Loe raamatut: «El ganador de almas», lehekülg 3

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Hermanos, nuestra responsabilidad principal es ganar almas. Al igual que los herreros, debemos saber muchas cosas: así como el herrero debe saber sobre caballos y sobre cómo hacer herraduras para ellos, también nosotros debemos saber sobre almas y sobre cómo ganarlas para Dios. La parte del asunto sobre la que les hablaré esta tarde es

LOS REQUISITOS PARA GANAR ALMAS.

Me restringiré a un solo grupo de esos requisitos, que son los que dicen relación con Dios, e Intentaré tratar el asunto con algo de sentido común, pidiéndoles a ustedes que juzguen por sí mismos cuáles serían los requisitos que Dios naturalmente esperaría en Sus siervos, cuáles serían los que Él aprobaría y utilizaría con más probabilidad. Ustedes deben saber que todo trabajador, si es sabio, usa una herramienta que probablemente le servirá para conseguir el propósito que tiene en mente. Hay algunos artistas que nunca han podido tocar música si no es en su propio violín ni han podido pintar si no es con sus pinceles y paletas favoritos. De seguro, al gran Dios, el trabajador más poderoso de todos, le encanta usar Sus propias herramientas especiales en Su gran obra de arte que es ganar almas. En la antigua creación solo utilizó Sus instrumentos propios ―”Él dijo, y fue hecho”―, y en la nueva creación, el agente eficaz sigue siendo Su Palabra poderosa. Él habla a través del ministerio de Sus siervos, y, por lo tanto, ellos deben ser trompetas adecuadas para que Él hable mediante ellas, instrumentos aptos para que Él los use con el propósito de comunicar Su palabra a los oídos y corazones de los hombres. Entonces juzguen, mis hermanos, si Dios los usará a ustedes; imaginen que están en Su lugar y piensen qué clase de hombres serían los que más probablemente usarían si estuvieran en la posición del Dios Altísimo.

En primer lugar, estoy seguro de que dirían que quien ha de ser ganador de almas debe tener un carácter santo. ¡Ah, cuán pocos hombres que pretenden predicar piensan lo suficiente en esto! Si lo hicieran, los impactaría el hecho de que el Eterno nunca usaría herramientas sucias, que el Jehová tres veces santo solo seleccionaría instrumentos santos para llevar a cabo Su obra. Ninguna persona sabia vertería su vino en botellas inmundas, ningún padre bueno y bondadoso permitiría que sus hijos fueran a ver una obra inmoral, y Dios no empleará instrumentos que podrían hablar mal de Su propio carácter. Supongan que fuera de conocimiento público que si los hombres tan solo fueran listos, Dios los usaría sin importar su carácter ni su conducta. Supongan que fuera sabido que es tan fácil progresar en la obra de Dios mediante triquiñuelas y falsedades como mediante la honestidad y la rectitud, ¿qué persona con una pizca de sentimientos rectos no se sentiría avergonzada de tal estado de las cosas? Pero, hermanos, no es así. Hoy en día hay muchos que nos dicen que el teatro es una gran escuela de moralidad. Debe ser bien rara la escuela donde los profesores nunca aprenden sus propias lecciones. En la escuela de Dios, los profesores deben ser maestros del arte de la santidad. Si enseñamos una cosa con los labios y otra con la vida, los que nos escuchan dirán: “Médico, cúrate a ti mismo”. “Dices: “¡arrepiéntanse!”, pero ¿dónde está tu propio arrepentimiento? Dices: “Sirvan a Dios y sean obedientes a Su voluntad”, ¿lo sirves tú? ¿Eres obediente a Su voluntad?”. Un ministerio sin santidad sería el hazmerreír del mundo y una deshonra para Dios. “Purificaos los que lleváis los utensilios de Jehová”. Dios puede hablar a través de un necio si tan solo es un hombre santo. Por supuesto, no estoy tratando de decir que Dios escoge a los necios para que sean Sus ministros, pero si un hombre se vuelve verdaderamente santo, incluso si tiene la menor habilidad posible, será un instrumento más apto para los usos del Señor que aquel que tiene capacidades enormes, pero no es obediente a la voluntad divina ni tampoco es limpio y puro ante los ojos del Señor Dios Todopoderoso.

Queridos hermanos, en verdad les imploro que den suma importancia a su propia santidad personal: vivan de verdad para Dios. Si no lo hacen, su Señor no estará con ustedes. Dirá de ustedes lo que dijo de los falsos profetas de antiguo: “Yo no los envié ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este pueblo, dice Jehová”. Pueden predicar sermones muy buenos, pero si no son santos personalmente, no habrá almas salvadas. Lo más probable es que no lleguen a la conclusión de que su falta de santidad es la razón por la que no tienen éxito: culparán a la gente, culparán la época en que viven, culparán todo menos a ustedes mismos. No obstante, esa será la raíz de todo el mal. ¿Acaso no conozco yo mismo a hombres de gran capacidad y diligencia que ven pasar año tras año sin ningún crecimiento en sus iglesias? La razón es que no están viviendo delante de Dios como deberían vivir. A veces, la maldad está en la familia del ministro: sus hijos e hijas son rebeldes contra Dios, el pastor permite que incluso sus propios hijos empleen lenguaje impropio, y sus reprensiones solo son como la pregunta suave de Elí a sus hijos impíos: “¿Por qué hacéis cosas semejantes?”. A veces, el ministro es mundano, codicioso de ganancias y negligente en su labor. Eso no es acorde a la mente de Dios, y Él no bendecirá a un hombre así. Cuando escuché predicar a George Müller en Menton, su sermón fue como un discurso simple que podría haber impartido cualquier maestro de escuela dominical, pero nunca he oído un sermón que me beneficiara más o fuera de mayor provecho para mi alma. Lo que hizo que fuera tan provechoso es que George Müller estaba en él. En un sentido, no había nada de George Müller en el sermón, pues no se predicó a sí mismo, sino a Jesucristo el Señor. Müller estaba presente solo en su personalidad como testigo de la verdad, pero dio ese testimonio de una forma tal que era imposible evitar decir: “Este hombre no solo predica lo que cree, sino también lo que vive”. En cada palabra que articulaba, su gloriosa vida de fe parecía caer sobre el oído y el corazón. Fue un deleite sentarme a escucharlo, pero en todo el discurso no hubo ni una traza de ideas nuevas o complejas. La santidad era la fuerza del predicador, y ustedes pueden tener por seguro que si Dios ha de bendecirnos, nuestra fortaleza debe radicar ahí mismo.

Esta santidad debe manifestarse en la comunión con Dios. Si un hombre transmite su propio mensaje, este tendrá la fuerza que le otorgue su propio carácter, pero si transmite el mensaje de su Amo, el que oyó de los labios de su Amo, eso será muy diferente; y si puede absorber algo del espíritu que tuvo su Amo cuando lo miró y le dio el mensaje, si puede reproducir la expresión del rostro de su Amo y el tono de voz de su Amo, eso también será muy diferente. Lean la vida de McCheyne, léanla completa. No puedo hacerles ningún favor más grande que recomendarles que la lean. No contiene pensamientos muy frescos, no hay nada muy nuevo ni impactante en ella, pero cuando uno la lee, no puede evitar sacar cosas buenas de ahí, pues uno es consciente de que se trata de la historia de vida de un hombre que caminó con Dios. Moody nunca habría hablado con la fuerza con que lo hizo si no hubiera vivido una vida de comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. La fuerza máxima del sermón radica en lo que ha ocurrido antes de él. Deben prepararse para todo el culto mediante la comunión privada con Dios y un verdadero carácter santo.

Todos ustedes confesarán que si un hombre ha de ser usado como ganador de almas, debe tener una vida espiritual elevada. Como verán, hermanos, nuestro trabajo es transmitir vida a otros con la ayuda de Dios. Sería bueno que imitáramos a Eliseo cuando se estiró sobre el niño muerto y lo revivió. La vara del profeta no bastaba porque no tenía vida: la vida debe transmitirse a través de un instrumento vivo, y el hombre que ha de transmitir la vida debe tener una buena medida de vida él mismo. Recuerden las palabras de Cristo: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva”. Es decir, después que el Espíritu Santo viene a morar dentro de un hijo vivo de Dios, salta desde el interior de ese hijo como una fuente o un río para que otros puedan venir a participar de Sus influencias de gracia. No creo que ninguno de ustedes quiera ser un ministro muerto. Dios no usa herramientas muertas para hacer milagros vivos; debe tener hombres vivos, y hombres que estén totalmente vivos. Hay muchos que están vivos, pero no están totalmente vivos. Recuerdo que una vez vi un cuadro de la resurrección, una de las imágenes más raras que he visto. El artista intentó plasmar el momento en que la obra aún estaba a medias: había algunas personas que solamente estaban vivas de la cabeza a la cintura; otras tenían vivo un brazo; otras, parte de la cabeza. Eso es muy posible en nuestros días. Hay algunos que solo están vivos a medias: tienen viva la mandíbula, pero no el corazón. Otros tienen vivo el corazón, pero no el cerebro. Otros tienen vivos los ojos ―pueden ver las cosas con mucha claridad―, pero sus corazones no están vivos: pueden describir bien lo que ven, pero no tienen la calidez del amor. Hay algunos pastores que son mitad ángel, mitad… digamos que gusano. Es un contraste horrible, pero hay muchos ejemplos de él. ¿Habrá alguien así aquí? Predican bien y cuando escuchamos a alguno de ellos, decimos: “Ese es un buen hombre”. Sentimos que es un buen hombre y cuando escuchamos que va a asistir a la casa de tal o cual persona para comer, deseamos ir a comer allá para escuchar las palabras de gracia que caerán de sus labios. Sin embargo, al verlo comer, ¡ahí vienen los gusanos! Era un ángel en el púlpito, ¡ahora vienen las larvas! Es algo muy frecuente, pero nunca debería ocurrir. Si queremos ser testigos verdaderos de Dios, debemos ser cien por ciento ángeles y cero por ciento gusanos. ¡Dios nos libre de ese estado de muerte parcial! ¡Quiera Él que todos estemos vivos desde la mollera hasta la punta de los pies! Conozco a algunos pastores así. Es imposible entrar en contacto con ellos sin sentir el poder de la vida espiritual que tienen. No es solo mientras están hablando de asuntos religiosos, sino incluso cuando hacen las cosas comunes del mundo que uno es consciente de que hay algo en esos hombres que señala que están vivos por completo para Dios. Los hombres así son usados por Dios para darles vida a otros.

Imagínense que ustedes pudieran ser exaltados al lugar de Dios, ¿no piensan que emplearían a un hombre que pensara poco de sí mismo, un hombre de espíritu humilde? Si vieran a alguien muy orgulloso, ¿sería probable que lo usaran como siervo? De seguro, el gran Dios tiene una predilección por los que son humildes. “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”. Él aborrece a los orgullosos, y cuando observa a los altivos y poderosos, los pasa por alto, pero cuando encuentra a los humildes de corazón, se deleita en exaltarlos. Se deleita especialmente en la humildad de Sus ministros. Es horrible ver a un pastor orgulloso. Pocas cosas pueden darle más gozo al diablo cuando anda por la tierra. Eso es algo que lo deleita y, cuando lo ve, se dice a él mismo: “Aquí se han hecho todos los preparativos para que haya una caída grande antes de mucho tiempo”. Algunos ministros muestran su orgullo en el estilo que usan en el púlpito. Uno nunca puede olvidar la forma en que anunciaron su texto: “Yo soy; no temáis”. Otros lo manifiestan en su atuendo, en la tonta vanidad de su vestimenta, o en su habla común, en la que todo el tiempo magnifican las deficiencias de los demás y se explayan en sus propias excelencias descomunales. Hay dos tipos de personas orgullosas y a ratos se hace difícil decir cuál es peor. En primer lugar, están las personas llenas de la vanidad que habla sobre sí misma e invita también a los demás a hablar sobre ellas, a sobarles la espalda y acariciar sus plumas en la dirección correcta. Todo lo que hacen tiene un bocadito del “yo”, y andan por todos los lugares pavoneándose y diciendo: “Haláguenme, por favor, haláguenme: eso es lo que quiero” como una niña pequeña que va a todas las personas de la habitación para decirles: “Mira mi vestido nuevo, ¿no es bonito?”. Posiblemente ustedes han visto a muchas de estas queridas personas; yo he conocido a muchas. La otra clase de orgullo es demasiado grande para esa clase de cosas. No le importan para nada; menosprecia tanto a las personas que no condesciende a desear sus halagos. Está tan supremamente satisfecho consigo mismo que no se inclina a considerar lo que los demás piensan de él. A veces he pensado que esta clase de orgullo es la más peligrosa espiritualmente hablando, pero es por lejos la más respetable de las dos. Después de todo, hay algo muy noble en ser demasiado orgulloso como para ser orgulloso. Supón que esos burros enormes te rebuznan al pasar, no cometas la burrada de prestarles atención. Por otro lado, la otra alma pobre y diminuta dice: “Bueno, todos los halagos tienen su valor”, así que prepara las ratoneras e intentar atrapar los ratoncitos del halago para desayunárselos. Tiene un gran apetito por esas cosas. Hermanos, despójense de las dos clases de orgullo si en ustedes hay algo de ellas. Tanto el orgullo enano como el orgullo ogro son abominaciones ante los ojos del Señor. Nunca olviden que son discípulos del que dijo: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

La humildad no es tener una mala opinión de uno mismo. Si un hombre tiene una baja opinión de sí mismo, es muy posible que su estimación sea correcta. He conocido a algunas personas cuya opinión de ellas mismas, según lo que decían, era en verdad muy baja. Miraban tan en menos sus propias facultades que nunca se atrevían a hacer nada bueno; decían que no tenían autoconfianza. He conocido a algunos que son tan maravillosamente humildes que siempre les gusta asumir una posición fácil para sí mismos. Eran demasiado humildes para hacer cualquier cosa que les pudiera acarrear culpa. Decían que era humildad, pero a mí parecer un mejor nombre para su conducta habría sido “amor pecaminoso a la comodidad”. La verdadera humildad los llevará a pensar correctamente sobre ustedes mismos, a pensar la verdad sobre ustedes mismos.

Cuando se trata de ganar almas, la humildad los hará sentir que no son nada ni nadie, y si Dios les concede éxito en la obra, los impulsará a atribuirle toda la gloria a Él, pues en verdad nada del crédito podría corresponderles a ustedes. Si no son exitosos, la humildad los llevará a culpar su propia necedad y debilidad, no la soberanía de Dios. ¿Por qué Dios habría de darles bendiciones y luego dejarlos arrancarse con la gloria? La gloria de la salvación de las almas le pertenece a Él y solamente a Él. Entonces, ¿por qué habrían de intentar robársela? Ya saben cuántos son los que intentan cometer ese robo. “Cuando prediqué en tal o cual lugar, quince personas fueron a la sala pastoral luego del culto para agradecerme por el sermón que había predicado”. ¡Que te cuelguen a ti y a tu bendito sermón! Podría haber usado palabras más fuertes si hubiera querido, pues en verdad mereces ser condenado cuando tomas para ti el honor que solo le pertenece a Dios. Ustedes recordarán la historia del príncipe joven que ingresó al cuarto donde ―pensaba él― su padre moribundo estaba durmiendo y se puso la corona real en la cabeza para ver cómo le quedaría. El rey, que lo estaba observando, dijo: “Espera un poco, hijo mío; espera hasta que esté muerto”. Así también ustedes, cuando sientan cualquier inclinación a colocarse la corona de la gloria en la cabeza, solo imagínense que oyen a Dios diciéndoles: “Espera hasta que esté muerto antes de probarte Mi corona”. Como eso no ocurrirá nunca, más vale que dejen la corona en paz y permitan que la use Aquel a quien le pertenece legítimamente. Nuestro cántico siempre debe ser: “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad”.

Algunos hombres que no han tenido humildad han sido echados del ministerio, quedando así a la deriva, pues el Señor no usará a quienes no le atribuyen todo el honor a Él. La humildad es uno de los principales requisitos para poder ser útil; muchos han sido borrados de la lista de hombres útiles porque se han elevado con orgullo y han caído así en el lazo del diablo. Quizá ustedes sentirán que como solo son estudiantes pobres no hay peligro de que caigan en este pecado, pero es bastante posible que algunos de ustedes estén en un peligro aun mayor por esa misma razón si Dios llega a bendecirlos y a colocarlos en una posición prominente. El hombre que ha crecido en la clase alta de la sociedad no siente tanto el cambio cuando llega una posición que causaría gran altivez en otros. Siempre pienso que se ha cometido un grave error en el caso de algunos hombres a los que podría nombrar. Apenas se convirtieron fueron apartados de sus antiguas compañías y colocados ante el público como predicadores populares. Es una verdadera lástima que muchas personas los hayan transformado en pequeños reyes, pues prepararon así el camino para su caída porque no pudieron tolerar el cambio repentino. Para ellos habría sido bueno que todos los hubieran picaneado y abusado por diez o veinte años, pues probablemente eso les habría ahorrado mucha miseria posterior. Siempre estoy muy agradecido por el trato duro que recibí de distintas clases de personas en mis años de juventud. Apenas yo hacía cualquier cosa que fuera buena, esa gente era para mí como una jauría de perros. No tuve tiempo para sentarme y hacer alarde de lo que había hecho porque estaban despotricando y rugiendo contra mí todo el tiempo. Si hubiera sido elevado de golpe y colocado donde estoy ahora, lo más probable es que habría vuelto a caer igual de rápido. Cuando egresen del seminario, sería bueno que los trataran como me trataron a mí. Si gozan de gran éxito, eso les nublará la cabeza a menos que Dios permita que sean afligidos de una manera u otra. Si alguna vez son tentados a decir “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?”, solo recuerden que Nabucodonosor fue “echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves”. Dios tiene muchas maneras de abatir a los nabucodonosores orgullosos, y puede humillarlos fácilmente a ustedes también si llegan a elevarse con arrogancia. Este asunto de la necesidad de que el ganador de almas sea profundamente humilde no necesita demostración alguna. Todos pueden ver, incluso con la mitad de un ojo, que es improbable que Dios bendiga mucho a un hombre que no es verdaderamente humilde.

El siguiente requisito esencial para el éxito en la obra del Señor ―y este es vital― es una fe viva. Ustedes saben, hermanos, que el Señor Jesucristo no pudo hacer muchas maravillas en Su propio país debido a la incredulidad de la gente, y es igualmente cierto que Dios no puede hacer muchas maravillas con algunas personas debido a su incredulidad. Si no creen, tampoco serán usados por Dios. Una de las leyes inalterables de Su Reino es “Conforme a vuestra fe os sea hecho”. “Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible”. Sin embargo, si hay que hacerles la pregunta “¿Dónde está vuestra fe?”, los montes no se moverán ante ustedes y ni siquiera un mísero sicómoro cambiará de lugar.

Hermanos, deben tener fe en cuanto a su llamado al ministerio. Deben creer más allá de toda duda que en verdad han sido escogidos por Dios para ser ministros del evangelio de Cristo. Si creen firmemente que Dios los ha llamado a predicar el evangelio, lo predicarán con valor y confianza, y sentirán que ejercen su labor porque tienen el derecho a hacerlo. Si tienen la idea de que es posible que solo sean intrusos, no harán nada de valor: simplemente serán predicadores pobres, cojos, tímidos y medio compungidos cuyo mensaje no le importará a nadie. Más vale que no comiencen a predicar hasta que estén bien seguros de que Dios los ha llamado a esa obra. Una vez un hombre me escribió para preguntarme si debía predicar o no. Cuando no sé qué responderle a alguien, siempre trato de darle la respuesta más sabia que pueda. Por eso, le escribí a esa persona: “Querido amigo: Si el Señor te ha abierto la boca, el diablo no puede cerrarla, pero si el diablo te la ha abierto, ¡que el Señor la cierre!”. Seis meses después, me encontré con ese hombre y me agradeció por la carta, que, dijo él, lo animó mucho a seguir predicando. Yo le dije “¿Cómo pasó eso?”. Me respondió: “Usted dijo: “Si el Señor te ha abierto la boca, el diablo no puede cerrarla””. Yo repliqué: “Sí, eso es lo que dije, pero también hablé de la otra cara del asunto”. “¡Oh!”, dijo él de inmediato, “esa parte no tenía relación conmigo”. Siempre podemos hacer que los oráculos se adecúen a nuestras propias ideas si sabemos cómo interpretarlos. Si tienen fe genuina en su llamado al ministerio, estarán listos, junto a Lutero, para predicar el evangelio incluso si se hallan en las mandíbulas del leviatán, entre sus enormes dientes.

También deben creer que el mensaje que tienen que entregar es la Palabra de Dios. Preferiría que creyeran una media docena de verdades de forma intensa que cien verdades de forma débil. Si no tienen manos lo bastante grandes como para sostener muchas cosas, sostengan con firmeza lo que sí pueden sostener, pues si nos viéramos en una trifulca a mano limpia y todos estuviéramos autorizados a sacar todo el oro que pudiéramos de una pila, no serviría de mucho tener una bolsa grande, sino que el que mejor saldría de la refriega sería el que apretara las manos con firmeza para coger la mayor cantidad de oro que pudiera maniobrar sin problemas y no lo dejara escapar. A veces puede ser bueno imitar al niño mencionado en la fábula antigua. Cuando metió la mano por la boca de un jarrón y agarró todas las nueces que pudo, ni siquiera logró sacar una de ellas, pero cuando soltó la mitad, el resto salió con facilidad. Lo mismo debemos hacer nosotros; no podemos agarrarlo todo, es imposible porque nuestras manos no son lo suficientemente grandes. Sin embargo, cuando sí agarremos algo, sostengámoslo con tesón y agarrémoslo con firmeza. Crean lo que en verdad creen, de lo contrario, nunca lograrán persuadir a nadie más para que lo haga. Si adoptan el siguiente estilo: “Pienso que esto es verdad, y como joven que soy les ruego que presten amable atención a lo que voy a decir; es solo una sugerencia…”, si esa es su forma de predicar, su predicación será la manera más sencilla de crear dudas en la gente. Preferiría escucharlos decir: “Joven como soy, lo que tengo que decir viene de Dios, y la Palabra de Dios dice esto y esto otro. Aquí está, y deben creer lo que Dios dice, de lo contrario, se perderán”. La gente que los oiga dirá “Ese joven en verdad cree algo” y es muy probable que algunos de ellos también sean guiados a creer. Dios usa la fe de Sus ministros para engendrar fe en otras personas. Pueden tener por seguro que las almas no son salvadas a través de un ministro que duda, y es imposible que la predicación de sus dudas y sus preguntas alguna vez decida a un alma para Cristo. Deben tener una gran fe en la Palabra de Dios si han de ser ganadores de almas para los que los escuchen.

Además, deben creer en el poder de ese mensaje para salvar a las personas. Quizá hayan oído la historia de uno de nuestros primeros estudiantes, que se me acercó y me dijo: “Ahora ya he estado predicando por algunos meses, y no creo haber tenido una sola conversión”. Le dije: “¿Y acaso esperas que el Señor te bendiga y salve almas cada vez que abres la boca?”. “No, señor”, me respondió. “Bueno, entonces”, le dije, “por eso no recibes almas salvadas. Si hubieras creído, el Señor habría dado la bendición”. Lo atrapé de forma muy bonita, pero muchos otros me habrían respondido exactamente de la misma manera en que él lo hizo. Tiemblan y creen que es posible que mediante algún método extraño y misterioso en uno de cada cien sermones Dios gane la cuarta parte de un alma. Apenas tienen suficiente fe para mantenerse de pie, ¿cómo pueden esperar que Dios los bendiga? A mí me gusta ir al púlpito sintiendo “Lo que voy a entregar en el nombre de Dios es Su Palabra; no puede volver a Él vacía. He pedido Su bendición sobre ella, y Él se ha comprometido a otorgarla, y Sus propósitos se cumplirán, ya sea mi mensaje olor de vida para vida u olor de muerte para muerte a los que lo oigan”.

Ahora, si ese es su sentir, ¿qué pasará si no hay almas salvadas? Convocarán reuniones de oración especiales para saber cuál es la razón por la que la gente no está acudiendo a Cristo, tendrán reuniones especiales para los que tienen inquietudes espirituales, abordarán a la gente con un rostro gozoso para que vean que están esperando una bendición, pero al mismo tiempo les harán saber que estarán terriblemente decepcionados si el Señor no les da conversiones. Pero ¿qué ocurre en muchos sitios? Nadie ora mucho sobre el asunto, no hay reuniones para clamar a Dios por la bendición, el ministro nunca fomenta que la gente vaya y le cuente de la obra de la gracia en sus almas. De cierto, de cierto os digo, tiene su recompensa; recibe lo que ha pedido; recibe lo que ha esperado; su Señor le da su centavo, pero nada más que eso. El mandamiento es “Abre tu boca, y yo la llenaré”, pero aquí estamos, sentados con la boca cerrada, esperando la bendición. Abre la boca, hermano, con plena expectación, con firme confianza, y te será hecho según tu fe.

Este es el punto esencial: deben creer en Dios y en Su evangelio si van a ser ganadores de almas. Otras cosas pueden omitirse, pero nunca este asunto de la fe. Es cierto que Dios no siempre mide Su misericordia por nuestra incredulidad porque tiene que pensar en otra gente además de nosotros, pero viendo el asunto con sentido común en verdad parece que el instrumento con más probabilidades de ser usado para llevar a cabo la obra del Señor es el hombre que espera que Dios lo use y que trabaja en la fuerza de esa convicción. Cuando viene el éxito, no está sorprendido, pues lo estaba buscando. Sembró una semilla viva, y esperaba cosechar fruto de ella; echó su pan sobre las aguas y pretende buscar y velar hasta que vuelva a encontrarlo.

Además, si un hombre ha de tener éxito y ganar muchas almas en su ministerio, debe caracterizarse por un fervor cabal. ¿Acaso no conocemos a ciertos hombres que predican de una forma tan inerte que es sumamente improbable que alguien llegue a verse afectado por lo que dicen? Una vez vi a un buen hombre pedirle al Señor que bendijera el sermón que iba a predicar para convertir a los pecadores. No quiero limitar la omnipotencia, pero no creo que Dios haya podido bendecir el sermón que fue predicado después para salvar a un pecador sin hacer que el oyente malentendiera lo que el ministro dijo. Fue un sermón del tipo “atizador brillante”, como yo les digo. Como sabrán, hay atizadores que se colocan en el salón para que la gente los observe, pero nunca se usan. Si alguna vez tratan de atizar el fuego con ellos, ¿no es cierto que la señora de la casa los regañaría? Estos sermones son iguales a esos atizadores: pulidos, brillantes y fríos. Pareciera que tienen alguna relación con la gente que está en las estrellas; ciertamente no tienen ninguna conexión con las personas este mundo. Nadie sabe qué cosa buena podría venir de tales discursos, pero estoy bastante seguro de que no tienen suficiente poder para matar una cucaracha o una araña. Por cierto, no tienen poder para darle vida a un alma muerta. Hay algunos sermones de los que es muy cierto que mientras más uno piensa en ellos, menos los valora, y si un pobre pecador va a escucharlos con la esperanza de ser salvo, solo podemos decir que es más probable que el ministro sea un obstáculo para que vaya al cielo que que le apunte el sendero correcto.

Pueden estar totalmente seguros de que podrán hacer que los hombres entiendan la verdad si en verdad lo desean, pero si no actúan en serio, eso es improbable. Si alguien golpeara mi puerta en medio de la noche y, cuando yo sacara la cabeza por la ventana para ver qué está ocurriendo, me dijera con mucha calma y despreocupación “Hay un incendio en la parte trasera de su casa”, me importaría muy poco el supuesto incendio y me sentiría inclinado a arrojarle un jarro de agua a esa persona. Si fuera caminando por la calle y un hombre se me acercara para decirme en un tono alegre “Buenas tardes, caballero, ¿sabía usted que estoy muerto de hambre? No he comido ni un bocado en mucho tiempo, en verdad no lo he hecho”, le respondería “Mi buen amigo, pareces tomarlo con mucha calma. No creo que tengas tanta necesidad o no estarías tan despreocupado al respecto”. Algunos hombres parecen predicar de esta manera: “Mis queridos amigos, hoy es domingo, así que aquí estoy. He pasado el tiempo en mi oficina toda la semana y ahora espero que escuchen lo que tengo que decirles. No creo que haya nada en ello que los afecte particularmente. Podría tener alguna conexión con el hombre que está en la luna, pero, según entiendo, algunos de ustedes están en peligro de ir a un cierto lugar que no quisiera mencionar, solo que he escuchado que no es un sitio agradable ni siquiera para alojarse allí temporalmente. En especial, debo predicarles que Jesucristo hizo una u otra cosa que, de una cierta manera, tiene algo que ver con la salvación, y si les importara lo que hacen… es posible que deseen, etc., etc.”. Esa es, en resumen, la sinopsis completa de muchos discursos. En esa clase de lenguaje no hay nada que pueda hacerle bien a nadie, y cuando el hombre ha seguido hablando en ese estilo por tres cuartos de hora, concluye diciendo “Ahora es el momento de ir a casa”, y espera que los diáconos le den un par de monedas por sus servicios. Pues bien, hermanos, esa clase de cosas no bastará. No hemos venido al mundo para desperdiciar el tiempo propio y el de los demás de esa manera.

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