Loe raamatut: «Corazón y realidad»
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Autor
Claudio M. Iglesias
Corrección
Sonia Berger
Diseño de la colección
Maite Zabaleta
Maquetación
Zuriñe de Langarika
Ilustración del autor haz click para ver imagen
Josunene (Josune Urrutia Asua)
Edición
consonni
C/ Conde Mirasol 13-LJ1D
48003 Bilbao
ISBN: 978-84-16205-35-6
Primera edición abril de 2018, Bilbao
Edición en formato digital: abril de 2018
Esta obra está sujeta a la licencia Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional de Creative Commons (CC BY-NC-SA 4.0). Los textos y traducciones pertenecen a sus autoras/es.
Los derechos de las imágenes reproducidas en este libro pertenecen a Elisa Taber y los materiales fotografiados proceden del archivo de la colección Bruzzone.
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consonni es una productora de arte contemporáneo sin ánimo de lucro y una editorial especializada localizada en Bilbao. Desde 1996, consonni invita a artistas a desarrollar proyectos que generalmente no adoptan un aspecto de objeto de arte expuesto en un espacio. consonni investiga fórmulas para expandir conceptos como el comisariado, la producción, la programación y la edición desde las prácticas artísticas contemporáneas. consonni propone registrar las diversas maneras de hacer crítica en la actualidad y de crear esfera pública, con los feminismos como hoja de ruta. La editorial cuenta con tres colecciones: Proyectos, Paper y Beste.
CORAZÓN Y REALIDAD
1. LAS FLORES Y LAS CEBOLLAS
En la página 21 del número 1 (abril de 2000) de la revista ramona puede leerse un anuncio de la muestra De todo de Fernanda Laguna: “De 18 a 21 h, de lunes a viernes en Bartolomé Mitre 1970 5 B, ciudad de Buenos Aires. Única muestra del año en Fundación START”, aclara el anuncio1. El indicio es suave: en START no se hacían muestras, salvo excepcionalmente, pero pasaban muchas otras cosas. Era la Fundación START (que administraban conjuntamente Roberto Jacoby y Kiwi Sainz) un centro de operaciones consagrado a usos múltiples, que hacia el año 2000 se encontraba en su pico de actividad. Una de las cosas que pasaban allí era la reunión de cierre de cada número de ramona, la revista de referencia para la escena artística porteña entre su fundación y su cierre, en 2010. Los textos, en su mayoría reseñas de exhibiciones abiertas a la fecha, se leían en ronda a la manera de un taller literario. No era fácil aburrirse con textos tan divertidos, tan numerosos y sobre todo tan breves como los que recibía la revista, a veces de un cuarto, un sexto de página, y en su mayoría escritos por artistas. Con su medio centenar de reseñas brevísimas y desordenadas, este primer número nos envía la señal de dos rasgos importantes del arte que se desarrolla en los años siguientes en Buenos Aires: la chiquitez y el montón. Mucho pero chiquito. Proliferante pero de bajo presupuesto. Son, la chiquitez y el montón, ideas recurrentes al momento de describir una década del arte argentino caracterizada, según un magro consenso crítico existente, por el pluralismo estético: algo intrínseco a su vez a la más basta definición imaginable del arte contemporáneo. Pero vayamos poco a poco; vamos a meternos en la historia y quizás el consenso no es el mejor punto de partida. Les sugiero empezar por un ángulo más raro: la fascinación que provoca el ejercicio amateur de la psicopatología en algunas familias, cuyos miembros disfrutan al clasificarse unos a otros bajo cuadros clínicos y enfermedades mentales todavía no reconocidos por la psiquiatría regular. Por ejemplo, la “chiquitosis”, al decir de María Gainza, es la condición crónica que su madre, señora porteña de una clase alta en declive, adjudicaba a su marido, también sujeto a la condena del abolengo y el plano económico inclinado2. La chiquitosis es la incapacidad de realizar proyectos grandes, decía la mamá: la incapacidad siquiera de saborearlos aspiracionalmente, de desearlos con alguna fuerza. Y un rasgo intrínseco a esta chiquitosis es que degenera necesariamente en la proliferación (el montón). Al no hacerse nada muy en serio ni por mucho tiempo, solo queda ir variando de actividad. El chiquitoso va cambiando de cosa y de plan sin orden y deja a su paso escritorios de trabajo cargados de los rastros de su hiperactividad de corto plazo. La chiquitosis es multiplicatoria, parceladora; capaz de ahogar las mejores intenciones en la pluralidad. Esta condición, además de crónica, puede deparar en sentimientos de culpa, pero también en expansiones de ternura. Ambas cosas, la culpa y la ternura, serán recurrentes a lo largo de estas páginas. Ahora volvamos a aquel número uno de ramona, que ofrece una instancia gráfica de esta particular patología. La revista, que se proponía como la única revista de arte de Buenos Aires, tiene cuarenta y nueve reseñas de muestras, en apenas veinticuatro páginas, tapa, contratapa y retiraciones inclusive. Hay desde notas sobre pintores y fotógrafos de la provincia de Tierra del Fuego hasta la reseña de una muestra de Mike Kelley en Zúrich. ¿Ni un esbozo de coherencia, ni un atisbo de guion editorial? Apenas una reseña tras otra. Parecería que allí todo cabe y que no hay por eso contradicción ni conflicto.
Dice Pablo Pérez, de una muestra en Belleza y felicidad:
Lamentablemente la muestra no estará cuando hayan leído esta nota, habrá pasado como una estrella fugaz. Pero sí les recomiendo que consigan la revista de B y F de marzo. [...] Una de las tapas más bellas que recuerdo haber visto. Dos chicas muy sensuales nos miran y dicen “Wir sind die strahlenden Blumen” (Somos flores brillantes)3.
El protagonismo de Belleza y felicidad, un pequeño espacio de artistas que tenía su propia revista y su editorial, puede evaluarse de modo numérico: tenemos en este primer número tres reseñas de sus muestras, más el anuncio de la muestra de Fernanda (una de las directoras del espacio) en START, más una reseña escrita por ella a la que volveremos en el próximo capítulo. A la otra directora, Cecilia Pavón, la podemos encontrar en el listado de “personas interesadas en las artes visuales [que] apoyan a ramona, en la retiración de tapa. La porosidad de la revista hacia el medio social del arte y sus espacios de reunión es evidente. La proximidad entre reseñadores y reseñados, también. Y, sin embargo, por cosas así, por el empleo de nombres de pila y el tono de grupo de amigos, se acusó a ramona de endogamia: una acusación que siempre parece una indirecta declaración de envidia. No extraña que ramona fuera pionera entre las revistas de arte en incorporar una sección de chismes. Hay que imaginarse que sus colaboradores y redactores (las “personas interesadas”) pasaban días y noches juntos, se cruzaban a menudo, sabían unos de otros o se saludaban de reojo. La revista, que venía en blanco y negro y sin imágenes, también contaba con un complemento en internet en el que, desde la misma retiración de tapa del número fundacional, se hizo un requisito:
Nos proponemos que las imágenes se encuentren en la web antes de la inauguración de las muestras y antes de la salida de ramona en soporte papel. Por eso solicitamos a los artistas, galerías, museos, etc., que envíen con anticipación el material digitalizado en el siguiente formato: JPEG, 72 DPI tamaño 600 x 600 pixels4.
Al entrevero de las afinidades personales hay que sumarle un intento programático de parte de la revista por convertirse en el archivo vivo de la escena. Permitan una particularización entonces: tono cariñoso, poco solemne, sí; amigos, afinidades, por supuesto; clima de amateurismo, puede ser, pero solo hasta un punto. Porque ramona albergaba deseos de contribuir al ambiente del arte como sistema, incluso aunque fuera para usarlo de material, para acompañar lo que iba ocurriendo. El impulso de reseñar todas las muestras abiertas en la ciudad durante el respectivo mes ya dice mucho, aunque el resultado fuera esa reseña estilo cartita de amor adolescente, luego tan bastardeada, pero a la vez tan única entre las revistas de arte del mundo. Por un lado, ramona apabulla con las críticas cruzadas entre personas que se conocen muchísimo. Por otro, sorprende el énfasis en trabajar con la industria del arte y a la par de ella, reportando su desarrollo e incentivándolo. Y todo a través de un tendal de reseñas brevísimas. Al releer esa ramona de los comienzos, tantos años después, la chiquitosis exaspera; el montón marea. Pero no todo en ella es proliferación, ni mucho menos, un remanso de pluralismo. Incluso si era la voz de muchos, ramona era bien singular. Las cuarenta y nueve reseñas también dan cuenta a su manera desperdigada de la cantidad de estilos de los autores: un pequeño baile de egos jugando a la amistad y la competencia. Pero se empieza a tramar, reseña tras reseña y número tras número, una línea divisoria entre los jóvenes y los viejos, entre el ambiente intelectual interesante que se reunía en lugares como START y Belleza y felicidad, de un lado, y del otro los antiguos aparatos del mundo del arte, las galerías del barrio de Retiro, los directores de los museos y los críticos de arte anticuados. Benito Laren escribe así sobre una muestra en la galería Zurbarán:
Tube [sic] suerte, no perdí cinco minutos de mi vida yendo a ver unas excelentes copias fotográficas con unos marcos carísimos que me encantaron. […] Precauciones: vaya preparado como para pelar una cebolla pues lo recibirá una secretaria tan agria y ceria [sic] como una puerta5.
Se nota el contraste con la reseña de Pérez: Belleza y felicidad es un espacio de artistas jóvenes, siempre plagado de jóvenes; Zurbarán en cambio ni siquiera es una galería de arte contemporáneo sino una casa de compraventa de pinturas. Y Laren dice que la secretaria es “agria”, “ceria”, en su ortografía. Tuvo fama ramona de ser una colmena de amiguismo, pero también la podríamos considerar una trinchera de enemiguismo6. Y ahora, antes de sacar algunas conclusiones más, pongámonos en la cabeza de un estudiante de arte de la Universidad de Buenos Aires que, con diecinueve años y una libreta de contactos muy rala, un chico de barrio, prácticamente sin ningún amigo intelectual o escritor, un tímido que apenas les saca charla a sus compañeros de clase y que si son chicas tartamudea, este chico oriundo de Flores, un día de abril del año 2000, se toma el 92 rumbo al Museo de Bellas Artes: invierte un sábado vacío de ocupaciones allí y en las exhibiciones temporales del Palais de Glace, bajando la barranca; después le da una oportunidad al Centro Cultural Recoleta, donde exponen artistas como Carlos Gallardo y Claudia Aranovich, a quienes no conoce. Con la fotocopia de un ensayo de Walter Benjamin en la mochila, el muchacho está bastante perdido: el arte que se hace en Buenos Aires le resulta tan lejano como el que se fabrica en Alemania. Siente, como muchos a esa edad, como me pasaba a mí también, que la vida pública es de otros, que su grado de vinculación con los artistas vivos de su ciudad es nulo.
Entonces descubre una revista rara en una mesa con folletos y avisos, en la entrada del Centro Cultural Recoleta. La revista es de distribución gratuita. Algo le suena, entre muchísimos nombres nuevos: Pablo Suárez (entrevista central con Sergio De Loof), la galería Ruth Benzacar. Se da cuenta de que Buenos Aires alberga una media centena de espacios de exhibición donde muchísimos artistas muestran sus obras.
En una de las páginas finales encuentra también los datos de artistas que ofrecen sus servicios docentes y un aviso en el que se convoca a “colaboradores para comentar muestras y realizar tareas periodísticas”.
En definitiva, ya desde su primer número, la revista lo invita, lo recluta, a diferencia de los catálogos de los museos y de las reseñas escritas en un lenguaje ampuloso en el diario de izquierda que compran sus padres. De repente al chico de Flores se le abre un mundo de contactos: nuestro amigo vuelve al barrio cargado de información y promesas7. Así es que ramona podía actuar simultáneamente para adentro y para afuera: a ella, como a proyecto Venus, como al Centro Cultural Rojas y a Belleza y felicidad (de todo lo cual charlaremos en los próximos capítulos), se la confundió con un gueto endogámico y excluyente, cuando en verdad fue primero que nada una herramienta capaz de poner a circular la información necesaria para que los artistas (y otros “interesados”) jóvenes y llenos de ganas, pero sin conexiones personales con el ambiente del arte, pudieran aproximarse y tener visibilidad; y lo mismo que resultaría plausible que la trivialidad del amiguismo de ramona se alojara en una mente con suficientes prejuicios, también es cierto que la revista propuso actitudes controvertidas con el mundo artístico circundante, que juzgaba atrasado y en urgente necesidad de renovación. Justamente en el siguiente número, con la cobertura de la feria arteBA de aquel año, esta urgencia quedó justificada: ramona mostró que se encontraba mucho más avanzada y dotada de materia gris que arteBA para enfrentar el desafío inminente: la construcción del sistema del arte contemporáneo. Títulos como “No BA más”, “¡Cuánta fragancia patria!”, “Atónitos en la Rural”, “El Galpón del escalafón” y “No todo lo que reluce es oro” fueron los utilizados para las reseñas de la feria, englobadas en un dossier titulado “Los más y los menos de arteBA”8. La idea de un avance organizado de los jóvenes contra los viejos queda mejor explicitada todavía en la nota central del dossier, la “visita” que los artistas Leo Chiachio, Gachi Hasper, Miguel Harte, Alberto Passolini, Cristina Schiavi, entre otros, hicieron a la feria y que firmaron conjuntamente. Resaltan en la charla, desgrabada con alacridad, la desinhibición de los participantes que permite el anonimato del guion de diálogo y las críticas al comité seleccionador (que “se ve que no es muy efectivo”)9.Y es verdad que en aquel momento arteBA era un lugar tristón, cuya oferta no iba casi nunca más allá de los “grandes maestros de la pintura argentina”. Recién ese año la feria se había mudado al emplazamiento que luego conocimos muchos de nosotros, el predio ferial de la Sociedad Rural en el barrio de Palermo. Hasta entonces había sido algo del tamaño de las ferias de cómics o de cibercultura que se organizaba, como ellas, en alguna sala del Recoleta. Eran esos primeros arteBA un repelente no solo para el público joven sino también para cualquier artista vivo. El grueso del negocio, para promediar a mano alzada, eran obras fechadas en los años 1930; la estrategia principal, trasladar por una semana las galerías del mercado secundario a los pasillos del Recoleta:
Ruth [Benzacar] tiene un Berni de $450.000, una mujer preguntó: ¿Este cuadro es de Antonio Borges?”, por supuesto, yo me di vuelta y me agarré de Delia Cancela y dijimos de ella: “Confunde pintura con literatura...”, expone Amalia Fortabat, la conozco de [la discoteca] Morocco, me dice: “¡¡Hola Alex!!”, y me presenta a la madre con un bruto rojo labial, un bruto pelo negro, y unos brutos aros imitación oro, porque con oro no se va a ese lugar, ahí va el pueblo a tomar [vino espumante marca] Chandon10.
Entre el reseñista, el artista Alejandro Kuropatwa, y la miríada de gente fea, rica y mal vestida que pululaba por la feria la distancia no podía ser más grande; arteBA aparece en sus palabras como un espacio cerrado, exclusivo en un sentido falso y barato, un lugar donde no entra el aire y donde solo se mueven los mismos personajes de siempre, vendiendo y comprando indefinidamente los Berni, Quinquela, Fader, que emergen de un salón familiar tras alguna muerte o caen indefensos bajo la mirada de la hija de la celebérrima millonaria Amalita Lacroze de Fortabat, la de aros de oro falso. Como público del arte, como actores del sistema del arte, estos personajes son decepcionantes, deja entender Kuropatwa. Lo suyo es lo contrario de ser posh: es gente que tiene dinero pero que no entiende de arte, al punto de confundir a Antonio Berni con J. L. Borges. La reseña más dura contra la feria, escrita con seudónimo, las carga directamente en esa dirección:
Porque ya sabemos, uno o una se pasea por la vida teniendo algo más en la sesera que las hojas secas de una tradición [...]. Y en el Parnaso falta también el eterno épico Carpani, la estampa misma del vigor, pura fibra entre bastidores, tan buen escudo para protegernos de la flaccidez reinante11.
Para cualquier persona joven esta burla resulta inentendible; hasta a mí me cuesta mucho descifrar, con mis largos treinta y cinco años, los chistes inspirados en la figuración social de un artista de mediados de siglo como Ricardo Carpani. Y es que aquí ramona se estaba burlando de la forma de hablar de arte de aquellos que parodiaba, los feos, ricos y mal vestidos: una forma engolada, mustia, llena de recursos pasados de moda12. Pero la pregunta es, frente a qué era viejo este lenguaje, porque nadie esperaría que el dueño de una casa de remates de la calle Arroyo, un señor que vive de alquilar departamentos, usa bisoñé y cada tanto vende o compra una pintura realista de entreguerras, vaya a estar muy actualizado. Y una pregunta más: ¿qué hacer con alguien que no está actualizado? La revista tenía una línea de comunicación abierta con el joven artista o “interesado en el arte” que busca oportunidades, según vimos. Pero también, si quería ser una revista que alentara el sistema, tenía que dirigirle la palabra al señor que usa bisoñé y en lo posible realzar las diferencias entre sus hábitos y los de los coleccionistas de arte contemporáneo. Es como decirle a alguien, de la mejor forma posible, que se viste muy mal. Que cambie rápido las decisiones que toma frente al perchero. Pero ¿cómo decirlo sin ofender? Existe un instrumento adecuado: la autocrítica, que haga circular la noticia del coleccionista o el galerista que se convierte al arte contemporáneo tras confrontarlo con la compra de obras históricas de la pintura argentina (y en general con el segmento del mercado llamado reserva del valor). La autocrítica tiene mala prensa por sus ecos estalinistas pero habrán visto que es muy común en el discurso empresarial, en general para condimentar una historia de éxito. Y la historia de éxito en cuestión es el salto al arte contemporáneo. En general esta historia tiene algunos aditivos: se subraya que el arte contemporáneo puede ser más accesible en términos monetarios que las obras del segmento reserva de valor, pero también que es más riesgoso y requiere de conocimientos especializados. Por eso el coleccionista debe involucrarse activamente con ese conocimiento, que además necesita de los esfuerzos de todo un sector profesional (historiadores, críticos, curadores, etc.).
En definitiva, los coleccionistas de arte contemporáneo, a diferencia de los señores de bisoñé, podían estar de acuerdo con la agenda del desarrollo institucional y la profesionalización. Y de hecho algunos coleccionistas participaban en redes dirigidas a promover la “profesionalización del conocimiento y la difusión en las artes plásticas en nuestro país”, como la Fundación Espigas, de la que era presidente Mauro Herlitzka, y según él mismo dijo en una autocrítica espectacular escrita para el número 413, acompañada por un texto de Gustavo Bruzzone, editor responsable de ramona y el principal coleccionista del arte argentino de la década de 1990. “Hay que ayudar entre todos a reconstruir nuestra historia y preservar nuestro patrimonio”, porque el estado no se ocupa, escribió Bruzzone en el artículo que se tituló, seguramente durante una divertida reunión de cierre de la que participaron quince o veinte personas, “Fundación Espigas cuida la memoria”. La introducción del artículo decía: “La próxima vez que hagas limpieza llamá al 4815 7606 que con tus papelitos hacen documentos”14. El afán por el desarrollo institucional del arte, ya en los primeros números de ramona, aparece pegado a un tema que se nos hará monótono, más que frecuente, a lo largo del libro: la actualización internacional como programa. Número a número abundaban las reseñas desde variopintas ciudades de Europa, Estados Unidos y Latinoamérica, aproximadamente en ese orden de proporciones. En el mismo número 4 hay una reseña de Timo Berger desde Berlín, otra de Karin Schneider sobre una muestra de arte brasileño en Nueva York, otra de Daniel Link sobre una muestra en el Museo de Artes Aplicadas de Viena, una cuarta de Lucio Castro sobre Barbara Kruger en el Whitney Museum y otra de Silvina Sicoli sobre una muestra en Saatchi que justo está al lado de la publicidad de acrílicos Madison, “a $2,90 x 60 cm² cualquier color”, $2,90 que en ese momento valían igual en dólares. “Compralos en Belleza y felicidad. Acuña de Figueroa 900”, terminaba el anuncio15. Las reseñas sobre muestras en el extranjero tienen sentido a la luz de la querella con el señor de bisoñé, y así volvemos a la pregunta: ¿qué hacer con alguien desactualizado? Si uno es una revista, la respuesta es simple: actualizarlo. Ofrecerle información de primera mano sobre el presente del arte en otros países y otorgarle las herramientas que aplicar en la construcción del arte contemporáneo local. Así ramona comparte el empeño por la actualización, que fue decisivo para el arte argentino por venir, como parte de su tarea en pos del crecimiento del sistema. No es casual que no se reseñaran muestras internacionales de Rodin o de Turner, lo que podría ser del interés natural del señor con bisoñé. Ni siquiera muestras de los encantadores pintores ingleses de la década de 1930, como sí se reseñaban ocasionalmente las muestras de contemporáneos suyos en Argentina, como Victorica. Las reseñas de muestras internacionales, incluso si carecían formalmente de una sección propia, solo versaban sobre arte contemporáneo.
En la misma línea hay que integrar la política de traducciones de la revista y su actitud hacia las reseñas de libros. La crítica del libro de Juan José Sebreli que Jacoby publicó en el primer número16 es una dura respuesta a un texto encuadrado en lo que César Aira ha llamado la cantinela “del Enemigo del Arte Contemporáneo”17. Es decir, es una respuesta en nombre del sistema que la revista buscaba promocionar. Al revés, los libros que contribuían a redescubrir los orígenes del arte contemporáneo en Argentina y Latinoamérica recibían elogios y análisis pormenorizados. Así se traducían (y se republicaban en general) aquellos textos que ofrecieran un aporte al conocimiento de las neovanguardias de 1960, o que flanquearan adecuadamente este esfuerzo; por ejemplo, algunos textos inéditos sobre la visita de Marcel Duchamp a Buenos Aires; reseñas de libros sobre el conceptualismo latinoamericano, etc. Que en las críticas de las muestras locales primara la pluralidad y el multifacetismo (el montón), mientras las reseñas de libros, las traducciones y las reseñas de muestras internacionales mostraban un sesgo más orgánico, puede parecer incoherente pero surge de la misma actitud de promover el arte contemporáneo como sistema frente al señor de bisoñé que deambula desinformado, y cuyos gustos no solamente hay que denostar (decirle que se viste mal); también hay que extenderlos con buena información y permitirle que se sume al club del arte contemporáneo. Y ramona coqueteaba todo lo que podía con su carácter de club como parte de su estrategia general frente a los feos, ricos y malvestidos que sostenían, hasta esa fecha, la demanda comercial de arte. Por un tiempo la revista incluso alojó una modalidad de trabajo específica, casi digna de una hermandad iniciática, el café ramona: varias decenas de personas eran invitadas a un bar donde debían hablar de distintos temas, uno por mesa. (Quienes se aburrían del tópico, podían cambiar de mesa.) El experimento tuvo corta vida y Jacoby pronto lo reemplazó por otros abordajes de la interacción social en el medio artístico.
La revista también tenía una actitud abarcativa y tolerante frente a las discusiones del arte argentino reciente, entonces marcadas por la querella sobre el arte del Centro Cultural Rojas en la década de 1990; en ese rasgo se nota su vocación sistémica, integradora. Rafael Cippolini, quien luego iba a ser editor general tras el alejamiento de Bruzzone, desde los comienzos se dedicó a la tarea memoriosa de profundizar en la materia y añadirle matices a una dicotomía que ya veremos más en detalle y cuyos términos más burdos tenían que ver con la presencia (o ausencia) de razonamiento crítico y político en el arte del Rojas18. En el número 4 tuvieron un diálogo Jorge Macchi y Marcelo Pombo, dos artistas de filiaciones y experiencias tan distintas como podía haberlos en la misma ciudad; los dos salieron a la luz durante los años 1990 y ya tenían trayectorias nítidas al momento de enfrentarse. Pombo era un emergente del Rojas, acarreaba también la experiencia de la militancia gay en la década de 1980, y hacia el 2000 disfrutaba de cierto ascenso comercial. Macchi en cambio era un artista adosado al neoconceptualismo global de aquellos años y ya tenía mucho trajín por residencias e instituciones internacionales. Digamos que la revista solo preparó el duelo y actuó como árbitro equidistante: en sus páginas era tan frecuente el encomio del Rojas como el frenesí por actualizar al público porteño sobre las oscilaciones del arte neoconceptual internacional. (De hecho, ramona recomendaba bibliotecas como las del Goethe Institut y el British Art Center como enclaves porteños a los que ir a formarse en estas materias sobre la que escaseaban los recursos bibliográficos)19. Pero antes de pasar al diálogo quiero volver a Bruzzone y su insistencia en el desarrollo institucional, que en su caso tenía un distinguible acento propio. En realidad, los cantos en favor del desarrollo del arte no son raros en Argentina ni en ninguna parte. Y es frecuente, en estos diagnósticos desarrollistas, describir en malos términos la infraestructura artística precaria de una determinada ciudad, y en concordancia describir su contenido como primitivo. Porque una ciudad sin infraestructura no tiene escuelas, ni bibliotecas, ni revistas, ni demasiada información, ni contactos internacionales, y por lo tanto fácilmente parece que de todo lo que se hace allí, y que resulta tan primitivo, no hay nada que aprender.
Y de hecho la industria del arte en Buenos Aires tomó esta idea un poco destructiva contra el propio contexto de trabajo de Buenos Aires, al denostarlo por encerrado, desactualizado, etc. Por eso Bruzzone, que estaba claramente comprometido con la idea del desarrollo desde su rol como coleccionista de arte contemporáneo y editor responsable de ramona, sorprende al describir en términos elogiosos la escena artística de la provincia de Tucumán. Puntualmente escribe en el número 8 sobre la Beca Antorchas, que desarrollaba reuniones de trabajo grupal (críticas grupales y otros espacios de intercambio con “profesionales” llegados de Buenos Aires) en el interior del país. Pero lo que dice no es que estas reuniones permitieran “profesionalizar” a los artistas de Tucumán sino que, al revés, los “profesionales” de Buenos Aires se quedan maravillados con la escena que encuentran:
Críticos, curadores, artistas [de Buenos Aires] desembarcan en Tucumán [preparados] para la conquista y son fagocitados por una realidad que los supera. Iban a dar clases y vuelven sorprendidos: enseñados. Miradas distintas y hasta antagónicas pero abiertas descubren [...] una cierta originalidad espontánea y auténtica que los desestabiliza20.
La perspectiva de Bruzzone no fue tan común en los años siguientes. Valorar el instrumento institucional (en este caso las críticas con disertantes invitados) pero solo como un medio capaz de invertir el sentido convencional de la transmisión de valor y conocimiento fue, de parte de Bruzzone, peculiar. Es una perspectiva que podría ser feminista o queer: la de quien le da lugar al otro para ser otro, al raro para ser raro, en lugar de juzgarlo según cánones externos y convencionales. Sin embargo, el mayor caudal de discursos sobre el desarrollo institucional en Argentina tomó otra vía, según veremos. No fue frecuente la pregunta sobre qué podían aprender, o cuestionarse, los curadores extranjeros al visitar Buenos Aires, como los visitantes porteños, según Bruzzone, podían aprender mucho en Tucumán y así lo hicieron. Más bien circuló la creencia de que los artistas de Argentina debían forjarse al gusto de esos curadores extranjeros para poder proyectarse profesionalmente. Y esta creencia, antes de descartarla, tenemos que examinarla en el detalle de sus efectos y en la entretela de su propia articulación.
Lo cierto es que la mirada de Bruzzone toma un signo empático hacia los artistas alejados del puerto y provistos todavía de menos oportunidades de interconexión que el joven que dejamos de regreso a Flores en la parada del 92, con una edición de ramona en la mochila. Y eso no era común en los programas y situaciones de clínica grupal como los de la Fundación Antorchas, ni es común en casi ningún programa de este tipo. Ahora, si yo tuviera que esbozar una crítica de estos programas me remitiría a la situación que los lectores de Chris Kraus recordarán de su libro Video Green: una jovencita, participante de un programa de artistas en California, escribe un diario íntimo en el que cuenta intimidades de sus compañeros, luego lo presenta en la crítica y el profesor la desprecia frente a sus compañeros por ser poco profesional. Es exactamente lo inverso a lo que hizo Bruzzone al enterarse de la existencia de un monumento al sándwich de milanesa realizado por Sandro Pereira en Tucumán: