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Loe raamatut: «Historia de la decadencia de España», lehekülg 7

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Con esto dejamos terminado nuestro objeto, que era señalar las causas principales que influyeron en la decadencia y ruina de España. Las hemos hallado en ella desde los primeros tiempos coincidiendo con nuestras prosperidades. Hemos visto también que ninguno de los príncipes que imperaron entre nosotros durante el siglo xvi acertó con los medios de destruir ó de aminorar en tanto como se pudo las llagas de la Monarquía.

Pero si aquellos grandes reyes no hicieron todo lo que debían, tuvieron hartas prendas para esconderlas de modo que no apareciesen á los ojos extranjeros. Ellos hicieron útil empleo las más veces del poder de la nación, que era, á pesar de todo, muy grande, y aprovechándose de las ventajas que ofrecía el espíritu de los naturales, su valor, su sobriedad y el oro de América y la muchedumbre de sus fortalezas y provincias, vivieron y murieron grandes reyes. No de otra manera la Roma de Augusto escondía en su seno las flaquezas que vinieron á destruir el imperio de Honorio. Es que como nada hay perfecto en este mundo y los grandes imperios, por lo mismo que tienen mayores fuerzas, suelen tener mayores enfermedades que otros, necesitan precisamente de príncipes ilustres que los gobiernen. Tales fueron en España Fernando V, Carlos V y Felipe II.

Tócanos decir, en adelante, cómo otros reyes más desidiosos y menos inteligentes, entregados á vergonzosas tutelas, dejaron que los ocultos males de la Monarquía saliesen á la faz del mundo y que llegaran á ser inmensos é irremediables. Más de una vez la pluma ha de vacilar en el propósito de seguir adelante, al inquirir y apuntar los hechos de esta era desdichada; más de una vez el rubor ha de manchar nuestras mejillas y la ira ha de agitar nuestro corazón. Míseros reyes y ministros torpes que cometieron todas las faltas de sus antecesores y no supieron estudiar ni imitar ninguno de sus aciertos; movidos, príncipes y súbditos, no de erróneos pensamientos de religión ó de política, sino de la pereza del ánimo ó del deleite del cuerpo, de lujuria, vanidad y codicia. Bien ha sido hacer alto en la severa y noble relación de Mariana y Miñana antes de pasar á referir cosas tan diversas y tan inferiores. Sólo se echará ahora de menos la pluma con que pintó Tácito las vilezas de Galba y de Vitelio y la decadencia de la virtud romana.

LIBRO PRIMERO

SUMARIO

De 1598 á 1610. – Principios del reinado de D. Felipe III. – Grandeza de la Monarquía. – Carácter del Rey. – El duque de Lerma. – Destituciones y nombramientos. – D. Rodrigo Calderón. – El marqués de Villalonga. – Nuevo modo de administración. – Hacienda. – Política exterior. – Expedición de Irlanda. – Paz con Inglaterra. – Conspiraciones en Francia. – Italia: el Marquesado de Saluces, la Valtelina, Final, diferencias entre el Pontífice y Venecia. – Flandes: Gobierno del cardenal Andrea, Orsoy, Rimberg, los príncipes alemanes, Bomel, ejército de los príncipes, rota de la Caballería holandesa. Llegan á Flandes la infanta Clara Eugenia y el archiduque Alberto, su Gobierno, batalla funesta de las Dunas, sitio de Ostende, Spínola, sus primeras campañas, motín de los soldados, su castigo, guerra marítima, treguas. – Guerra con los infieles, el Archipiélago, Túnez, Arauco.

El día 13 de Septiembre de 1598, en fin, las campanas de El Escorial anunciaron á los labradores humildes del contorno que, en la obscuridad y desnudez de una de sus celdas, acababa de morir Felipe II. Y al eco de aquellos tañidos, comunicándose de gente en gente, se fueron levantando, túmulos primero por el Rey difunto, luego tablados para proclamar al Rey nuevo, por todos los reinos de la Península española, por el Rosellón, Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los Países Bajos, el Franco Condado, las Islas Baleares, Canarias y Terceras, por las plazas españolas ó tributarias de la costa septentrional de África, por Méjico, el Perú, el Brasil, Nueva Granada, Chile y las provincias del Paraguay y de la Plata, por Guinea, Angola, Bengala y Mozambique, donde tenían grandes establecimientos los portugueses, por los reinos de Ormuz, de Goa y de Cambaya, la costa de Malabar, Malaca, Macao, Ceylán, las Molucas, las Filipinas y todas las Antillas.

Jamás en tantos y tan diversos países se han alzado preces por un Rey ni se ha proclamado por tal á otro, ni antes ni después. La Monarquía española era entonces la más extensa que haya habido en el mundo; y aun cuando la población no fuese tanta como á tan dilatados dominios correspondía, llegaba á nueve millones en sólo los reinos de Aragón y Castilla, y era numerosa en Portugal, Flandes, los reinos de Italia y las colonias, pobladas en pocos años de españoles.

Frisaba en los veintiún años el rey Felipe III cuando sucedió á su padre. En tan corta edad pocos hombres habrían sido capaces de atender á las vastas necesidades de la Monarquía; y el nuevo Príncipe no era de ellos, por cierto. Tímido de natural, de fácil imaginación y frías pasiones, criado luego en el retiro y las prácticas de devoción, sin otra amistad y compañía que el conde de Lerma, que se amoldaba mañosamente á sus gustos piadosos y los favorecía con su hacienda y consejos, cuando llegó á verse en el trono fué su primer cuidado el desprenderse del peso del Gobierno y depositarlo en los hombros del favorito.

Cuéntase que Felipe II se quejó en muchas ocasiones de la incapacidad de su hijo para el gobierno, principalmente con el archiduque Alberto, el que casó con la infanta Isabel Clara Eugenia, que era su confidente y amigo. También previó muy temprano que aquel conde de Lerma, á quien él propio había designado para que entrase en la servidumbre del Príncipe, vendría á ser con el tiempo el árbitro de España. Pero ni supo remediar con una educación sabia los defectos naturales del hijo, ni logró privar al favorito de su ascendiente sobre él, aunque llegó á intentarlo. Acaso el ejemplo fatal del príncipe Carlos, acrecentando en el ánimo del Rey los recelos naturales de su carácter, le movió á dar una educación humilde y monacal á su hijo en los primeros años. Y cuando quiso que comenzase á tomar parte en las deliberaciones y negocios del Estado, para disponerle á las altas obligaciones que le esperaban en el mundo, ya era tarde. Creó un Consejo de Estado, donde se examinaban dos veces por semana los negocios más arduos, bajo la presidencia del Príncipe, y ordenábale luego á éste que le hiciese relación de lo tratado, de la resolución tomada y de las razones en que ella se fundaba. Pero el Príncipe, tímido siempre y silencioso, ni dió nunca un parecer, ni supo hacer relato alguno á su padre. Ni siquiera osó elegir esposa á su gusto: mostráronle retratos de tres princesas, y apenas fijó en ellos los ojos; aguardóse inútilmente su resolución, y al fin, muertas dos, hubo de casarse con la tercera, que era Doña Margarita de Austria. Casto, limosnero y devoto, dió á conocer el nuevo Príncipe desde los principios que limitaba sus intentos á ser buen católico, y la muerte le dió hartas treguas al Rey prudente para que viese desde su dolorosa silla que el conde de Lerma venía á heredar sus pensamientos y sus obras y á disfrutar de su poder. Húbolo de llorar, tanto porque sabía que los favoritos, por buenos que fueran, habían de traer consigo la ruina del Estado, como porque á su gran penetración no podía esconderse que el de Lerma no era hombre de prendas ni de aptitud para tan alto empleo.

Era D. Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y Conde á la sazón de Lerma, palaciego hábil y hombre de negocios activo y diestro, mas no profundo político, ni administrador inteligente como España necesitaba. Ambicioso, desconfiado, suspicaz, poco cuidadoso de la propia hacienda y largo en recoger la ajena, acostumbrado á los medios pequeños y á las pequeñas cuestiones, no acertó á remediar uno solo de los males de la Monarquía, ni hizo más que empeorarlos al mismo tiempo en que favorecía pródigamente su casa y persona. Muy desde los principios pudieron notarse tales calidades. Comenzó trocando su título de Conde por el de Duque de Lerma. Luego echó del lado del rey á su preceptor D. García de Loaisa, ahora Arzobispo de Toledo, y al Inquisidor general D. Pedro Portocarrero, y muertos, uno primero, después otro, por enfermedad de cólera y desengaños, puso en su tío don Bernardo de Sandoval y Rojas entrambas dignidades. Los ministros de Felipe II, Cristóbal de Moura, el conde de Chinchón y Francisco de Idiáquez, hombres todos ellos de mejor ó peor ánimo, pero muy experimentados en los negocios y muy útiles para el despacho, bien dirigidos, fueron alejados de la corte con pretextos más ó menos honrosos, y en su lugar entraron deudos del privado. Salváronse del general naufragio Juan de Idiáquez y el marqués de Velada, mas por encogimiento y poca estima, que no por virtud y fama; pero no Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Castilla, varón de virtud antigua, aunque de corazón duro y severo, grande estorbo á liviandades. En lugar de este entró el conde de Miranda, tibio defensor de los derechos de aquel Consejo insigne, amigo del placer y del oro que lo proporciona, hombre en todo á gusto del favorito.

Dió este en el arte, sobradamente cultivado después, de repartir los empleos públicos por salario y paga de los servicios que á su persona se prestaban, y así llenó con sus deudos y hechuras todos los virreinatos, y puestos de importancia. Poco después comenzó á venderlos, é introdujo aún la dañosa costumbre de conferirlos por gracia ó venta antes de que vacasen, con que comenzaron á verse en cada uno dos dueños, el que lo poseía y otro que esperaba á que este muriese para disfrutar de tan extraño don ó mercancía. Por aquí comenzó la corrupción que á tan lastimosos extremos llegó los años adelante. Á ejemplo de su principal, los secretarios y ministros que lo servían, y señaladamente D. Rodrigo Calderón, que de paje suyo llegó hasta á hacerse dueño de su confianza, comenzaron á vender cuanto pasaba por sus manos. Cundió pronto el daño: viéronse ministros que habían servido honradamente por largos años en el reinado antecedente, hacerse culpables de todo género de cohechos y desmanes. Fué notable entre otros el ejemplo del conde de Villalonga, D. Pedro Franqueza, secretario del estado de Aragón, que en treinta y seis años con Felipe II no tuvo nota, y metido luego al manejo de la hacienda con D. Lorenzo Ramírez de Prado y otros favorecidos del duque de Lerma, en poco tiempo llegaron á tanto sus concusiones y escándalos, que el mismo Duque se espantó de ellos, prendióle, y hallándose contra él en su proceso hasta cuatrocientos setenta y cuatro cargos, le dejó morir en la cárcel. Publicáronse pragmáticas contra los cohechos que en el duque de Lerma que las ordenaba eran hipocresías. El hecho era que los virreyes y gobernadores de las provincias pagaban por llegar á serlo subsidios muy gruesos al privado y sus amigos, y que las provincias mismas los pagaban para obtener justicia, con que en todo intervino el oro en adelante. Y entre tanto los cargos que podían acercar al Rey personas que no eran de su devoción, suprimíalos el de Lerma ó los acumulaba en su persona, para evitar que se le suscitasen émulos y oposiciones. Aun los Consejos del reino comenzaron á estorbarle: el de Castilla, el de Hacienda, el de Indias, el de la Guerra y los llamados de Italia, Flandes, Aragón, de las Ordenes, de Inquisición y de Cruzada, á cuyo cargo estaba la administración de los negocios públicos, principalmente en los cuatro primeros, y la gobernación de las provincias; porque con el respeto que inspiraban y la noble entereza de los magistrados que solían componerlos, no era posible que él pudiese llevar á término ciertos abusos y desmanes.

Entonces nació aquel sistema funesto de juntas particulares formadas para resolver todos los negocios en que tenía interés el favorito, con individuos sacados y escogidos en todos los Consejos de entre sus criaturas, y los magistrados, pocos aún, que por flaqueza ó infamia estaban á su devoción y mandado. No satisfecho aún con tal cúmulo de poder y tanta independencia, puso impedimentos á la comunicación, antes libre, de la familia real, no fuese que en ella se levantase alguno que quisiera quitarle ó compartir el poder con él. Ofendióse tanto la vieja emperatriz María, hermana de Felipe II y tía del príncipe reinante, que estaba en Madrid en el convento de las Descalzas Reales, y comenzó á mostrar su desagrado de tal suerte, que á creer algunas memorias del tiempo, por huir de ella fué el trasladar la corte á Valladolid, como en efecto se trasladó corriendo el año de 1600, y estuvo allí cinco años. Sea de esto lo que quiera, ello es que la influencia del favorito no se mermó en lo más mínimo con el despego de la familia real, y que llevó sus celos y su audacia hasta el punto de señalar límites á las relaciones del Rey con la Reina su esposa; hecho increíble en otro ministro que el duque de Lerma y con otro Rey que Felipe III. Con esto y con poner de confesor del Rey á un fray Gaspar de Córdoba, hombre de vulgar inteligencia y bajos intentos, sin ambición ni destreza, aseguró completamente su dominación; y así él solo desde su casa con sus secretarios y ministros particulares, su favorito y corte, haciendo de ella archivo de todos los papeles importantes, y palacio de todas las solicitudes, comenzó á disponer del Estado á su antojo, mientras que el Rey en el despacho no hacía más que practicar bien y minuciosamente sus devociones.

Cuáles fuesen las conveniencias de la Monarquía, dejámoslo atrás explicado. Era preciso sobre todo organizar la Hacienda, obra á la cual había consagrado sus últimos años Felipe II, aunque no con mucho éxito por las circunstancias que le acosaron. Y como principal remedio de la penuria del Tesoro, y como fundamento de las mejoras que tanto necesitaban la Agricultura y Comercio, y las atrasadas artes del país, era indispensable el reposo, la paz que sabiamente buscó Felipe II en el tratado de Vervins. Ni una cosa ni otra se supo alcanzar. Y malos principios eran para lograr lo primero, el invertir en las fiestas que se hicieron en Valencia al recibir á la reina Doña Margarita, que vino por Italia á juntarse allí con su esposo, no menos que un millón de ducados que hacían harta falta en Flandes y en otras partes, para atender al Ejército y Armada, y más aún para pagar los préstamos y deudas, que mientras más se dilataban más consumían las rentas de la Monarquía. Desplegó además el duque de Lerma un lujo como de Monarca en sus cosas propias, y muy grande también en las cosas del Estado, desde los primeros años de su administración. Gastó él de por sí trescientos mil ducados en Valencia, al propio tiempo que le hacía gastar un millón al Erario, y envió desde luego gruesas sumas al Emperador y á otros príncipes para prevenirlos en favor de su política.

Reuniéronse las Cortes de Castilla en el mismo año de 1598 en que comenzó el nuevo reinado, y propúsose en ellas la gran estrechez y empeño del real patrimonio, y en comprobación de lo mismo se presentaron dos relaciones del valor de todas las rentas del reino, por donde se vió que las fijas no pasaban de cuatro millones, y que las demás, que estaban encabezadas y arrendadas, importaban cinco millones seiscientos cuarenta y cinco mil seiscientos sesenta y ocho ducados. Unas y otras estaban empeñadas y enajenadas, de suerte que no podía el Estado valerse de ellas. Entonces se establecieron las sisas, que después fueron conocidas con el nombre de servicio de veinte y cuatro millones. Poco hubieron de arbitrar estas primeras Cortes para los grandes gastos y prodigalidades del duque de Lerma, cuando en 1600 se convocaron nuevas, las cuales consintieron en desembarazar y desempeñar las rentas reales, tomando á cargo del reino un censo de siete millones y doscientos mil ducados, y concediendo al propio tiempo un servicio de diez y ocho millones de ducados en seis años, á tres por cada uno, para pagar el principal é intereses de aquella deuda. Prefirió de esta suerte el reino á admitir nuevos tributos ó á acrecentar los antiguos, el tomar sobre sí las deudas de la Hacienda y desempeñarla, como con efecto se desempeñó. Pero no se logró con esto el propósito; porque continuando la mala administración de la Hacienda, hallóse esta de nuevo empeñada en doce millones que se debían á hombres de negocios, los cuales tiraban muy grandes intereses, sin contar las deudas de juros situados y sueltos, con que fué preciso pedirles á las Cortes, otra vez reunidas en 1607, que otorgasen el servicio de millones para esto, y la paga de toda la gente de guerra de dentro y fuera del reino, armada, fortificaciones y gastos de la corte. También los procuradores vinieron en concederlo. Así votaron diez y siete millones y medio en siete años, á dos y medio por cada uno. Por último, á los judíos portugueses se les obligó á pagar dos millones cuatrocientos mil cruzados, por manera de multa ó castigo de sus apostasías.

Cargábanse los impuestos, parte sobre el consumo de ciertos artículos de necesidad para la vida; parte en censos sobre los propios de los pueblos: añadidos á los ordinarios y antiguos, que eran ya muy pesados, causaron muchas lástimas y miserias en Castilla. No tuvieron mejor suerte las demás provincias: en todas se impusieron más contribuciones de las que buenamente podían soportar, añadiéndolas á las que ya pagaban en los reinados anteriores. Sólo Vizcaya tuvo valor para resistir (1601), y eso en mengua de la Monarquía, porque no se negó á pagar los nuevos impuestos, alegando el interés común y general de los pueblos, sino sólo sus propios fueros y exenciones. Cedió Felipe III á las reclamaciones enérgicas de Vizcaya por consejos del favorito, y escribió una carta á la provincia, revocando su determinación y confirmando todos sus privilegios antiguos: que fué perder los recursos con que ya se contaba y perder á la par mucha parte de su dignidad el Gobierno, retardándose más y más la necesaria y deseada unidad de la Monarquía.

Mas no bastaron las nuevas contribuciones y recursos ordinarios para apagar la sed del Tesoro, y lo demás que se imaginó fué de poca eficacia y muy ruinoso. Alzóse el valor de la moneda de cobre (1603), lo cual hizo que los comerciantes extranjeros se apresurasen á inundar de cobre nuestros mercados, llevándose en cambio mayor cantidad de plata de la que el cobre valía, con que se perdieron muchos millones en aquella operación disparatada, además del crédito. Y no fué esto sólo, sino que tal especie de moneda se acrecentó á punto de entorpecer las transacciones. Durmióse tanto el Gobierno, que en vez de hacerlo consumir, acrecentó las licencias de acuñarlo, y contempló impasible el continuo arribo de bajeles que vaciaban en las costas españolas aquella moneda vil de que venían cargados, retornando llenos del oro y plata de América. Poco antes de esta alteración de la moneda, sonaron intentos misteriosos sobre la plata labrada, que en gran copia tenían los particulares y principalmente las iglesias, los cuales no llegaron á realizarse (1602), pero pusieron en no poca tribulación y descontento los ánimos. La expoliación y la violencia del fisco tocaba así ya en los mayores extremos. El duque de Lerma no acertaba con otros medios para llenar el vacío de las arcas públicas. Claramente se veía que el más eficaz era la economía en los gastos y en la administración; pero esto cabalmente no quería practicarlo el favorito. Así fué que desde los primeros años del reinado de D. Felipe, que vamos relatando, la Hacienda pública se vió en mayor pobreza que hubiera sentido hasta entonces. Faltan documentos originales para determinar su verdadero estado; pero en una memoria presentada al rey de Francia, Enrique IV, por sus espías en España, cuando meditaba sus grandes proyectos de guerra contra la casa de Austria, se leen datos curiosos, que si no del todo exactos, puede creerse por el objeto que se acercaban bastante á la verdad. Asegurábase que las rentas de la corona, prescindiendo de las de Portugal, llegaban á quince millones seiscientos cuarenta y ocho mil ducados; pero que en 1610 estaban ya todas empeñadas en ocho millones trescientos ocho mil quinientos ducados, á pesar de los esfuerzos y sacrificios de las Cortes de Castilla, que cada año concedían nuevos subsidios. Las rentas de las Baleares, Nápoles, Milán, Sicilia y Flandes no bastaban para su administración y defensa; y sólo las provincias de España, y más que ninguna, Castilla, conllevaban aquella carga inmensa capaz de agobiar á los países más prósperos.

Sin embargo, el duque de Lerma no hizo lo que debía por mantenernos en el reposo á que prudentemente nos había traído Felipe II. Sin ser de carácter tan emprendedor y belicoso como otros ministros que antes y después tuvo por aquellos siglos la Monarquía, pagó también algún tributo al orgullo nacional, y se lanzó sin reparo en nuevas expediciones y aventuras. Para prolongar la lucha ya irrevocablemente resuelta del catolicismo contra la reforma, continuó pagando las pensiones cuantiosas que en tiempo de Felipe II recibían con el propio objeto los católicos de Inglaterra y Alemania y los descontentos de Francia. Aprobaba la política de la época, harto imbuída en las máximas que reveló Maquiavelo, semejante sistema de hostilidades; y Felipe II lo empleó contra sus enemigos políticos, como ellos lo emplearon contra él en Flandes y en otras partes. Pero pasadas las ocasiones de guerra, cuando la reforma estaba consumada en Inglaterra y Alemania, dada por imposible su conversión por las armas y hecha la paz con Francia, ni eran necesarias tales pensiones, ni parecía siquiera sensato el continuarlas pagando. El duque de Lerma las mantuvo, sin embargo, como estaban, porque aspiraba aún á levantar el catolicismo en Alemania y en Inglaterra, á desmembrar cuando menos á la Francia y á dominar en Italia. Por locos que parezcan tales pensamientos, no hay que culpar de ellos al duque de Lerma solamente: justo es decir que dominaban en muchas personas de cuenta, y en no poca parte del pueblo, que habiéndose criado en las grandezas de Carlos V ó en las altas empresas de Felipe II, juzgaban á la nación capaz de tanto todavía. Faltóle al favorito firmeza de ánimo y una conciencia de su deber bastante ilustrada para no ceder á las exigencias insensatas del orgullo nacional; que bien pudo despreciar por esta parte sus murmuraciones, quien sabía despreciarlas en cosas menos injustas, y que más herían su honra. Hubiérale ayudado en ello el clamor de los muchos que ante todo pedían algún alivio en sus miserias. Ni era aquella la ocasión de pensar en altas empresas, ni era él hombre para llevarlas á cabo; y acontece en las cosas políticas que lo que en tal hombre y en tal día es grande y digno de aplauso, ó cuando menos de respeto, parece ridículo en otra ocasión y en otras manos.

Los temporales solamente pudieron impedir que la Invencible destruyera el poder del protestantismo inglés; mas las empresas que intentó contra aquella nación el ministro de Felipe III llevaban la destrucción en sí mismas y en su propia pequeñez é impotencia. Mandó una expedición en favor de los católicos de Irlanda que estaban hacía tiempo en armas contra la metrópoli (1602), donde apenas se contarían seis mil hombres de desembarco gobernados de D. Juan del Águila, capitán criado en la escuela del duque de Alba, y luego Maestro de campo debajo del príncipe de Parma, valerosísimo y prudente. Desembarcó esta gente y se apoderó de Baltimore y de Kinsale. Desde allí envió Águila un escuadrón de dos mil españoles, al mando de su segundo Ocampo, á que se incorporase con las fuerzas del conde de Tyron, caudillo principal de los rebeldes. Hallábanse éstos muy disminuídos y desalentados con las derrotas que habían padecido antes de llegar los españoles; de suerte que solo se reunirían con los nuestros unos cuatro mil soldados. Montjoy, Virrey de la isla, llegó con el ejército inglés y encontró al conde de Tyron y á Ocampo no bien habían logrado reunirse. Trabóse al punto un combate, en el cual los nuestros hicieron prodigios de valor y mantuvieron por largo espacio indecisa la victoria: con todo fueron vencidos. Las tropas allegadizas y tumultuarias de los irlandeses, con pocas armas y menos disciplina, no supieron resistir y abandonaron el campo, y solo los nuestros perdieron ya inútilmente más de dos mil doscientos hombres. Ocampo y muchos de sus oficiales quedaron prisioneros. Á estas nuevas, D. Juan del Águila, sitiado por mar y tierra, se vió con el resto de la gente forzado á capitular. Estipuló ante todo el capitán español que se daría una completa amnistía á los habitantes de Baltimore y de Kinsale que habían prestado muy buena acogida á los nuestros; y luego que una escuadra inglesa conduciría á España sus tropas con toda la artillería, municiones y efectos desembarcados. Á todo accedió el Virrey, que, habiendo visto pelear á los nuestros, contábase por feliz con que á tan poca costa dejasen la tierra. El conde de Tyron tuvo entonces que someterse á la reina Isabel; mas no juzgándose seguro en Inglaterra, fué á acabar sus días en Roma.

Murió á poco Isabel de Inglaterra, y con su muerte abriéronse de nuevo los tratos de paz tantas veces comenzados; mas ahora llegaron á terminarse por la buena voluntad del rey Jacobo y de sus ministros que en todo se pusieron de parte de España. Hubo primero que resolver cuestiones de etiqueta muy graves para aquel tiempo. No sabiendo en qué orden habían de sentarse los embajadores, se imaginó ponerlos en derredor de una mesa redonda. La paz fué ventajosa, y aún por eso se dijo que el rey Jacobo era de corazón católico, y que á sus ministros para que favoreciesen nuestros intereses y la política de España, los ganó el duque de Lerma con dinero. Si esto fué cierto, bien puede causarnos maravilla la venalidad de los ministros extranjeros de aquel tiempo, porque en todas partes hallaba nuestra política tales ayudas. Añádese que el primer intento del duque de Lerma después de las paces, fué incitar á la Inglaterra contra Francia, formando una liga con aquella potencia para devolverle las provincias que había poseído en otro tiempo y repartir el resto en varios dominios, los unos libres, los otros dependientes de España. Sacrificábase aquí, si fué cierto, el interés católico al gran interés político y de conservación de la Monarquía, cosa rarísima verdaderamente en nuestra corte; pero la traza, así como imaginada en los días de Felipe II y de la reina María, pudiera haber sido de efecto, no podía serlo entonces de modo alguno, porque Francia estaba ya libre de disensiones, y harto flaca España para soportar los empeños de tamaña empresa. No se intentó al fin, acaso porque no se prestase el pacífico Monarca inglés á entrar en la liga, y comenzó el Duque á tramar conjuraciones dentro de Francia.

Descubrióse la más extensa y mejor combinada de ellas, á cuya cabeza estaba el Mariscal de Byrón, uno de los mayores capitanes de Enrique IV, y en la cual tomó parte muy principal el duque de Saboya. El Mariscal fué condenado á muerte, y ejecutado en la Bastilla, y la conspiración quedó frustrada. Fontenelles, de noble familia de Bretaña, tuvo después la propia suerte por haber querido entregar el fuerte de Donarnenés á España, y diez ó doce personas más de las principales de la provincia fueron por el mismo motivo decapitadas. Ahora los intentos de nuestro Gobierno se encaminaban principalmente á tomar á Marsella, cosa que tan fácil hubiera sido en otras ocasiones; y si la conjuración del Mariscal de Byrón hubiera alcanzado buen éxito, estaba ajustado que viniese á nuestro poder. Frustrada aquella trama, se imaginó otra que no tuvo mejor suerte. Luis de Alagón, barón de Mairargues, que mandaba las galeras de Francia en el puerto de Marsella, y al propio tiempo era uno de los magistrados municipales de aquella plaza, se ofreció á ponerla en manos de los españoles. Supo también su intento el Gobierno francés, y perdió la cabeza en el cadalso. Pero aun esto no contuvo la venalidad en Francia: porque pocos días después fueron ajusticiados en Tolosa dos hermanos que iban á entregar las plazas de Narbona y Leucata al Gobernador del Rosellón. Empleó España sin fruto en tales intentos crecidas cantidades, que vinieron á recargar dolorosamente el exhausto Erario.

Algo mejor librados salieron en Italia los intereses políticos y religiosos de nuestra corte, mas no por virtud del duque de Lerma. El Papa Clemente VIII, nombrado árbitro por el tratado de Vervins entre Francia y el duque de Saboya que pretendían á un tiempo el Marquesado de Saluces (1601), adjudicó estos Estados al Duque, mediante alguna indemnización al francés, merced al influjo de España que no quería que por aquel territorio tuviese su rival entrada libre en Italia.

Quien tuvo la mayor parte en el buen éxito de tales negociaciones fué D. Pedro Enríquez de Acebedo, conde de Fuentes, que del Gobierno de Flandes había venido al de Milán. Era el Conde discípulo del duque de Alba16. Preciábase de tener sus mismos sentimientos y de observar la propia disciplina que él. Sagaz, altivo y fastuoso, despreciador de todos los hechos militares que no fuesen los suyos, y de otra nación ó potencia que no fuese España, llegó á influir de un modo poderoso y decisivo en los negocios de Italia. El echó allí los fundamentos de la política hábil que, á pesar de todos los desaciertos y miserias de la corte, mantuvo por España el Milanesado hasta la muerte de Carlos II. Fué el primero en comprender la importancia de la Valtelina para la conservación del Milanesado, porque ponía en comunicación esta provincia con los Estados del Emperador, natural aliado y amigo de España. Propuesto desde entonces á que fuese nuestro aquel territorio, levantó un fuerte en los confines del Milanés y de la Valtelina, al que llamó de su nombre, fuerte de Fuentes, y comenzó á ganarse los ánimos de los naturales. No tardó en apoderarse del Marquesado de Final, poseído por Alejandro Caretto, anciano octogenario que no dejaba sucesión. Á la verdad, sobre estos Estados podía alegar ciertos derechos España; mas su conveniencia y su fuerza fueron los verdaderos títulos en que se fundó la conquista. El dominio de Final era también importante para la conservación del Estado de Milán, porque en su puerto podían desembarcar nuestras flotas y mantenerse, por él, á la par que por Mónaco, la comunicación con España. Poco después estallaron grandes diferencias entre el Pontífice Paulo V y la República Veneciana (1606), con motivo de haber sometido aquélla á los tribunales civiles las causas de varios eclesiásticos. Y llegando el asunto á trance de guerra, tomó nuestra corte la defensa del Papa: previno el de Fuentes un ejército, y los venecianos no osaron medirse con él y se avinieron con la corte de Roma. Ningún suceso fué tan agradable como éste á los ojos del rey Felipe y aun á los del vulgo, porque él hacía representar á la España el papel de cabeza y amparo del catolicismo que tanto ambicionaba. Y, sin embargo, dióse con él un ejemplo funesto, por dicha no repetido más tarde, que fué sostener con las armas las pretensiones, no ya dogmáticas, sino disciplinales de la corte de Roma, contribuyendo á que la potestad temporal en una nación independiente quedase vencida por la potestad espiritual, y no en discursos ni negociaciones, sino por medio de las armas: hecho harto más católico que prudente ni político, á no ser que fuera el propósito del hábil conde de Fuentes y del de Lerma, humillar á los venecianos nuestros naturales enemigos.

16.Bentivoglio, Memorias.