Loe raamatut: «El ganador de almas», lehekülg 2

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La regeneración o el nuevo nacimiento obra un cambio en toda la naturaleza del hombre, y, hasta donde podemos juzgar, su esencia radica en la implantación y creación de un principio nuevo dentro del hombre. El Espíritu Santo crea en nosotros una naturaleza nueva, celestial e inmortal que en la Escritura se conoce como “el espíritu” en distinción del alma. Nuestra teoría de la regeneración es que el hombre en su naturaleza caída consiste solo de cuerpo y alma y que, cuando es regenerado, una nueva naturaleza más elevada ―”el espíritu”― es creada en él, que es una chispa del fuego eterno de la vida y el amor de Dios. Esta naturaleza llega al corazón y permanece allí, haciendo a su receptor “participante de la naturaleza divina”. A partir de entonces, el hombre consiste en tres partes ―cuerpo, alma y espíritu―, y el espíritu es la potencia dominante de las tres. Todos ustedes recordarán aquel memorable capítulo sobre la resurrección, 1 Corintios 15, donde la distinción es bien resaltada en el idioma original e incluso puede percibirse en nuestra versión. El pasaje traducido como “Se siembra cuerpo animal”, etc. podría decir: “Se siembra cuerpo de alma, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo de alma, y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante. Mas lo espiritual no es primero, sino lo del alma; luego lo espiritual”. Primero estamos en el estado natural de nuestro ser (o estado de alma) al igual que el primer Adán y luego, en la regeneración, pasamos a una nueva condición y nos transformamos en poseedores del “espíritu” vivificante. Sin este espíritu, nadie puede ver ni entrar al Reino de los cielos. Por lo tanto, nuestro deseo intenso debe ser que el Espíritu Santo visite a nuestros oyentes y los cree de nuevo, que descienda sobre estos huesos secos y sople vida eterna en los muertos en pecado. Hasta que ocurra eso, nunca podrán recibir la verdad, pues “el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”. “Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”. La omnipotencia debe crear una mente nueva y celestial, de lo contrario, el hombre debe permanecer en la muerte. Ya ven, pues, que tenemos una obra poderosa ante nosotros, para la cual somos totalmente incapaces en nosotros mismos. Ningún ministro vivo puede salvar un alma; ni siquiera todos los ministros juntos ni todos los santos en la tierra y en el cielo podemos obrar la regeneración en una sola persona. En lo que compete a nosotros, todo este asunto es el colmo del absurdo a no ser que nos consideremos personas usadas por el Espíritu Santo y llenas de Su poder. Por el otro lado, las maravillas de la regeneración que acompañan nuestro ministerio son los mejores sellos y testigos de nuestra comisión. Los apóstoles podían apelar a los milagros de Cristo y a los que ellos hicieron en Su nombre, pero nosotros apelamos a los milagros del Espíritu Santo, que son tan divinos y reales como los de nuestro mismísimo Señor. Esos milagros son la creación de una nueva vida en el seno humano y el cambio completo de todo el ser de aquellos sobre los que desciende el Espíritu Santo.

Como esta vida espiritual creada por Dios en el hombre es un misterio, hablaremos de un modo más práctico si nos centramos en las señales que la siguen y la acompañan, pues esas son las cosas a las que debemos apuntar. En primer lugar, la regeneración se manifiesta en la convicción de pecado. Creemos que esta es una marca indispensable de la obra del Espíritu. Cuando la vida nueva entra al corazón, uno de sus primeros efectos es que causa un intenso dolor interno. Aunque en la actualidad oímos de personas que son sanadas antes de ser heridas, y llegan a la certeza de la justificación sin nunca haber lamentado su condenación, dudamos mucho del valor de tal sanidad y justificación. Ese estado de las cosas no es acorde a la verdad. Dios nunca viste a los hombres antes de haberlos desvestido ni los vivifica por el evangelio antes de haberlos matando mediante la ley. Cuando se encuentren con personas en las que no hay trazas de convicción de pecado, pueden estar muy seguros de que no han sido objetos de la obra del Espíritu Santo, pues “cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio”. Cuando el Espíritu del Señor sopla sobre nosotros, marchita toda la gloria del hombre, que es como la flor de la hierba, y luego revela una gloria más elevada y permanente. No se asombren si encuentran que esta convicción de pecado es muy aguda y alarmante, pero, por el otro lado, no condenen a aquellos en los que es menos intensa, pues siempre y cuando haya lloro por el pecado y este sea confesado, abandonado y aborrecido, están frente a un fruto evidente del Espíritu. Gran parte del horror y la incredulidad que acompañan a la convicción no es del Espíritu de Dios, sino que proviene de Satanás o de la naturaleza corrupta. No obstante, debe haber convicción de pecado genuina y profunda, y el predicador debe esforzarse por producirla, ya que donde ella no ha sido experimentada, el nuevo nacimiento no ha tenido lugar.

Igual de cierto es que la verdadera conversión puede identificarse por la presencia de una fe sencilla en Jesucristo. Ustedes no necesitan que yo les hable de esto, pues están plenamente persuadidos de ello. La producción de la fe es el centro mismo del blanco al que están apuntando. No hay nada que pueda demostrarles que han ganado el alma de un hombre para Jesús hasta que la persona ha renunciado a sí misma y a sus propios méritos para refugiarse en Cristo. Debemos ser cuidadosos para asegurarnos de que esta fe en Cristo diga relación con la salvación completa y no con parte de ella. Muchas personas piensan que el Señor Jesús está disponible para perdonar los pecados pasados, pero no pueden confiar en Él para ser preservados en el futuro. Confían en que han sido perdonados por los años pasados, pero no por los años futuros. Sin embargo, en la Escritura nunca se habla de esta subdivisión de la salvación como la obra de Cristo. O bien Él llevó todos nuestros pecados o no llevó ninguno. O bien Él nos salva de una vez para siempre o no nos salva en absoluto. Su muerte nunca puede repetirse y debe haber expiado los pecados futuros de los creyentes, de lo contrario, están perdidos, pues no podemos suponer que vaya a haber otra expiación y de seguro van a cometer pecados en el futuro. Bendito sea Su nombre: “De todo […] en él es justificado todo aquel que cree”. La salvación por gracia es salvación eterna. Los pecadores deben encomendar sus almas al cuidado de Cristo por toda la eternidad; ¿cómo más podría decirse que son salvos? Pero ¡qué pena!: algunos enseñan que los creyentes solo son salvos en parte y que el resto depende de sus propios esfuerzos futuros. ¿Es eso el evangelio? Yo creo que no. La fe genuina confía en un Cristo completo para la salvación completa. ¿Debería sorprendernos que muchos convertidos apostaten siendo que, de hecho, nunca se les enseñó a ejercer fe en Jesús para la salvación eterna, sino solo para una conversión temporal? Una exposición inadecuada de Cristo engendra una fe inadecuada, y cuando esta última se desgasta por su propia debilidad, ¿de quién es la culpa? Conforme a su fe les es hecho: el predicador y el que posee una fe parcial deben asumir en conjunto la culpa por el fracaso cuando su confianza pobre y mutilada llega al colapso. Quiero insistir en esto con más ahínco porque creer de una manera semilegal es algo muy común. Debemos instar al pecador tembloroso a confiar completa y exclusivamente en el Señor Jesús para siempre, de lo contrario, haremos que infiera que debe comenzar en el Espíritu para luego perfeccionarse por la carne. De seguro caminará por la fe en relación al pasado y luego por las obras en relación al futuro, y eso será fatal. La verdadera fe en Jesús recibe la vida eterna y contempla la salvación perfecta en Aquel cuyo único sacrificio ha santificado al pueblo de Dios una vez para siempre. El sentido de que uno es salvo, completamente salvo en Cristo Jesús, no es, como algunos suponen, la fuente de la seguridad carnal y el enemigo del celo santo, sino todo lo contrario. Libertado del temor que hace de la salvación propia un objeto más presente que la salvación de la propia maldad e inspirado por una santa gratitud a su Redentor, el hombre regenerado llega a ser capaz de practicar la virtud y está lleno de entusiasmo por la gloria de Dios. Mientras el hombre tiembla por su sentido de inseguridad, piensa principalmente en sus propios intereses, pero cuando está plantado firmemente en la Roca de la eternidad, tiene el tiempo y la disposición para entonar el nuevo canto que el Señor ha puesto en su boca, y entonces su salvación moral está completa, pues el “yo” ya no es el señor de su ser. No descansen ni se den por satisfechos hasta que vean en sus conversos evidencias claras de la existencia de una fe sencilla, sincera y decidida en el Señor Jesús.

Además de una fe no dividida en Jesucristo, también debe haber un arrepentimiento no fingido del pecado. La palabra arrepentimiento es anticuada, no es muy utilizada por los revivalistas modernos. “¡Oh!”, me dijo un día un pastor, “solo significa un cambio de opinión”. Esa observación pretendía ser profunda. “Solo un cambio de opinión”, ¡pero qué cambio! ¡Un cambio de opinión con respecto a todo! En lugar de decir “Es solo un cambio de opinión”, me parece más veraz decir que es un cambio grandioso y profundo, un cambio de la mente misma. Pero más allá del significado literal de la palabra griega, el arrepentimiento no es una nimiedad. No hay una mejor definición del arrepentimiento que la que se entrega en el siguiente himno infantil:

Arrepentirme es

Dejar el mal que amé

Mostrando que lloro en verdad

Al no volverlo a hacer.

En todas las personas, la conversión verdadera va acompañada de un sentido de pecado, del cual hemos hablado bajo el nombre de convicción; de dolor por el pecado o un santo pesar por haberlo cometido; de un odio por el pecado, que demuestra que su dominio ha terminado, y de un abandono práctico del pecado, que demuestra que la vida interior del alma está influyendo en la vida exterior. La fe verdadera y el arrepentimiento verdadero son mellizos: sería vano intentar decir cuál nace primero. Todos los rayos de la rueda se mueven a la vez cuando esta se mueve, así también todas las gracias entran en acción cuando el Espíritu Santo obra la regeneración. Sin embargo, debe haber arrepentimiento. Ningún pecador mira al Salvador con los ojos secos o el corazón duro. Por lo tanto, apunten a quebrantar el corazón, a hacer que la conciencia comprenda la condenación y a destetar la mente del pecado; no se den por satisfechos hasta que toda la mente sea cambiada de manera profunda y vital en su relación con el pecado.

Otra prueba de que el alma ha sido conquistada para Cristo se halla en el cambio verdadero de la vida. Si el hombre no vive diferente a cómo vivía antes, tanto en el hogar como fuera de él, necesita arrepentirse de su arrepentimiento, y su conversión es ficticia. No solo deben cambiar las acciones y el lenguaje, sino también el espíritu y el temperamento. “Pero”, dirá alguien, “muchas veces la gracia es injertada en árboles torcidos”. Sé eso, pero ¿cuál es el fruto del injerto? El fruto será como la planta injertada, no acorde a la naturaleza del tronco original. “Pero”, dice otro, “yo tengo un temperamento horrible, y de repente me supera. Mi enojo se acaba pronto, y me siento muy penitente. Aunque no puedo controlarme, estoy bastante seguro de que soy cristiano”. No vayas tan rápido, amigo mío, o yo podría responder que estoy bastante seguro de lo contrario. ¿De qué sirve que te calmes pronto si en unos pocos momentos quemas todo a tu alrededor? Si alguien me apuñala en un ataque de furia, mi herida no se sanará por verlo llorar por su locura. Debe haber victoria sobre el temperamento precipitado y todo el hombre debe ser renovado, de lo contrario, la conversión será cuestionable. No debemos presentarle una santidad modificada a nuestra gente y decirles: “Todo estará bien si alcanzan este estándar”. La Escritura dice: “El que practica el pecado es del diablo”. Permanecer bajo el poder de cualquier pecado conocido es una señal de que somos esclavos del pecado, pues “sois esclavos de aquel a quien obedecéis”. Vanas son las jactancias de todo aquel que abriga en su seno el amor a cualquier transgresión. Podrá sentir lo que quiera sentir y creer lo que quiera creer, pero aún está en hiel de amargura y prisión de maldad si un pecado específico gobierna su corazón y su vida. La regeneración verdadera implanta un odio por toda maldad, y donde hay deleite en un pecado, la evidencia resulta fatal para la esperanza sana. No es necesario que el hombre beba doce venenos para destruir su vida, uno es más que suficiente.

Debe haber armonía entre la vida y la profesión. El cristiano profesa renunciar al pecado y si no lo hace, su mismo nombre es una farsa. Una vez, un borracho se acercó a Rowland Hill y le dijo: “Soy uno de sus conversos, señor Hill”. “Supongo que lo eres”, replicó aquel predicador sagaz y sensato, “pero no eres un converso del Señor. Si lo fueras, no estarías borracho”. Debemos someter toda nuestra obra a esta prueba práctica.

En nuestros conversos también debemos ver oración genuina, que es el aliento vital de la piedad. Si no hay oración, pueden estar muy seguros de que el alma está muerta. No debemos instar a la gente a orar como si ese fuera el gran deber del evangelio y la única vía prescrita para la salvación, pues nuestro mensaje principal es “Cree en el Señor Jesucristo”. Es fácil colocar la oración en un lugar incorrecto, y transformarla en una especie de obra que da vida a los hombres, pero ustedes ―espero― evitarán eso con sumo cuidado. La fe es la gran gracia del evangelio; aun así, no podemos olvidar que la fe verdadera siempre ora, y cuando un hombre profesa fe en el Señor Jesús, pero no invoca al Señor todos los días, no osamos creer en su fe ni en su conversión. La evidencia con que el Espíritu Santo convenció a Ananías de la conversión de Pablo no fue “He aquí, él habla a viva voz de sus gozos y sentimientos”, sino “He aquí, él ora”, y esa oración era una confesión y súplica sincera de corazón quebrantado. ¡Oh, si pudiéramos ver esa evidencia certera en todos los que profesan ser nuestros conversos!

También debe haber una disposición a obedecer al Señor en todos Sus mandamientos. Es vergonzoso que alguien profese ser discípulo y al mismo tiempo rehúse aprender la voluntad de Dios para ciertas áreas de su vida o incluso se niegue a obedecerla cuando sí sabe cuál es esa voluntad. ¿Cómo puede alguien ser discípulo de Cristo cuando vive en abierta desobediencia a Él?

Si quien profesa haberse convertido señala clara y directamente que conoce la voluntad de su Señor, pero no tiene la intención de someterse a ella, ustedes no deben consentir su presunción, sino que tienen el deber de asegurarle que no es salvo. ¿No ha dicho el Señor: “el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”? Los errores en torno a lo que puede ser la voluntad del Señor deben corregirse con ternura, pero todo lo que se asemeja a la desobediencia voluntaria es fatal. Tolerarlo sería traicionar a Aquel que nos envió. Jesús debe ser recibido como Rey y no solo como Sacerdote, y donde hay dudas al respecto, aún no se han sentado los cimientos de la piedad.

“La fe tiene que obedecer

Y no solo confiar:

Quien nos perdona es celador

De Su gran santidad”.

Como ven, mis hermanos, las señales que demuestran que un alma ha sido ganada están muy lejos de ser triviales, y no debemos hablar con ligereza de la obra que debe realizarse antes de que tales señales puedan existir. El ganador de almas no puede hacer nada sin Dios. Debe arrojarse sobre el Invisible si no quiere convertirse en el hazmerreír del diablo, que mira con total desdén a todos los que pretender subyugar la naturaleza humana solo con palabras y argumentos. A todos los que esperan tener éxito en tal labor por sus propias fuerzas, quisiera dirigirles las Palabras del Señor a Job: “¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo, o con cuerda que le eches en su lengua? ¿Jugarás con él como con pájaro, o lo atarás para tus niñas? Pon tu mano sobre él; te acordarás de la batalla, y nunca más volverás. He aquí que la esperanza acerca de él será burlada, porque aun a su sola vista se desmayarán”. La dependencia de Dios es nuestra fortaleza y nuestro gozo: avancemos en esa dependencia y procuremos ganar almas para Él.

Ahora, en el curso de nuestro ministerio, nos encontraremos con muchos fracasos en esta tarea de ganar almas. Hay muchas aves que pensé haber atrapado, a las que incluso logré ponerles sal en la cola, pero después de todo se arrancaron volando. Recuerdo a un hombre al que llamaré Pedrito Descuidado. Era el terror del pueblo donde vivía. Había habido muchos incendios en esa región y la mayoría de la gente se los atribuía a él. A veces se emborrachaba dos o tres semanas de corrido y después deliraba y hacía estragos como un loco. Ese hombre vino a escucharme; recuerdo la sensación que recorrió la pequeña iglesia cuando ingresó. Se sentó allí y se enamoró de mí; creo que esa fue la única conversión que experimentó, pero profesó haber sido convertido. Parecía haber sido objeto de un arrepentimiento genuino y externamente se transformó en un personaje muy cambiado: dejó de beber y maldecir, y en muchos aspectos se convirtió en un individuo ejemplar. Recuerdo que lo vi tirar una barcaza con alrededor de cien personas a bordo, a las que llevaba al lugar donde yo iba a predicar. Se gloriaba en el trabajo y cantaba con tanta alegría como cualquiera de las personas a bordo. Si alguien pronunciaba una sola palabra contra el Señor o contra Su siervo, no dudaba ni un momento en tumbarlo. Antes de abandonar el distrito, ya me temía que no hubiera habido una obra genuina de la gracia en él: era como un piel roja salvaje. Escuché que una vez agarró un pájaro, lo desplumó y se lo comió crudo en el campo. Esa no es una acción digna de un cristiano, no es algo amable ni de buen nombre. Después de salir del pueblo, pregunté por él y no escuché nada bueno. El espíritu que lo había refrenado externamente se había ido, y él se volvió peor que antes, si eso es posible ―de seguro no era mejor, ahora era imposible de alcanzar por medio alguno―. Como ven, esa obra mía no soportó el fuego, ni siquiera toleró la tentación ordinaria luego de la partida de la persona que ejercía la influencia sobre el hombre. Cuando ustedes se vayan del pueblo o la ciudad donde han estado predicando, es muy probable que algunos que corrían bien retrocedan. Esas personas sienten afecto por ustedes, y sus palabras ejercen una suerte de influencia hipnótica sobre ellas. Pero cuando se hayan ido, el perro volverá a su vómito, y la puerca lavada, a revolcarse en el cieno. No tengan prisa por contar a estos supuestos convertidos; no los introduzcan a la iglesia demasiado pronto; no estén demasiado orgullosos de su entusiasmo si no está acompañado de un cierto grado de suavidad y ternura que muestre que el Espíritu Santo en verdad ha estado obrando en su interior.

Recuerdo otro caso de un tipo muy diferente. Llamaré a esta persona señorita María Superficial, pues era una jovencita que, aunque nunca recibió la bendición de tener un gran intelecto, vivía en la misma casa con varias jovencitas cristianas y también profesó haber sido convertida. Cuando conversé con ella, parecía estar todo lo que uno querría encontrar. Pensé en proponerle su membresía a la iglesia, pero se juzgó que sería mejor darle un breve período de prueba primero. Luego de un tiempo, dejó las compañías del lugar donde vivía y fue a un lugar donde no había mucho que la ayudara. Nunca volví a escuchar nada más de ella excepto que pasaba todo el tiempo vistiéndose con tanta elegancia como podía y frecuentando reuniones sociales. Ella es un ejemplo de las personas que no tienen mucho mobiliario mental, y si la gracia de Dios no toma posesión del espacio vacío, muy pronto regresan al mundo.

He conocido a muchas personas como el joven al que llamaré Carlitos Inteligente, gente extraordinariamente lista en todo lo que hace, muy lista para falsificar la religión cuando se lo propone. Oraban con gran fluidez, intentaban predicar y lo hacían muy bien: todo lo que hacían, lo hacían con gran facilidad; les era tan fácil como besarse la mano. No se apuren por admitir a esa gente en la iglesia: no han conocido la humillación por el pecado ni el quebranto de corazón, tampoco han sentido la gracia divina. Gritan “¡Todo está sereno!” y parten, pero ustedes ya verán que ellos nunca los recompensarán por sus trabajos y molestias. Serán capaces de usar el lenguaje del pueblo de Dios tan bien como el mejor de Sus santos, incluso hablarán de sus dudas y temores y lograrán producir una experiencia profunda en cinco minutos. Son un poco demasiado inteligentes, y están diseñados para causar grandes daños cuando ingresan a la iglesia, así que manténganlos fuera en la medida de lo posible.

Recuerdo a uno que era muy piadoso en su hablar. Lo llamaré Juanito Palabras Lindas. ¡Oh, qué astuto era para la hipocresía! ¡Se mezclaba entre nuestros jóvenes, los guiaba a cometer toda clase de pecado e iniquidad, pero aun así me visitaba para conversar media hora de cosas espirituales! Era un granuja abominable que vivía en pecado abierto y al mismo tiempo procuraba acudir a la mesa del Señor, se unía a nuestra compañía y se mostraba ansioso por liderar toda buena obra. ¡Mantengan los ojos bien abiertos, hermanos! ¡Irán a ustedes con dinero en las manos como el pescado de Pedro con la plata en la boca y serán muy útiles en la obra! Hablan con tanta delicadeza, ¡son caballeros perfectos! Sí, creo que Judas era un hombre de esta misma clase, muy inteligente para engañar a los que lo rodeaban. Debemos asegurarnos de no permitir que ninguno de ellos entre a la iglesia si hay alguna forma de mantenerlos fuera. Puede que al final de un culto se digan a ustedes mismos: “¡Esa captura de peces fue espléndida!”. Esperen un poco y recuerden las palabras de nuestro Salvador: “Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera”. No cuenten los pescados antes de asarlos ni cuenten los conversos antes de probarlos y testearlos. Este proceso puede enlentecer un poco su trabajo, pero entonces, hermanos, será seguro. Hagan su trabajo bien y constantemente, de modo que los que los sucedan no tengan que decir que les fue mucho más complicado limpiar la iglesia de los que nunca debieron haber sido admitidos en ella que lo que fue para ustedes admitirlos. Si Dios les permite añadir tres mil ladrillos a Su templo espiritual en un solo día, pueden hacerlo. Sin embargo, Pedro ha sido el único constructor que ha logrado esa hazaña hasta este día. No pinten la pared de madera para que parezca ser de piedra sólida, sino que edifiquen solo construcciones genuinas, sustanciales y verdaderas, pues solamente esa clase de obra vale la pena el esfuerzo. Que todo lo que construyan para Dios sea como la construcción del apóstol Pablo: “Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego”.

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