Loe raamatut: «Primera luz»

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Primera luz

Índice

Sobre este libro

Sobre el autor

Otros títulos de Fiordo

PRIMERA PARTE

1

2

3

SEGUNDA PARTE

4

5

6

7

8

TERCERA PARTE

9

CUARTA PARTE

10

11

12

13

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Sobre este libro

¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?

Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.

Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

Sobre el autor

Charles Baxter nació en 1947 en Minneapolis, Estados Unidos. Se doctoró en la State University of New York, en Buffalo, y comenzó a trabajar como profesor universitario en la Wayne State University en Detroit. En 1989 se mudó a Ann Arbor, Michigan, donde dirigió el programa de escritura creativa del Master of Fine Arts de la universidad estatal, y a fines de los años noventa regresó a Minneapolis. Allí continuó su carrera docente en el programa para escritores del Warren Williams College de la University of Minnesota. Baxter ha recibido becas del National Endowment for the Arts, la Guggenheim Foundation y el Lila Wallace-Reader's Digest Fund. Su novela The Feast of Love (2000) fue nominada al National Book Award y adaptada al cine en 2007. Ha publicado poesía, novelas, ensayos, y muchos de sus cuentos han sido incluidos en The Best American Short Stories. Actualmente vive en Minneapolis.

Otros títulos de Fiordo

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

Elogio de Primera luz

«Primera luz es una novela que avanza hacia atrás en el tiempo, desde el pasado hacia el presente, como si atravesara el túnel de la memoria (…). Como Chéjov, [Baxter] es a la vez firme y compasivo, y nunca representa a sus personajes como más ni como menos de lo que son. Son humanos, y eso es en sí mismo un gran logro para un escritor, algo que debemos celebrar más allá de todos los otros logros de este libro espléndido».

Paul Auster

«Charles Baxter plantea las preguntas más asombrosas, y trata los temas más esenciales, cosas que hemos pensado pero no sabemos ni cómo empezar a decir».

Francine Prose

«La luz y la oscuridad, los motivos de esta ficción atrapante y humana de Charles Baxter, conmueven al lector de manera evocativa».

The Boston Globe

«La escritura apasionada de Baxter nos reconcilia con la vida, y ni hablar con el arte de la escritura».

Howard Norman

«Primera luz es un logro técnico temerario, y mucho más que eso. Quienes admiran desde siempre a Charles Baxter encontrarán aquí la satisfacción de todas sus esperanzas».

Madison Smartt Bell

«Una novela con gran potencia emocional, de una intimidad y una fuerza intelectual desgarradoras».

Newsday

«Un libro intrincadamente reflexivo y sencillamente hermoso».

Los Angeles Times

«Una lectura placentera de la primera hasta la última palabra por la delicadeza y la verdad de sus percepciones».

J. M. Coetzee

Copyright

Título original en inglés: First Light

Primera edición en inglés por Viking, 1987

© 1987, Charles Baxter

© de la traducción, Jordi Fibla, 2006

© de esta edición, Fiordo, 2021

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

correo@fiordoeditorial.com.ar

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-44-2 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-47-3 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Baxter, Charles

Primera luz / Charles Baxter. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Jordi Fibla.

ISBN 978-987-4178-47-3

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas. 3. Literatura Estadounidense. I. Fibla, Jordi, trad. II. Título.

CDD 813

Para Mary Eaton y John Baxter

La vida solo puede entenderse volviendo atrás, pero es preciso vivirla mirando adelante.

Sören Kierkegaard

PRIMERA PARTE

1

El 4 de julio, Hugh acuerda ir en coche a la casa de la señora LaMonte en busca de «los explosivos», como le gusta llamarlos. A medio camino, su hermana emerge de un largo silencio y lo corrige. No son explosivos, dice, solo fuegos artificiales. Juguetes. Hugh mantiene ambas manos cerca de la parte superior del volante, como suelen hacer los hombres cautos y, en un primer momento, no se vuelve para discutir con ella. Durante un minuto entero contempla el panorama de colores propios de la sequía que pasa a su lado, antes de decir en voz muy baja:

—Sí, eso ya lo sé.

—¿Qué? ¿Qué es lo que sabes?

Dorsey está acurrucada en el asiento del acompañante, tiene los pies descalzos levantados y cruzados a la altura de los tobillos sobre el tablero símil cuero y los brazos alrededor de las rodillas; es una compacta masa circular.

—Sé que no son explosivos —responde él—. Aunque lo cierto es que explotan. Lo dije irónicamente.

—Ah —dice su hermana. Esta vez es ella quien deja que transcurra un minuto. Entonces añade—: Es raro en ti.

Y ambos sonríen para sí mismos, mirando en distintas direcciones la autopista, el ancho panorama de pastos secos junto a la carretera y las cosechas agostadas.

Un junio caluroso y seco ha hecho palidecer los verdes naturales de los campos en los alrededores de Five Oaks, hasta darles un tono pastel desvaído cuyo amarillo ahora, a comienzos de julio, empieza a ser visible. Los tallos del maíz están atrofiados y cada hoja de árbol está cubierta de polvo. Con ese calor, el cielo es de un azul estancado y ceniciento. Noah, el hijo de Dorsey, un niño sordo, viaja en el asiento trasero y suda tanto que tiene la camiseta oscurecida aquí y allá por la humedad. Hace girar una pelota de fútbol sobre el dedo índice y golpea rítmicamente con el pie el respaldo del asiento bajo y cóncavo de su madre. Sin volverse, por encima de la cabeza, Dorsey hace la señal de «basta» en el aire: con el filo de la mano derecha golpea la palma de la izquierda. La segunda vez que lo hace, los movimientos de la mano se intensifican hasta remedar un grito.

El coche huele a cuero caliente y a la loción con que Hugh se ha restregado esa mañana las piernas quemadas por el sol. Trabaja de vendedor en una concesionaria, pocas veces se expone directamente al sol y cuando lo hace, sobre todo en las vacaciones y los fines de semana, se queda bajo los rayos inerte como un lagarto. Dorsey desvía la mirada de los campos y señala las piernas de su hermano.

—¿Por qué no tomas nunca precauciones contra el sol? —pregunta.

—El dolor no me causa ninguna impresión.

—Eso es mentira, lo dices por arrogancia —dice Dorsey—. ¿Y por qué no has reparado el aire acondicionado? Eres vendedor de autos. Deberías ser capaz de…

—Ayer —dice él—. El condensador se rompió ayer. No he tenido tiempo de hacer nada. Estoy bien, no es necesario que pierdas tiempo en preocuparte por mí ni por el coche. Nos cuidamos bien.

—No es que me preocupe —dice ella en voz baja—, y si lo hiciera, no estaría perdiendo el tiempo.

Noah comienza de nuevo a patear el respaldo del asiento. Dorsey se vuelve para dirigir una breve y furibunda mirada a su hijo. Forma una rápida frase con las manos.

—¿Qué le estás diciendo? —pregunta Hugh.

—Que se porte bien o no vamos a comprar los fuegos artificiales.

—Bueno, esa es una mentira arrogante —dice Hugh—. Tenemos que comprarlos para mis hijas, para tu marido y…

—Deja a Simon al margen de esto, y cuidado con ese coche —dice Dorsey, señalando un Dodge rojo descapotable que avanza como es debido por su carril, se les aproxima, pasa por el lado y desaparece. Hugh emite un bufido de fastidio con cierto dejo de burla. Dorsey se encoge de hombros—. Nunca se sabe —dice.

Apoya la cabeza en las rodillas, se acurruca de nuevo. Hugh recuerda esa postura de otros viajes que los dos hicieron juntos de niños y adolescentes. No solo la postura sino también el hábito de quitarse los zapatos y las medias cuando emprendían cualquier excursión en verano, por corta que fuese. En las raras ocasiones en que estaba contenta, le gustaba apoyar los pies en la guantera y dejar las huellas de los dedos en la ventanilla. Hugh piensa que todavía es hermosa, aunque la suya sea una belleza sin inocencia. Tiene los ojos alerta, ensombrecidos por el insomnio. Con la remera sin mangas y los jeans, el cabello claro y la melenita corta, parece casi una nena. Pero con esos ojos, ojos de abuela sin patas de gallo, revela una historia, sus inflexiones.

—¿De verdad llamaste a la señora LaMonte? —pregunta Dorsey.

—Ya te dije que la llamé. Dice que aún tiene «ciertas existencias». Se puso a chillar cuando le dije que venías. «¡Qué ganas tengo de verla!», dijo, y quiso saber si tienes el aspecto de una profesora y astrónoma famosa.

—¿Qué le dijiste?

—Le dije que sigues pareciéndote bastante a ti misma. ¿Es mentira? ¿Debería haberle dicho otra cosa?

—Sí.

La ruta del condado se desvía a la izquierda alrededor de una granja delante de cuya fachada hay una Virgen María de yeso al abrigo de una hornacina de cedro. Detrás de la granja se alza una pequeña colina, con un estanque reseco por el sol al pie y un grupo de árboles en la cima rocosa.

—Ya casi estamos —dice Hugh—. Siempre recuerdo dónde se encuentra la finca de la señora LaMonte al ver esos árboles espantosos.

Acelera, adelanta a un Jeep con una calcomanía en el paragolpes que dice yo amo mi paracaídas, y le complace ver el polvo que se levanta en forma de nube marrón y dorada detrás del Buick.

Gira para entrar en el sendero de acceso a la finca de la señora LaMonte y estaciona a la sombra de un nogal. La casa de la señora LaMonte es color durazno (siempre ha tenido esa tonalidad desde que él acude en busca de los fuegos artificiales) y Hugh se pregunta vagamente qué empresa habrá tenido la inmoralidad de vender una casa de semejante color. Parece una casa de cuento de hadas, una enorme pieza de caramelo venenoso. La señora LaMonte, de cabello gris encrespado, suelta el rastrillo en cuanto ve el automóvil, corre hacia ellos y acerca la cara a la ventanilla del acompañante para echar un vistazo antes de que Dorsey haya podido bajar. Con fuerza sorprendente abre la puerta, introduce la mano, agarra a Dorsey y tira de ella. En cuanto Dorsey está de pie, la señora LaMonte la rodea con sus enormes brazos.

La suelta y la mira fijamente a la cara.

—Tienes un aspecto espléndido —dice—. Bonita y todavía inteligente, ¡claro! ¡Qué ojos! No tenemos muchos ojos así en los alrededores de Five Oaks. ¿No es cierto, Hugh?

Al otro lado del coche Hugh sacude la cabeza.

—¡Tus padres habrían estado orgullosos de ti! —sigue diciendo la señora LaMonte—. He leído sobre ti en los diarios. ¿Cuánto tiempo vas a estar en el pueblo?

—Solo un día más —dice Dorsey—. Vamos en dirección a Minneapolis.

—¿Qué hay en Minneapolis? —pregunta la anciana.

—Trabajo para Simon. Es actor. —En cuanto Dorsey ha pronunciado el nombre de su marido, la señora LaMonte vuelve la cabeza y la mira con los ojos entrecerrados—. Simon… mi marido —le aclara.

—Oh, ya lo sé —dice la señora LaMonte—. Me mantengo informada. Eres una de las mejores cosas que le han ocurrido jamás a este pueblo y nada más natural que una anciana como yo siga con atención tus novedades. —Se da golpecitos en la cabeza—. Pero no me lo has presentado —añade, y muestra el grado de irritación justa como para hacer evidente que lo dice con buenas intenciones. Mira a Dorsey a los ojos y cambia de postura para desviar la mirada—. ¿Sienten el olor a zorrino?

Dorsey, Hugh y la señora LaMonte husmean el aire a la vez. Hugh ve que Dorsey sonríe al experimentar de nuevo el placer perdido de los olores del campo.

—Han invadido la granja —dice la anciana—. Por suerte no se han metido en el galpón.

—¿Es ahí donde tiene los fuegos artificiales? —pregunta Hugh.

—Tu hermano no pierde el tiempo —dice a Dorsey la señora LaMonte, asiendo el brazo de la mujer más joven para sostenerse—. Como tu padre. Hugh ya sabe que están en el galpón porque siempre han estado ahí, y él es quien viene un año tras otro a comprarlos. Así que lo sabe. Bueno, ¿a quién tenemos aquí?

—Noah. Mi hijo. Es sordo.

Dorsey hace una seña a Noah y el muchacho se adelanta para estrechar la mano de la señora LaMonte. Después del apretón de manos, la anciana aferra el brazo del chico y le pone lentamente las dos manos en los hombros. Mientras Noah se mueve inquieto la mujer suspira:

—Más familia —dice—. Gracias a Dios. —Se queda mirándolos a los tres—. Bueno, vayamos atrás a buscar los ilegales de este año y luego tomemos limonada.

—Espero que todavía tenga algunos de los buenos —le dice Dorsey.

—Este año el negocio no ha sido provechoso. —La anciana sacude la cabeza—. La gente se está volviendo demasiado timorata y respetuosa de la ley. Son los curas y el gobierno. Todo el mundo quiere hacer cumplir las reglas. Así que todavía tenemos una buena selección a la venta. Ya van a ver. —Mira los pies de Dorsey—. Quizás quieras ponerte unos zapatos.

El galpón está a la sombra de un ancho manzano sin podar. Hugh ve que algunas hojas del año anterior se descomponen en las canaletas. Hay manzanas pudriéndose en la tierra caliente del sendero. Como siempre hace en esta época del año, la señora LaMonte ha retirado las antigüedades que expone normalmente y las ha sustituido por los fuegos artificiales que su hijo, el camionero Roy, ha traído de contrabando en el Inter-Mountain Express. Las lámparas a prueba de viento, las veletas en forma de diligencia y las jarras de vidrio azul con esmalte tabicado están amontonadas en los dos rincones del lado sur. En el interior del galpón, Noah aspira con placer el aire cargado de pólvora. Toma una pieza en forma de candela y hace señas a su madre.

—Sí, ese es bueno —dice la señora LaMonte—. Hecho en Hunan, China. —Asiente con rapidez, de pie en una cuña de luz solar, de modo que sus gafas reflejan el sol contra la pared—. A los orientales les gusta dar nombres poéticos a sus fuegos de artificio. Ese se llama «Las flores de ciruelo anuncian la primavera». Por ahí hay uno que se llama «Pétalos de lila en tres arroyos». —Señala la mesa del extremo—. Ahí tengo perseguidores. Esas son ruedas de Catalina. Ahí, cerca de donde está el chico, hay cohetes comunes. Los de ese grupo, al lado de la mesa, son «Batallas en las nubes». Ahí tengo varios «Pájaros asustados» y los habituales «Aulladores gigantes». Los de «Batallas en las nubes» de este año son muy buenos. Roy los probó. Se los fabrica en la capital mundial de los fuegos artificiales, Macao, nada menos. No compren esos. —Hugh ha tomado un conjunto de seis cilindros sobre una plataforma—. Se llaman «Dinamitas». La mayor parte no estalla, no sé por qué.

Hugh nunca había visto tantos fuegos artificiales en casa de la señora LaMonte. Noah transpira de la emoción. Las sandalias de Dorsey dejan tenues huellas en el polvo rojizo del suelo del garaje.

—¿Y tiene bombas de estruendo? —pregunta ella.

—Son ilegales —responde la señora LaMonte, enderezándose.

—Como todo el resto.

—No, no todo.

—La mayor parte.

—De acuerdo, no vamos a discutir por eso. —Abarca su exposición gesticulando con la mano—. ¿Con todo esto, para qué quieres las bombas de estruendo? No son bonitas, no tienen poesía, lo único que hacen es ruido.

—Para Noah —dice Dorsey.

La señora LaMonte se muestra perpleja.

—Pero tu chico es sordo —dice.

—No a las bombas de estruendo —dice Dorsey—. Nota en la piel las ondas expansivas. Es lo que más lo acerca a la sensación de oír.

—En ese caso… —dice la señora LaMonte. Se dirige con rapidez a un rincón oscuro y toma una delgada bolsa de red blanca. Introduce la mano y saca media docena de esferas, que muestra con una sonrisa benevolente—. Royal las compró a un calvo tatuado que usa corbatín y se mueve en una camioneta por los alrededores de Fargo. Estos despiertan a los zorrinos. —Los deja caer en las manos extendidas de Dorsey—. Más ruido por tus monedas —dice.

Hugh y Dorsey compran un buen surtido y llenan tres bolsas de provisiones que cargan en el baúl del Buick. Luego se sientan en la galería, mientras la señora LaMonte les sirve a todos limonada y Noah juega con una pelota, dirigiéndola al tronco de un arce del Canadá que se alza en el jardín. Corre de un lado a otro por la hierba seca, sin jadear siquiera. La señora LaMonte se acomoda en un sillón de mimbre, al lado de Hugh y Dorsey, y contempla a Noah con el murmullo aprobador de una anciana.

—El padre de ustedes habría estado orgulloso de ese chico —dice—. Es buenmozo y no le importa el calor. Admiraba a aquel hombre. Siempre fue franco conmigo. Su madre también. —Dorsey y Hugh dejan flotar el silencio—. ¿Dónde está Laurie? —pregunta la señora LaMonte—. Nunca la traen.

—Se encuentra en casa, cuidando a las chicas —responde Hugh—. Dijo que hacía demasiado calor para venir. Las sequías así la deprimen.

—Las sequías… —dice la señora LaMonte, haciendo tintinear los cubitos de hielo en el vaso—. ¿Saben? Cuando era pequeña, solían venir predicadores durante las sequías. En esta zona de Michigan la gente siempre se apretujaba en las carpas levantadas junto al lago para escuchar a los predicadores, que venían a lo largo del verano. El que más le gustaba a todo el mundo era un gritón de pelo plateado, James Biggs Hope, que era capaz de curar. Decía que iba a dejar sin trabajo a los médicos con la medicina que llevaba en sus manos. Pero a mí no me gustaba. Nunca vi que devolviera la salud a nadie. El que me gustaba a mí era uno que vino una sola vez, he olvidado su nombre. Se hacía llamar el Buen Pastor del Amor, un hombre bajito y cojo, con una ayudante que se parecía a Bess Truman. Armó su carpa en el lado sur del pueblo, en un lugar desde donde se veía el lago.

Toma un sorbo de limonada y lo traga ruidosamente mientras examina los rostros de Dorsey y Hugh para ver si la escuchan con atención. Satisfecha, empieza a mover la mano derecha cerca de la mejilla.

—Bueno, este… este reverendo, se llamara como se llamara, se arreglaba de manera bastante llamativa: pañuelo de seda verde, chaqueta negra, camisa negra, pantalones negros. Y una cadena de oro con un corazón de oro, un corazón de San Valentín que le pendía del cuello, de modo que caía sobre su verdadero corazón, en el lugar donde normalmente habría una cruz. Así que te quedabas mirando el pañuelo, el pelo rígido como el cartón y el corazón, el de oro. Empezaba a hablar en voz baja y sosegada, como uno de esos locutores de radio de altas horas de la noche. Todo el mundo esperaba el fuego del infierno, el catálogo de pecados y los peligros de apartarse de la verdadera fe. Todo el mundo esperaba, bueno, las amenazas de castigo. Y nos hablaba un poco de eso, pero no era más que el preludio de lo que realmente quería hacer: ensalzar lo que él llamaba el inconmensurable poder del amor. Hablaba de amor, ese hombre feo. Nadie se lo esperaba. A la gente siempre le encanta escuchar que ha estado pecando y que por eso no llueve, pero no espera que nadie le diga que lo que le falta es amor.

La señora LaMonte mira a Dorsey como si lo que relatara estuviese dirigido a ella. Se echa atrás, el sillón de mimbre chirría, y prosigue:

—Lo que hacía era citar a Mateo y las Epístolas, citaba a Jeremías, Miqueas y el Cantar de los Cantares. Les hacía creer que no había llovido porque la gente no se besaba, no se gustaban lo suficiente unos a otros para dar lo que él llamaba «una pizca de humanidad». Lo llamaba el Evangelio de las Lenguas. Según él, la Biblia dice que debes abrazar al prójimo. Decía que Jesús daba besos. Pensé que tendría gran éxito. Al fin y al cabo yo era una chica de trece años. Lenguas… En fin, Dios mío. Pero no. No lo echaron del pueblo, pero salieron de la carpa taciturnos y gruñones. No consiguió más que unos pocos dólares. La gente de Five Oaks no estaba dispuesta a escuchar a un hombre que predicaba que había que besarse. Mi madre decía que era una indecencia perversa. Mientras volvíamos a casa consiguió que mi padre le diera la razón. Pero recuerdo que al día siguiente llovió. Y al otro día también. A lo mejor la gente siguió el consejo del predicador. Nunca se sabe qué hace la gente en casa. —Se vuelve para mirar a Hugh—. O en cualquier otra parte.

Durante el camino de regreso, Dorsey vuelve a apoyar los pies en la guantera, pero repiquetea con los dedos en la pierna y está inquieta. A Hugh le gustaría ver la expresión de sus ojos, pero ella se ha puesto las gafas de sol. Ahora Noah está tranquilo, con la pelota de fútbol en el regazo y la cabeza vuelta para mirar el cielo por la luneta trasera.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Minneapolis? —le pregunta Hugh.

—Hasta que Simon se haya establecido.

—¿Y entonces volverás a Buffalo?

Ella asiente.

—¿Con Noah?

Dorsey vuelve a asentir.

—¿No es una separación?

—No, no es una separación. Solo estaremos separados unos meses. —Juguetea con el cabello, enrollándolo en el dedo índice.

—¿Simon tiene a alguien en Minneapolis? —pregunta Hugh.

—Simon tiene a alguien en todas partes y eso no es asunto tuyo, cariño.

Hugh es consciente de que su hermana sigue sermoneándolo y justificándose a sí misma, pero lo hace en silencio, mirando hacia delante. Aunque él se concentra en la ruta, ve también en su mente, como si la proyectara su hermana, una imagen de Simon: está tendido en el suelo con los ojos cerrados; su postura no sugiere tanto que esté durmiendo sino más bien una forma de martirio perezosa y narcisista. Es la imagen del mártir triunfante que logra beneficios poco claros. Tiene los brazos alzados muy por encima de la cabeza, cruzados a la altura de las muñecas. Alguien está tendido encima de Simon.

Hugh se lleva la mano izquierda a los ojos, se los restriega con brusquedad y mira por la ventanilla. Ahí sigue el U-pick Apple Orchard de Bastien, pasando por el lado derecho de la carretera, ocho kilómetros al sur del pueblo. Una vez le vendió a Harry Bastien un Buick Century —azul, sin ningún accesorio, solo una radio AM—, pero el banco se quedó con el vehículo por falta de pago y desde entonces Harry no le dirige la palabra.

El paisaje monótono se desliza a su lado a noventa y cinco kilómetros por hora. Hugh es un conductor temperamental, y pensar en su cuñado, el actor, lo deprime: acelera a ciento cinco.

—¿En qué trabajas últimamente? —pregunta a su hermana.

—¿Mi trabajo?

Dorsey mira a Hugh, boquiabierta por la sorpresa.

—Sí, tu trabajo. ¿Qué estás haciendo?

Dorsey aguarda un largo rato antes de responder.

—Estoy trabajando con otros en algo que se llama la masa faltante. Si examinas los cálculos habituales relacionados con el Big Bang, descubres que en el universo hay suficiente densidad para cerrarlo, para detener la expansión del espacio. Eso se llama planitud. En cualquier caso, el problema estriba en que si calculas la densidad con las galaxias que se observan actualmente, te falta más o menos el ochenta por ciento de la masa que se supone que debería estar ahí. Si cuentas los leptones y la materia bariónica, sigue faltando el ochenta por ciento. Quizá sea materia no bariónica, quizá sean otras partículas, pero nadie está seguro. En eso consiste la masa faltante. Ahora se habla incluso de materia fantasma, planetas, estrellas y galaxias invisibles que tienen atracción gravitacional. En eso estoy trabajando.

—La masa faltante.

—Exacto.

—No lo entiendo —dice él.

—No tienes por qué.

Hugh observa un cuervo con el plumaje erizado, posando de perfil en el tejado de la tienda de autopartes de Tom Rangan. Detrás del edificio hay un terreno alargado lleno de Buicks y Ramblers oxidados, de Cougars y Lynxes rotos. Los vehículos han sido partidos por la mitad, amputados, cortados en tercios. Les han arrancado trozos en ángulos agudos, pura geometría metálica. A Hugh siempre le han encantado los depósitos de chatarra automovilística, y especialmente ese. Los metales marrones y oxidados le procuran serenidad de espíritu. Contra la imagen de Simon despatarrado en el suelo o el problema de la masa faltante, Hugh se consuela con piezas de coche y cromo abollado.

—Siempre has tenido cerebro —le dice a la hermana.

—No es cosa de broma —responde ella. Al cabo de una pausa, extiende las manos y traza unos arcos—. Imagina que retrocedes al primer segundo del Bing Bang, a la primera fracción de una fracción de segundo. Imagina que llegas en una máquina del tiempo y ves que el espacio se contrae. Imagina el tiempo invertido. Si tú…

—No —dice él.

—¿Qué?

—No. Piensa tú en eso. Yo no tengo por qué hacerlo… vivo aquí.

A orillas del lago, en el lugar donde antes estaba el parque de diversiones se levantan ahora unos condominios. La tienda de artículos agrícolas en las afueras del pueblo se ha convertido en La Talabartería de Kathy; la tienda de baratijas ha sido renovada y ahora vende antigüedades.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —dice Dorsey—. Se ha frivolizado.

—Terratenientes —responde Hugh—. Se han mudado muchos ricos. No tengo idea de dónde vienen. Están por todas partes. Supongo que es porque los pueblitos a la orilla de un lago son chic. Algunas de estas tiendas aún venden lo que uno necesita. Todo lo demás son artículos de lujo.

Cinco semáforos, seis cuadras, la estatua de un veterano de la Primera Guerra Mundial, dos giros a la derecha, un puente por encima de la vía arrancada del tren y estacionan en el sendero de acceso a la casa de Hugh. Sus hijas, Tina y Amy, se largan a correr desde la galería, con el pelo al viento, y se ponen a golpear las ventanillas traseras y el baúl con los puñitos.

—¿Dónde están? —gritan—. ¿Dónde están las cosas?

Hugh les responde. Saca las tres bolsas de fuegos artificiales y las deja en un rincón de la galería, cerca del balde de arena. Les dice a las niñas que no toquen nada y les pregunta qué han hecho durante su ausencia.

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