Loe raamatut: «El mar indemostrable»
EL MAR INDEMOSTRABLE
Primera edición: marzo, 2020
© del texto: Ce Santiago, 2020
© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S.L., 2020
Ilustración de cubierta: Alejandra Acosta
Producción del ePub: booqlab
Publicado por La Navaja Suiza Editores
Editorial Humbert Humbert, S.L.
Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRID
http://www.lanavajasuizaeditores.com
ISBN: 978-84-123059-0-6
IBIC: FA
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ÍNDICE
I
II
III
IV
V
Agradecimientos
«La muerte cotidiana es la muerte
del agua. […] La pena del agua es infinita»
Bachelard
«Las sirenas, los demonios, el ruido del mar»
Julio de la Rosa
shhh¡¡HHHH!! Ven, ven aquí, y masculla Me cagoen dios.
El puño cerrado, la piel tensada del nudillo del dedo índice por todo el labio inferior, de lado a lado, la restriega luego contra la manga, tras mirarla, y entretanto la lengua por los dientes, los de arriba, los de abajo, y por las encías, varias veces, en círculo, una lombriz que busca la humedad, o el afuera, a lo largo del paladar, por el interior de ambas mejillas, y vuelve e inclina después la cabeza para escupir la captura, redes vacías, morralla descartada, en forma de un salivazo ceroso que corta el aire y va a parar a un charco en el que, girando parsimonioso sobre sí mismo, tal como hacen hasta validarse los pensamientos que, como mallas al arrastre por antiguos caladeros –cartografiados, frecuentados, esquilmados–, uno larga en su soledad, navega a la deriva por la superficie turbia y ceniza hasta que vara no lejos del borde, no lejos de una costa de imitación, una costa pretendida, transitoria, como pretendida y transitoria termina siendo la costa que temen avistar quienes se han entregado para siempre al mar, quienes son para siempre del mar: el mar.
Qué hace que no viene. Se exaspera. Ni se mueve del sitio. Que vengas he dicho. Mira al cielo, los grises distintos, superpuestos, rápidos, un toldo sucio y pandeado que tarde o temprano terminará por rendirse de nuevo al peso de un invierno terco –o de una primavera indecisa–; volvió a llover como había llovido toda la noche y toda la mañana, una lluvia fina pero persistente que trajo olor a pino y a eucalipto y a tierra, que acalló primero a los grillos y luego a los pájaros, que empapó las tejas rojas y las mosquiteras, que anegó las grietas del patio de hormigón, glaseó los parches de hierba de lo que una vez fue un jardín, oscureció el tejado de uralita del cobertizo y la tapia de bloques sin encalar coronada con verdín y trozos de cristales, y acorraló a los perros bajo la impotencia de los aleros.
Brisa. Brisa en los oídos. ¿De poniente? De poniente. Noroeste. Pese a no alcanzar a ver el horizonte. Margen primigenio. Último renglón. Averbal revelación. Hay gaviotas volando bajo, eso sí. Señal suficiente. Trae más agua. Me cagoen dios que vengas he di cho. Va a llover otra vez. Ya verás. Ahora parece que viene. A ver qué. Espera con las piernas separadas, rectas, entre las piernas y el suelo un triángulo de irregular estabilidad por defecto, aunque el defecto parezca estar siempre en el propio suelo, vibrátil y resbaladizo, movedizo hasta cuando no es sino suelo, como lo es ahora, tierra firme.
Pero el chico, pocos años, arrojando al mundo una sombra acobardada, dedos nerviosos en el interior del bolsillo, la mirada más allá de las punteras embarradas de sus zapatillas de deporte blancas, el oído muy por delante del roce de las suelas de goma en el hormigón, tan solo finge que avanza, amaga, da un rodeo mudo y cabizbajo, deliberadamente oblicuo y tardo en la obligación de abandonar, de abandonar dos veces1, lo que sea que esté haciendo, así por fuera como por dentro, pues ese siseo es un mandamiento, toque de queda para ambos lugares.
Este niño, ca mina como si llevara falda, Caminas co mo si llevaras falda, dijo. Ponte derecho. Y no arrastres los pies. Joder. Tienes que dar zan cadas, dijo, zancadas de hom bre, y asido a veces a una regala imaginaria él mismo se puso a dar zancadas largas y briosas de hombre, clavando los talones en una cubierta que sin ser era, a hacer giros tan repentinos como imprevisibles, Con golpes de mar me gus taría verte a ti joder, dijo hiposo, echando al vuelo la otra mano y capeando bandazos a bordo de una nada flotante, haciendo bruscas indicaciones a nadie, gestos airados, esquivando escotillas abiertas de bodegas y cabos enrollados a chirriantes cabestrantes mentales, atento al giro de los motones y a los cables y a las cadenas que chorreantes presagiaban las redes llenas de vacío, y agachando la cabeza por debajo de algo aparatoso hecho de aire, siempre a zancadas, de un lado a otro, en círculos erráticos pero en su medio, podría haber estado gritando pero no gritaba aunque sí gritaban sus mohínes y sus brazos, que comandaban ante la mirada de recelo del chico (de alarma quizás, o de asombro o de bochorno o de lástima o de inquietud o de) una maniobra muy compleja y tan exigente como inexistente hasta que su cuerpo se detuvo en seco salvo su respiración, parpadeando y moviendo los ojos como si la verdad de los objetos que de repente tenía delante –la casa cuadrada, el pino pegado a la puerta, miles de acículas apiladas y otras miles apelmazadas en los charcos, las cáscaras de los piñones que las ratas devoraban durante la noche en las ramas más altas, por todo el patio de hormigón, las arizónicas que lo rodeaban, enfermas y de un verde bilioso, una escoba desgastada con el palo rayado y despintado y torcido de un golpe a traición en el lomo de uno de los perros apoyada contra la fachada al lado de un recogedor rajado y con grumos, mezclas de resina y polvo– despidiera una luz cegadora y paralizante a la cual tuviera él que hacerse a la fuerza: la anunciación de un mundo tangible al que era ajeno en esencia, alma non grata, pero no en sustancia, cuerpo entre cuerpos, objeto entre objetos, y al que debía o bien aparentar pertenecer como otra ínfima parte de un todo dado y siempre indómito, o bien despreciar objetos y fogonazos, licuar toda inmanencia hasta volverla marea, oleaje, una irrealidad más soportable por más falseada, acuática, palabra hecha océano para así surcarlo y contemplar la estela que dejara su existencia en el devenir con la misma suficiencia con que, de pie, en el puente, contempla el patrón a la tripulación que faena y acata.
Pero allí no había más agua que la que había traído la lluvia.
Desde el bochorno de aquel estar ahí súbito clavó la mirada en el chico y el chico en él, y permanecieron inmóviles un instante, calculando la distancia que los separaba, ahora mayor, el uno en brazas y el otro en cautela2, uno el turbión y otro el bote a la espera del embate.
Que vengas, dice, mueve hacia sí una mano, proa de la voluntad, como quien cobra un cabo, y el chico carga hasta allí con su obediencia.
Te tengo dicho que no arrastres los p ies joder, dice, y después lo lengüetea, lo mastica, Y que des zancadas de homb bre, y entretanto levanta la mano y la mantiene en el aire, la vuelve, marejada en el pulso, mostrando el dorso de los dedos índice y corazón, juntos y en horizontal, cerrados los demás, unidad de medida que el chico capta a la primera, y al compás de la melodía inaudible que los eucaliptos danzaban lánguidos se da la vuelta y va hacia la casa, …ncadas de hombre!, persiguiéndole, y con una mano apoyada en el gotelé del umbral frota las suelas de las zapatillas contra la toalla raída y arrebujada y azul que cada vez peor hace de felpudo. Entra al salón. El golpe del calor que despide la chimenea hace que los ojos se le empañen. Esquiva mal el brazo de la butaca y bien la mesita con los restos todavía tibios del desayuno cuando en la televisión alguien pierde cuanto llevaba ganado. El universo fluorescéntrico de la cocina tan solo parece deshabitado. Con la respiración contenida abre el mueble de encima del fregadero para evitar el olor y la visión del medio cigarrillo encendido, posado en un lateral de la pila de aluminio, junto al estropajo, el humo denso y sinuoso que se derrama hacia el techo. La puerta de atrás está abierta. Oye el sonido como de serrucho del aliento de uno de los perros tras la cortina verde de cuentas. Saca un vaso y cierra el mueble. Después el de debajo del fregadero, la puerta siempre roza con el marco del mueble contiguo. Saca una botella y cierra el mueble. La puerta roza de nuevo. Abre después la nevera, y después el congelador. Hielo en cubitos. Tres. Cierra el congelador. Dos dedos de whisky. Refresco de cola. Cierra la nevera. Vuelve al salón. Vuelve a esquivar la mesita y la butaca. Oye la cisterna al pasar por delante del pasillo, y en la televisión suena un aplauso algo forzado y la persona que ha perdido cuanto llevaba ganado se esfuerza en devolver el aplauso. Sujetando el vaso por los bordes como si el contenido hirviera el chico regresa al patio, donde él lo espera con el brazo ya largado y todo el ansia a sotavento, y le arrebata el vaso de las manos tan pronto lo tiene a su alcance, y la impaciencia hace que derrame parte del líquido sobre los dedos del chico, que se los limpia en los bajos de la camiseta, haciendo como que le pica la espalda y luego que se recoloca los pantalones aprovechando que a él los ojos le bizquean ocupados con un punto muy lejano, mucho más allá del confín circular, libre de augurios, del fondo del vaso3.
De manera que eso era todo. Podía irse. Tenía en el bolsillo un trozo de cuerda, y pensaba fabricarse un arco. Ya tenía la flecha. Una caña seca. La había encontrado bajo las arizónicas mientras buscaba lagartijas para fastidiarlas hasta que se desprendieran del rabo, y fastidiar también al rabo hasta que dejara de retorcerse, separado del cuerpo. Asombroso. Iba a afilar la caña frotándola contra alguna piedra, o contra el hormigón. Solo le faltaba un palo para hacer el arco. Sin embargo, los que había encontrado hasta entonces se rompían en cuanto les ataba la cuerda y trataba de tensssssshhhHHH de nuevo que traspasa el aire y traspasa también al chico por la espalda y suena como espuma de ola que se disuelve hasta que se ahoga en la brisa.
Dónde vas, Ven ven a quí, dice, y el chico va de nuevo allí, y pone el codo sobre el hombro del chico y todo su peso sobre el codo por siempre, y a empellones remolca al chico, dando guiñadas hacia la parte de la parcela que no está cubierta ni de hormigón ni de baldosas ocres ni con parches de grama pálida, allá donde el suelo era todavía silvestre, de arena fina y piedras y más acículas y más cáscaras de piñones, suelo en el que crecían plantas rastreras que soltaban unos pinchos redondos parecidos a erizos diminutos que se enredaban en el pelo de los perros y el único modo de arrancarlos era sujetando con fuerza al animal entre las rodillas y con unas tijeras cortar los pelos endurecidos alrededor de los pinchos redondos después de asegurarse bien de que no se trataba en realidad de una garrapata hinchada como una uva en octubre.
Estira el cuello. Mira en derredor. Falta algo.
Sorbo.
Acerca el vaso a la cara del chico y enarca las cejas para darle a entender que lo sujete y el chico lo sujeta otra vez por el borde, y lo ve virar, orzar y volver sobre sus pasos, lo ve dejar un charco a babor y, de nuevo en el patio, agarrar el recogedor y quitarle la parte plana de plástico, lo ve tirarla y darle una patada con ese desprecio que mostramos a veces por los objetos por el mero hecho de ser objetos, por pertenecernos, por valer menos que la utilidad que le damos. De modo que se queda solo con el palo y blandiéndolo regresa, seguido de cerca por la curiosidad de uno de los perros que balanceándose olisquea su rastro, y al pasar él junto a uno de los pinos golpea la impasibilidad del tronco y el perro brinca hacia atrás y huye al trote, mirando de reojo y con desconfianza apenada por encima del lomo mojado, encrespado.
El chico contiene el aliento. Nota el frío de los hielos en la yema de los dedos; le retiembla el perineo, y encoge los dedos de los pies dentro de las zapatillas como queriendo clavarlos en la tierra y así echar raíces profundas y exudar savia que se vuelva corteza para que lo endurezca por fuera igual que a ese pino.
Se oye a lo lejos el petardeo de una motocicleta que acelera y después se pierde, una mosca a la oreja.
Como si lo reconociera solo vagamente entrecierra los párpados y mira al chico, al contorno de sus ojos, un instante, y con un gesto de la cabeza le indica que le devuelva el vaso, y el chico se lo devuelve, y entonces da un sorbo largo, triunfal, de memoria, y recompuesto agarra al chico por la muñeca con la mano con que sujeta el palo del recogedor y se sorbe la nariz mientras uno a uno pasa revista a los dedos del chico y después se frota un ojo con el pulgar de la otra mano y derrama un poco de bebida sobre su propia camisa abotonada a medias, aunque al parecer no se percata o no le importa.
Tienes manos de niña, o de mari de maricón, dice, con el vaso casi en los labios. Sorbo. Te tienes que mear en las manos, dice, con la bebida a medio tragar, y le suelta la mano como quien desdeña herramientas de mala calidad, Para que se te en durez can, joder, dice, y añade Méate en las manos de vez en cuando, para tener manos de hom bre, joder, para los callos, y bebe otra vez, Qué callos vas a tener tú, dice, De cascártela a lo mejor, y ríe por lo bajo, la manga por la boca, Mira, yo me las meo todo el rato, ¿ves?, y sostiene vaso y palo con la misma mano y planta la otra delante de la cara inmóvil del chico, una mano leñosa y parda de dedos romos, una parra seca, y la gira, palma dorso palma dorso palma, Son manos de hombre, dice, con palabras burbujeantes, Callos, jo der, de bregar, y hace una pausa durante la cual el chico teme que le pida que se orine en las manos ahora mismo y así comprobar que lo hace y ni siquiera tiene ganas de orinar o peor aún que sea él quien lo haga, que se desabotone la bragueta y se saque… pero en mitad del hipo le dice que use una pelota de tenis.
Usa una pelota de tenis, estrújala, estruja una pel una pelota de tenis, coño, de vez en cuando, ya que pasas de la ra queta usa por lo menos la pelota, y levanta la cabeza coño no me pongas esa cara me cagoen mira míra me, dice, Yo me meo las manos todo el rato, joder, hazme ca so coo ñooo, y sorbe, y el chico toma aire y le dice al suelo que de acuerdo, que lo hará y que lo promete. Piensa en ocultar las manos en los bolsillos, pero cambia de idea. Cierra los puños. Cruza los brazos. Enseguida los descruza.
Ambos se quedan callados.
Mira al cielo. Otra vez. A la luz albina y displicente. Contrae las mejillas. Aspira ruidosamente por la nariz. Bebe y baja la mirada y se escora hacia el chico y le pega el codo al hombro, y abordado el chico nota su aliento, lo oye respirar, lo oye tragar, una piedra arrojada a un pozo.
¿Sabías que las borrascas se mu even?, ¿eh?, dijo, Mírame, atiende, no lo sabías a que no, pues vaya si se mueven. Sorbo. Son baaajas presiooones, dice, como hastiado, una gota avante toda barbilla abajo, el chico esquiva sin ser visto, ya sabe cómo, el olor de sus palabras.
Con la suela de su mocasín trata de despejar un trozo de la tierra que tiene delante, apartar las acículas y las cáscaras de piñones y demás, alisarla, como una tablilla de arcilla o de cera, a la vez que con el otro pie y con el codo logra a costa del chico mantener su vaso y a sí mismo en un equilibrio imprudente. Va a dibujar algo. Va a escribir algo. Su letra. Su letra hiriente y cuneiforme cuando después del almuerzo en vías del sueño, frente al televisor, arrullado por los disparos de un cowboy mellado sin afeitar que pretendía hacer bailar a balazos a un camarero con tirantes en un western de medio pelo, ahíto y quebrado en la butaca con la cabeza colgándole del cuello como si cada párpado pesara una tonelada y el labio inferior haciendo esfuerzos espasmódicos por tocar la punta de la nariz, el chico recogió los platos y los llevó a la cocina y los puso en la pila donde su madre pospuso la tarea y el abandono y se permitió sonreír al chico y luego apagó una colilla debajo de un hilo de agua, y él bajó la vista y esquivó la mesa y el brazo de la butaca de camino a su habitación, a estudiar, las sempiternas matemáticas, Aprieta un huevo contra otro, decía él, La puerta encajada, Nada de puertas cerradas, si bien alerta porque antes de empezar quería rematar el dibujo de un barco entre acantilados brumosos coronados con un castillo que estaba intentando a lápiz en la última hoja cuadriculada del cuaderno de las matemáticas, unos acantilados similares a los de un cartel que amarilleaba por los bordes, Francia o Noruega o Escocia, pegado, algo torcido, con restos de cinta adhesiva al escaparate de una agencia de viajes, una vez que volvían del muelle en coche, el dibujo iba a hacer de encabezado para un relato que había empezado más abajo, «Tras un largo viaje, el barco del rey regresaba a su…» así que abrió el cuaderno de las matemáticas por la última hoja, le estaba quedando realmente bien, pensó, las olas contra las rocas4 al pie de los acantilados y la quilla del barco, con una única vela henchida, para el primer relato que iba a escribir, el primero de muchos quizás5, quién sabe, y tropezó con su letra aristada y elemental ESTO SON GILIPOLLECES en mayúsculas, cada palabra escrita al parecer gracias a un esfuerzo extenuante, acuchillando, atravesando el dibujo y las primeras líneas del relato, y como una marca de agua que susurrara al oído sus huellas quedaron impresas en las demás páginas, y en las por venir, y en las que no llegaron, palabras que significaban lo que significaban y que estancaban a la vez la verdad arquimedea que ostentaban, y la boca se le secó al instante, y tragó pero tragó nada, y arrancó la hoja despacio, y más despacio aún la arrugó hasta hacer una bola que luego prensó a conciencia mientras de puntillas entraba al cuarto de baño, la echó al cubo blanco de los desperdicios pegado al retrete color gamuza, polvo y un vello púbico en la tapa, y la cubrió con restos de papel higiénico y una maquinilla usada hasta que quedó fuera de la vista, y finalmente tiró de la cadena para justificar aquella visita al cuarto de baño, demasiado cerca de la oreja siente y huele un Bajasss presiones gaseoso y urticante y ve cómo aprieta los labios y cómo, usando el palo del recogedor, garabatea en la arena húmeda que no ha logrado ni despejar ni alisar lo que en apariencia son unas elipses abolladas mal concéntricas, Menos de mil, de mil trece milibares, mira y atiende coooo ñoo suelta ya esa cuerda que me estás poniendo de los putos nervios me cagoen dios. Tírala, tírala, que la ¡tires!, ¡joder!, y atiende, coño. ¿Ves?, dice, dibujando espirales, derramando otra vez la bebida, Joder, para sí, y se lamió el dorso de la mano, ¿Sa bes lo que son? ¿Eh? Sorbo. ¿EH? Tú qué vas a sa, son, se llaman curvas isobaras, dice, Son un sím bolo, las isobaras sirven para, representan milibares, la presión del aire de latmóssfera.
Sorbo.
Asoma súbita la lengua.
Va a decir algo más, pero cambia de parecer. En su lugar, más encorvado, como si estuviese a la mesa en un cuarto de derrota, ya derrotado, dibuja otra línea que atraviesa las elipses y dice La costa, y tangente al nuevo surco que en su amurallada opinión representa la costa traza otra espiral, Y esto es una borrasca, las erres le patinan, Como esta, dice, y señala las nubes con el palo, Y las borrascas son bajas presiones ¿no?, menos de mil trece, mil ¿entiendes? El chico sin embargo va rumbo norte tras un grupo de gaviotas, dispersas como se dispersarían por una alfombra gris las perlas de un collar que estallara muy por encima de las titilantes copas de los pinos ¡A-tien-dea-es-to!, ¡joder!, te estoy explican do una ¡cosa!, azota el aire con el palo, impacta el extremo contra la arena, Coño, atiende, aprende algo, joder, qué te cues ta, ¿estás gilipollas o qué te p, me cagoen diosss? Y el chico, cáscara maltrecha, fruto ya introverso, atiende.
–Pareces subn mil trece, para medir las isobaras, la presión de la atmósfera, atien de, mira, se mueven así, en sentido contrario a las agujas delre loj, dice, De derecha a iz quierda, en sentido con… tra… rio, dice mientras dibuja, a las agujas del… ¿ves?, ¿entiendes o no?
Sorbo.
Las palabras le caen de la boca en sílabas acuosas, gotas de un grifo que cierra mal, Se comportan como, como, dice, y escruta el suelo, y cuando halla lo que busca se agacha, pero antes bebe, meñique al aire, a por el trozo de cuerda que había dejado caer el chico, y agachado rebusca en la tierra y agarra una piedra, se incorpora y sujeta el vaso entre el antebrazo y la tripa, y con la mano sucia se palmea la pernera y se deja marcas, Se comportan como… si atáramos… una pie dra a una cuerda, dice haciendo lo que dice, afanados los dedos igual que marineros arracimados en popa, aunque el nudo no aguanta y la piedra cae, y vuelve a agacharse y a repetir toda la operación, Me cagoen dios, ahora sí, como si atásemos una pi edra a una cuerda, dónde tendría más fuerza ¿en el extremo o en el cen tro?, a ver, dice mientras hace girar la cuerda por encima de la cabeza, vaga pantomima de lacero, sin derramar ni una gota, pero el nudo apenas aguanta y sin sonido alguno la piedra cae a la tierra parda a su espalda, Venga, di, dónde, venga di, di algo, dice estrujando la cuerda y recobrando el vaso, esperando la respuesta que el chico no daba, Pues en el extremo joder, en el extreeemo, tirando de la segunda vocal.
Sorbo.
Otro.
Bajo la mirada aterida de una tórtola en el tendido eléctrico.
Por eso no tiene sen tido cuando la gente dice lo del ojo del huracán ¿comprendes?, dijo, No… lo… tie… ne, repitió, cada sílaba acompañada con un golpe de palo en el suelo, una sílaba un golpe, acículas y grumos de arena húmeda salen despedidos, dice Si lo sabré yo joder que el ojo delhura cán está en calma. En… cal… ma. ¿Lo entiendes o no?, pregunta de nuevo, pero con la voz en retirada, claudicando casi, como si de una vez por todas tuviese que asumir que algún tipo de estupidez consustancial impedía al chico comprender, Y se mueven en sentido contrario a las agujas del reloj, añade, casi para sí, con la voz del recuerdo, y luego bebe a la vez que traza otra espiral desencantada en sentido contrario a las agujas del reloj, sobre las líneas isobaras y sobre la costa y sobre la borrasca esbozadas, la arena que se levanta al ararla con el palo que ha usado como un lápiz gigante continúa acumulándose encima de las espiras ahora indistinguibles, hasta que toda esa representación esquemática de isobaras y de borrascas y demás se le revela como lo que es: decenas de trazos con decenas de trayectorias diferentes e indiscernibles, y compone un gesto de contrariedad durante los segundos desiguales en que contempla la fallida carta náutica, y sostiene entonces el palo en alto y lo observa con detenimiento, sopesando quizás su idoneidad como material de dibujo, como si el error residiera en él, o darle tal vez un uso más apropiado como palo que es. Lo balancea despacio, como si enarbolara una bandera en un desfile cuyo fin no acabara de convencerle. El chico comienza a sentir por tanto que la culpa de que todos los rudimentarios arañazos en la tierra se hayan vuelto de pronto incomprensibles le está siendo transferida, que ahora, por algún motivo tan misterioso como incuestionable –para darle quizás un rostro familiar al miedo, y que no sea así más que un miedo familiar–, le pertenece.
Uno de los perros ladra tres veces y otro le huele el trasero.
El último sorbo es poco más que restos de deshielo que tienden al marrón; bebe igual que beben los peces: no por sed sino por respirar6.
Alza el vaso, y crispadas las comisuras de los labios trémulos escruta el fondo. El chico extiende la palma de la mano.
Llueve de nuevo. Una llovizna invisible que se estrella contra su rostro como la metralla de un insulto que le estallara en plena cara, y entrecierra los ojos.
¿Te da miedo el a gua o qué?, dice. El bandeo del palo. Mar de leva en la respiración. La brisa que cambia a un acorde menor. Habiendo chocho y cue va, que llueva…, recita, y vira hacia el chico. Los ojos como rendijas hacia el cielo de tinta aguada. Murmura Borrascasss. El palo. Se prensa el labio superior entre los dientes. Proyecta la mandíbula. Sacude la arena húmeda adherida al extremo del palo, atizándose con él en la pernera ya manchada. Me cagoen dios, dice ante las prisas de las nubes. Un trueno no tan a lo lejos. Se palpa el bolsillo de la camisa. Joder... Hace tintinear los pecios de los hielos. Arroja el palo a sus pies.
Se pasa la mano por la cara, y la lengua por los dientes, los de arriba, los de abajo, y por las encías, varias veces, en círculo, y le tiende el vaso al chico, Rellena, le dice, y tráeme el tabaco.
Y ata al perro negro,
le grita a la espalda.
1 Pessoa: «Faltamos si nos entretuvimos».
2 Carson: «¿Qé aspecto tienen las distancias?».
3 Melville: «Los vasos vacíos y los ojos llenos».
4 Quin: «¿Por qé se mueve el mar, qé hace que se mueva?».
5 Sukenick: «Un modo de enmendar el mundo».
6 Barthelme: «Hay padres que se han convertido en hermosas réplicas de animales marinos».
Tasuta katkend on lõppenud.