Loe raamatut: «Historia de la decadencia de España»
Al Excmo. é Ilmo. Señor
D. Serafín Estébanez Calderón,
Caballero Gran Cruz de la Real Orden Americana de Isabel la Católica, Comendador de la Real y distinguida de Carlos III, Académico de número de la Real Academia de la Historia, condecorado con la cruz de San Fernando de primera clase y otras varias de distinción, Ministro togado del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, Senador del Reino, etc
Dedicar á Ud. la primera obra de alguna importancia que lleve mi nombre es en mí obligación de tal naturaleza, que, con desconocerla, daría sobrada ocasión á la censura de los buenos. No parece que cumpla dedicándole la presente, porque es tal que más consigue con eso autorizarse que declarar mi agradecimiento. Pero todo se remediará con que usted ponga á cuenta de lo pequeño de la obra lo grande de la voluntad mía; de ella por encarecimiento basta decir que es tanta cuanta me cumple para que se iguale con mi obligación. Débole á Ud. los principios, que será deberle los fines; débole cariño de padre más bien que no de deudo; débole el tal cual acierto que haya en mi estilo, si lo hay, ó si no harta lección y enseñanza para que lo hubiese, pues sólo ha de achacarse á mi torpeza la falta. Y singularmente he de confesar por de Ud. el amor á las cosas de España que en mí hay, fruto de sus palabras y ejemplos, y que, después de haber llenado mi fantasía de ilusiones dulcísimas durante los primeros años, aguardo que me acompañe y aliente por todos los de mi vida. Tales cosas no exigen menor paga que eterno agradecimiento, y bien puede servir en muestra del mío el que haya aguardado para decirlo tan pública ocasión como esta, porque los tramposos y escatimadores de beneficios antes los reconocen en tiempo y lugar donde puedan ser lisonja que dañe y lastime que no donde puedan ser cimiento de irrevocables deberes. Acepte, pues, la ofrenda esta, aunque tan humilde, y apúntela en la cuenta de la gratitud, que es cuenta que nunca se cierra en el concepto de su afectuoso sobrino
Antonio Cánovas del Castillo
EL PRIMER LIBRO HISTÓRICO
I
Cábeme el honor, que ha de constituir línea de relieve en las obscuras efemérides de mi vida, de ser el primero, que, lisonjeado por el bondadoso encargo de sus más amantes deudos, logra poner su pluma al frente del primer libro que, después de su muerte, se reimprime de la inmensa y exquisita labor histórica de aquel insigne publicista, hombre de Estado y altísima y universal inteligencia, que llenó, con los frutos sazonados de ésta y con los actos ejecutivos de su política y poder, más de la mitad del siglo antecedente en España, y que dejó ilustrado con lauros inmortales á la admiración de la posteridad el encumbrado nombre de D. Antonio Cánovas del Castillo.
Reconozco la inferioridad de medios en que me hallo, para acometer una empresa como esta, y que á algunos parecerá superflua, tratándose del hombre insigne de que se trata. Pero aquel de sus deudos más próximos, que sin atreverme á apellidar el más predilecto entre los suyos y que hasta en el nombre con él más se identifica, obedeciendo á altas consideraciones que el amor á su memoria le ha sugerido, y queriendo rendir este tributo de su afecto inextinguible, de su respeto reverente y de su admiración más entusiasta al que, sin dejar á los suyos más timbres nobiliarios que su apellido glorioso, después de haber sido por tanto tiempo el restaurador del Trono y de la dinastía, la columna de la Regencia en la casi orfandad de la Corona, el árbitro de los destinos de la Nación, el encumbrador de tantos otros y el objeto preclaro de la admiración de todo el mundo, el Excmo. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo y Vallejo, que une á los títulos de su elevada cuna y familia, el honor de los laureles del arte, me hizo la honra de acudir á mi amistad á comunicarme sus pensamientos y á invitarme á la asociación de su obra; y yo, que sin ser tampoco de los agraciados con los favores de la fortuna en los tiempos que tantos los alcanzaron, y que bajo todas las vicisitudes de mi laboriosa carrera profesé incondicionalmente la misma admiración, los mismos afectos hacia aquel hombre que en todas mis producciones políticas apellidé sin duelo monstruo de la naturaleza, y puse en la misma elevada jerarquía en los destinos de España, que en sus respectivos países alcanzaron Cavour en Italia, Thiers en Francia, Deak en Hungría, Bismarsk en Prusia y Disraeli en Inglaterra, no vacilé en aprovechar disposición tan ingenua para arrojar todavía mi última corona sobre la tierra que envuelve la sombra, acaso por muchos de sus más favorecidos ya olvidada, de aquel hombre que simboliza con su hermosa representación toda su época en España y fuera de ella, y que ocupará en la Historia de la Patria el lugar sublime de todos los que en el campo de la acción contribuyeron á sus grandezas y á su gloria.
El Sr. Cánovas del Castillo y Vallejo, el editor espléndido y el impulsor de esta obra en honor del que llevó hasta el nombre, que de él recibió en la pila del bautismo, y á quien, más que en los puestos de su abandonada carrera política, le impulsó hacia las gustosas inclinaciones del arte y del trabajo, que hoy constituyen su mayor satisfacción y su orgullo, me decía: – «Mi tío no vinculó la propiedad de ninguna de sus obras literarias á la parca fortuna que disfrutaba. Todas son del público dominio y cualquiera editor lícitamente puede reproducir las que quiera, atendiendo á su legítima especulación, no al honor y al nombre del que las produjo. La Historia de la decadencia de España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II, fué el primer libro histórico serio que salió de su pluma y entregó á la publicación, cuando el hervor de la sangre juvenil encendía las ideas que después templaron el curso de la vida, la colosal profundidad de sus estudios posteriores y la experiencia personal en los arcanos de los oficios del Estado y de las imposiciones de la vida pública; y aunque ninguna, como ésta, entre sus obras, rebosa aquella frescura de imaginación y de ideas, aquel vigor de concepción y de crítica, aquel desenfado y libertad de expresión con que la Historia de la decadencia está escrita, cuando operada en el yunque de los sucesos y de los estudios la gran evolución de su espíritu, que le condujo á sus puestos eminentes y á sus más grandes producciones literarias, entregó á éstas toda la honrada sinceridad de su alma, ansió recoger é inutilizar los ejemplares de aquella obra ingenua de su juventud, y corregir en parte ó tachar por capítulos enteros el pristino ejemplar que él conservaba. Aun no pareciéndole esto bastante, después de rectificarse á sí propio en aquel Bosquejo histórico de la casa de Austria, que escribió como un avance á la obra fundamental que tenía proyectada sobre todo el brillante período de los dos siglos que sobre el trono que ocuparon con gloria inmarcesible los Reyes Católicos D. Fernando de Aragón y Doña Isabel de Castilla tuvieron asiento los Reyes de la dinastía austriaca; en todos sus trabajos especiales, y más que en ningún otro, en el que tituló Estudios del reinado de Felipe IV, puso total empeño en desautorizar muchas de las ideas, conceptos y juicios vertidos en la Historia de la decadencia, la cual tal vez hubiera quedado enteramente anulada en el largo catálogo de su vasta labor intelectual, si Dios le hubiera concedido vida para llevar á cabo la que tenía dispuesta y preparada con un lujo de documentación y una profusión bibliográfica, que ni antes ningún otro escritor, ni en lo porvenir probablemente ningún otro artífice de nuestra Historia nacional, logrará reunir y organizar, al modo que él la había reunido y organizado en su ya desgraciadamente deshecha Biblioteca. Después de estos avisos del propio autor, una reproducción de la Historia de la decadencia hecha por cualquier editor especulador, sin una nota, sin un prólogo, sin algo que encierre el pensamiento correctivo y la voluntad resuelta que aquel tenía en la profunda rectificación que aquella obra merecía y reclamaba, no podrá ser impedida por nuestra parte y no será, para los que la adquieran y lean, la posesión del juicio histórico de D. Antonio Cánovas del Castillo sobre una época, á la que, por haber sido la más gloriosa y la más crítica de nuestra Historia, él consagró la preferencia de sus estudios en toda la intensidad de que eran capaces sus grandes disposiciones naturales: y los conceptos que de su lectura se formen y los testimonios que de sus textos puedan deducirse, no encarnarán ciertamente ni su pensamiento verdadero, ni su completa veracidad. Ante este temor y esta perspectiva, yo, que tanto le amé en vida y tanto le venero en su recuerdo, quiero adelantarme, quiero reproducir la obra en toda su integridad, como se halla en el ejemplar que él tenía para sí y yo conservo, y quiero que usted me ayude á llevar á la conciencia del lector lo que, en definitiva, su propio autor pensaba de ella, y la preparación que tenía hecha para rectificarla de una manera fundamental.»
No era posible renunciar á honor tan distinguido, aun reconociéndome sin fuerzas adecuadas á la magnitud de lo que se me proponía, tratándose, como se trataba, de una labor literaria de quien tan alto tenía colocado su nombre en el mundo, como historiador y como hombre de Estado. Pero si era demasiado para mis fuerzas atreverme á lanzar sobre ella juicios, que solo he de fundamentar en declaraciones testimoniales de su mismo autor, en cambio la Historia de la decadencia que para sus más celosos deudos se prestaba á estos respetabilísimos temores, tiene un lado de adquirido y legítimo aplauso en su mera tentativa en el tiempo en que se escribió, y este será el punto preferente de las líneas que aquí escribo, después de dejar consignado el tributo de mi reconocimiento á los que han querido distinguirme con esta honorífica preferencia.
II
Cuando en el primer tercio del siglo último apareció póstuma la Historia de la dominación de los árabes en España de nuestro laborioso D. Juan Antonio Conde, un escritor italiano, que á par de Botta, La Farina y Balbo, precedió á Cantú, dió simultáneamente á las prensas de Milán y Nápoles una Storia generale della Storia, el Sr. Gabriele Rosa, en la que á sí mismo felicitábase, escribiendo con ocasión de la publicación de aquella obra española: «La storia sembra rivivere in Spagna col secolo XIX. Era molto tempo che non ci accadeva incontrare un scrittore grave di storia in quella terra, che gareggiò coll'Italia pel primato storico dal 1500 al 1600»1. Indudablemente la Historia de Conde, aunque los estudios orientales posteriores hallen en ella muchas deficiencias y muchos errores, que no invalidan, sin embargo, el mérito de su gallarda tentativa, merecía justamente el aplauso y la exhortación que á la par argüía la juiciosa crítica del imparcial escritor italiano. Los historiadores de España que abrieron al campo científico de esta parte de la literatura un horizonte tan amplio como el que en la península hermana magnificaban los florentinos Nicolás Maquiavello y Francisco Guicciardini y el Obispo de Nocera, Paulo Jovio, con nuestro Gonzalo Fernández de Oviedo, con nuestro Juan Ginés de Sepúlveda, con nuestros Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales, Jerónimo de Zurita y Esteban de Garibay, y el más insigne de todos Juan de Mariana, cualesquiera que fuesen las obras aisladas y peregrinas que de vez en cuando produjera originalmente nuestra Minerva castellana más adelante, desde la muerte de Felipe II, habían sufrido tan gran eclipse, que al cabo de dos siglos bien podía arrancar de la pluma del Sr. Gabriele Rosa la frase que queda estampada arriba la aparición de un libro de tendencias tan especiales, como no se había intentado todavía otro en Europa, en medio de los estudios preparatorios con que la erudición por un lado, la teoría histórica por otro y la asociación de todas las ciencias auxiliares, en definitiva, venían en todo este espacio de tiempo fertilizando el campo común del conocimiento de los hechos humanos, así generales, como particulares.
Desde el comienzo del siglo xvii España pareció disgregarse de todo el gran movimiento. Ampliando los términos de la crónica y la razón teológica, ya por aquel tiempo Grocio, en Holanda, señalaba un progreso considerable hacia la humanidad en las tradiciones históricas y en las ciencias sociales con su nueva organización dada al derecho común de gentes; Hobbes, en Inglaterra, en virtud de sus principios filosóficos y confesionales, afirmaba el espíritu de independencia en la crítica histórica; Strada, en Italia, generalizaba al interés de toda Europa los movimientos insurgentes de Holanda y los Países Bajos, y Bollando aportaba hasta los hechos menudos á la gran razón de los hechos generales; mientras en nuestra Península, después que Cabrera de Córdoba cerró el gran reinado de Felipe II y fray Prudencio de Sandoval hizo la síntesis del Emperador-Rey Carlos V, los que se erigieron en narradores de los sucesos del reinado de Felipe III y Felipe IV2, ya dejáronse inocular en el deletéreo virus de las pasiones políticas, interiores y rivales, que derrocan y han derrocado siempre la unidad moral en que descansa el poder de los más grandes imperios y empequeñece el espíritu con que el caballero Gabriel Rosa, representó á los españoles compartiendo de 1500 á 1600 el magisterio de la Historia por todo el continente, enflaqueciendo á par la potencia universal de la nación, y haciéndola tocar los últimos términos de su decadencia al poner Carlos II con el de su vida fin al siglo xvii.
En vano al ocurrir el cambio de dinastía, Ferreras, Belando y San Felipe quisieron reanimar la llama, que encendida desde lejanos siglos, todavía en la esfera de la historia, como arte, hicieron resplandecer por un momento Melo y Solís: sus obras no revelaron las extinguidas llamaradas del antiguo genio español; y aunque la vena fecunda de la erudición, por una parte, comenzó á formar sus grandes colecciones documentarias, y aunque la creación de las Academias aplicó, por otra, su poderosa palanca al estímulo de los estudios preferidos, para hacer esculpir en la conciencia de los pueblos que la Historia, como la Biblia, es el libro sagrado de las naciones; y aunque unos con la sanidad de su crítica, como Feijoo, y otros con el incansable afán en la exploración de las príxtinas fuentes, como Florez y Risco, emprendieron un trabajo eficacísimo de restauración, á que se asoció el Conde de Campomanes, disponiendo y preparando la moción fecunda para una inmediata y enérgica iniciativa, hasta que las influencias obstructoras que nos venían del lado allá de los Pirineos no empezaron á ser combatidas para extirpar las obsesiones de nuestros hombres de estudio, contrarrestándolas con los vientos de otros cuadrantes, no se alcanzó intentar siquiera los primeros ensayos que volvieran á ponernos en la corriente del movimiento general. Esto ocurrió cuando la expulsión de nuestros jesuítas del territorio nacional empujó aquellas falanges de hombres sabios y virtuosos hacia las diversas comarcas de Italia, donde al respirar un nuevo ambiente, surgieron nombres como el del Abate Juan Andrés, que, desde Mantua, se halló capaz de hacerse narrador y censor de toda literatura3, y como el del Abate Juan Francisco Masdeu, que, proscrito en Roma (1781), se atrevió á reseñar una Historia crítica de España, dándole una forma distinta de la adoptada por sus antecesores y manifestando en ella las miras extensas y filosóficas que á la sazón en Inglaterra habían colocado tan alto los nombres de David Hume, Guillermo Robertson y Eduardo Gibbon. Dado el espíritu restaurador nacional que en España se había despertado desde el advenimiento de Carlos III al Trono, y que heredaron con todo su entusiasmo su sucesor el vilipendiado Carlos IV y todos sus ministros, no menos patriotas é ilustrados que los del anterior reinado, indudablemente la Historia crítica nacional se habría brillantemente inaugurado en nuestra nación desde el último tercio del siglo xviii, si la, para nuestros destinos é intereses, siempre fatídica Francia no hubiera venido á oprimir de nuevo el espíritu nacional, primero con su revolución odiosa y después con su odioso Napoleón.
La influencia de las nuevas ideas sugeridas por la revolución é inmediatamente después por las napoleónicas contuvieron en toda Europa el curso que los estudios históricos habían tomado en todo el siglo xviii; mas cuando á su vez sobrevino la reacción general contra Napoleón, atizada en la misma Francia por el Vizconde de Chateaubriand y José de Maistre, en Alemania por madama Staël y Federico Schlegel, en Italia por Hugo Fóscolo y Carlos Botta, á los que casi continuamente siguieron en Francia misma Agustín Thierry, Adolfo Thiers y Pedro Francisco Guizot desde 1823, en Inglaterra Tomás Carlyle, Tomás Macauly y Enrique Brougham, Jorge Niebürg en Dinamarca, Francisco Carlos de Savigny y Carlos Ritter, precursores Ranke, Schlosser y Mommsem en Alemania, Fétis en Bélgica y Washington Irving en la América del Norte, España que parecía anhelar su asociación á aquel movimiento, sólo aportó á él el nombre del ilustre Conde de Toreno, porque los escritores más insignes que se afanaban por destacarse de la masa calenturienta que de las luchas de la independencia se transportó en cuerpo y alma á las aún más apasionadas y candentes de las civiles y políticas, eternos y serviles enamorados de la erudición extranjera y hasta de la crítica interesada de los extranjeros sobre nuestra propia Historia, diéronse tristemente con el gran Lista á traducir á Segur, con el abate Muriel á Coxe, con Alcalá Galiano á Dunham, y en vez de Historias Nacionales, se lanzaron al estudio de las gentes multitud de obras extrañas que el más vulgar sentido serio de la religión de la patria debió rechazar abiertamente, para no abrir en la desorientada conciencia, hasta de la juventud de las aulas, las brechas ominosas de los errores generales, que todavía se hace tan difícil esclarecer y extirpar. Al aparecer, todavía en 1844, el primero de los ocho volúmenes de que consta la Historia de España desde los tiempos primitivos hasta la mayoría de la Reina Doña Isabel II, redactada y anotada con arreglo á la que escribió en inglés el Doctor Dunham por D. Antonio Alcalá Galiano, así en el prospecto como en la portada del libro, se ofreció la adición de una Reseña de los Historiadores españoles de más nota, por D. Juan Donoso Cortés, que fué después Marqués de Valdegamas, y un Discurso sobre la Historia de nuestra nación, por D. Francisco Martínez de la Rosa. Ni aquel aparato de bibliografía histórica nacional tan constantemente prometido, ni aquel discurso sintético de la Historia de la Nación, aparecieron nunca, á pesar de la respetabilidad incuestionable de los dos nombres con que la promesa se autorizaba. Verdad es, que tanto Donoso Cortés como Martínez de la Rosa, á haberse propuesto realizar lo que ofrecieron, tal vez no lo hubieran cumplido como al honor de nuestra Historia correspondía, pues ni la Bibliografía histórica de España en aquel tiempo, y ni aun ahora mismo, estaba suficientemente preparada para emprender tal obra, ni Martínez de la Rosa se hallaba en posesión de los vastos conocimientos necesarios para lanzarse á lo que á él le tocaba. En 1847 se demostró esto, pues al tomar posesión el 28 de Mayo de dicho año, de la silla que ocupó en la Real Academia de la Historia, en el discurso que leyó titulado Bosquejo histórico de la política de España en tiempo de la dinastía austriaca, á pesar de la vulgaridad de su crítica y de la total carencia de elevación en sus conceptos y de profundidad en la investigación, todas sus fuentes de inspiración fueron por él tomadas, pidiendo una colaboración repugnante á la erudición de los extraños, á Mignet y á Ranke, á Watson y Coxe, á Robertson y Dunham, lo que probaba la carencia de estudios propios de que adolecía y la insuficiencia de sus medios para intentar siquiera lo que había prometido tres años antes al traducir á Dunham Alcalá Galiano.
Con todo, ya por aquel tiempo, otra ola de influencia más fecunda había batido los términos de España, ya imitando iniciativas plausibles de otros países, ya coincidiendo con ellas y de propia inspiración. Desde el final del siglo xvii, Nicolás Antonio había demostrado la utilidad de los inventarios bibliográficos de la Minerva nacional, á que se habían añadido en el xviii los de la Biblioteca rabínica y los de la Biblioteca arábiga. Se habían formado al mismo tiempo colecciones valiosas de crónicas de la Edad Media, de Tratados y de Concilios; y aunque fué casi nulo el influjo de los que en la Historia, desde Herder (Ideen über die Philosophie und Geschichte der Menscheit; Idea de la filosofía de la historia de la humanidad), hasta Vico en su Scienza nuova y Bunsen en su Gott in der Geschichte: (Dios en la Historia), quisieron buscar mejor la filosofía de los hechos que la demostración de la verdad de los hechos mismos, pues Tapia que intentó una Historia de la Civilización de España4, y Martínez de la Rosa, que trató de renovar su Bosquejo histórico de la política de España (Madrid, 1857), fracasaron en sus ensayos baladíes; sin embargo, la reacción de las reivindicaciones históricas se impuso hasta sobre los que todavía aleteaban traduciendo al castellano cualquier libro que sobre España apareciera en la producción histórica de otros países, y haciendo, tal vez en nuestra Península, la primera prueba de la originalidad, en 1836, el jefe del Archivo de la Corona de Aragón, D. Próspero de Bofarull y de Mascaró, al dar á las prensas de la Ciudad Condal Los Condes de Barcelona vindicados y cronología y genealogía de los Reyes de España, dotó su libro de tal copia de documentos concordados ó inéditos, que no pudo menos de llamar la atención de los sabios dentro y fuera de nuestro país.
Esta apelación á la restauración documental, á la vez prosperaba ó se emprendía ya por todas partes. Inglaterra, á la que toda economía científica debe tantos impulsos originales, había comenzado á publicar la vasta serie de su Calendar of State Pappiers. En 1835 empezó á aparecer en París, é impresa en su Imprenta Real, la hermosa Collection des documents inédites sur l'histoire de France. En Turín, en 1836, se fundó la Comissione Reale di Storia, y el mismo año, en Florencia, se inauguró por Giuseppe Molini la publicación de los Documenti di Storia italiana, copiati sugli originali è per le più autografi esistenti á Parigi, y en 1839 Eugenio Alberi dió á la estampa, en Florencia también, la primera serie de las Relazioni degli Ambassiatori venete al Senato, que alcanzó hasta 1855, á la que siguieron de 1856 á 1858 las de Nicoló Barazzi é Guglielmo Berchet, y de 1858 á 1860 las de Dominico Caruti sulla corte di Spagna. Entre tanto, el Archivio Storico Italiano, bajo la dirección de Francesco Palermo, editaba, en 1846, las Narrazioni é documenti sulla storia del Regno di Napoli del anno 1522 al 1667, y en 1857 aparecía en Milán la Racolta di cronisti é documenti storici lombardi inéditi, obras todas interesantes para los historiadores españoles.
Pero donde este movimiento tan útil para nuestros estudios históricos tomó más cuerpo fué en el seno de la Société de l'Histoire de Belgique, desde 1841. Rompió en dicho año la marcha el archivero general de dicho país Mr. Louis Gachard, con su Lettre á Messieurs les Questeurs de la Chambre de Representants sur le projet d'une collection de documents concernants, les anciennes assemblées nationales de la Belgique. De este meritorio objeto se encumbró á todas las particularidades salientes de la Historia moderna de su país, es decir, durante el tiempo que prosperó bajo la dominación española. Vino en 1843 á desenvolver en Simancas una documentación tan varia y tan extensa que espanta, y en 1847 ya daba fe de la fecundidad de sus trabajos, publicando en Bruselas la Correspondance de Guillaume le Taciturne, Prince d'Orange; y en 1848 la Correspondance de Philippe II sur les affaires des Pays Bas; y en 1850 la Correspondance du Duc d'Alba sur le invasion du Comte Louis de Nassau en Frise en 1568, et les batailles de Heyligerlie et de Gemmingen; y en 1853 la Correspondance d'Alexandre Farnese, Prince de Parma, avec Philippe II dans les années 1578 á 1581; y en 1855 las Relations des ambassadeurs venitiens sur Charles Quint et Philippe II; y en 1859 la Correspondance de Charles Quint et d'Adrien VI; y en 1867 la Correspondance de Marguerite d'Autriche, duchesse de Parma, avec Philippe II, etc., etc.
Se ha dicho que para iniciar tan vastos trabajos vino á España á visitar y explorar el Archivo Histórico de Simancas, en 1843, y hay necesidad de apuntar aquí qué papel este Archivo comenzó á desempeñar también en este movimiento que produjo el estímulo más activo en el de España desde la muerte del rey Fernando VII. Á nuestra Real Academia de la Historia pertenecen los primeros trabajos para recabar, como recabó de los poderes públicos, desde 1833 las exenciones que se le concedieron y con que comenzó su tenaz labor en pro de la resurrección de los estudios históricos patrios. Y ¡cosa notable! los primeros en aprovecharse de ella fueron los más distinguidos institutos de nuestro ejército, en los que se encendió la emulación más viva para explorar las grandezas de su historia respectiva. La primera Comisión militar que en 1843, en Simancas, se entregó á los estudios históricos de su cuerpo fué la de Ingenieros, y estuvo formada por D. José Aparicio y D. Luis Pascual García; en 1844 fué en persona el conde de Cleonard, D. Serafín María de Soto, á instruirse por sí y á sacar los elementos constitutivos de su Historia orgánica de las armas de Infantería y Caballería. En 1845 se presentó á los mismos fines, en Simancas, otra Comisión del Cuerpo de Artillería, compuesta de D. Mario de la Sala, D. Rafael Biedma y D. Ramón López de Arce. Siguió á ésta, en 1846, la de Infantería, de que formaban parte D. Serafín Estébanez Calderón y D. José Ferrer de Couto, teniendo por secretario de la misma al archivero del Ministerio de la Guerra D. Manuel Juan Diana. Por último, en 1850, trabajó allí con la misma fe la Comisión del arma de Caballería, presidida por el brigadier don Manuel Arizcun con D. Manuel Rodríguez Labrador y D. Antonio López Gijón, y en 1854 funcionó otra de Administración militar de que fué jefe D. Antonio de Silva Bellagín.
Ya la reputación de las riquezas históricas y documentarias de Simancas servían de poderoso acicate dentro y fuera de España para traer á las puertas de la antigua fortaleza castellana un número considerable de exploradores estudiosos. Entre los primeros que allí obtuvieron licencia para practicar sus estudios, se contaban D. Luis López Ballesteros y D. Pascual Gayangos, que trabajaron en sus salas en 1844; D. Miguel Salvá y D. Antonio Ferrer del Río, que allí estuvieron gran parte del año 1845; D. Pedro José Pidal, primer marqués de Pidal, en 1847, y otros hombres ilustres del renacimiento histórico que vinieron después. De fuera de España llegaron príncipes como el duque de Aumale, y otros extranjeros distinguidísimos, entre los que se hicieron notar más el brasileño barón Adolfo de Varnhagen; el director del Real Archivo de Bolonia, Sr. Carlos Malagola; el ministro prusiano, barón Minutoli; el de Bélgica, conde Vanderstraten; Leva, profesor de Historia de la Universidad de Padua; el holandés Gustavo Bergenroth; el inglés, Mr. Samuel Rawson Gardiner; el presidente de la Comisión Real de la Historia de Bélgica, barón Kervyn de Lettenhave; el director de los Archivos de Varsovia, Adolfo Pawniski; el profesor del de Palermo, Isidoro Carnés; el de la Universidad de Burdeos, Mr. Combes, y una multitud de otros literatos distinguidos, de los que al cabo ha resultado la falange numerosa de entusiastas hispanistas que llenan el mundo con sus obras sobre hechos particulares de la Historia de España, singularmente durante el reinado de la dinastía austriaca. Por nuestra parte, en 1840, D. Miguel Salvá y el Marqués de Miraflores, fundaron la Colección de documentos inéditos para la Historia de España, y en 1847 en Cataluña, otro Bofarull, hijo del primero, D. Manuel de Bofarull y Sartorio, fundó también la Colección de documentos inéditos del Archivo de la Corona de Aragón, cuyas publicaciones fueron recibidas como verdaderas palancas para la promoción activa de los trabajos vindicatorios de nuestra Historia Nacional.
Mas entre tanto, al mediar el siglo xix en que apareció el libro histórico del entonces joven publicista D. Antonio Cánovas del Castillo, ¿cual era el estado verdadero de nuestra Minerva histórica?