Todos los ruidos del mundo

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Todos los ruidos del mundo
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Para Javier, José Luis y Mario.

Cada uno con su voz y su porqué.

Siento vibrar tu voz

en todos los ruidos del mundo.

OVIDIO

GÉNESIS

En el principio sólo fue el sonido. El cofre, el semáforo, la calle frente a los dos, vacía. El golpe se movió sobre la superficie del auto, como si Dios mismo la hubiera tocado. Entonces se hizo la luz. Ella se apretó la frente con la mano y abrió la portezuela para salir a ese mundo brillante. Él también estaba afuera y ella lo encontró al otro lado del coche gris y vio que dejarlo era bueno.

La sangre no tardó en manar y la expresión de susto en el rostro de A la hizo volver y buscar algo. Encontró su bolsa de tela y la presionó contra su cabeza. Él le pidió que volviera a sentarse y le revisó la frente mientras ella pestañeaba contra el azul rasposo de su bolsa.

—¿Qué día es hoy? —le preguntó A.

—Viernes —retiró la bolsa y sonrió, pero la sangre seguía ahí.

—¿De qué te ríes?

—No me río. ¿Tú cómo estás?

—¿Qué edad tienes?

—Veinte… —se corrige de inmediato— Veintiocho.

—¿Cómo te llamas?

—Eva, tonto —volvió a reírse.

La imagen de un juego de niña, en el que hacía de sirvienta jabonando la pared mientras se bañaba, la hizo echarse hacia atrás, como si el agua de la regadera volviera a caerle sobre la cara. «¿Cuántas veces te lo he dicho?». Su madre, aún con el aroma a cigarro pendiente de su piel, también la levantaba del suelo y le preguntaba: «¿Cómo te llamas?».

—Eva —repitió y su voz separó la luz de la calle de aquel baño en tinieblas.

Vio que un hombre había aparecido detrás de A. Vestía saco y traía un montón de servilletas. Ella se buscó en el espejo retrovisor: quitándose la tela que ahora era marrón y pegajosa. No dolía tanto. Al otro lado del cristal, dentro de la camioneta contra la que habían chocado, una mujer grande la miraba. Tenía el cabello corto de las monjas y una filipina de enfermera. Permanecía inmóvil, contemplándola.

—Déjame ver —él la revisó con sus manos frías y luego le cubrió la herida con las servilletas. —¿Estás bien?

—Sí, ¿tú?

En la calle, gente de pie. El hombre de traje dijo algo sobre una ambulancia.

—Quédate aquí —habló A contradiciendo a sus manos, que tiraron suavemente de Eva antes irse.

Dejó caer la bolsa sucia sobre el tapete de plástico y vio el paquete que había llevado entre las manos mientras hablaban, cuando el mundo aún era una nebulosa. Ahora las piezas de pan estaban ahí abajo, aplastadas y solas junto a sus pies. Levantó el paquete y lo puso sobre sus rodillas. Tuvo ganas de acariciarlo, pero ahí estaba la enfermera atrapada en su auto, con los ojos fijos en Eva, que sintió algo parecido al odio y, sin dejar de presionar las servilletas sobre su frente, giró la cabeza a un lado, mirando hacia la banqueta. Al sonido de los cláxones se unió una sirena.

A estaba hablando con una mujer: ella gritaba cada vez más mientras él se inclinaba hacia delante como si necesitara tomar las palabras con las manos. Un oficial en motocicleta se estacionó cerca del semáforo. A estaba pálido y se llevaba constantemente la mano al costado. Ella tenía los ojos muy abiertos y le sonreía desde el interior del auto sin quitarse las servilletas. Sentía la piel de sus mejillas tirante. Tal vez algún líquido cerebral ya se fugaba al interior de su cráneo y la sonrisa quedaría fija para siempre. A se acercó dando pasos largos y Eva sintió la sonrisa expandirse, como si en su rostro cupieran días y años.

—¿Por qué sonríes tanto?

—Para que estés tranquilo. ¿Qué pasa?

—Nada. Quédate aquí, no pasa nada. ¿Quieres hablarle a tu mamá?

Eva movió la cabeza y el mundo, todavía brillante, se movió con ella. Había tenido ya un par de accidentes y la voz de su madre al teléfono no le había dado consuelo entonces. Quizá porque Eva no lloraba, no se rompía. Eva temía asustar a su madre esta vez en que había sangrado de veras. «¿Cuántas veces te lo he dicho?».

—Te presto mi celular.

—No —volvió a decir. De cualquier manera, ya se enteraría cuando llegara a la casa. Aplastó una pieza de pan apoyando su mano sobre el paquete. —Llama al seguro.

El oficial de tránsito hizo señas y una sirena, que hasta ahora no había oído, se manifestó en otra motocicleta blanca con una hielera y la cruz descascarada. El sonido se duplicó y Eva contuvo el aliento, pensando que todo iba a duplicarse ante sus ojos: los autos que pasaban más lento para verlos, el pan destruido bajo la palma de su mano y su mano misma, deteniendo las servilletas húmedas contra su frente mientras el oficial decía que si ella aceptaba irse en la ambulancia para hacerse unos estudios no habría problema.

—¿Qué? —movió el cuello tratando de buscar a A y hubiera querido que el oficial de tránsito se fuera para decirle algo que estaba flotando en el aire pero no podía nombrar.

—¿Quieres que te revisen? —preguntó A mientras el hombre de la motocicleta terminaba de aparecer junto al oficial, que en lugar de vendas y material de curación, le tendía a Eva un formato de papel y una pluma.

—¿Puedes venir conmigo?

—No —fue todo lo que dijo A y el oficial de tránsito habló entre dientes pero ella no alcanzó a escuchar.

—Si quiere que sólo hagamos una curación, tiene que firmar este papel.

—¿Cómo se llama? —un tercer hombre, con apariencia de mensajero, estaba ahora junto a ella.

—Eva.

—¿Qué día es?...

Dos hombres tiraban de la mujer de la camioneta y el coche se movió ligeramente adelante y atrás. Las sombras de los árboles proyectaban escamas sobre A, sobre el agente de tránsito, sobre el mensajero.

—Viernes.

—¿De qué mes?

—Junio.

A se había ido y de pronto el día ya no palpitaba con el sol. Debía estar oculto detrás de los tres hombres, de las ramas del árbol que se habían quedado quietas, esperando. Fue hasta entonces que escuchó el chirrido de las cigarras.

—No quiero atención médica —soltó el paquete de pan para alcanzar el papel y la pluma y firmar.

—Podemos ponerle un vendaje —dijo el mensajero y el hombre de la motocicleta asintió.

Mientras garabateaba sobre el formato en el que tuvo que escribir una vez más su nombre completo, la fecha y la ubicación del accidente, la historia de amor entre sus padres volvió como un nuevo tirón en las mejillas y la sonrisa se hizo de nuevo. Su madre había recibido la propuesta de matrimonio mientras la subían a una ambulancia, después de haber sobrevivido a un aparatoso choque en un volkswagen. Tal vez por eso, Eva había chocado tantas veces, siempre sola. Se inclinó hacia adelante y llamó a A, pero él estaba de pie a la orilla de la banqueta, mirando el coche con una expresión que ella no conocía. El tráfico corría despacio y el calor de la tarde borroneaba los límites de la avenida. Todo parecía estar quieto, todo en su lugar excepto él, que permanecía lejos de ella, con el celular en la mano.

—La póliza está aquí, en la guantera —volvió a llamarlo Eva, con el bulto de una gasa demasiado grande sobre su frente y varias vueltas de una venda que el paramédico no terminaba de ajustar.

—Ya voy.

No se movió. El hombre vestido de mensajero dijo algo sobre puntadas, sobre el séptimo día en que ella no debía olvidar hacer algo. Eva no escuchaba. Por debajo del límite blanco de la venda, miraba a A llevarse la mano al bolsillo donde solía llevar la cartera y hablar con el oficial de tránsito. Luego volteó hacia ella, que sonrió sin pensarlo y alcanzó a detenerse. No quería volver a asustarlo. Después de todo, nada había pasado. El latido se hizo más fuerte en su cabeza: un ardor corría a lo largo de su cráneo, hacia atrás, y se perdía en su cuello. En realidad nada había pasado, una sonrisa dibujada apenas y el zumbido intermitente de las cigarras.

El mundo había vuelto a brillar y frente a Eva el parabrisas quebrado le permitía ver la camioneta contra la que habían chocado, su ventanilla ahora vacía de la mujer con cabello de monja y filipina. Cerró los ojos pero recordó la descripción materna: su padre la había tomado de la mano antes de que los camilleros se la llevaran y Eva abrió los párpados pensando que podía haberse equivocado al rechazar la atención médica. Buscó el paquete con los panes y lo encontró, doblado e inútil junto a su bolsa manchada de sangre. Estiró el cuello para tratar de distinguirlo entre la gente.

—¡A! —lo llamó con aquella frente blanca y abultada —¡A!

Pero nada se movió sobre la superficie de la calle blanda.

DE MÉDIUMS Y POETAS

I

Leonardo escuchó hablar de Julia un año antes de conocerla. Había estado tratando de escribir una novela sobre el tema de Houdini y su batalla contra los médiums. Después de concursar con el proyecto para un par de becas, sin resultados, había decidido vender su auto para financiarlo por su cuenta.

Vivía de sopas de arroz, frijoles y vitaminas genéricas. Parte de su cronograma de trabajo incluía hacer algo de investigación en la ciudad: así fue como se enteró de la existencia de Julia.

—No es profesional —me contó entre un bocado y otro de moros con cristianos, pero dicen que se manifestó sin quererlo en una reunión.

—Eso suena muy raro.

 

La explicación de Leonardo no ayudó en nada: Julia era poeta y leía a Ezra Pound. —Julia es poeta. Lee a Ezra Pound.

Me encogí de hombros.

—¿Nunca has escuchado eso de que el poeta es una máscara y por su boca habla alguien más? —insistió y yo me acordé de una de esas frases que en algún momento de mi vida habían tenido mucho sentido:

—¿Por su boca hablará mi espíritu?

—¡Exacto! —exclamó, y yo me reí aún más.

—Tu poeta no es poeta, es jesuita.

Dos semanas después de esa conversación tuve que ir a su casa a buscarlo. No respondía el teléfono ni contestaba mis correos. Las redes sociales todavía no veían la luz, así que fui a visitarlo después del trabajo.

Por entonces yo era maestro en un centro de educación especial y la temporada navideña estaba cerca. Esa mañana había tenido que llamarle la atención a dos de mis alumnos que, mientras coloreaban sus tarjetas de Navidad, se llamaron culero el uno al otro.

—¿Saben lo que significa esa palabra?

—No.

—Pero saben que es una mala palabra.

—No —sonrieron.

—Entonces vamos a escribirla en la carta para Santa Claus: Feliz Navidad, culero. Y los dos me habían mirado con ojos de plato y abierto la boca para pedirme que no, por favor no. Aún iba riéndome mientras caminaba a casa de Leonardo, pensando en cómo se lo contaría, imitando las caras de los niños sin considerar lo extraño que debía verme. Toqué el timbre y ensayé el gesto una vez más.

La voz de Leonardo se oyó quebradiza al otro lado:

—¿Quién?

—Soy yo.

—¿Quién es yo?

—Soy Manu, abre la puerta.

Y él la abrió.

—¿Cómo va la novela?

Leonardo no respondió, sólo deambuló por la habitación como si yo no estuviera ahí. Recorrí el departamento con la mirada y comprobé que varias cosas faltaban: un sillón, el viejo librero con sus manuscritos, el cuadro que una de sus exnovias le había dedicado. Al centro del apartamento había manchas oscuras y un olor a carbón viejo. Todo estaba dispuesto como si él hubiera alejado los muebles de ese punto para no incendiarlo todo.

—¿Quemaste la pintura? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.

Era un retrato de Leo, con su cabello rojo como un cerillo encendido, junto a un auto en llamas. Algo de muy mal gusto considerando que su madre había muerto quemada en un accidente automovilístico.

—¿Y el sillón? —insistí, y me asomé a la calle esperando ver los restos en la esquina.

—Los de la basura pasaron ayer —dijo.

Aún tenía algo de tizne en la cara. La expresión en la mía debió parecerse mucho a la que había ensayado para imitar a los culeros de mis alumnos.

II

Leonardo había sido invitado a la fiesta por un amigo de un amigo de Julia. El que le había dicho que ella era una médium. La reunión prometía ser interesante gracias a que el organizador era nada más y nada menos que un estudiante de antropología que a su vez estaba buscando la oportunidad de probar a Julia. Sin embargo, ella no tenía idea, según le informó el amigo del amigo: la chica odiaba que sus habilidades se manifestaran y había pasado una temporada en el psiquiátrico manteniéndolas a raya.

Así que Leonardo fue con su libreta de notas y una vieja grabadora que había comprado en el tiradero de los sábados. Se mezcló torpemente con la gente, procurando no alejarse de la cocina; el punto donde esperaba que las bebidas o botanas la atrajeran, como si se tratara de una rata. Lo cierto es que era una técnica que ambos habíamos aplicado alguna vez para conocer chicas: platicar en la cocina te garantizaba conocer a la mayoría de la gente antes de decidir a qué grupo te unirías.

Pero Julia no se acercó. Permaneció sola, sentada cerca de la puerta y levantándose de cuando en cuando a admirar los libreros de la casa, pasando los dedos por los lomos de los libros, abriendo uno, llevándoselo a la nariz para olerlo y regresándolo a su lugar. En algún momento eligió uno y se puso a leer en el sillón donde todos dejaban sus abrigos y sus bolsas.

—¿Cómo supiste que era ella?

—No sabía, hasta después —me respondió Leonardo pasándose las manos por el cabello que no parecía haberse lavado en días. —Lo sospechaba y hasta pensé ir a sentarme con ella, pero algo me detuvo.

A cierta hora de la noche, se fue la luz. El dueño de la casa, junto con el amigo del amigo, fue a la cocina y registró bajo el fregadero en busca de velas. Leonardo supo que todo era parte del plan cuando el amigo del amigo le pidió ayuda para encenderlas y murmuró algo entre dientes. Algo que Leo no pudo entender, aunque asintió de cualquier manera.

Llamaron a los invitados y fueron con las velas a la sala, donde había una mesa redonda de cristal. Julia había dejado de leer. Tenía puesto un suéter negro y largo. Una bolsa tejida colgaba de su hombro. Leonardo se acercó a la puerta, por si acaso ella estuviera pensando en irse y alcanzó a ver el tomo que había estado leyendo, apretujado en la pequeña bolsa.

—Era un libro azul, de esos gordos de Galimard.

—¿Ezra Pound? —pregunté, pero él siguió hablando, como si no me hubiera escuchado.

Se sentaron alrededor de la mesa y colocaron la mayoría de las velas al centro. Alguien bromeó sobre la antigüedad de la casa y contó una historia sobre un espíritu que vivía en el baño. Para entonces, Leonardo se encontraba sentado justo frente a Julia, quien se había unido al círculo con cierta timidez, quitándose y poniéndose un pasador en su cabello corto. La vieja grabadora chirriaba dentro de la mariconera que Leonardo había llevado y colocado sobre sus piernas. Tomó de la mano a los dos extraños que estaban a cada lado y le sonrió a la chica, quien por primera vez en la noche lo miró y le devolvió una sonrisa tibia.

La imaginación de Leo se descarrió por unos minutos: se vio saliendo de la casa con ella, tomándola de la mano para cruzar la avenida Washington en plena madrugada y luego andar por avenida Chapultepec, al centro del camellón, hablando sobre poesía y novelas policíacas. Sabía que ésa era la ruta correcta porque alguien le había dicho que Julia vivía en Santa Tere. Se sorprendió besándola bajo las luces de la Bodega Aurrerá y entrando en ella en la oscuridad del estacionamiento mientras la grabadora hacía girar la cinta, grabando el sonido de sus botas, de sus rodillas reacomodándose sobre una caja de cartón. Pero entonces se detuvo, sorprendido de que ella no hiciera ruido alguno dentro de su fantasía: su boca estaba abierta, pero nada salía. Así que se concentró en la luz de las velas antes de volver a observarla en la realidad. Julia había cerrado los ojos y parecía estar a punto de quedarse dormida.

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