Loe raamatut: «Narradores del caos»

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Correa Soto, Carlos Mario

Narradores del caos: las apuestas de la crónica latinoamericana contemporánea / Carlos Mario Correa Soto. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2017

346 p.; 24 cm. -- ( Colección Testigos)

ISBN 978-958-720-474-2

1. Crónicas periodísticas – América Latina. I.Tít. II. Serie

070.44 cd 23 ed.

C824

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Narradores del caos

Las apuestas de la crónica latinoamericana contemporánea

Primera edición: diciembre de 2017

Primera reimpresión: octubre de 2018

© Carlos Mario Correa Soto

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No.7 sur - 50

Tel.: 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-474-2

Editor: Marcel René Gutiérrez

Imagen de carátula: 640413589, ©shutterstock.com

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad. Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Agradecimientos

Agradezco a la Dirección de Investigación y a la Escuela de Humanidades de la Universidad EAFIT su respaldo para la realización de este trabajo, que hizo parte del proyecto de investigación “Forma y contenido de la crónica latinoamericana contemporánea”, realizado en 2016, y el cual está inscrito en la línea de narrativas periodísticas del grupo Comunicación y Cultura del Departamento de Comunicación Social.

Mi gratitud especial para el periodista Daniel Palacio Jiménez quien, en un trecho de la investigación para el libro, me acompañó con la lectura crítica de los avances del ensayo principal y con datos e ideas para presentar a los cronistas entrevistados en la segunda parte.

Les agradezco a mis estudiantes de Géneros Periodísticos 2 y Reportaje, del pregrado en Comunicación Social de la Universidad EAFIT, sus aportes como lectores –y en cierta forma como curadores– de muchas de las crónicas y de los autores referidos a lo largo del libro. Y agradezco también las búsquedas de información para el contexto histórico de la investigación que me bridaron los estudiantes de EAFIT Alba Luz Escudero, de la Maestría en Estudios Humanísticos; Alejandro Arboleda Hoyos, del Semillero de Narrativas Periodísticas, y los integrantes del curso Seminario de Investigación 2, también de Comunicación Social: María Patricia Pareja, Lorena Márquez, Diana Escobar, Andrea Trefftz, Ana María Alvarado, María Isabel Saldarriaga, María Córdoba, Simón Londoño, Daniel Bravo, Felipe Arcila, Andrés Cardona, Camilo Montoya, Daniel Beltrán y Juan Manuel Cuartas.

Para Gabriela –mi madre–, una crónica pequeña de estatura, rebosante de paciencia, dignidad, amor y cabello blanco

La crónica mezcla el destino individual con el colectivo, la emoción con la información.

Juan Villoro

Una crónica sería, en última instancia, un reportaje bien contado en primera persona.

Martín Caparrós

Una crónica debe tener ojos, los zapatos y las orejas del cronista, que tiene que ser una especie de antena y de radar, de telescopio y microscopio al mismo tiempo: el cronista es un testigo y para eso hay que ir a ver. Esto se puede decir en siete monosílabos: si no se va no se ve.

Héctor Abad Faciolince

La crónica sirve para explicar el mundo desde lo humano, no desde la teoría.

Marcela Turati

Contenido

Primera parte: Una crónica de la crónica

Contra el imperio de Cronos

En busca del tiempo (y del espacio) perdidos

El debate crónico sobre un género orillero

Un territorio de rastreadores impacientes

El tropel de las historias

La violencia crónica y la crónica de la violencia

Crónica y poder, y el poder de la crónica

Reportaje de inmersión y periodismo de autor

Sensaciones extraordinarias en primera persona

Los traductores del caos

Segunda parte: Preguntas y respuestas crónicas

Marcela Turati

La reportera que camina con la gente

Daniel Alarcón

El ambulante de Radio Ciudad Perdida

Andrés Felipe Solano

El honesto impostor

Daniel Riera

Un cronista grande que juega con muñecos

Óscar Martínez

El reportero intrépido

Juan Villoro

Un cacique de la tribu cronística latinoamericana

Alberto Salcedo Ramos

El rescatista de náufragos

Cristian Alarcón

Un anfibio en el Cono Sur

Juan Gabriel Vásquez

Un novelista que se alimenta de reportajes

João Moreira Salles

El documentalista accidental

Juan Pablo Meneses

Un viajero liviano de equipaje

Mónica Baró

La periodista de barrio

Directorio de “Nuevos cronistas de Indias”

La crónica en Internet: sitios de revistas y blogs

Referencias

Notas al pie

PRIMERA PARTE

Contra el imperio de Cronos

En abril de 1999, Coca-Cola, la bebida gaseosa más consumida en todo el mundo, fue “derrotada” por la peruana Inca Kola, de “color orina y sabor a chicle” según la describen los cronistas Marco Avilés y Daniel Titinger. Ellos recuerdan el suceso en el que Douglas Ivester, el entonces presidente de la compañía que produce a la negra imperial, aceptó el descalabro en la ciudad de Lima tras tomarse en público varios tragos de la amarilla que prefieren los peruanos, en una actitud que les hizo recordar a los testigos el episodio bíblico de Goliat arrodillándose ante David.

Cuatro años después el suceso fue narrado en “El imperio de la Inca”, la crónica más leída en la historia de Etiqueta Negra;1 traducida al francés, al italiano e incluso al japonés y publicada en revistas, libros y sitios de Internet de varios países.

Detrás de la confección de esta historia se encuentra la aventura de dos periodistas jóvenes –azuzados por un editor también joven– que emprenden el reto de reportear y de escribir como no lo habían hecho antes: a dos cerebros, a dos corazones y a cuatro manos, y con el riesgo permanente de naufragar en un océano de información, o de no poder descubrir en él nada revelador. El punto de partida era inaudito y, por eso, tentador: Inca Kola, una gaseosa de un país tercermundista, le ganaba en ventas a la multinacional Coca-Cola. ¿Cómo se podía contar esa historia? Aportándoles información y novedad a los lectores y, algo muy importante, entreteniéndolos.

Solo tenían una semana y media para reportear y dos para escribir, recuerdan Titinger y Avilés en su diario de campo: “Eso, cuando tu tema parece importante, se convierte en un problema. Peor cuando los editores te dicen: queremos un texto de unas seis mil palabras…” (Titinger y Avilés, 2012a). Ellos eran reporteros de día a día de un periódico y el texto más grande que habían escrito en sus vidas tenía, como máximo, mil palabras, y se habían demorado un par de semanas investigando y escribiéndolo. Ahora les pedían seis mil palabras y si les daba para más que “escribieran sin miedo” (Titinger y Avilés, 2012a).

Aceptaron el reto y en el mes de julio de 2003 presentaron al público su resultado, en el número 7 de Etiqueta Negra.

Al frente, detrás, a los lados de Avilés y de Titinger –moviéndose como una sombra protectora – estuvo el editor Julio Villanueva Chang, quien considera que “El imperio de la Inca” tiene tanto de historia sentimental como de finanzas, cifras y estadísticas en revistas, como de amores y odios en foros por Internet. Tiene tanto de publicidad como de botánica. Tanto de comida china como de arte pop. Tanto de historia del gusto como de guerra comercial. Tanto del libro2 de viajes de un inglés –Matthew Parris– que lo había titulado con ese nombre, como de una tesis de Harvard que estudia su éxito. Tiene tanta información “que ya no se sabe bien lo que no se sabe” porque el texto es una “suma vertiginosa” de breves y certeros fragmentos que se intercalan al estilo de un montaje documental. Y tiene tanto de Avilés como de Titinger, sus autores, como de ninguno de ellos: decidieron escribir el texto a dúo, y se sentaron durante dos semanas, juntos frente a una computadora, de nueve de la mañana a siete de la noche, a aprobar o rechazar cada frase, que acabaron creando un estilo que no era ni del uno ni del otro, un híbrido que al final es “como una máquina de significados” (Villanueva Chang, 2006b).

Esta crónica –aprecia Villanueva Chang– tiene tanta arrogancia en la información que no puede ser un texto articulado, sino ensamblado y, en este caso, la escritura no avanza, sino que salta. Porque, como pasa con esta crónica, “hay historias que sólo merecen ser contadas desde la promiscuidad, y Titinger y Avilés saben bien que si el texto lo escribía uno solo, que si hacían el intento de separarse, habría sido no un fracaso amarillo y gaseoso sino negro y arrogante soberano” (Villanueva Chang, 2006b).

Se trata de un autor híbrido que expresa lo mejor de los dos y disimula lo peor de los dos, para entonces un par de jóvenes desconocidos como cronistas; es como si ambos, ahora que cada uno con el paso del tiempo ha adquirido una voz propia, hubieran sido superados por un autor fantasma en este experimento periodístico que dato tras dato, testimonio tras testimonio, a favor y en contra de la amarilla andina o de la negra norteamericana, llega a un final propio de una revelación antropológica:

[…] Hemos hecho de Inca Kola una bandera gastronómica en un país donde la identidad entra por la boca. Cosa curiosa: nuestra bandera tiene los colores de Coca-Cola, la forastera. […] Pero hay algo más detrás de esa botella: en el Perú, las familias, los amigos, siguen siendo tribus reunidas alrededor de una mesa. Y en la mesa, la comida. Y con la comida, la amarilla. Un ingrediente de nuestra forma de ser gregarios. Frase para la despedida: en el Perú, Inca Kola te reúne. Afuera, te regresa (Titinger y Avilés, 2012b: 451-452).

Titinger confiesa que antes de publicarse “El imperio de la Inca” él no existía. “Tampoco hoy existo en muchos sentidos” –asegura–, pero dice que antes de publicar el reportaje sobre esa bebida gaseosa, ninguna revista le hubiese aceptado una línea. Y él quería publicar en muchas revistas. Así que la génesis de su carrera –pondera– “tal y como siempre no la imaginé, se la debo a esa gaseosa amarilla, color orina y sabor a chicle, que tanto nos gusta a los peruanos; menos a mí” (2010).

“El imperio de la Inca” representó para los reporteros Avilés y Titinger –y para Villanueva Chang en la labor de editor bajo la figura del asesor que hace tanto énfasis en el proceso de elaboración de la pieza periodística como en la estética de su narrativa– un trabajo contra el tiempo y a tiempo, tras librar esa lucha siempre desigual frente a Cronos –ese dios fabuloso y voraz– que en este caso evidencia de manera sorprendente el carácter que tiene la crónica periodística latinoamericana actual.

En busca del tiempo (y del espacio) perdidos

El 19 de marzo de 1922 en sus “Gotas de Tinta” del periódico El Espectador, Luis Tejada3 destacó que el mejor cronista era quien sabía encontrar siempre algo maravilloso en lo cotidiano, quien podía hacer trascendente lo efímero y lograba poner la mayor cantidad de eternidad en cada minuto que pasara (2008: 279). Aunque “El Príncipe” de los cronistas colombianos vivió apenas veintiséis años, al esgrimir su pluma contra el poder titánico del tiempo, en cada uno de los breves artículos de corte literario y ensayístico que publicó se perpetuaron tanto su nombre como la reflexión cotidiana del mundo que tuvo cerca de sus ojos.

Desde que juntó sus primeras letras como escritor, Tejada se valió para expresarse con un talante propio –acaso por intuición neta– de la crónica;4 una especie antigua, definida “por el don de siempre parecer recién inventada” (Egan, 2008: 152). El caso es que del papel al blog la crónica se muestra como una escritura “capaz de reinventarse en las encrucijadas de cada tiempo” (Falbo, 2007: 14).

“Me gusta la palabra crónica –atestigua hoy el escritor argentino Martín Caparrós–. Me gusta, para empezar, que en la palabra crónica aceche cronos, el tiempo”. Y a renglón seguido señala que siempre que alguien escribe, escribe sobre el tiempo, “pero la crónica (muy en particular) es un intento siempre fracasado de atrapar el tiempo en que uno vive”. Sin embargo, su fracaso, considera, “es una garantía: permite intentarlo una y otra vez, y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez” (2012b: 608).

Los cronistas con estirpe tienen claro que su reto es presentar una imagen de su época y por eso buscan plasmar los acontecimientos y los actores de sus historias sin coartar ninguno de los recursos que la escritura creativa les pueda ofrecer. Y lo hacen –de acuerdo con las sesudas analogías del escritor mexicano Juan Villoro– con “una pasión equivalente a la de los taxidermistas que saben preservar bestias como si estuvieran vivas” (Escobar y Rivera, 2008: 263); además, los cronistas –señala–, “como los grandes intérpretes del jazz, improvisan la eternidad”, puesto que “fijar lo fugitivo” es su tarea (Villoro, 2005: 14).

En la perspectiva de su evidente pretensión de perdurabilidad y a juzgar por su devenir histórico, la crónica –incluida, claro está, en su expresión como periodismo narrativo de tipo reportaje, que es la forma más notable en la que ha reverdecido en su versión latinoamericana– es la gran urna en la que se aloja la memoria de la humanidad que ha sido narrada. Y sigue siendo en su esencia tiempo; tiempo relatado y tiempo que se intenta recobrar. La palabra crónica contiene el tiempo en sus propias sílabas (procede del griego Kronos). En términos “prustianos”, los cronistas van siempre en busca del tiempo perdido; cual Ícaro que, imprudente, se expone al sol batiendo las alas que lleva soldadas a su cuerpo con la cera de la fugacidad.

El tiempo avanza y aplasta, ayer como hoy, con la pisada de un dinosaurio, mientras cada presente reclama sus testigos, sus investigadores, sus intérpretes y sus cronistas. Además, es importante recordarlo, “porque la historia de la crónica es la historia de la memoria” (Carrión, 2012: 23).

No obstante, nuestro presente determinado como está por la omnipresencia del teléfono y de las redes sociales, donde todos los ciudadanos hablan a la vez pariendo información estandarizada –en palabras de Julio Villanueva Chang–, hace que la novedad siga “siendo la ilusión que producen las nuevas tecnologías y la intromisión en la intimidad, pero no una nueva visión del mundo”. Y en este orden de ideas, para este cronista y editor de cronistas latinoamericanos,

Una de las mayores pobrezas de la más frecuente prensa diaria – sumada a su prosa de boletín, a su retórica de eufemismos y a su necesidad de ventas y escándalo– continúa pareciendo un asunto metafísico: el tiempo. Lo actual es la moneda corriente, pero tener tiempo para entender qué está sucediendo sigue siendo la gran fortuna” (2012: 584, 585).

Enfrentado al tiempo y amparado en él, un cronista debiera –según la reflexión de la periodista chilena Marcela Aguilar– “rescatar lo que vale la pena y contarlo” con palabras que “debieran tener la fuerza de un conjuro y desplegarse sin envejecer”. Puesto que una buena crónica “se hace con los mismos materiales del periodismo diario y sin embargo tiene otras resonancias, se lee y se guarda de otra manera” (2010b: 9).

Quien escribe salva. Y quien escribe crónica, creemos que salva doblemente. Porque “no importa si eso que escribió queda guardado por años o siglos: en el momento en que alguien lo encuentre y lo lea, todo lo que está descrito allí revivirá” (Aguilar, 2010b: 9).

La periodista argentina Leila Guerriero advierte que la crónica es un género que, ante todo, “necesita tiempo para producirse, tiempo para escribirse, y mucho espacio para publicarse” (2012c: 620). Germán Castro Caycedo –el cronista mayor del periodismo colombiano contemporáneo– asevera que: “La falta de tiempo es la desgracia del periodismo de hoy” (Morales y Ruiz, 2014: 23). Mientras tanto su colega Gerardo Reyes –fogueado en las batallas y los medios del periodismo de investigación internacional– hace una rotunda declaración de principios: “Cuanto más tiempo le dedique uno a una historia, más cerca estará de la verdad” (Morales y Ruiz, 2014: 82).

Bien: la crónica periodística requiere de tiempo para investigarla y escribirla, y de espacio para publicarla. Además de osadía, talento y oficio para experimentar con formas de narrarla.

He ahí algunas de las circunstancias que en la actualidad favorecen a la crónica en varios países latinoamericanos, donde es investigada utilizando estrategias de reporteros y es escrita con las herramientas propias de novelistas y cuentistas por los denominados “Nuevos cronistas de Indias”.5

Inicialmente encontramos al menos tres circunstancias que han hecho visibles a los “Nuevos cronistas de Indias”. Una, en 1995 la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI, creada en 1994 en Cartagena de Indias, Colombia), les comenzó a ofrecer seminarios y talleres6 de formación y a propiciar la creación de redes entre ellos; dos, a partir de 1999 el descubrimiento y la conquista de una zona franca, la de las revistas que en los primeros años del siglo XXI, con el refuerzo de los blogs7, les compran, patrocinan y divulgan sus investigaciones y sus artículos; y tres, la aparición de un lector interesado en las historias de no-ficción, que un grupo importante de editoriales8 en español –las que también respaldan premios y encuentros– ha ido cultivando y masificando con la publicación de sus mejores piezas en libros antológicos y como “solistas”.

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez –miembro del Consejo Rector del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo, de la FNPI– aprecia que el símil más inmediato del nuevo cronista de Indias viene a ser Bernal Díaz del Castillo (Medina del Campo, 1495 o 1496-Guatemala, 1584), “porque, soldado de la conquista, ya viejo en su retiro de Santiago de Guatemala, al leer la Historia de las Indias y conquista de México (1552) de Francisco López de Gómara (Sevilla 1511-1564 o 1566), encuentra que un clérigo que se quedó en su muelle comodidad de Valladolid, le quiere contar su propia historia” (Ramírez, 2012). Y, entonces se rebela airado. Nadie puede venirle con cuentos porque la verdad está en su propio sudor y en sus penurias de soldado, y además, no solo es testigo de vista, sino protagonista. Y en un acto de rebeldía escribe su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1575, copia manuscrita; 1632, edición impresa).

Se empeña así en no faltar a la verdad. Despoja su relato de todo lo que pueda tener olor de leyenda, o de mentira, o de exageración, y pretende que sean los hechos, en su exageración real, los que hablen por sí mismos.

El procedimiento de construir la realidad –señala Ramírez– no admite exageraciones gratuitas ni imposiciones mentirosas. Para parecer real, la realidad tiene que copiarse a sí misma. La crónica que cuenta hechos no puede ser mentirosa. Esta es la lección de Díaz del Castillo (Ramírez, 2012).

En efecto, Bernal Díaz del Castillo fue testigo de los tres intentos de colonización de México. Llegó allí en 1514 y en 1519 acompañó a Hernán Cortés en la última expedición. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España señala que, aunque carece de estudios, “lo que yo vi y me hallé en ello peleando, como buen testigo de vista yo lo escribiré, con la ayuda de Dios, muy llanamente” (Esquivada, 2007: 115).

Pero el calificativo “Nuevos cronistas de Indias” no es aceptado con comodidad por todos los cronistas latinoamericanos contemporáneos, pues hay entre ellos algunos que prefieren autodenominarse de modo sardónico como “Nuevos indios de la crónica”.9 Este subgrupo está encabezado por el chileno Cristian Alarcón, quien de esta manera hace una alusión al trabajo peliagudo, tanto mental como físico, que implica la elaboración de una crónica periodística, y a las retribuciones económicas precarias que este trabajo les aporta.

El testimonio que da Leila Guerriero es el siguiente: se demora entre uno y tres meses investigando una historia, no escribe nada que le tome menos de cinco días y puede pasarse entre quince y veinte días escribiendo una crónica, con jornadas –las cuales califica de “pesadillescas”– de doce, quince o dieciséis horas encerrada en su estudio. Por ejemplo, “El rastro en los huesos” (Guerriero, 2012b) –sobre el equipo de antropólogos forenses que identifica los restos de los detenidos desaparecidos durante la dictadura militar argentina–, publicada en la revista Gatopardo en 2008, corresponde a un trabajo de tres meses de entrevistas, cuarenta horas de grabación, cuarenta mil caracteres y treinta versiones (Figueroa, 2010: 39-41).

La mayoría de ellos tienen pesares compartidos, relacionados con la lucha por obtener más tiempo, más espacio y más dinero por su trabajo. El colombiano José Navia, quien durante veinte años fue cronista del diario El Tiempo, recuerda una anécdota en la que un jefe de redacción, para evitar discusiones con los reporteros, tenía un cartel en su mesa que decía: “Si tiene problemas de espacio, vaya a la NASA” (Ethel, 2008). Mientras en El Espectador, el editor judicial Luis de Castro tenía en la puerta de su despacho un letrero en el que prevenía a sus redactores: “¿Dónde le castro?”.

Josefina Licitra, otra de las autoras más notables de la crónica en Argentina, se lamenta de que los factores tiempo y dinero casi siempre faltan, pero de todas maneras destaca que se “hacen crónicas excelentes, sólo que a costa de que el cronista sacrifique su tiempo libre, su dinero y su salud para poder hacer lo que le gusta” (Ethel, 2008).

Guerriero, Navia, Licitra y el propio Alarcón, igual que casi todos sus colegas, trabajan como freelance (o de frilanceros en el argot latinoamericano).

Entre los freelance, uno de los más “lanzados” y temerarios ha sido, a nuestro juicio, el chileno Juan Pablo Meneses, quien en esta condición ha realizado su trabajo como cronista viajero por medio mundo y cataloga a sus colegas en estos avatares como miembros de un “escuálido batallón”.

Las quejas de Meneses acobardan, como él mismo lo reconoce, a los periodistas cansados de las rutinas en las redacciones diarias y a los estudiantes de periodismo que desean –vislumbrando una nueva vida– iniciarse de cronistas en el ajetreo de los freelance. Les indica, sin rodeos: en este negocio se paga poco, mal y tarde. No hay contrato fijo, se vive de lo que se produce (“con el terrible peligro de mercantilizar tu vida”); se trabaja sin horarios y eso equivale, finalmente, a estar todo el tiempo conectado.

Las lamentaciones de Meneses por el trabajo como cronista freelance terminan por salir de su boca y regarse como espuma de cerveza:

Les advierto que no sólo van a tener que escribir y viajar (los dos grandes amores del periodista), sino que deberán aprender a buscar temas, producir historias, vender artículos, financiar reportajes, negociar una buena paga, y además cobrarla. Y para cobrarla no sólo deberán tener paciencia (algunos, especialmente en Latinoamérica, llegan a tardar más de un año en cancelarte), sino que también deben tener una adecuada cuenta de banco, facturas internacionales (el freelance suele trabajar para varios países) y hasta un código Swift para los reembolsos en otras monedas.

Les recuerdo que todas esas actividades juntas (las periodísticas y administrativas), las deberán hacer por lo menos una vez a la semana: no hay en toda habla hispana un medio que te pague un trabajo con lo suficiente para vivir un mes. Les agrego que la mayoría de la gente trabaja con horario de oficina, así que por las tardes se sentirán solos. Que las cuentas llegan cada 30 días, y que no te esperan. Les digo que en muchos casos serán tratados con la óptica del inmigrante ilegal: si no te gusta, te jodes.

[…] El periodista independiente no tiene jefe, y tienes muchos a la vez. Es dueño de su tiempo, y es esclavo del reloj. Es el mercenario pragmático, y es un romántico sin remedio. Es un afortunado que tiene tiempo para viajar, y es la carne de cañón que tenemos para las emergencias. Es libre, y está atrapado (2006: 64-65).

Pero bien sea como “Nuevos cronistas de Indias” o como “Nuevos indios de la crónica”, unos y otros son responsables, eso sí, de la buena salud que ahora tiene este tipo de escritura en el territorio latinoamericano. Un suelo feraz al que se aferran con finas raíces y donde comienzan a crear una escuela a través de fogosos aprendices de cronistas.

Este es el caso de Colombia –que es el que más conocemos– donde los estudiantes reporteros de los programas universitarios de Comunicación Social y/o Periodismo investigan, escriben y divulgan en medios impresos y digitales que les sirven como laboratorios de práctica, un tipo de crónicas que llevan en su sangre el mismo factor Rh+ (erre hache positivo) de la narrativa periodística de los “Nuevos cronistas de Indias”.

También es sobresaliente el caso del semillero de cronistas hispanoamericanos que se ha formado y fortalecido con los talleres y cursos –en las modalidades presencial y virtual– de la Escuela Móvil de Periodismo Portátil (EPP),10 fundada en 2009 por Juan Pablo Meneses. Lo cual es muy paradójico si se considera el sartal de reproches que este cronista –su principal tutor y maestro– le hizo renglones atrás al trabajo a destajo que tanto él como sus colegas tienen que hacer para sobrevivir. Pero su labor pedagógica y de promoción de nuevos cronistas –muchos de ellos menores de treinta y cinco años– tiene respaldo en las estadísticas que dan cuenta de la relación con alumnos conectados desde treinta países diferentes y quienes, con mayor o menor suerte, venden y publican sus historias en revistas, libros y blogs de crónicas internacionales.

Si para Susana Rotker la crónica fue el laboratorio de ensayo del “estilo” de los escritores modernistas –quienes en este contexto vienen a ser los abuelos de los “Nuevos cronistas de Indias”–, “el lugar del nacimiento y transformación de la escritura, el espacio de difusión y contagio de una sensibilidad y de una forma de entender lo literario que tiene que ver con la belleza, con la selección consciente del lenguaje” (2005: 108), para los estudiantes reporteros y para los cronistas portátiles la crónica viene a ser ahora la gimnasia donde logran una talla, una sensibilidad y una identificación propias como informadores que no solo tienen el reto de contar lo que pasa sino, ante todo, de brindar hallazgos y conocimientos sobre una sociedad mestiza y compleja como la naturaleza misma del género narrativo en el que se prueban, género que fue definido por el maestro Juan Villoro con un calificativo tan perspicaz como turbador: el ornitorrinco11 de la prosa.

€7,49

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476 lk 11 illustratsiooni
ISBN:
9789587204759
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Bookwire
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