Loe raamatut: «¡Escribirás y escribirás!»
Portada
Carolina Romero Saavedra
Romina Magallanes
Universidad Industrial de Santander
Facultad de Ciencias Humanas
Escuela de Idiomas
Bucaramanga, 2020
Página legal
ROMERO SAAVEDRA, CAROLINA ¡Escribirás y escribirás!: un ensayo sobre escrituras diaristicas / Carolina Romero Saavedra, Romina Magallanes. Bucaramanga: UIS, c2020 156p. ISBN impreso: 978-958-8956-80-0 ISBN ePub: 978-958-8956-93-0 1. WALSH, RODOLFO, 1927-1977 – DIARIOS 2. PIZARNIK, ALEJANDRA, 1936-1972 – DIARIOS 3. AUTORES ARGENTINOS SIGLO XX- DIARIOS 4. LITERATURA ARGENTINA – ENSAYOS I. Magallanes, Romina. II. Facultad de Ciencias Humanas (Escuela de Idiomas) CD: 868.992218203 ED. 23CEP- Universidad Industrial de Santander. Biblioteca Central |
¡Escribirás y escribirás!
Un ensayo sobre escrituras diarísticas
Carolina Romero Saavedra*
Romina Magallanes
*Profesora, Universidad Industrial de Santander
© Universidad Industrial de Santander
Reservados todos los derechos
ISBN impreso: 978-958-8956-80-0
ISBN ePub: 978-958-8956-93-0
Primera edición, agosto de 2020
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Impreso en Colombia
Dedicatoria
Espero que este lapicero funcione. Sí.
KATHERINE MANSFIELD, Diario
Antes de comenzar, sepan que esto es sudor de tinta
Este ensayo —escrito originalmente en letra consolas— es el resultado de varios elementos: dos tesis terminadas, dirigidas por Alberto Giordano, en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario de Argentina; años de lectura apasionada de diarios y búsqueda de manuscritos; y, sobre todo, la manía de escribir un diario que nos hizo, antes que colegas, amigas.
La variante coloidal que nos resulta imperativa para leer este material —es decir, el concepto de escritura diarística— devino en este ensayo compuesto por cinco apartados que se quiebran cacofónicos y titilantes como nuestra propia búsqueda para liberar de cercos académicos este tipo de escritura. “Escribirás y escribirás” es el mandato que se impone en los diarios de los escritores argentinos Rodolfo Walsh y Alejandra Pizarnik. Mandato de la escritura diarística, categoría que abordaremos en las siguientes páginas.
Rodolfo Walsh, escritor, nació el 9 de enero de 1927 en Choele-Choel (Río Negro, Argentina), y murió asesinado el 25 de marzo de 1977 por un grupo de tareas durante la dictadura cívico-militar que tuvo lugar en Argentina entre los años 1976 y 1983. Sus papeles personales fueron rescatados de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA). Alejandra Pizarnik, escritora, nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, y se suicidó el 22 de septiembre de 1972 en Buenos Aires. Sus diarios reposan en Princeton, en el Archivo Pizarnik.
Un largo rodeo
Intrusiones
No podemos dejar de decir que uno de los lugares desde los que se escribe este ensayo es el de la intrusión. Así nos lo hizo notar Juan Gustavo Cobo Borda, cuando lo visitamos en su famosa biblioteca en Bogotá, en busca de diarios de escritores, principalmente colombianos, que se encontraran en esas estanterías, cajones y muebles de cocina donde ubica sus libros. «Esas perversiones que hacen ustedes de andar espiando diarios íntimos», nos dijo. Debemos mencionar también que una de nosotras registró esa intrusión en su propio diario a los catorce años, cuando supo, por una prima, que otra prima había descubierto a su madre leyendo su diario. «Intrusa», escribió. Más de una persona cercana y querida, ajena a las letras, se sorprendió por lo mismo: «¿No les parece mal leer esas cosas? ¿No es indiscreto? ¿No son secretas? ¿Quién los publicó?»1.
Temas como la sinceridad, el secreto confesado, las intimidades, la verdad última, la identidad auténtica, tanto de los propios diaristas como de las personas de su entorno, junto a la creencia de que todas las maravillas pueden ser escritas en un diario, son presupuestos tentadores. No obstante, no solo la intrusión en y desde una intimidad inviolable motiva este ensayo, sino que también lo hace una experiencia de lectura que capta, desde la escritura diarística de dos escritores, una concepción y una práctica particulares de la escritura, pues en ella logra exponerse con intensidad la insistencia en la imposibilidad de actualización en una forma de escribir que se busca desesperadamente. Con mayor precisión: más que en una obra, un estilo o un género, la escritura se plasma en la potencia de una materialidad, y en dos éticas, una de la impotencia y otra de la creación de un personaje diarista.
Subrayados, rodeos, contagios
La presente búsqueda, tanto en su enfoque como en la articulación del corpus, nos fue dada en principio por lo que Moreno (2013) denomina «subrayados», ya sea con «tímido lápiz, con barras gritonas o reglas de obsesivo» (p. 13), de lecturas de diversos diarios de escritor. El de Kafka, el primero; los siguientes, los de Amiel, Nin, Rama, Mansfield, Chacel, Pérez, Güiraldes y Vilariño, por citar solo algunos de los más visitados. Entre ellos, abordamos los diarios de Pepys; los clásicos voluminosos (unos más que otros) de Amiel, Sthendal, Renard, Gide, Benjamin, Barthes, Sontag, Cheever; los recientemente editados de Freixas, Castillo y Piglia; el diario de Frida Kahlo y los Cuadernos de infancia de Lange (que acaso podrían no hallarse dentro de la categoría «diario», como tampoco las novelas El discurso vacío y La novela luminosa de Levrero, pero que en todo caso dieron lugar a esta visión de lo que denominamos escrituras diarísticas2). El paso por todos ellos nos trajo hasta este ensayo.
Estos diarios incuban una enfermedad contagiosa (Link, 2005), una manía, una impotencia. De hecho, el contagio es uno de los estados de la lectura de estos textos. Se trata de un capricho, de una cierta terquedad de hundirse en aquellas escrituras que nos reclaman mediante una especie de encantamiento. Es la imposibilidad de abandonar la lectura de ciertas experiencias, que, si bien no están explicitadas o significadas, nos persiguen y nos insisten para que asistamos a su exposición. Esta obsesión nos deja en una zona que no podemos recorrer y agotar por el camino de las investigaciones previamente realizadas, o quizás sí, por un desvío, una señal por ellas dejada, que nos extravió, con la escritura diarística en mano, el subrayado intruso y el contagio, en una doble dimensión de lectura: la de la impotencia de escribir y no escribir y la de la potencia de la escritura que crea un “personaje”.
Toda potencia es impotencia de lo mismo y con respecto a lo mismo (Aristóteles, Met. 1046a, en Agamben, 2007). Impotencia es la potencia de no pasar al acto. La potencia puede la propia impotencia: en la potencia la sensación es constitutivamente anestesia; el pensamiento, no pensamiento; la obra, siguiendo a Agamben (2007), inoperosidad. Potente es aquello que acoge y deja suceder el no ser; este acoger del no ser define la potencia como pasividad y pasión fundamental. Estas exploraciones —o, como las llama Benjamin, el método del rodeo3— son el punto desde el cual partimos para este ensayo, en donde nos proponemos indagar las experiencias de la potencia en la creación del personaje, por medio de los procesos de la autofiguración y de la impotencia de la escritura, que tienen lugar en los diarios de Alejandra Pizarnik y Rodolfo Walsh, respectivamente.
A manera de carta de navegación por esta idea en que las nociones de “escrituras diarísticas” y “ética de la impotencia” se tejen con la artesanía del subrayado, el contagio y la intrusión, nos orientan los trabajos de Agamben, Barthes, Foucault, Deleuze, Lyotard, Blanchot y Benjamin, así como las investigaciones de la tradición crítica del género autobiográfico y el diario íntimo, que incluyen los aportes de Lejeune, Bou, Bruss, Didier, May, Girard, Miraux, Olney, Gusdorf, Giordano, Arfuch, Catelli, Molloy, entre otros.
Valga destacar que el discurso autobiográfico es el marco que se impuso como primera lectura y estado de la cuestión, de modo que sus aportes y distanciamientos constantes nos permitieron transformar dificultades en hallazgos, en novedades. Con todo, creemos que la escritura diarística acontece en una intimidad que rápidamente podríamos llamar gestos caligráficos y tipográficos, esto es, la escritura manuscrita con sus conocidos soportes: papel, lápiz y máquina de escribir, con sus tipos y rollos de cinta, a lo cual se suma el trabajo del cuerpo, tanto muscular como de postura, con la búsqueda de la comodidad o la incomodidad, la práctica de la letra, entre otros.
En las páginas siguientes, nuestro propósito es resaltar la centralidad de estos gestos, que, a nuestro juicio, no han sido suficientemente destacados. En efecto, lo que la tradición deja pasar, dándolo quizás como presupuesto, es la materialidad escrituraria, en cuanto experiencia de la materia mientras tiene lugar: su exposición. Valga decir que se trata de la materia como pura posibilidad de ser y no ser escritura, como potencia y potencia de no, como impotencia. Asimismo, buscaremos indagar la relación íntima que guarda dicha exposición con la reiteración de un tema de las escrituras diarísticas: la escritura de la imposibilidad de escribir y de no escribir.
Por otro lado, de esta compulsión escrituraria se levanta un “personaje” capaz de evidenciar con tal fuerza la vida de la escritura, que, por momentos, logra confundir esta aparición con un elemento biográfico. Sin embargo, el “personaje” no es de ninguna manera un elemento narrativo de la ficción, es el resto poderoso de la impotencia de la escritura, de un proyecto de novela inconcluso, compartido por los dos diaristas que nos convocan. En el caso Pizarnik, la performatividad escrituraria se convierte en acto; en el caso Walsh, el proyecto de novela se sostiene en los restos de la pura impotencia.
Los diarios
Walsh denomina a algunos de sus papeles como «diarios» o journals. Además, muchos de estos documentos están fechados, lo que constituye una característica clave de identidad del género diarístico, según las consideraciones de varios críticos. Link también denomina «diario» a los papeles personales de Walsh, tanto en la primera edición del libro Rodolfo Walsh. Ese hombre y otros papeles personales, cuando señala «Los papeles que a continuación se presentan constituyen un diario» (1996, p. 7), como en la segunda, con las expresiones «el diario de Walsh» y «un diario de escritor» (2007, p. 5). Pizarnik, por su parte, también se refiere al «diario» en sus textos. Ambas delimitaciones de esta peculiar escritura, tanto la de «diario» como la de «diario de escritor», son categorías que han ido conformando una amplia tradición.
La crítica que aborda este género (denominado diversamente como «diarios», «diarios íntimos» o «diarios de escritor») suele ubicarlo en los espacios del género4 autobiográfico o las escrituras del yo (Catelli, 2007; Didier, 1996; Giordano, 2006, 2008; Lejeune, 1974, 1996; entre otros). Con respecto a su ubicación en el universo del género autobiográfico, los diarios han sido considerados como una escritura narcisista, que, estructurada en la temporalidad cotidiana y en la brevedad de un registro mimético del día, postula como toda escritura autobiográfica, según afirma Lejeune, por un lado, la identificación del autor, el narrador y el personaje, y, por otro, la narración de la propia vida. Este propósito queda establecido con la firma del autor en la obra, y así es interpretado por el lector, como consecuencia del «pacto autobiográfico» establecido entre el autor y el lector (Lejeune, 1974).
Así, desde esta perspectiva —de la cual tomaremos distancia—, el diario quedaría subsumido dentro de la definición canónica de Lejeune sobre la autobiografía, esto es, como un «récit rétrospectif en prose qu’une personne réelle fait de sa propre existence, lorsqu’elle met l’accent sur sa vie individuelle, en particulier sur l’histoire de sa personnalité» (Lejeune, 1974, p. 14). Podríamos señalar distintas modalidades de esta lectura autobiográfica que resaltan otros términos que caracterizarían a los diarios en caso de considerarlos como escritos autobiográficos. Por ejemplo, Rosa (1990) señala cómo el discurso autobiográfico «siempre apareció intersticialmente entre el discurso de la historia (por su efecto memorialístico, su relación con un cierto pasado y, sobre todo, por su ficción de credibilidad) y el discurso del sujeto, por el espacio egocéntrico que parecía instaurar» (p. 33). Asimismo, Molloy (1996) ha señalado que la autobiografía es una «forma de la historia» (p. 18), la narración de una historia en primera persona.
La autobiografía es siempre una representación, esto es, un volver a contar, ya que la vida a la que supuestamente se refiere es, de por sí, una suerte de construcción narrativa. La vida es siempre, necesariamente, relato: relato que nos contamos a nosotros mismos, como sujetos, a través de la rememoración […]. La autobiografía no depende de los sucesos, sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización. (Molloy, 1996, p. 16)
Las categorías de autor y sujeto, al igual que las de relato, historia, representación, memoria, pasado, temporalidad cotidiana y pacto, tienen en común una ontología significativa, que se abre con la línea platónica y aristotélica (Cassin, 2008) donde la escritura ocupa el lugar subsidiario de instrumento que reproduce un relato sobre algo, en el caso que aquí nos ocupa, una vida, un sujeto. Tanto la vida vivida como el sujeto operarían como núcleos de un discurso escrito que los registraría en el plano del sentido, con el propósito de querer decir algo, algo que ya ha tenido lugar.
Quizá la razón del interés académico por la ordenación y la tipificación de los diarios se encuentra en dos sentidos. Por un lado, en cierta idea de su naturaleza enigmática y su aprehensión escurridiza, debido a ciertas intenciones de esconderlos o rescatarlos en su arrebatado ser íntimo, en la ilusión, fallida siempre, de que allí se revela una verdad. Por el otro, en las dispares, desprolijas y disparatadas formas y soportes de escrituras, tales como papeles sueltos, papelitos, servilletas de papel, flores, bellísimos cuadernos, lapiceros especiales, excéntricos tamaños de letras, gramática dudosa, dibujos, tachaduras violentas, objetos pegados, solapas de libros, etcétera, que exigen decisiones determinantes de edición.
En efecto, los diarios íntimos han sido objeto de diversos intentos de clasificación. Badiu (2002), por ejemplo, los clasifica en dos grandes grupos: aquellos que tienen funciones literarias y aquellos que no las tienen. En la primera categoría se ubican las funciones de ejercicio (estilo, croquis) y de archivo (asuntos, motivos, anécdotas); mientras que en la segunda se encuentran las funciones de terapia (confidente, refugio matricial y descarga); memoria (personal, familiar, profesional) y reflexión (sobre sí, filosófica y religiosa).
Canetti (1992) atribuye al diario la función de tranquilizar. Sin embargo, aclara que él solo piensa en diarios auténticos y no en diarios falsificados. Los primeros son aquellos donde el diarista habla consigo mismo, con un yo ficticio que escucha de verdad, y que tiene diferentes papeles, dado que puede ser paciente, maligno, peligroso, independiente, conocedor profundo del otro yo (y que a veces se confunde con ese otro yo), consciente y consolador. Por el contrario, los diarios falsificados son aquellos en los cuales el diarista no se tiene a sí mismo como interlocutor, sino a un auditorio.
En este sentido, Sontag (1996) considera que los escritores de diarios se ven en el género como sujetos despojados «de las máscaras de las obras del autor» (p. 74), por lo tanto, la búsqueda de sinceridad define sus modos de lectura. También, Lejeune (2007), cuando revisa sus trabajos a la luz de los diarios de escritor, en su especificidad cree que hay en ellos un afán de verdad como apuesta por lo antificcional, diferente del grado de invención que suele encontrarse en la literatura autobiográfica. Respecto a esto, que conlleva el presupuesto de una posible sinceridad, Giordano (2011) apunta que basta con una cita del diario de Byron para saber que «uno se engaña a sí mismo más que a lo demás», para impugnar la anacrónica ingenuidad de Canetti. No alcanza con no mentir para decir la verdad; la falsificación es el destino y no una alternativa opuesta a la franqueza de cualquier escritura de sí mismo (p. 51).
Por su parte, Pauls (1996) indica algunas funciones del diario íntimo en torno a una función general, que es la de coartada. En ese sentido, se escribe un diario para dar testimonio de una época (coartada histórica); confesar lo inconfesable (coartada religiosa); extirpar la ansiedad (como en el caso de Kafka); recobrar la salud o conjurar fantasmas (coartada terapéutica); mantener entrenados el pulso, la imaginación, el poder de observación (coartada profesional). Además, Pauls (1996) generaliza la práctica en dos características básicas: «Una disciplina maniaca (nullus dies sine linea) y la irresponsabilidad» (p. 3). Y agrega dos elementos fundantes de los diarios del siglo xx: el primero es que casi todos los diarios se escriben en las huellas de dos series: la de las «catástrofes planetarias (guerras mundiales, nazismo, holocausto, totalitarismos, etc.)» y la de los «derrumbes personales (alcoholismo, impotencia, locura, degradación física)» (p. 10).
Por su parte, Giordano (2011), interesándose puntualmente en la figura del diarista, identifica dos clases:
Los de la primera clase llevan un diario durante el tiempo que dura el proceso que decidieron registrar, ya sea un embarazo (Tiempo de espera de Carme Riera), la escritura de un libro (Diario de un libro de Alberto Guirri) o, lo que es más común, un viaje (Diario de viaje a París de Horacio Quiroga, por dar un ejemplo). Los de la segunda clase comienzan a llevarlo sin saber por cuánto tiempo, pero como si fuesen a hacerlo por el resto de la vida, y lo que define su condición es menos la obediencia al mandato Nullus dies sine linea, que la constancia con la que sostienen el proyecto de escribir diariamente para intervenir sobre lo que les dificulta la existencia, o, más simplemente, para poner algo al resguardo de la desaparición. (p. 74)
Barthes, en Deliberación (1986), propone cuatro motivos de escritura de un diario: poético, vinculado al estilo; histórico, que muestra huellas de épocas5; utópico, la construcción de la vida y del autor como objeto de deseo; y enamorado, una escritura como taller de frases realizada con fidelidad y pasión. Y, además, sugiere una reflexividad de la escritura sobre sí misma.
Distintas caracterizaciones hacen mención a los diarios como formas de catarsis (Mansell, 1937); una observación interior (Girard, 1965); un género de los que no tienen género (Trapiello, 1997); un texto que habla de sí mismo, un diario de diario (Rousset, 1986); un hecho viviente (Lejeune, 1990); una escritura de la sinceridad (Peyre, 1963); un artificio de sinceridad (Barthes, 1986); la inscripción del yo y el ahora (Rousset, 1986); la recensión de una vida (Miraux, 1996); la correspondencia con un desconocido (Didier, 1988), un memorial de sí (Blanchot, 1992).
Otros estudios se centran en las teorías de la autofiguración, que también han conformado una tradición interpretativa (Molloy, 1996; Amícola, 2007), al poner de relieve los modos de autofiguración del yo y la intimidad que se realiza en la escritura diarística (Amícola, 2007; Catelli, 2007; Giordano, 2006, 2008, 2011, entre otros). Acuñamos el término autofiguración en una variante coloidal que no se centra en estrategias de un yo biográfico, sino en las fluctuaciones performativas de la escritura. La intimidad es igualmente un aspecto explorado en los diarios (Aira, 2000; Arfuch, 2013; Catelli, 2007; Giordano, 2000, 2006; Pauls, 2000; entre otros), y que apunta a múltiples cuestiones: lo privado, la escritura cifrada, la proximidad con lo propio-extraño, lo desconocido de sí.
Catelli (2007) persigue una definición o una aproximación al ser de la intimidad, y se detiene a poner de relieve el carácter doble, no en sentido etimológico, pero sí de ambigüedad semántica del término:
Lo íntimo es aquello más interior que define la zona espiritual reservada de una persona o grupo y posee dos acepciones. La primera, introducirse en un cuerpo por los poros o espacios huecos de una cosa. La segunda, introducirse en el afecto o ánimo de uno, estrechar una amistad. «Intimidad» no está en relación con el verbo «intimar», que reconoce la acepción de exigir el cumplimiento de algo. Como muestra la segunda acepción, también viene de «intimar» el término intimidación, derivación cristiana del latín clásico. No se trata de extraer de este doble y rico campo etimológico alguna certeza, sino tan solo partir de él para subrayar que lo íntimo tiene que ver con dos actitudes distintas del sujeto o sobre el sujeto, dos maneras de la intervención en el ánimo o en el cuerpo propio o de otro. Gestos vinculados con la penetración (física pero figuradamente también moral o psicológica) de un sujeto sobre sí mismo o sobre otro, y con la introducción (física pero figuradamente también psíquica y moral) de algo en un sujeto; o de un sujeto a otro (en el sentido de presentación). Los dos términos denotan movimiento; todos ellos remiten a impulsos físicos y de la voluntad. Pero, además, muestran que la noción de lo subjetivo está marcada por la incorporación o interiorización de otro sujeto u otra cosa. Ni la etimología ni el campo semántico de «intimar» se funden con los de «intimidar», pero probablemente lo contaminen con una vaga aprensión temerosa de la exigencia que el segundo término supone. (p. 46)
Didier (1996), por su parte, ha resaltado la dificultad que se presenta para que el estudioso totalice esa escritura en una definición genérica, y, por esto, ha puesto de relieve su forma abierta. Afirma que el diario es un receptáculo de escrituras de todo tipo: diario reportaje; diario correspondencia; repertorio de citas; pura introspección; meditación religiosa; crónica; diario de polémicas; panfleto; lugar de elaboración y ejercicio de obras filosóficas, poéticas o novelísticas; texto que genera otros textos; o como las obras filosóficas del siglo xx, una constante puesta en tela de juicio de la entidad del yo. Asimismo, Arfuch (2013) nota en las escrituras diarísticas «formas híbridas, intersticiales, que infringen a menudo los límites genéricos o los umbrales de la intimidad» (p. 13).
La mayoría de estos enfoques suponen, como indicamos anteriormente, una concepción de la escritura basada en la ontología significativa, que, aunque con variaciones, considera a la escritura como un medio de expresión instrumental, una tecnología al servicio de un contenido que contar. No se detienen en su exposición misma, en la materialidad de su práctica.
Otras perspectivas, apoyadas en los mismos fundamentos, por el contrario, sí hacen hincapié en la escritura y, específicamente, en los originales escriturarios. Nos referimos a la crítica genética en los trabajos, por ejemplo, de Catherine Viollet (2005), coeditora de Lejeune de Genèses du «Je» (París, CNRS, 2000) y del número 16 de la revista Genesis, «Autobiographies», de 2002. Sin embargo, no se mueven del núcleo señalado y buscan alcanzar, a través de estos estudios, esas interzonas escabrosas que Benveniste exploró y detonó en los sesenta cuando estableció la diferencia entre el sujeto de la enunciación y del enunciado: la intención, el sentido verdadero de lo que el autor escribió.
Por otra parte, existen trabajos que ponen su foco en el aspecto performativo de los diarios íntimos y le asignan a la escritura un poder de causar efectos. Así, su índole instrumental cambia, y se concibe entonces como un ejercicio del sujeto sobre sí mismo, quien puede, además, colaborar en su construcción (Arfuch, 2013; Giordano, 2006, 2008; Link, 2005; entre otros). Es decir, que estas miradas se desplazarían del plano de la ontología representativa para plantear una especie de «contraontología» (Cassin, 2008): la escritura puede no solo repetir el pensar del ser, del sujeto, de la vida, sino también crearlo. Así, apoyados en los trabajos de Foucault (1999, 2006), estos análisis apuntan a la índole ethopoiética de la escritura, capaz de ejercer un cuidado de sí mismo, epimeleia autó, una práctica terapéutica que modifica y trabaja en la transformación de sí.
Existen diversas versiones sobre el origen histórico del diario. Girard (1996) lo ubica alrededor de 1800, antes de la eclosión romántica. Este autor afirma que el diario nace como resultado del encuentro de dos corrientes de la época:
La exaltación del sentimiento y la moda de las confesiones, siguiendo las huellas de Rousseau; por otro, la ambición de los ideólogos de fundar la ciencia del hombre sobre la observación, colocando la sensación en el origen del entendimiento, de acuerdo con Locke, Helvétius y Condillac. (p. 32)
Los primeros redactores de diarios —Maine de Biran (1792-1824), Benjamin Constant (1804-1816), Stendhal (1801-1818)— estuvieron alimentados por este pensamiento. Foucault (1999), por su parte, sitúa la aparición de un tipo de «escritura de sí» en los siglos I y II, en lo que Plutarco llama escritura ethopoiética, que era producida en los hypomnémata, unos cuadernos que cumplían múltiples funciones, pero que tenían como principal finalidad el entrenamiento y la constitución de sí. Asimismo, este autor indica que en la literatura cristiana posterior se desarrolla una práctica similar, en cuanto escritura de sí, pero que difiere en su finalidad. En efecto, durante la época de la Reforma y Contrarreforma, que algunos estudiosos llaman la época de la «confesionalización de las sociedades» (Dussel y Caruso, 1999, p. 46), aparece la práctica de una escritura diaria que constituía un ejercicio de autorreflexión, un trabajo de autovigilancia interior que buscaba el dominio del alma (Catelli, 2007)6.
Por otra parte, las autobiografías, las memorias y los diarios íntimos publicados en Inglaterra y Norteamérica hasta mediados del siglo XVII eran, casi en su totalidad, de índole religiosa, y se inscribían en una tradición de “testimonio personal” de la búsqueda de Dios. Sin embargo, existen algunas excepciones, como los diarios de Samuel Pepys (1633-1703), escritos entre 1660 y 1669; los de George Cox (1642-1681) y John Wesley (1703-1791); los diarios de Goethe, que trascurren entre los años 1770 y 1775; los de Novalis, escritos entre 1797 y 1791; y los de Lord Byron, escritos entre 1813 y 1822.
Catelli coincide con Girard al considerar que más allá de estas escrituras iniciales, el diario íntimo encuentra su verdadero origen en Francia, a partir de 1800. Como Girard, la autora sitúa una primera generación de lo que denomina ‘intimistas’, entre 1800 y 1820, compuesta por los diarios de Joubert, Maine de Biran, Benjamin Constant y Sthendhal, y una segunda generación que inicia con el monumental diario de Amiel (16.900 páginas), escrito entre 1839 y 1881.
Ahora bien, el horizonte de investigación de Catelli es el diario íntimo femenino, por lo cual surge entre la crítica argentina una hipótesis que da lugar a las consideraciones sobre el diario en general. Esta autora señala que todos «[…] los diarios íntimos son ya acabadas formas femeninas de escritura, sean escritos por hombres o por mujeres» (2007, p. 53); de allí, el título de su artículo: “El diario íntimo: una posición femenina”. Su perspectiva se apoya en las condiciones de vida de una clase media que comienza a cimentarse luego de la Revolución francesa, cuando tanto el establecimiento del Código napoleónico como las restauraciones europeas que lo continuaron consagraron un modelo de mujer, esposa y madre encerrada en el círculo familiar. Esta domesticidad sumisa fue la imagen femenina que tuvieron ante sí los escritores de diarios íntimos; de allí que el encierro, como condición de posibilidad de la escritura íntima, devenga, tanto en los diarios de hombres como de mujeres, una posición femenina.
Como las monjas, las mujeres confinadas escriben ya no en celdas, sino en la vida doméstica familiar. El terror ya no se siente con respecto a los demonios, sino ante lo propio: ante una parte de uno mismo que reside en el carácter terrorífico del encierro doméstico. Esto se agudiza cuando, a partir de la diseminación de las ideas rousseaunianas a principios del siglo XIX, se consolida la analogía entre domesticidad y cárcel (Catelli, 2007). Por ello, la autora propone que no hay casualidad entre tal contexto y los orígenes del género diario íntimo, e insiste en forma interrogativa: «¿No podría decirse, cometiendo una boutade, pero sin llegar al disparate, que a partir de principios del siglo XIX, la posición del sujeto en la escritura de la intimidad es, desde este punto de vista, una posición femenina?» (2007, p. 53).
Dicha posición no hace referencia a una identidad femenina ligada a lo biológico o esencialista, ni a lo anatómico, ni a una ontología de la femineidad. Antes bien, la posición femenina es pensada desde los estudios psicoanalíticos (Lacan, 1981; Tubert, 1988). Siguiendo estas líneas de lectura, Catelli (2007) concluye:
Quizá quienes se encierran —hombres o mujeres— a escribir diarios íntimos, como los ángeles del hogar en su empíreo doméstico y con sus demonios interiorizados, lo hagan ya desde una posición femenina: la del «no-todo». Son quienes registran, como Amiel, la angustia de haber abandonado, en la escritura, el universal masculino: «Este diario es una úlcera (una fístula, una herida): mi virilidad se evapora en sudor de tinta». (p. 57)