parecía que la peor tormenta del año se había desatado de un minuto a otro. Si buscaba manifestaciones naturales que le hablaran del Maldito, ahí las tenía. Justo frente a él, de la peor manera.

Entre las sombras de la noche logró distinguir una luz a los lejos. Hizo que su compañero apresurara el paso aún más, pidiéndole un último esfuerzo. A medida que se acercaba entendió que esa luz, antes pequeña, era en realidad una sola gran llamarada: su hogar era el fuego.

No esperó a que Mai se detuviera por completo, sino que se tiró caballo abajo. Sus botas se hundieron en la profundidad del barro, pero el miedo y la desesperación lo hicieron correr como si fuera pasto en pleno verano.

No gritó, no pensó. Solo corrió.

Frente a las llamas que devoraban la casa, vio dos figuras: Melantha y Melinda. ¿Dónde estaba Maeve? Era inquieta, pero demasiado pequeña para salir arrancando por sí sola. ¿Dónde estaba el cofre? Melantha no habría permitido que el Maldito se hiciera con él; si lo hubiera hecho, no solo la casa estaría sumergida en el fuego.

“¡Melantha!”, gritó. La elemental se dio vuelta para mirarlo. Vio sus cejas caídas, su boca en una sola línea recta y lo supo: el cofre aún estaba con ellos, los últimos descendientes del clan de agua.

Se quedó detenido, observándolas. A los gestos de Melantha sumó los ojos fríos de Melinda y sospechó lo peor.

Melantha le habló como si no fuese ella, sino la muerte:


—Tá an Damnaigh iamh. Is é an cófra sábháilte3.

No quería preguntarlo. No quería saberlo con tanta certeza. Pero debía hacerlo:

—Agus an cailín?4.

Melantha negó con la cabeza, su cuerpo tembló.

—Cad a dhéanaimid anois?5.

La matriarca del clan de agua fijó sus ojos en él, y con el mar en su mirada, le dijo: “Huir”.

1“Todo muere. Todo vive”.

2 “Dime dónde está el cofre”.

3 “El Maldito está encerrado. El cofre está a salvo”.

4 “¿Y la niña?”

5 “¿Qué haremos ahora?”

Golpe

Las palabras de Muriel en la voz de Mercedes eran un eco infinito dentro de su mente. “La voz del fuego silenciada por el barro. La voz del fuego evocada por el viento. La voz del fuego devorada por el mar”.

Quedaban muchas preguntas por responder; acertijos sombríos para los que no encontraban solución. Solo Mercedes podía hacerlo, al menos en teoría, mientras siguiera viva.

—Lo lograron.

No escuchó llegar a León. La tormenta –una mezcla terrible del invierno con la magia oscura– no le habría permitido oír algo más aparte de la lluvia. Estaba detenido a su lado con la vista fija en el mismo punto que ella: la energía, negra y tubular, que rompía entre las copas de los árboles.

“Perdimos la casona”, pensó.

El último espacio al que pudo llamar hogar.

Marina afirmó con la cabeza y añadió:

—No tenemos mucho tiempo.

—Hay que irse de aquí.

—Sí. Pero no podemos movernos con la Meche así…

—Tampoco podemos pelear contra ellos.

La miró:

—Tenemos que encontrar ese talismán.

Marina lo sabía; era la única forma de derrotar a An Damnaigh.

—¡¿Qué hacen aquí afuera?! ¡Entren!

Magdalena aún tenía el hilo de sangre que corría desde el costado izquierdo de su cabeza hasta el cuello. En todo caso, era un alivio que fuera solo eso. Los dos ataques seguidos que tuvieron en la casona podrían haber terminado peor. Mucho peor. Por el momento, sin embargo, no había bajas y solo Mercedes estaba herida de gravedad. Probablemente, más por los recuerdos, las historias veladas y los familiares perdidos que por la posesión del oscuro.

—Blyth y Celina lo hicieron, liberaron al Maldito y a los oscuros –dijo Marina a Magdalena, señalando la concentración de energía oscura a los lejos.

—Por eso tenemos que decidir rápido qué vamos a hacer.

Marina supo que su hermana se refería más a Luciana, Vanesa y Emilio que a la consecuencia inmediata de la liberación masiva de oscuros. La pregunta que daba vueltas en la cabeza de las hermanas –o al menos, de ella y Magdalena– era una: ¿podían o no confiar en las hijas e hijos del fuego perdido?

 

—Lo único que podemos hacer es salir de este lugar.

—Sí sé, León –contestó Magdalena–. Pero hay que decidir dónde y con quién. Vengan, vamos.

Magdalena se dio vuelta y caminó con paso rápido hacia el interior de la cúpula de copas de árboles entrelazadas que ella misma había creado. Si no hubiera sido por sus habilidades, Mercedes estaría muerta y los demás descubiertos en la mitad de una tormenta.

Aunque no lo quisiera, en especial luego de conocer la otra versión de la historia, Magdalena tenía bastante de Aïne.

Marina la siguió, pero antes de que pudiera avanzar mucho más, León tomó su mano. Se veía inquietamente calmo. Y por algún motivo, Marina intuía que esa calma también era parte de su máscara.

—Vamos a tener que separarnos.

Ya lo habían esbozado antes: si querían ganar la guerra tenían un talismán perdido que encontrar y cuatro clanes que reunir. Así, todo apuntaba a la necesidad de dividir al grupo para cumplir con ambas misiones sin morir en el intento.

—Es lo más probable.

—Me gustaría ir contigo.

—No necesito guardaespaldas, León. Voy a estar bien.

—Lo sé. Es por mí que lo digo.

—¿Por ti?

—No puedo explicarte todo ahora.

—No me has explicado nada.

Era un hecho: León estaba lleno de secretos y ella no conocía ninguno.

No podía confiar en él.

—Yo creo que esto es la primera vez que pasa –le dijo.

—¿Qué cosa?

—Una elemental que no sabe nada del enviado que le asignaron –supo lo horrible que sonaba antes de decirlo; y aun así lo dijo.

—Ninguno de los dos es muy apegado a la tradición –sintió el golpe de vuelta–. Dime, ¿podemos ir juntos?

Cambio de tema. Era bueno que se parecieran en algo.

—No funciona así. No estamos armando equipos para una kermesse. Todo depende de la estrategia.

—Es estratégico que estemos juntos. Viajando, digo.

Marina buscó señales dentro de los ojos de León. Algo, cualquier cosa que le dijera qué pensaba realmente. Como siempre, no obtuvo más que silencios y vacíos.

Sin embargo, una respuesta tenía clara: ninguno de los dos necesitaba la protección del otro. Como decía él, su relación era pura estrategia.

—¡Marina! ¡León! ¡Ya, pues! ¡Vengan!

La voz de Magdalena fue como un eco distante.

León caminó solo hacia la cúpula. No esperó palabras de ella. Quizás, no quería escuchar un “no” como respuesta.

Dentro de la cúpula el ambiente no era mejor. Gabriel cuidaba de Mercedes, quien seguía en un espacio intermedio entre la vigilia y el sueño, herida y con quejidos de dolor. Luciana y Manuela observaban un mapa de Chile mientras discutían posibles rutas. Emilio se paseaba de un rincón a otro y Vanesa lo seguía con la mirada, probablemente a solo segundos de pedirle que se detuviera.

Cuando los tres entraron nuevamente, los ojos se posaron sobre Marina.

—¿Qué pasa afuera? –le preguntó Manuela.

—Mal. Tenemos que irnos rápido.

—Y tenemos que separarnos –añadió Emilio; los demás dejaron ver su desconfianza en un silencio prolongado, después de todo, apenas unas horas antes habían descubierto la supuesta verdad sobre ellos–. Es la única forma para alcanzar a encontrar el talismán y advertir a los clanes, antes de que nos maten a todos.

—No nos vamos a separar altiro –declaró Magdalena–. Lo primero es encontrar un lugar seguro para la Meche. Después vemos cómo lo hacemos.

—¿Te refieres a “después”… como cuando confíes en nosotros?

—Sí, Emilio.

—No hay tiempo para eso.

—Bueno, vamos a tener que encontrar el tiempo, porque no voy a viajar por Chile con personas en las que ni siquiera confío –antes que Emilio pudiera contestarle, Magdalena le habló a Manuela–: ¿encontraste algún lugar seguro adonde podamos ir?

—Al interior del bosque.

—¿Algún punto exacto?

—No. Solo sabemos que si los oscuros fueron liberados en el sector de los ríos, que es más o menos el límite entre el pueblo y el bosque, el interior debiera estar despejado.

—Y probablemente primero vayan al pueblo –agregó Luciana–. Son espíritus, necesitan cuerpos si quieren pelear en una guerra.

Magdalena la miró solo unos segundos, como si pudiera ver más allá de las palabras.

Luego volvió a Manuela:

—Vamos para allá, entonces.

—No sabía que estabas a cargo –dijo Luciana.

—No lo estoy. Pero nosotros, al menos, vamos adonde dice Manuela.

—Decidimos juntas el lugar, Maida –comentó Manuela que, en realidad, parecía querer decir mucho más.

Quería explicarle que sus elementos funcionaban mejor juntos; que ella y Luciana formaban parte de un todo; que la rueda del Ser no dejaba atrás al fuego. Quería que supiera, que entendiera, que no importaba el tiempo o las historias contadas a medias: ella confiaba en Luciana y no la dejaría atrás.

—¿Qué más necesitas para confiar en ellos? –añadió Manuela–. Ya nos contaron todo lo que pasó.

—Eso es algo que tenemos que discutir en privado.

—Sabes que fue tu lado el genocida, ah… –comentó Emilio–, y aun así sigues desconfiando de nosotros –miró a Luciana y luego a Vanesa–: Vámonos no más. No tenemos nada que hacer aquí. Que se las arreglen solas.

Iba camino a tomar su mochila cuando Marina lo interceptó. Puso la palma de su mano sobre el pecho y lo detuvo. No dijo nada, ese gesto fue suficiente. Todavía quedaba algo de la amistad que alguna vez tuvieron.

Después, les habló a los demás:

—Si queremos salir vivos de esta, tenemos que dejar de lado nuestras diferencias y aprender a trabajar juntos –miró a Magdalena–: más tarde vamos a tener el momento para conocer los detalles. Hay que preocuparse de llevar a la Meche a un lugar seguro.

—Eso es cierto –dijo Manuela–; probablemente es la única que nos puede dar las respuestas que necesitamos para encontrar el talismán. La necesitamos viva.

—La Meche ni siquiera sabía que existía otro talismán –dijo Gabriel quien, cruzando una mirada con Magdalena, compartió con ella una inevitable sensación de engaño.

—No, pero su hermana mayor sí –dijo Luciana–. Mercedes conoció muy bien a Muriel y ella fue la elemental de estos tiempos que quizás tuvo más información.

—Información real y de confianza –agregó Vanesa, creyendo que eso podría servir de algo.

—Ya, esto es lo que vamos a hacer –dijo Marina–: León lleva a la Meche y a…

Quiso terminar la idea, pero no alcanzó. La tierra bajo ella se movió, no muy fuerte, pero lo suficiente como para saber que no era algo natural.

Las miradas cayeron sobre Magdalena.

—No fui yo –aseguró y salió de la cúpula junto a los demás.

Gabriel, por su parte, continuó anclado junto a Mercedes; si empezaba un nuevo ataque y la barrera de protección cedía, ninguna de sus nietas tendría tiempo de ayudarla. “No soy yo”, pensó, “no es ninguno de mis hermanos quienes llevan esta batalla”.

Ese solo pensamiento lo devolvió al momento en el que cayó a la Tierra. Volvió a abrir los ojos, a sentir el aire y tocar el agua con la planta de los pies. Volvió a saberse prescindible, en el olvido.

Mercedes abrió los ojos, aunque apenas. Gabriel afirmó con más fuerza su mano.

—¿Meche?

—La voz… del fuego… –intentó reproducir nuevamente las palabras de Muriel, pero no tuvo fuerzas para terminar.

—Tranquila, no gastes energía. Solo respira, Meche. Respira.

—¿Salvador?

—No, Meche, soy Gabriel.

—Salvador… te he echado tanto de menos… Tantos años…

—Meche, vuelve a nosotros. Te necesitamos.

—¿Y Muriel? ¿Está contigo? Quiero verla… Dile que venga…

La anciana intentó estirar el brazo, como si con ese movimiento pudiera alcanzar a su marido o a su hermana, pero solo logró mover un poco los dedos de su mano. Sonrió tranquila, en paz.

—Mi hija querida… lo siento tanto… No te cumplí… No lo logré…

—Meche –Gabriel la movió suave. No era su momento para morir. No podía serlo–: Mercedes, ¿me escuchas?

Apenas salieron de la cúpula, el frío fue hielo sobre la piel. El cielo se había teñido de un negro grisáceo, que nada tenía que ver con la noche. Luciana aguzó la mirada y Manuela tomó su mano para potenciar su poder. Si Marina pudo hacerlo tiempo atrás, para ayudarla a conectar telepáticamente con Magdalena en el primer encuentro que tuvieron con Blyth, entonces también debía funcionar entre aire y fuego.

Manuela hizo el movimiento contrario a Luciana y cerró sus ojos. Ella no llevaba la luz interna del fuego como para poder ver al enemigo en plena oscuridad, pero tenía la claridad mental del aire. Quizás, si unía sus fuerzas con Luciana, podría escucharlos.

Luciana vio las primeras sombras acercarse. Se movían de forma serpentina por los alrededores del bosque, en busca de algún punto por donde romper la barrera para llegar a las elementales y enviados.

Ruidos blancos llegaron a Manuela. Primero, un gruñido de odio. Después, coros de voces rápidas y débiles, que más parecían emociones. “Tal vez por eso se inventó la historia de que los oscuros eran sentimientos nacidos durante la guerra elemental”, pensó, “de algún modo, lo son”.

Manuela le habló a Luciana, despacio para no aumentar la desconfianza:

—Dijiste que primero irían al pueblo.

—No, dije que primero necesitaban cuerpos.

Los suyos.

Como sus hermanas, Manuela creyó estar protegida no tanto por el perímetro de magia, sino porque eran las portadoras de los talismanes, las elegidas, las elementales. Pero ahora lo entendía: desde los tiempos antiguos que no había tantos oscuros juntos; los mismos espíritus que siglos atrás lucharon al lado de Cayla y el Maldito para derrotar a las originales. Y a pesar de que no lograron derrotarlas, pelearon con valentía, murieron y fueron condenados a una vida de eterna oscuridad. Ahora eran libres. Y de las originales solo quedaban tres talismanes.

Imaginó hasta dónde podía llegar un grupo de oscuros sin ataduras ni miedos, liderados por el Maldito, y por primera vez, sintió miedo.

—¿Qué viste? –le preguntó Emilio a Luciana.

Ella lo miró, sin soltar la mano de Manuela.

—Vienen para acá.

—¿An Damnaigh?

—Por ahora solo oscuros.

—¿Alcanzamos?

Luciana sabía lo que quería decir Emilio, lo conocía bien. Quizás, demasiado bien. A diferencia de lo que creían las hermanas, huir no sería tan fácil. Para hacerlo, debían romper la barrera protectora y, apenas lo hicieran, los oscuros caerían sobre ellas como ceniza volcánica.