Loe raamatut: «El ganador de almas»
Publicaciones Faro de Gracia
P.O. Box 1043
Graham, NC 27253
www.farodegracia.org ISBN 978-1-629462-74-5
The five sermons that follow were not part of Spurgeon’s original lecture series. They were Sunday messages, excerpted from Spurgeon’s published sermons and added by Spurgeon’s publishers, Passmore & Alabaster, to the 1903 edition of The Soul Winner.). Spanish edition © 2021 by Publicaciones Faro de Gracia
©2021 Publicaciones Faro de Gracia. Traducción al español realizada por Julio Caro Alonso; diseño de la portada y las páginas por Juan Diego Chaves Moreno. Todos los Derechos Reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro— excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.
©Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina–Valera ©1960, Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas, a menos que sea notado como otra versión. Utilizado con permiso.
Contenido
Nota preliminar
¿Qué es ganar un alma?
Requisitos personales para ganar almas: con relación a Dios
Requisitos para ganar almas: con relación a los hombres
Sermones propensos a ganar almas
Obstáculos para ganar almas
Cómo estimular a nuestra gente a ganar almas
Cómo levantar a los muertos
Cómo ganar almas para Cristo
El costo de ganar almas
La recompensa del ganador de almas
Vida y obra del ganador de almas
Un análisis de lo que es ganar almas
Ganar almas: nuestra gran responsabilidad
Pescadores de hombres
Aliento para los ganadores de almas
“La salvación de un alma es más valiosa que la redacción de las constituciones de mil mundos”
―Keble.
NOTA PRELIMINAR
Este volumen se publica según un plan ideado por el sr. Spurgeon. De hecho, él ya había preparado la mayor parte del material aquí publicado y el resto de sus manuscritos han sido insertados luego de una revisión que solo fue somera. Su intención era impartir una serie breve de discursos sobre lo que él llamaba “esa ocupación nobilísima” ―GANAR ALMAS― a los estudiantes del seminario para formar pastores. Luego de completar la serie, se propuso recopilar los discursos que ya había dado previamente a otras audiencias sobre este mismo tema a fin de publicar el conjunto resultante como una guía para todos los que desearan convertirse en ganadores de almas y también con la esperanza de inducir a muchos más cristianos profesantes a involucrarse en este servicio para el Salvador, que es una verdadera bendición.
Esta explicación aclara las razones que subyacen a la forma de abordar el tema en la presente obra. Los primeros seis capítulos contienen clases de seminario. Luego vienen cuatro discursos dirigidos a maestros de escuela dominical, predicadores callejeros y amigos que se reunían en el Tabernáculo para participar en los cultos de oración de los lunes por la tarde. El resto del volumen consiste en sermones que recomiendan fervientemente la obra de ganar almas como objeto de atención para cada creyente en el Señor Jesucristo1.
Durante más de cuarenta años, el sr. Spurgeon fue uno de los ganadores de almas más notables a través de sus predicaciones y escritos. Con sus obras impresas, continúa siendo el instrumento usado para convertir a muchas personas en todos los rincones del mundo. Por lo tanto, creemos que serán miles los que se gozarán al leer lo que él dijo y escribió sobre lo que denominó “el trabajo principal del ministro cristiano”.
Queridos hermanos, tengo el propósito de impartirles, si Dios me lo permite, una breve serie de lecciones bajo el título general de “EL GANADOR DE ALMAS”. Ganar almas es el trabajo principal del ministro cristiano; de hecho, debería ser el objetivo principal de todo creyente genuino. Cada uno de nosotros debería decir “Voy a pescar” junto a Simón Pedro, y nuestro propósito debiera ser el mismo de Pablo: “que de todos modos salve a algunos”.
Comenzaremos nuestros discursos sobre este asunto considerando la siguiente pregunta:
¿QUÉ ES GANAR UN ALMA?
Una forma pedagógica de responderla es describir lo que no es. No consideramos que sea ganar almas robar miembros de iglesias ya establecidas y enseñarles a articular nuestras propias creencias distintivas. Nuestro objetivo es más bien llevar almas a Cristo antes que hacer convertidos para nuestra sinagoga. Allá afuera hay ladrones de ovejas de los que solo diré que no son “hermanos” o, al menos, no actúan de forma hermanable. Para su propio Señor deben estar en pie o caer. Consideramos que es una total bajeza construir nuestra propia casa con las ruinas de las mansiones de nuestros vecinos; preferimos por lejos trabajar nosotros mismos. Espero que todos simpaticemos con el espíritu generoso del Dr. Chalmers, quien, cuando se le dijo que tal o cual esfuerzo no sería beneficioso para los intereses particulares de la Iglesia Libre de Escocia, aunque sí podría promover la religión general de la nación, señaló: “¿Qué es la Iglesia Libre comparada con el bienestar cristiano del pueblo de Escocia?”.2 En verdad, ¿qué es cualquier iglesia o qué son todas las iglesias en conjunto como meras organizaciones si están en conflicto con el bienestar moral y espiritual de la nación o si obstruyen el Reino de Cristo? Es porque Dios bendice a los hombres mediante las iglesias que deseamos verlas prosperar, y no por la sola causa de las iglesias mismas. ¡Existe egoísmo en nuestro entusiasmo por el crecimiento de nuestro propio partido: que la gracia nos libre de ese espíritu malo! El crecimiento del Reino es más digno de deseo que el crecimiento de un clan. Estaríamos dispuestos a hacer mucho por transformar a un hermano paidobautista en bautista, pues valoramos las ordenanzas de nuestro Señor; trabajaríamos arduamente para lograr que alguien que cree en la salvación por libre albedrío ahora creyera en la salvación por gracia, pues anhelamos ver toda enseñanza religiosa basada en la roca sólida de la verdad y no en la arena de la imaginación. Sin embargo, al mismo tiempo, nuestro gran fin no es el cambio de las opiniones, sino la regeneración de las naturalezas. Queremos llevar a los hombres a Cristo, y no a nuestras propias concepciones peculiares del cristianismo. Nuestra primera preocupación debe ser que las ovejas se reúnan en torno al gran Pastor; ya habrá tiempo suficiente en el futuro para asegurarlas en nuestros diversos rediles. Hacer prosélitos es una tarea adecuada para los fariseos; engendrar a los hombres para Dios es el fin honorable de los ministros de Cristo.
En segundo lugar, no consideramos que se logre ganar almas al escribir con apuro más nombres en la lista de miembros de nuestra iglesia para poder reportar un buen aumento a fin de año.
Eso es fácil de hacer, y hay hermanos que realizan un gran esfuerzo (por no decir que emplean artes) para conseguirlo. Sin embargo, si es considerado el principio y el fin de todos los esfuerzos del ministro, el resultado será deplorable. Desde luego, introduzcamos a los verdaderos convertidos a la iglesia, pues parte de nuestra labor es enseñarles a observar todas las cosas que Cristo les ha ordenado, pero eso debe hacerse con los discípulos, no con los meros profesantes. Si no empleamos la prudencia, es posible que hagamos más mal que bien en este asunto. Introducir personas inconversas a la iglesia es debilitarla y degradarla; por lo tanto, una aparente ganancia puede terminar siendo una verdadera pérdida. Yo no soy de las personas que condenan las estadísticas ni considero que produzcan toda clase de males, pues hacen mucho bien si son precisas y se usan legítimamente. Es bueno que el pueblo vea la miseria del país cuando hay estadísticas de disminución para que se vea impulsado a buscar la prosperidad de rodillas ante el Señor. Por el otro lado, no es para nada malo que los obreros sean animados al contemplar un registro de los resultados. Lamentaría mucho que la práctica de sumar, restar y calcular el resultado neto fuera abandonada, pues debe ser bueno conocer nuestra condición numérica. Algunos han notado que los que objetan el proceso a menudo son hermanos cuyos informes insatisfactorios debieran producir en ellos un cierto grado de humillación. No siempre ocurre eso, pero sí es sospechosamente frecuente. El otro día oí del informe de una iglesia cuyo ministro, que era bien conocido por haber reducido su congregación a cero, escribió con algo de ingenio: “Nuestra iglesia está mirando hacia arriba”. Cuando le preguntaron sobre esa afirmación, respondió: “Todos saben que la iglesia está de espaldas y lo único que puede hacer es mirar hacia arriba”. Cuando las iglesias están mirando hacia arriba en ese sentido, sus pastores por lo general dicen que las estadísticas son muy engañosas y que no podemos tabular la obra del Espíritu ni calcular la prosperidad de una iglesia en cifras. La realidad es que sí podemos hacer un cálculo muy acertado si las cifras son honestas y si tomamos en consideración todas las circunstancias. Cuando no hay crecimiento, podemos calcular con bastante precisión que no se está haciendo mucho. Y si hay una clara reducción de la iglesia en una población creciente, podemos concluir que las oraciones de la gente y la predicación del ministro no son de lo más poderosas.
Aun así, la prisa por introducir miembros a la iglesia es sumamente dañina, tanto para la iglesia como para los supuestos conversos. Recuerdo muy bien el caso de varios jóvenes de buen carácter moral y religiosamente prometedores. En vez de examinar sus corazones y procurar su verdadera conversión, su pastor no les dio descanso hasta persuadirlos a hacer una profesión de fe. Pensaba que tendrían más obligaciones con las cosas santas si profesaban la religión, y se sentía bastante seguro al presionarlos, pues “eran muy prometedores”. Se imaginó que si los desanimaba examinándolos con cuidado, podría apartarlos, así que para asegurarlos, los transformó en hipócritas. Esos jóvenes ahora están mucho más lejos de la Iglesia de Dios que lo que habrían estado si hubieran sufrido la afrenta de ser dejados en el lugar que les correspondía y se les hubiera advertido que no se habían convertido a Dios. Recibir a una persona en el número de los fieles es una grave injuria contra ella a menos que haya buenas razones para creer que en verdad ha sido regenerada. Estoy seguro de ello, pues hablo luego de haber observado con mucho cuidado. Algunos de los pecadores más flagrantes que conozco fueron una vez miembros de una iglesia, y creo que fueron guiados a hacer una profesión de fe mediante el ejercicio de una presión indebida, bien intencionada pero imprudente. Por lo tanto, no piensen que ganar almas equivale a multiplicar el número de bautismos y agrandar el tamaño de la iglesia o que esas cosas son garantías de que están ganando almas. ¿Qué significan los siguientes reportes del campo de batalla?: “Ayer en la noche, catorce almas experimentaron convicción, quince fueron justificadas y ocho recibieron la santificación completa”. Estoy harto de ese alarde público, de ese conteo de gallinas no empolladas, de esa exhibición de despojos dudosos. Abandonen esas formas de contar del pueblo, esa vana pretensión de certificar en medio minuto lo que requiere la evaluación de toda una vida. Esperen lo mejor, pero sean razonables en sus mayores entusiasmos. Tener lugares destinados para atender a los que tienen inquietudes espirituales es muy bueno, pero si producen alardes vanos, contristarán al Espíritu Santo y ocasionarán gran daño.
Queridos amigos, ganar almas tampoco es solo crear entusiasmo. El entusiasmo acompaña todo gran movimiento. Podríamos cuestionarnos con razón la sinceridad y el poder de un movimiento si fue tan tranquilo como es leer la biblia en el salón de la casa. No es posible hacer estallar rocas grandes sin producir el sonido de las explosiones ni pelear una batalla manteniendo a todos callados como momia. En un día seco, el carruaje no se está moviendo mucho por el camino si no deja ruido y polvo a su paso; la fricción y la agitación son resultados naturales de la fuerza en movimiento. Del mismo modo, cuando el Espíritu de Dios está en movimiento y las mentes de los hombres son agitadas, debe haber y habrá ciertas señales visibles del movimiento, pero ellas nunca deben confundirse con el movimiento mismo. Si alguien se imagina que levantar polvo es el propósito del paso de un carruaje, puede tomar la escoba y muy pronto alzará tanto polvo como cincuenta carruajes, pero en vez de producir un beneficio causará un fastidio. El entusiasmo es tan incidental como el polvo, pero jamás debe ser nuestro objetivo. Cuando la mujer barrió su casa, lo hizo para encontrar la moneda, no para levantar una nube de polvo.
No tengan por objetivo la sensación y el “efecto”. Es posible que veamos torrentes de lágrimas, ojos llorosos, sollozos, clamores, multitudes de personas que se quedan en el recinto después de la reunión y toda clase de confusión, y podemos tolerar esas cosas como acompañantes del sentimiento genuino, pero les ruego que no planifiquen su producción.
Con mucha frecuencia ocurre que los conversos que nacen en el entusiasmo mueren cuando este se acaba. Son como ciertos insectos que surgen en los días extremadamente calurosos y mueren a la puesta del sol. Algunos conversos viven en el fuego como las salamandras, pero mueren a una temperatura razonable. No me gusta la religión que requiere o crea una cabeza caliente. Denme la piedad que florece en el Calvario, no en el monte Vesubio.3 El celo más apasionado por Cristo es consistente con el sentido común y la razón: el delirio, el griterío y el fanatismo son productos de otro celo, de uno que no es conforme a ciencia. Queremos preparar a los hombres para la recámara de la comunión, no para el manicomio de Bedlam. Nadie lamenta más que yo que estas advertencias sean necesarias, pero cuando recuerdo las extravagancias de ciertos revivalistas salvajes, no puedo decir nada menos y podría decir mucho más.
¿Qué es ganar verdaderamente un alma para Dios? En cuanto eso ocurre mediante instrumentos, ¿cuáles son los procesos por los que el alma es guiada a Dios y a la salvación? Considero que una de las principales operaciones consiste en instruir al hombre para que conozca la verdad de Dios. La instrucción mediante el evangelio es el comienzo de toda obra genuina en la mente de los hombres. “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. La enseñanza comienza la obra y también la corona.
Según Isaías, el evangelio es “Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma”. En consecuencia, a nosotros nos corresponde darles a los hombres algo digno de escuchar; de hecho, nos corresponde instruirlos. Hemos sido enviados a evangelizar o predicar el evangelio a toda criatura, y eso no puede realizarse a menos que les enseñemos las grandes verdades de la revelación. El evangelio es buenas noticias. Cuando oímos a algunos predicadores, pareciera que el evangelio es una droga santa que nos altera o una botella de licor fuerte que estimula el cerebro. No es nada así; es una noticia: en él hay información, instrucción sobre asuntos que los hombres necesitan saber y afirmaciones diseñadas para bendecir a los que las oyen. No es un conjuro mágico ni un encanto cuya fuerza consiste en un conjunto de sonidos; es una revelación de hechos y verdades que requieren conocimiento y fe. El evangelio es un sistema razonable que apela a la comprensión del hombre; es materia de pensamiento y consideración que apela a la conciencia y a la capacidad de reflexión. Por eso, si no les enseñamos nada a las personas, podemos gritar “¡Crean! ¡Crean! ¡Crean!”, pero ¿qué deben creer? Toda exhortación requiere su correspondiente instrucción, de lo contrario, no significa nada. “¡Escapen!”: ¿de qué? Para responder esa pregunta es necesaria la doctrina del castigo del pecado. “¡Huyan!”, pero ¿adónde? Deben predicar a Cristo y Sus llagas; sí, también la clara doctrina de la expiación mediante un sacrificio. “¡Arrepiéntanse!”: ¿de qué? Aquí deben responder preguntas como ¿qué es el pecado?, ¿cuál es la maldad del pecado?, ¿cuáles son las consecuencias del pecado? “¡Conviértanse!”, pero ¿qué es convertirse? ¿Por qué poder podemos convertirnos? ¿De qué debemos convertirnos? ¿En qué debemos convertirnos? El campo de instrucción es amplio si los hombres han de aprender la verdad que salva. “El alma sin ciencia no es buena”, y nuestro papel como instrumentos del Señor es hacer que los hombres conozcan la verdad de modo que puedan creerla y sentir su poder. No debemos intentar salvar a los hombres en las tinieblas, sino que debemos procurar hacerlos pasar de las tinieblas a la luz en el poder del Espíritu Santo.
Y no crean, queridos amigos, que cuando asisten a reuniones de avivamiento o a cultos evangelísticos deben omitir las doctrinas del evangelio, pues entonces deben proclamar aún más las doctrinas de la gracia, no menos. Enseñen las doctrinas del evangelio con claridad, afecto, simplicidad y sencillez, en especial las verdades que dicen relación directa y práctica con la condición del hombre y la gracia de Dios. Algunos entusiastas parecen haber adoptado la noción de que, apenas el ministro se dirige a los inconversos, debe contradecir deliberadamente sus discursos doctrinales comunes, ya que suponen que no habrá conversiones si predica todo el consejo de Dios. Todo se reduce a esto, hermanos: suponen que debemos ocultar la verdad y contar mentiras a medias para salvar a las almas. Debemos hablarle la verdad al pueblo de Dios porque ellos no oirán nada más, pero debemos llevar engañados a los pecadores a la fe exagerando un aspecto de la verdad y escondiendo el resto hasta que llegue una ocasión más conveniente. Esa teoría es extraña, pero muchos la apoyan. Según ellos, podemos predicar la redención de un número elegido de personas al pueblo de Dios, pero nuestra doctrina debe ser la de la redención universal cuando hablamos con los de afuera; debemos decirles a los creyentes que la salvación es por pura gracia, pero a los pecadores hay que hablarles como si tuvieran que salvarse a sí mismos; debemos informar a los cristianos que solo Dios el Espíritu Santo es quien puede convertir, pero cuando nos dirigimos a los incrédulos, a duras penas hay que hacer mención del Espíritu Santo. Nosotros no hemos aprendido así a Cristo. Así han obrado otros: que nos sean por señal de advertencia, no por ejemplo. El que nos mandó a ganar almas no nos permite inventar falsedades ni suprimir la verdad. Su obra puede realizarse sin esa clase de métodos sospechosos.
Quizá alguien de ustedes responderá: “Pero aun así, Dios ha bendecido verdades a medias y declaraciones extravagantes”. No estén tan seguros. Me atreveré a afirmar que Dios no bendice la falsedad. Puede que bendiga la verdad que está mezclada con el error, pero habría habido mucha más bendición si la predicación hubiera sido más acorde a Su propia Palabra. No puedo admitir que el Señor bendiga el laxismo evangelístico, y la supresión de la verdad no recibe un nombre demasiado duro cuando la denomino así. La omisión de la doctrina de la depravación total del hombre ha producido daños serios en muchas personas que han escuchado una cierta clase de predicación. Estas personas no reciben verdadera sanación porque no conocen la enfermedad bajo la cual están sufriendo. Nunca son vestidas de verdad porque no se hace nada por desnudarlas. En muchos ministerios, no se sondea suficientemente el corazón ni se despierta la conciencia revelando lo distanciado que el hombre está de Dios y declarando lo egoísta e impío que es tal estado. Los hombres necesitan oír que, a menos que la gracia divina los rescate de su enemistad con Dios, deben perecer eternamente. Necesitan que se les recuerde de la soberanía de Dios, que Él no está obligado a sacarlos de ese estado, que Él sería justo y recto si los dejara en dicha condición, que ellos no tienen ningún mérito al que apelar ante Él, nada que demandarle a Él; por el contrario, si han de ser salvos, debe ser por gracia y solo por gracia. La labor del predicador es derribar a los pecadores en desesperación absoluta para que se vean forzados a elevar la mirada al Único que puede ayudarlos.
Intentar ganar un alma para Cristo manteniéndola en ignorancia respecto a cualquier verdad es contrario a la mente del Espíritu, e intentar salvar a los hombres a través de meros disparates, emociones o exhibiciones de oratoria es tan necio como querer sujetar un ángel con pegamento para atrapar aves o seducir una estrella con música. La mejor atracción es el evangelio en su pureza. El arma con que el Señor conquista a los hombres es la verdad que está en Jesús. El evangelio demostrará ser igual de útil para cada emergencia, una flecha que puede traspasar el corazón más duro, un bálsamo que puede sanar la herida más mortífera. Predíquenlo, y no prediquen nada más. Descansen ciegamente en el antiguo evangelio. No necesitan otras redes para pescar hombres; las que les dio su Maestro son lo bastante fuertes para capturar los peces grandes y tienen agujeros bastante pequeños para atrapar a los chicos. Echen estas redes, no otras, y no necesitarán temer el cumplimiento de Su Palabra: “Os haré pescadores de hombres”.
En segundo lugar, para ganar un alma no solo es necesario instruir a nuestro oyente y darle a conocer la verdad, sino también impresionarlo de modo que la sienta.
Un ministerio puramente didáctico, que siempre apela al entendimiento y deja las emociones inafectadas, ciertamente sería un ministerio cojo. “Las piernas del lisiado no son parejas”, dice Salomón, y las piernas disparejas de algunos ministerios los paralizan. Hemos visto a personas que cojean con una pierna doctrinal muy larga y una pierna emocional muy corta. Es horrible que el hombre sea tan doctrinal que llegue a poder hablar calmadamente de la condenación del impío, de modo que, si de hecho no alaba a Dios por ella, no le causa ninguna angustia de corazón pensar en la ruina de millones de miembros de nuestra raza. ¡Eso es horrible! Odio escuchar los terrores del Señor proclamados por hombres cuyo semblantes duros, tonos ásperos y espíritus insensibles delatan una suerte de desecación doctrinal: toda la leche de la gentileza humana se les ha secado. Como él mismo no tiene sentimientos, tal predicador no los crea, y la gente se sienta a escucharlo pronunciar afirmaciones secas y muertas hasta que llegan a apreciarlo por ser “sano” y ellos mismos llegan a ser igualmente sanos y ―no necesito mencionarlo― también a dormirse profundamente. La vida que tienen la ocupan en rastrear y eliminar la herejía o en condenar a hombres sinceros como ofensores por una sola palabra. ¡Que nunca seamos bautizados en ese espíritu! Más allá de lo que yo crea o deje de creer, el mandamiento de amar a mi prójimo como a mí mismo sigue siendo obligatorio para mí, ¡y Dios me guarde de que cualquier postura u opinión estreche mi alma y me endurezca el corazón al punto de hacerme olvidar esta ley del amor! El amor a Dios es lo primero, pero de ninguna manera mitiga la obligación de amar al hombre. De hecho, el primer mandamiento incluye el segundo. Debemos procurar la conversión de nuestro prójimo porque lo amamos, y debemos hablarle en términos amorosos del evangelio amoroso de Dios porque nuestro corazón desea su bienestar eterno.
El pecador tiene cabeza, pero también corazón; el pecador tiene pensamientos, pero también emociones, y debemos apelar a ambos. El pecador nunca será convertido a menos que sus emociones se conmuevan. A menos que sienta dolor por el pecado y a menos que tenga una cierta medida de gozo en la recepción de la Palabra, no es posible tener mucha esperanza con respecto a él. La verdad debe empapar el alma y teñirla con su propio color. La Palabra debe ser como un viento poderoso que sopla sobre todo el corazón y agita todo el hombre, así como el maíz en maduración ondea con la brisa del verano. La religión sin emociones es una religión sin vida.
Sin embargo, de todas formas debe importarnos cómo se producen estas emociones. No jueguen con la mente suscitando sentimientos que no son espirituales. Algunos predicadores son muy dados a mencionar funerales y niños moribundos en sus discursos, y hacen que la gente llore por puro afecto natural. Puede que eso lleve a algo mejor, pero, en sí mismo, ¿qué valor tiene? ¿Qué tiene de bueno abrir las heridas una madre o revivir el dolor de una viuda? No creo que nuestro Señor misericordioso nos haya enviado a hacer que las personas lloren por sus familiares fallecidos cavando nuevamente sus tumbas y recordando viejas escenas de duelo y aflicción. ¿Por qué habría de hacerlo? Admito que es posible que sea útil usar el lecho de muerte de un cristiano pronto a partir y de un pecador moribundo para demostrar el descanso de la fe en un caso y el terror de la conciencia en el otro, pero es del hecho demostrado y no de la ilustración en sí misma que el bien debe brotar. El dolor natural no tiene ninguna utilidad en sí mismo; de hecho, lo consideramos una distracción para los pensamientos más elevados y un precio demasiado alto para los corazones tiernos a no ser que podamos recompensarlos injertando impresiones espirituales duraderas en el tallo del afecto natural. “Fue un discurso muy espléndido, lleno de vehemencia”, dice alguien que lo oyó. Sí, pero ¿cuál es el resultado práctico de esa vehemencia? Un predicador joven preguntó una vez: “¿No te afectó enormemente ver llorar a una congregación tan grande?”. “Sí”, dijo su amigo sensato, “pero me afectó más pensar que probablemente habrían llorado más en el teatro”. Así es, y el lloro en ambos casos puede ser igual de inservible. Un día vi una niña en un barco de vapor leyendo un libro y llorando como si se le fuera a partir el corazón, pero cuando observé el volumen, noté que solo era una de esas novelas tontas de tapa amarilla que atiborran las librerías de las estaciones de ferrocarril. Sus lágrimas eran un puro desperdicio de agua, y lo mismo son las producidas por meras historias y relatos de lechos de muerte narrados desde el púlpito.
Si nuestros oyentes van a llorar por sus pecados y porque anhelan a Jesús, que las lágrimas fluyan como un río, pero si el objeto de su dolor es puramente natural y nada espiritual, ¿qué tiene de bueno hacerlos llorar? Puede que haya algo de virtud en darle alegría a la gente, pues hay suficiente dolor en el mundo y mientras más podamos promover la felicidad, mejor, pero ¿qué provecho tiene crear miseria innecesaria? ¿Qué derecho tienen a recorrer el mundo punzando a todos con sus bisturíes solo para exhibir su habilidad en la cirugía? Un verdadero médico solo hace incisiones para realizar curas, y un ministro sabio solo provoca emociones dolorosas en las mentes de las personas con el objetivo específico de bendecir sus almas. Ustedes y yo debemos seguir embistiendo los corazones de los hombres hasta que se quebranten, y entonces debemos seguir predicando a Cristo crucificado hasta que sus corazones sean vendados. Cuando eso se consiga, debemos seguir proclamando el evangelio hasta que toda su naturaleza sea puesta en sujeción al evangelio de Cristo. Incluso en estos pasos preliminares, sentirán lo necesario que es que el Espíritu Santo obre con ustedes y mediante ustedes, pero tal necesidad será aún más evidente cuando avancemos un paso más y hablemos del nuevo nacimiento mismo, en que el Espíritu Santo obra de una manera eminentemente divina.
Ya he insistido en que la instrucción y la impresión son sumamente necesarias para ganar almas, pero no lo son todo; de hecho, solo son medios para conseguir el objetivo deseado. Antes de que el hombre pueda ser salvo, debe realizarse una obra mucho mayor. Debe efectuarse un prodigio de la gracia divina en el alma que trasciende por lejos todo lo que puede conseguir el poder del hombre. De todas las personas que queremos ganar para Jesús es cierta la siguiente afirmación: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. El Espíritu Santo debe obrar la regeneración en los objetos de nuestro amor, de lo contrario, nunca podrán llegar a poseer la felicidad eterna. Deben ser resucitados a novedad de vida y deben ser hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús. La misma energía que operó en la resurrección y la creación debe derramar todo su poder sobre ellos, pues nada menos bastará para producir el efecto. Deben nacer de nuevo de lo alto. A primera vista, podría parecer que esto es sacar por completo la instrumentalidad humana de la ecuación, pero al volcarnos a las Escrituras no encontramos nada que justifique tal inferencia y hallamos mucho que tiene la tendencia opuesta. Allí ciertamente encontramos que el Señor es todo en todos, pero no hallamos ningún indicio de que, en virtud de ello, el uso de los medios deba ser desechado. La majestad suprema y el poder del Señor se aprecian con más gloria porque Él obra a través de medios. Él es tan grandioso que no teme dar honor a los instrumentos que Él emplea, hablando de ellos en términos elevados y adjudicándoles una gran influencia. Lamentablemente, es posible hablar demasiado poco del Espíritu Santo ―de hecho, me temo que ese es uno de los pecados estrepitosos de nuestra época―, pero esa Palabra infalible que siempre balancea la verdad de forma adecuada, aunque magnifica al Espíritu Santo, no habla con ligereza de los hombres por los que Él obra. Dios no piensa que Su propio honor es tan cuestionable que solo puede mantenerlo eliminando la agencia humana. Hay dos pasajes en las epístolas que, en conjunto, me han asombrado muchas veces. Pablo se compara tanto con un padre como con una madre en lo que respecta al nuevo nacimiento. Dice de un convertido: “a quien engendré en mis prisiones”, y de toda una iglesia dice: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”. Esto es ir muy lejos ―por cierto, demasiado lejos― para lo que la ortodoxia moderna le permitiría aventurarse a decir al ministro más útil, pero es un lenguaje sancionado ―sí, dictado― por el mismísimo Espíritu de Dios, por lo que no debe ser criticado. El poder misterioso que Dios infunde en los instrumentos que Él ordena es tal que somos llamados “colaboradores de Dios”, y esa es tanto la razón de nuestra responsabilidad como el fundamento de nuestra esperanza.