Loe raamatut: «El ganador de almas», lehekülg 4

Font:

Espero que hayamos nacido para algo mejor que para no tener sabor ni olor como el hombre que acabo de describir. Tan solo imagínense que Dios enviara a un hombre al mundo para tratar de ganar almas, y ese fuera el estilo de su mente y todo el tenor de su vida. Hay algunos pastores que siempre están agotados por no hacer nada. Predican dos sermones de algún tipo el domingo y dicen que el esfuerzo por poco les desgasta la vida. Hacen pequeñas visitas pastorales que consisten en tomarse un té y cotillear un poco, pero no hay una agonía vehemente por las almas, no existe un “¡Ay!, ¡ay!” en sus corazones y labios, no hay una consagración perfecta, no hay celo en el servicio a Dios. Bien, si el Señor los barre, si los corta como estorbos de la tierra, no será sorprendente. El Señor Jesucristo lloró por Jerusalén, y ustedes tendrán que llorar por los pecadores si han de ser salvados a través de ustedes. Queridos hermanos, sean en verdad fervorosos, pongan toda el alma en la obra, y si no, abandónenla.

Otro requisito esencial para ganar almas es una gran sencillez de corazón. No sé si puedo explicar a cabalidad a qué me refiero con esto, pero trataré de clarificarlo contrastándolo con otra cosa. Ustedes conocen a algunos hombres demasiado sabios como para ser meros creyentes sencillos. Saben tanto que no creen nada que sea simple y claro. Sus almas han comido platillos tan finos que no pueden alimentarse de nada que no sean nidos de pájaros chinos u otros lujos por el estilo. No hay leche recién sacada de la vaca que sea lo bastante buena para ellos; son demasiado, demasiado finos como para consumir tal brebaje. Todo lo que tienen debe ser incomparable. Ahora, Dios no bendice a estos dandis celestiales exquisitos, a estos aristócratas espirituales. No, no; apenas los vemos nos sentimos inclinados a decir: “Pueden ser siervos buenos de tal o cual señor, pero no son los hombres indicados para realizar la obra de Dios. Es improbable que Él emplee caballeros tan magníficos como ellos”. Cuando estas personas seleccionan un texto, nunca explican su significado verdadero, sino que dan vueltas hasta encontrar algo que el Espíritu Santo nunca quiso transmitir por medio de él, y cuando han atrapado una de sus “ideas nuevas” tan preciadas ―¡oh, vaya!―, ¡qué alboroto hacen al respecto! ¡Aquí alguien encontró un pescado rancio! ¡Qué delicia! ¡Es tan aromático! Ahora vamos a escuchar sobre ese pescado rancio los próximos seis meses hasta que alguien más encuentre otro. ¡Cómo gritan! “¡Gloria!, ¡gloria!, ¡gloria! ¡Una idea nueva!”. Alguien lanza un libro nuevo sobre esa idea, y todos estos grandes hombres van a husmearlo para demostrar que son pensadores muy profundos y hombres muy maravillosos. Dios no bendice esa clase de sabiduría.

Lo que quiero decir con sencillez de corazón es que es evidente que el hombre que ingresa al ministerio lo hace para promover la gloria de Dios y ganar almas, y para nada más. Hay ciertos hombres que quisieran ganar almas y glorificar a Dios si pudieran hacerlo con la debida consideración a sus propios intereses. Les encantaría, ¡sí!, en verdad les gustaría extender el Reino de Cristo si el Reino de Cristo sacara el máximo provecho de sus capacidades asombrosas. Se ocuparían en ganar almas si eso indujera a la gente a sacar los caballos de sus carruajes y pasearlos por las calles en señal de triunfo. Deben ser alguien, deben ser famosos, deben ser temas de conversación, deben escuchar a la gente decir: “¡Qué espléndido es ese hombre!”. Desde luego, le dan la gloria a Dios luego de haberle sacado el jugo, pero ellos deben exprimir la naranja primero. Bien, como sabrán, esa clase de espíritu existe incluso en los ministros, y Dios no puede tolerarlo. Él no se queda con las sobras de nadie: debe tener toda la gloria o nada de ella. Si un hombre procura servirse a sí mismo, conseguir honor para sí mismo, en lugar de buscar servir a Dios y honrarlo solo a Él, el Señor Jehová no lo usará. El hombre que ha de ser usado por Dios solo debe creer que lo que va a hacer es para la gloria de Dios, y no debe trabajar por ningún otro motivo. Cuando los incrédulos van a escuchar a algunos predicadores, todo lo que pueden recordar es que eran actores magistrales, pero también existen hombres de un tipo muy distinto. Luego de escuchar predicar a uno de ellos, la gente no piensa en cómo se veía ni en cómo hablaba, sino en las verdades solemnes que pronunció. Otros predicadores le dan tantos rodeos a lo que tienen que decir que los que los escuchan se dicen entre ellos: “¿Acaso no ves que vive por su predicación? Se gana la vida predicando”. Preferiría escucharlos decir: “Ese hombre dijo algo en su sermón que hizo que mucha gente lo mirara en menos, expresó sentimientos muy desagradables, lo único que hizo fue embestirnos con la Palabra del Señor durante toda la predicación, su único objetivo era llevarnos al arrepentimiento y a la fe en Cristo”. Ese es el tipo de hombres que el Señor se deleita en bendecir.

Me gusta ver hombres, como algunos que están aquí frente a mí, a los que les he dicho “Aquí estás, ganando un buen salario, con buenas probabilidades de ascender a una posición de influencia en el mundo. Si dejas tus negocios e ingresas al seminario, lo más probable es que seas un pastor bautista pobre toda la vida”, y han levantado la mirada para decir: “Preferiría morirme de hambre y ganar almas antes que gastar mi vida en cualquier otro llamado”. La mayoría de ustedes son hombres de esa clase, creo que todos lo son. La mirada nunca debe estar puesta en la gloria de Dios y las ovejas gordas. Nunca debe estar en la gloria de Dios y en el honor y la estima de los hombres. Eso no servirá; no, ni siquiera si predican para complacer a Dios ya Jemima. Debe ser solo para la gloria de Dios, para nada más ni nada menos, ni siquiera para Jemima. Jemima es para el ministro lo que la lapa es para la piedra, pero ni siquiera servirá que el pastor piense en complacerla a ella. Con verdadera sencillez de corazón, debe buscar agradar a Dios, estén o no complacidos los hombres y las mujeres.

Por último, deben rendirse por completo a Dios en el sentido de que a partir de este momento no desearán pensar sus propios pensamientos, sino los de Dios; no determinarán predicar nada que hayan inventado ustedes, sino solo la Palabra de Dios, y ni siquiera querrán comunicar esa verdad a su propia manera, sino a la manera de Dios. Supongamos que leen sus sermones (lo que no es muy probable): no desearán escribir nada que no esté en total conformidad a la mente del Señor. Cuando tengan una palabra bonita y elocuente, se preguntarán si es probable que sea de bendición espiritual para su gente, y si piensan que no lo será, la descartarán. Luego tienen ese poema grandioso que no pudieron entender, sienten que no pueden dejarlo fuera, pero al preguntarse si es probable es que resulte de instrucción para las personas comunes de su congregación, se verán forzados a rechazarlo. Deben poner en la corona de su discurso esas joyas que encontraron en un vertedero literario si quieren mostrarle a la gente cuán laboriosos han sido ustedes, pero si desean ponerse por completo en las manos de Dios, es probable que sean guiados a hacer afirmaciones muy sencillas, comentarios muy trillados, cosas con que todas las personas de la congregación están familiarizadas. Si se sienten movidos a colocar eso en el sermón, pónganlo a toda costa, incluso si tienen que dejar afuera las palabras grandiosas, la poesía y las joyas, pues es posible que el Señor bendiga esa declaración simple del evangelio para un pobre pecador que está en busca del Salvador.

Si se rinden así, sin reservas, a la mente y a la voluntad de Dios, una vez que egresen y estén en el ministerio de cuando en cuando se verán impulsados a usar una expresión extraña o a elevar una oración rara, que en el momento puede incluso parecerles inusual a ustedes mismos, pero todo se les aclarará después, cuando alguien se les acerque para decirles que nunca había entendido la verdad hasta que la plasmaron ese día de esa forma tan inusual. Será más probable que sientan esa influencia si se han preparado cabalmente con estudio y oración para su labor en el púlpito, así que los insto a siempre hacer todos los preparativos debidos e incluso a escribir por completo lo que creen que deberían decir, pero no lo trasmitan de memoria como un loro que repite lo que se le ha enseñado, pues si hacen eso, ciertamente no se estarán entregando a la guía del Espíritu Santo.

Sin duda alguna, en ocasiones sentirán que deben insertar una cita, una frase buena de un poeta británico o un extracto seleccionado de algún escritor clásico. Supongo que no querrían que nadie lo supiera, pero se la leyeron a un amigo del seminario. Por supuesto, no le pidieron que la elogie porque estaban seguros de que no podría evitar hacerlo. Hay una parte de ella que rara vez han oído igualada. Están seguros de que ni Punshon ni el Dr. Parker4 podrían haberlo dicho mejor. Están bastante seguros de que cuando la gente escuche ese sermón, se verá obligada a sentir que hay algo en él. Sin embargo, es posible que el Señor considere que es demasiado bueno para ser bendecido, pues hay demasiado en él. Es como el ejército que estaba con Gedeón, eran muchos para el Señor y Él no podía entregar a los madianitas en sus manos para evitar que se jactaran contra Él diciendo: “Nuestro propio poder nos dio la victoria”. Luego de enviar a casa a veintidós mil de ellos, el Señor le dijo a Gedeón: “Aún es mucho el pueblo”, y todos tuvieron que volver a sus hogares salvo los trescientos hombres que lamieron el agua; entonces el Señor le dijo a Gedeón: “Levántate, y desciende al campamento; porque yo lo he entregado en tus manos”. Lo mismo dice el Señor de algunos de sus sermones: “No puedo hacer nada bueno con ellos, son muy grandes”. Hay uno que tiene catorce subdivisiones; dejen fuera siete, y tal vez el Señor lo bendecirá. Puede que algún día, cuando estén en medio del discurso, se les cruce un pensamiento por la mente y se digan a ustedes mismos: “Bien, si digo eso, el diácono anciano me va a dar problemas. También acaba de entrar un caballero que tiene una escuela: es un crítico, y de seguro no le agradará que lo diga. Además, aquí hay un remanente según la elección de gracia, y el hípercalvinista en la galería me va a dar una de esas miradas celestiales llenas de significado”. Ahora, hermanos, siéntanse libres de decir lo que sea que Dios les dé para decir, sin importar las consecuencias y sin la menor preocupación por lo que los “híper”, los “infra” o cualquier otra persona piense o haga.

Una de las cualidades principales del pincel de un gran artista es que se somete de tal manera al pintor que este puede hacer lo que quiera con él. Al arpista le encanta tocar un arpa en particular porque conoce el instrumento y casi parece que el instrumento lo conoce a él. Así también, cuando Dios pone Su mano sobre las cuerdas de tu ser y todas tus facultades parecen responder a los movimientos de Su mano, eres un instrumento que Él puede usar. No es fácil mantenerse en esa condición, estar en un estado tan sensible que uno es capaz de recibir la impresión que el Espíritu Santo desea transmitir y es influenciado por Él de inmediato. Si hay un barco grande en el mar y surge una onda pequeña en el agua, no se mueve en lo más mínimo. Si viene una ola moderada, la embarcación no la siente: el Great Eastern sigue sereno sobre el seno del abismo.5 Pero miren más allá de la amurada y encontrarán unos corchos en el mar: si cae al agua una sola mosca, sienten el movimiento y bailan sobre la ola diminuta. ¡Que ustedes sean tan móviles bajo el poder de Dios como lo es el corcho sobre la superficie del mar! Estoy seguro de que esta rendición es uno de los requisitos esenciales del predicador que ha de ser ganador de almas. Hay algo que debe decirse si van a ser instrumentos para la salvación del hombre en el rincón: ¡ay de ustedes si no están listos para decirlo!, ¡ay de ustedes si tienen miedo de decirlo!, ¡ay de ustedes si les da vergüenza decirlo!, ¡ay de ustedes si no se atreven a decirlo porque alguien en lo alto de la galería podría decir que son demasiado fervientes, demasiado entusiastas, demasiado celosos!

Pienso que estas siete cosas son los requisitos con relación a Dios que impactarían la mente de cualquiera de ustedes si intentaran ponerse en el lugar del Altísimo y consideraran lo que querrían encontrar en aquellos a los que han de usar para ganar almas. ¡Que Dios nos conceda a todos cumplir con estos requisitos por causa de Cristo! Amén.

Recordarán, hermanos, que la última vez que les di una lección sobre ganar almas, hablé de los requisitos con relación a Dios que capacitarían a un hombre para ser ganador de almas e intenté describirles la clase de personas con más probabilidades de ser usadas por el Señor para ganar almas. Esta tarde, pretendo que mi tema sea

LAS CARACTERÍSTICAS DEL GANADOR DE ALMAS CON RELACIÓN A LOS HOMBRES.

Por poco podría decir que los mismos puntos que enumeré antes son los mejores con relación a los hombres, pues en verdad creo que las cualidades que Dios considera más adecuadas para el fin que Él desea producir también son las más propensas a ser aprobadas por el objeto de la actividad, es decir, el alma del hombre.

En el mundo ha habido muchos hombres para nada adecuados para esta labor. En primer lugar, permítanme decir que es improbable que un ignorante se transforme en ganador de almas. El hombre que solo sabe que es pecador y que Cristo es el Salvador puede ser muy útil para otros que están en su misma condición, y su deber es hacer lo mejor posible con ese poco conocimiento que tiene. Sin embargo, por lo general, no espero que una persona así sea utilizada grandemente en el servicio de Dios. Si hubiera gozado de una experiencia más amplia y profunda de las cosas de Dios, si hubiera sido erudita en el mejor sentido del término porque aprendió de Dios, podría haber usado su conocimiento para el bien de los demás. No obstante, como en buena medida ella mismo es ignorante de las cosas de Dios, no veo cómo puede darlas a conocer a otras personas. Ciertamente, la vela que ha de alumbrar las tinieblas de los hombres debe poseer algo de luz, y el hombre que ha de ser maestro de sus prójimos debe poseer cierta información. La persona que es casi o totalmente ignorante, por mucho que tenga la voluntad de hacer lo bueno, debe quedar fuera de la raza de los grandes ganadores de almas; está descualificada incluso para ingresar a las filas. Por lo tanto, hermanos, hagamos preguntas para que estemos bien instruidos en la verdad de Dios y podamos también enseñar a otros.

Dando por sentado que ustedes no son ignorantes como los hombres de los que he estado hablando, y suponiendo que están bien instruidos en la sabiduría suprema, ¿cuáles son las cualidades que deben tener con respecto a los hombres si han de ganarlos para el Señor? Debo decir que nos debe caracterizar una sinceridad evidente. No solo una sinceridad, sino una sinceridad se manifiesta de inmediato a todo aquel que la busca con honestidad. Debe ser muy claro para sus oyentes que ustedes creen firmemente en las verdades que están predicando; de lo contrario, nunca los harán creerlas. A menos que estén convencidos más allá de toda duda de que ustedes mismos creen esas verdades, su predicación carecerá de eficacia y fuerza. Nadie debe sospechar que les proclaman a otros lo que ustedes mismos no creen plenamente. Si eso llega a pasar, su labor será infructuosa. Todos los que los escuchen deberían estar conscientes de que están ejerciendo uno de los oficios más nobles y ejecutando una de las funciones más sagradas que han caído en la herencia del hombre. Si solo aprecian débilmente el evangelio que profesan comunicar, es imposible que los que los oyen proclamarlo sean fuertemente influenciados. El otro día, escuché a alguien preguntar sobre un cierto ministro: “¿Predicó un buen sermón?”. La respuesta a la consulta fue: “Lo que dijo fue muy bueno”. “Pero ¿el sermón no te fue de provecho?”. “No, para nada”. “¿No fue bueno el sermón?”. Se volvió a escuchar la primera respuesta: “Lo que dijo fue muy bueno”. “¿Qué quieres decir? ¿Por qué el sermón no te fue de provecho si lo que dijo el predicador fue muy bueno?”. Esta fue la explicación que dio el oyente: “El discurso no me fue de provecho porque no le creí al hombre que lo impartió. Era un mero actor desempeñando su papel. No creí que sintiera lo que predicó ni que le importara si nosotros lo sentíamos y lo creíamos o no”.

Cuando así son las cosas, no se puede esperar que los oyentes saquen provecho del sermón, no importa lo que diga el predicador. Pueden tratar de imaginarse que las verdades que transmite son preciosas, pueden tratar de decidir que comerán el alimento sin importar quién les presenta el plato, pero es en vano: no pueden hacerlo, no pueden separar al orador insensible del mensaje que entrega con tanto descuido. Apenas el hombre permite que su labor se transforme en una mera fórmula o rutina, todo se ve reducido a un espectáculo en que el predicador es solo un actor. Solo está interpretando un personaje como podría hacerlo en una obra teatral, y no está hablando desde lo más profundo del alma como un hombre enviado por Dios. Les imploro encarecidamente, hermanos, que hablen del corazón o no hablen en lo más mínimo. Si pueden quedarse callados, quédense callados, pero si deben hablar por Dios, sean totalmente sinceros al respecto. Sería mejor que volvieran a sus negocios, que pesaran mantequilla, que vendieran tambores y algodón o que hicieran cualquier otra cosa antes que pretender ser ministros del evangelio a menos que Dios los haya llamado a la obra. Creo que lo más condenable que un hombre puede hacer es predicar el evangelio como un mero actor y transformar la adoración de Dios en una suerte de espectáculo teatral. Esa caricatura es más digna del diablo que de Dios. La verdad divina es demasiado preciosa como para convertirse en el objeto de burla semejante. Pueden estar totalmente seguros de que una vez que la gente sospeche que son insinceros, solo los escucharán con disgusto y será sumamente improbable que crean su mensaje si les dan razones para pensar que ustedes mismos no lo creen.

Espero no equivocarme al suponer que todos nosotros somos totalmente sinceros en el servicio de nuestro Maestro, así que continuaré con lo que me parece el segundo requisito para ganar almas en lo que compete a nuestra relación con los hombres, que es el fervor evidente. El mandamiento para el hombre que quiere ser un siervo verdadero del Señor Jesucristo es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente”. El hombre que ha de ser ganador de almas debe tener una emoción intensa y sinceridad de corazón. Es posible que predicar las advertencias más solemnes y las amenazas más horribles de un modo tan indiferente y descuidado que nadie se ve afectado por ellas ni en lo más mínimo. También es posible que repitan las exhortaciones más afectuosas de un modo tan tibio que nadie se ve inclinado a amar ni a temer. Creo, hermanos, que cuando se trata de ganar almas, este asunto del fervor es más importante que casi todo lo demás. He visto y escuchado a algunos predicadores que eran muy malos, pero aun así han llevado a muchas almas al Salvador por el fervor con que transmitían su mensaje. Sus sermones no tenían absolutamente nada (hasta que el vendedor los usaba para envolver la mantequilla), pero esas predicaciones débiles llevaron a muchos a Cristo. No era tanto lo que los predicadores decían como la forma en que lo decían la que produjo convicción en los corazones de sus oyentes. La verdad más sencilla fue enfatizada de tal forma por la intensidad de las palabras y la emoción del hombre que la transmitía que halló resultados sorprendentes. Si cualquiera de los caballeros aquí presentes me ofreciera una bala de cañón ―digamos de entre 20 y 40 kilos― y me permitiera hacerla rodar por el cuarto, y otro me ofreciera una bala de rifle y un rifle con el cual dispararla, sé cuál de las dos sería más efectiva. Que nadie menosprecie la bala pequeña, pues muchas veces esa es la que mata el pecado y también al pecador. Así que, hermanos, no es la grandeza de las palabras que pronuncian, sino la fuerza con que las transmiten la que decide qué ocurrirá con el discurso. Escuché una vez que le dispararon a un barco con cañones desde un fuerte, pero no le pasó nada hasta que el general al mando dio la orden de que las bolas fueran puestas al rojo vivo; entonces el navío fue enviado al fondo del mar en tres minutos. Eso es lo que deben hacer con sus sermones: pónganlos al rojo vivo, no importa si los hombres dicen que son demasiado entusiastas o incluso demasiado fanáticos. Dispárenles con balas al rojo vivo; nada más puede ser ni la mitad de efectivo para el fin que tienen en mente. No arrojamos bolas de nieve los domingos, sino bolas de fuego. Debemos arrojar granadas a las filas del enemigo.

¡Cuánta seriedad merece nuestro tema! Tenemos que hablar de un Salvador serio, de un cielo serio y de un infierno serio. ¡Cuán fervientes debiéramos ser al recordar que en nuestro trabajo debemos tratar con almas que son inmortales, con pecados que tienen consecuencias eternas, con un perdón que es infinito y con terrores y gozos que durarán por los siglos de los siglos! El hombre que no es ferviente cuando tiene un tema así, ¿puede siquiera tener corazón? ¿Podremos encontrar ese órgano vital, aunque sea microscópico? Si lo diseccionáramos, probablemente lo único que encontraríamos sería una piedra, un corazón de piedra o alguna otra sustancia igualmente incapaz de experimentar emociones. Confío en que cuando Dios nos dio corazones de carne, nos dio también corazones que pueden empatizar con otra gente.

Dando estas cosas por sentadas, quisiera decir, en siguiente lugar, que el hombre que ha de ser ganador de almas debe tener un amor evidente por sus oyentes. No puedo imaginar que un hombre sea un ganador de almas si pasa la mayor parte de su tiempo maltratando a su congregación y hablando como si odiara el solo hecho de verlos. Esos hombres parecen ser felices solo cuando están vaciando copas de ira sobre los que tienen la desdicha de oírlos. Escuché que una vez un hermano predicó sobre el siguiente texto: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones”. Comenzó así su discurso: “No digo que este hombre haya venido al lugar donde estamos, pero conozco a otro que sí vino a este lugar y cayó en manos de ladrones”. Les será fácil adivinar cuál puede ser el resultado de semejante desparramo de veneno. Sé de alguien que predicó del pasaje que dice “Y Aarón calló”. Una de las personas que lo oyó dijo que la diferencia entre el predicador y Aarón era que Aarón calló, pero el ministro no; por el contrario, despotricó contra el pueblo con toda su fuerza.

Deben tener un deseo genuino por el bien de las personas si han de ejercer mucha influencia sobre ellas. Es que incluso los perros y los gatos aman a la gente que los ama, y los seres humanos somos bastante similares a esos animales bobos. La gente muy pronto percibe cuando un hombre frío, uno de esos que parece haber sido tallado de un bloque de mármol, se sube al púlpito. Ha habido uno o dos hermanos así entre nuestros egresados, y nunca han tenido éxito en ningún lugar. Cuando he indagado en la razón de su fracaso, la respuesta siempre ha sido: “Es un buen hombre, un muy buen hombre. Predica bien, muy bien, pero aun así no nos llevamos bien con él”. He preguntado: “¿Por qué no les gusta?”. La respuesta ha sido: “Nunca le gustó a nadie”. “¿Es belicoso?”. “¡Oh, claro que no! Ojalá provocara una pelea”. Trato de seguir profundizando en la causa del inconveniente, pues estoy muy ansioso por saberlo, y al final alguien dice: “Bueno, señor, me parece que no tiene corazón. Al menos, no predica ni actúa como si lo tuviera”.

Es muy triste cuando el fracaso de un ministerio es provocado por la falta de corazón. Ustedes deberían tener un corazón enorme y masivo como el puerto de Portsmouth o Plymouth, de modo todas las personas de su congregación puedan ir, anclar en él y sentir que están bajo el abrigo de una gran roca. ¿Acaso no han notado que el éxito que los hombres tienen en el ministerio y ganando almas para Cristo es proporcional a la grandeza de sus corazones? Piensen, por ejemplo, en el Dr. Brock.6 Ese hombre era una mole que tenía entrañas de compasión. ¿Y de qué sirve el ministro que no las tiene? No estoy diciendo que deban procurar que crezca su corazón físico, pero sí digo que deben tener corazones grandes si han de ganar hombres para Jesús. Deben ser grandes corazones si van a guiar a muchos peregrinos a la ciudad celestial. He visto a algunos hombres muy flacos que me han dicho que son perfectamente santos. Por poco les creí que no podían pecar, pues eran como trozos de cuero viejo y no parecían tener nada capaz de pecar. Una vez conocí a uno de esos hermanos “perfectos”, y era igual a un trozo de alga: no había humanidad en él. Me gusta ver que hay trazas de humanidad en la persona por aquí o por allá, y a la gente en general también le gusta. Se llevan mejor con quienes tienen algo de naturaleza humana. La naturaleza humana, en ciertos aspectos, es horrible, pero cuando el Señor Jesucristo la asumió y la unió a Su propia naturaleza divina, la convirtió en algo grandioso, y la naturaleza humana es noble cuando está unida al Señor Jesucristo. Los hombres que se reservan para sí mismos como ermitaños y viven una vida supuestamente santificada de absorción en sí mismos no tienen muchas probabilidades de ejercer influencia alguna en el mundo ni de hacer bien a las demás criaturas. Deben amar a la gente y mezclarse con ella si van a serles útiles. Hay algunos pastores que en verdad son hombres mucho mejores que otros, pero no consiguen hacer tanto bien como otros que son más humanos, que van y se sientan con las personas e intentan sentirse tan cómodos como sea posible con ellas. Hermanos, ustedes saben que es posible que parezcan ser ligeramente demasiado buenos y, por eso, que la gente sienta que son seres totalmente trascendentales, más adecuados para predicarles a los ángeles, querubines y serafines que a los hijos caídos de Adán. Tan solo sean hombres entre los hombres y manténganse limpios de todas sus faltas y vicios, pero mézclense con ellos en amor perfecto y simpatía, sintiendo que harían cualquier cosa que pudieran hacer para llevarlos a Cristo, de modo que puedan incluso decir con el apóstol Pablo: “Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos”.

El siguiente requisito para ganar almas en lo que respecta a los hombres es una abnegación evidente. Tan pronto el predicador adquiere la fama de ser un hombre egoísta deja de llevar hombres a Cristo. El egoísmo parece estar arraigado en ciertas personas; lo podemos ver en la mesa hogareña, en la casa de Dios, en todos lados. Cuando tales individuos llegan a tratar con una iglesia y una congregación, su egoísmo queda pronto en evidencia. Procuran ganar todo lo que puedan, aunque en el ministerio bautista no es frecuente que ganen mucho. Espero que cada uno de ustedes, hermanos, esté dispuesto a decir: “Permítanme tener qué comer y con qué cubrirme, y estaré satisfecho con eso”. Si tratan de evitar totalmente pensar en el dinero, muchas veces el dinero regresará a ustedes duplicado, pero si intentan coger y agarrarlo todo, es muy probable que no encuentren nada de dinero. Los que son egoístas en cuanto al salario lo son en todo lo demás. No quieren que su gente conozca a nadie que pueda predicar mejor que ellos ni pueden tolerar oír de ninguna buena obra que esté ocurriendo en ningún lugar que no sea su propia capilla. Si hay un avivamiento en otro lugar y las almas están siendo salvadas, dicen con desdén: “¡Oh, sí! Hay muchos convertidos, pero ¿qué son? ¿Dónde estarán en unos pocos meses?”. Tienen un concepto mucho más alto de su propio incremento de un miembro al año que del hecho de que su vecino gane cien almas de una sola vez. Si su congregación ve esa clase de egoísmo en ustedes, pronto perderán su influencia sobre ella. Si resuelven que serán grandiosos sin importar a quién tengan que echar a un lado, es tan seguro que irán a la ruina como que están vivos. ¿Qué eres tú, mi querido hermano, para que la gente se postre ante ti y te adore creyendo que no hay nadie más que tú en todo el mundo? Les diré cómo funcionan las cosas: mientras menor sea el concepto que tienen de ustedes mismos, mayor será el concepto de ustedes que tendrá la gente, y mientras mayor concepto tengan de ustedes mismos, menor concepto tendrá de ustedes la gente. Si hay cualquier traza de egoísmo en ustedes, oren y desháganse inmediatamente de ella; de lo contrario, nunca serán instrumentos adecuados para ganar almas para el Señor Jesucristo.

Otra cosa que, estoy seguro, es necesaria para un ganador de almas es un carácter santo. No sirve de nada hablar de la “vida superior” los domingos para luego vivir la vida inferior durante la semana. El ministro cristiano debe ser muy cuidadoso, no solo para no hacer mal directamente, sino también para no ser motivo de ofensa para los débiles del rebaño. Todas las cosas son lícitas, pero no todo conviene. Nunca deberíamos hacer nada que juzguemos erróneo, pero también debemos estar dispuestos a abstenernos de ciertas cosas que posiblemente no son malas en sí mismas, pero pueden ser ocasión de tropiezo para otros. Cuando la gente vea que no solo predicamos sobre la santidad, sino que de hecho somos santos, se verá atraída a las cosas santas tanto por nuestro carácter como por nuestra predicación.

Tasuta katkend on lõppenud.

Vanusepiirang:
0+
Objętość:
330 lk 18 illustratsiooni
ISBN:
9781629462745
Õiguste omanik:
Bookwire
Allalaadimise formaat:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip