Loe raamatut: «Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson»
Helter Skelter: The True Story of the Manson Murders
© 1974, 2001, Vincent Bugliosi y Curt Gentry
Todos los derechos reservados
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Traducción: Gabriel Cereceda
Diseño: Mikel Jaso
Primera edición en papel: Abril de 2019
Primera edición digital: Abril de 2019
© 2019, Contraediciones, S.L.
C/ Elisenda de Pinós, nº 22
08034 Barcelona
© 2019, Gabriel Cereceda, de la traducción
© 2019, Kiko Amat, del prólogo
© 1994, Vincent Bugliosi, del posfacio
© 2019, David Paradela López, de la traducción del posfacio
ISBN: 978-84-949684-9-5
Composición digital: Pablo Barrio
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
A Gail y a Blanche
ÍNDICE
1 PRÓLOGO
2 DRAMATIS PERSONAE
3 PRIMERA PARTE: LOS ASESINATOS
4 SEGUNDA PARTE: LOS ASESINOS
5 TERCERA PARTE: LA INVESTIGACIÓN. FASE DOS
6 CUARTA PARTE: LA BÚSQUEDA DEL MÓVIL
7 QUINTA PARTE: «¿NO SABÉIS A QUIÉN ESTÁIS CRUCIFICANDO?»
8 SEXTA PARTE: EL JUICIO
9 SÉPTIMA PARTE: ASESINATO EN EL AMBIENTE
10 OCTAVA PARTE: FUEGOS EN VUESTRAS CIUDADES
11 EPÍLOGO: UNA LOCURA COMPARTIDA
12 POSFACIO (1994)
13 IMÁGENES
PRÓLOGO LOCURA EN FAMILIA Y DEVASTACIÓN ADOLESCENTE
1. Los adolescentes dan miedo. Son mutantes de la vida real: armas biológicas impredecibles. El escritor Derek Thompson afirmaba en su último libro que «los adolescentes son químicamente distintos del resto de la humanidad» y «suelen actuar de manera más estúpida cerca de otros adolescentes». Ambas cosas son ciertas. Los teenagers, continuaba Thompson, «poseen conexiones inusualmente débiles en su lóbulo frontal, donde se localiza el centro de decisión del cerebro, y tienen el núcleo accumbens, el centro del placer, más grande de lo común». La mente adolescente es plastilina. O tal vez Goma-2 sería una imagen más adecuada. Un suelo permeable e inestable, abonado con traumas, disloque e inopia, en el que puede echar raíces cualquier insensatez, cualquier ideología. Cualquier atrocidad.
Tras los atentados de Dáesh en las Ramblas de Barcelona en agosto del 2017, una de las preguntas más repetidas entre la población era «¿Cómo pudieron aquellos adolescentes realizar algo tan monstruoso?». Los que hemos estudiado Helter Skelter a fondo teníamos la respuesta a punto: precisamente fueron capaces de hacerlo porque eran adolescentes. Uno de los psiquiatras que trató a Susan Atkins, alias Sadie Mae Glutz, una de las tres chicas Manson que participó activamente en los asesinatos Tate y LaBianca, manifestó su convencimiento de que la joven sufría algo llamado «folie en famille», también conocido como trastorno psicótico compartido, una locura simultánea dentro de una situación o grupo.
Una modalidad de dicha folie en famille es la folie imposée, donde una persona dominante impone un delirio a otra u otras a lo largo de un episodio psicótico. Para ello se requiere una mente dominante (delirante o no) y un grupo de mentes listas para fundir, moldear y gratinar. Con o sin la ayuda de drogas. En el caso que nos ocupa, la mente dominante era Charles Manson, naturalmente, y los receptáculos de su «locura», un puñado de teens desafectos, trastornados, potencialmente violentos, maltratados y a la vez mimados por sus entornos familiares. Adolescentes cualquiera, en suma. Mis hijos, sus hijos. Ustedes mismos, incluso, cuando tenían diecisiete años.
Traten de recordar el confuso potaje de emociones en cadena que a esa edad ustedes llamaban «personalidad». Una bullente mixtura de ira de racimo; rencor indeterminado; sentimiento de inferioridad; desafección familiar; aleatoriedad amical; suspicacia o, de nuevo, simple rabia antiadulta; ensoñaciones épicas; romanticismo de novelucha; confusión sexual; miedo abstracto; desdén por el peligro y por la propia integridad física; deseo obsesivo de impresionar al sexo opuesto; libido exacerbada; confusión, y, por descontado, una gigantesca inmadurez fundamental. No es casual que Charles Manson seleccionara a su particular pelotón de freaks chiflados de entre los sub-20. Ese es uno de los factores que hacen tan escalofriantes los crímenes de la Familia Manson y, por extensión, el libro que sostienen en las manos: el elemento adolescente. La cruzada de los niños berserker. Teenage rampage. Locura glandular, cosecha Death Valley 1969. ¡Están entre nosotros!
2. Calma. Ya no están. Pero estuvieron. Existieron. Todo lo que leerán a continuación es real. Helter Skelter, escrito por el fiscal asignado al caso, Vincent Bugliosi (en colaboración con el escritor Curt Gentry), es aún uno de los mayores best sellers globales de true crime desde su primera edición en 1974. Pero olviden las ventas, si quieren: es el mejor libro de true crime que existe. Créanme, he leído muchos de ellos. También sobre la Familia Manson en concreto. Y ninguno se acerca a Helter Skelter. The Family, de Ed Sanders, que yo catalogaría como segundo mejor libro sobre el tema, va varias cabezas por detrás1.
Resulta particularmente peliagudo escribir un prólogo sobre este libro, pues, a todos los efectos, se lee como un laberíntico thriller criminal. Y, como tal, está minado de misterios, revelaciones, conexiones, conspiranoia y terror seca-bocas. Es poco probable que, antes de leerlo, estén familiarizados siquiera con un 10% de lo que se cuenta en él. Hay sorpresas, singularidades y sustos en casi cada página. Por todo ello, se trata de un libro altamente spoilerizable. Faena engorrosa para un prologuista, repito.
Y asimismo, los mansonólogos amateurs, relectores compulsivos de Helter Skelter, acumuladores de hechos bizarre de esta terrorífica saga, tenemos la necesidad compulsiva de deshacernos de algunas de las imágenes que nos mantienen despiertos por las noches. Transmitirlas, sea en una barra, de viva voz, o por escrito. Pues es una tarea asaz ingrata, la de guardián de los secretos. Cuánto mejor sería hablarles, aquí y ahora, de cuando el Coronel Tate, padre de Sharon Tate, se disfrazó de hippy para investigar a la secta; o del plan de chapucera falsa bandera, ideado por Charlie, para implicar a los Panteras Negras; o la aparición del vidente Peter Hurkos, y todo aquello del reportaje fotográfico de Life, con un Roman Polanski paseándose grotescamente entero por Cielo Drive, posando ante puertas embadurnadas con la sangre de su mujer; o el instrumento que tocaba uno de las primeras víctimas de la Familia, Gary Hinman (solo les diré que no era ninguno de los instrumentos que uno asociaría a un drogota angelino); o el famoso reloj parado de Bugliosi2; o la visita previa de Charlie a Cielo Drive, donde se encontró cara a cara con Sharon Tate; o todo lo que conecta el caso Manson con los Beach Boys y, más concretamente, con el batería, Dennis Wilson.
Es necesario que me detenga. Estoy hablando un idioma que ustedes, si son neófitos de la mansonología, no han empezado a estudiar. Ni siquiera las vocales básicas. Y solo les estaba contando detalles más o menos accesorios, periféricos, del caso. Ni les he hablado de lo que de verdad sucedía en los ranchos Spahn o Barker, ni en el Valle de la Muerte; ni de lo que sucedió, minuto a minuto, en los Tate murders y los LaBianca murders, en Cielo Drive y Waverly Drive (dos apellidos y dos calles que desde hoy quedarán grabados en su memoria con ese halo de horror borroso que reservamos para las pesadillas más horribles; las que recuerdas a medias al despertar); ni de la «filosofía», sicalíptica e increíble, de Charles Manson, lo del «pozo del abismo» y el Helter Skelter y el levantamiento de la raza negra; ni de la vida previa de Charles Manson; ni lo que pensaban, e hicieron, a lo largo de 1969, los protagonistas de la Familia, tanto las principales actrices y actores (Susan Atkins, Leslie Van Houten, Patricia Krenwinkel, Steve Grogan, Tex Watson, Bruce McGregor Davis y Linda Kasabian) como las secundarias y secundarios (Ouisch, Squeaky, Gypsy, Mary Brunner, Sandy, Snake, los moteros Danny DeCarlo y Al Springer…). Es todo tan complejo y tan espantoso, y a la vez tan pop y tan sixties y tan prototípicamente yanqui3, que conviene digerirlo poco a poco, tomando cada elemento en el orden y con la pausa que magistralmente concibió Bugliosi a la hora de escribirlo. Todo lo que necesitan saber sobre la Familia Manson está aquí. No busquen en otro lado, especialmente en la ficción.
3. Sorprende que no existan buenas novelas, o filmes o series o telefilmes, sobre Charles Manson y la Familia. A primera vista, los asesinatos de 1969 de Charlie y sus Mansonettes parecen pensados para la máxima explotación fílmica. Lo tienen todo: la era (de Acuario); la filosofía demente que los generó, mezcla de maturranga carcelaria, monserga hippy y distopía apocalíptico-racial; una figura mesiánica, villano enajenado de libro de estilo, dirigiendo el cotarro y las mentes de sus acólitos, a la vez que balbuceando asombrosa bazofia pseudoprofunda (¡incluso grabando discos!); una secta ferviente y fanática compuesta casi enteramente por, como ya hemos visto, adolescentes de clase media-alta californiana con el cerebro lavado y compulsión fornicadora; una más-que-increíble conexión pop, con cameos o implicación directa de un sinfín de personalidades del rocanrol o el cine; drogas lisérgicas como para aburrir a un Freak Brother; un juicio estilo Perry Mason, repleto de jerigonza legal y zancadillas jurídicas y un superjuez desentrañando el embrollo (nuestro Vincent Bugliosi); una repercusión contracultural y un credo subyacente («mata a tus padres»; «vuelve a nacer») que subscribía hasta el más abúlico fumeta de San Francisco; una investigación policial plagada de pifias, casualidades, febriles persecuciones motorizadas, asesinatos paralelos, conexiones y desconexiones chocantes, y los crímenes en sí, una cosa como de película gore de John Carpenter. Tras leer esto, solo hace falta pensar el merchandising, dirán ustedes. La película ya está hecha.
Pero no; todo lo contrario. Quizás sea lo improbable del caso, ese halo goyesco y delirante que lo envolvía, la causa de que la televisión y el cine (y la novela) hayan sido incapaces, a día de hoy, de realizar una aproximación digna al fenómeno. House of Manson, Manson’s Lost Girls, Las chicas de Emma Cline, la perfectamente inmunda Aquarius… Tal vez la nueva película de Quentin Tarantino, Once Upon a Time in Hollywood, que se estrenará en julio del 2019 y está basada tangencialmente en «el verano de Charlie», logre romper la cadena de mediocridad. Pero por el momento nos ha sido imposible leer una buena novela o ver un buen filme inspirado en el caso Manson. Sospecho que intuyen la razón: las invenciones, en lo tocante a la Familia Manson, no son necesarias. Como dice la vieja frase, la realidad es mucho más rara que la ficción.
Bugliosi, en su posfacio, escrito un par de décadas después de los crímenes, es taxativo al afirmar que, de todas las razones que se esgrimen al valorar la imperecedera fascinación que despiertan aún los crímenes de la Familia, la más importante es que son extraños. ¿Por qué, me pregunto yo, aparecen repetidas referencias a la Familia Manson en Futurama o South Park, por nombrar solo dos populares series de animación, mientras que, como bien apunta Bugliosi, absolutamente nadie recuerda a Patrick Kearney, el llamado Trash Bag Killer, quien entre 1962 y 1977 presuntamente asesinó a cuarenta y tres personas (y repartió sus restos en bolsas de basura)? Otros asesinos en serie, como acabamos de ver, mataron a más gente, o a gente más relevante4; otras sectas han sumado más víctimas (acólitos o enemigos); otros crímenes han tenido más impacto social; otros asesinatos han sido mucho más sangrientos. Pero los crímenes Manson son los más… raros. Es así de sencillo.
4. Paul Fitzgerald, el abogado defensor de Patricia Krenwinkel, otra de las tres chicas Manson preferentes, dijo que Manson era «un hippy de derechas», y hay algo de verdad en esa afirmación. El propio Charlie dijo: «A los hippies no les gusta el establishment, así que se montan el suyo. No son mejores que los demás». Manson, como buen macho Alfa taleguero, opinaba que los hippies eran «débiles», y si tenía que escoger algún término para denominar a sus seguidores, prefería llamarles «slippies5».
Manson, en efecto, era de derechas, y desde luego no un hippy. Hablamos de un expresidiario de treinta y cinco años, hijo bastardo de padre desconocido, rechazado por su madre alcohólica, bajito6 y ultraviolento, criminal casi innato, astuto y escurridizo y a la vez cobarde7 como un pequeño rapaz selvático. No tenía el perfil habitual de un Hijo de Sagitario. La mentalidad de Charlie era tan reaccionaria, racista y paranoica como la de un S.S. o un Soprano cualquiera. Era machista, chauvinista, antisemita y estaba obsesionado con la raza negra y el peligro que esta representaba, al igual que cualquier blanco conservador de clase media o miembro de la Hermandad Aria de Alcatraz. Uno podría decir que era, de hecho, el polo opuesto de la contracultura.
Pero Manson vio en los hippies un perfecto rebaño de panolis sugestionables a los que pastorear, esquilar y, finalmente, sacrificar (u ordenar que sacrificaran a terceros). Como Bugliosi nos cuenta, para ese propósito Charlie cocinó un comistrajo maléfico, del todo contradictorio8, cuyos ingredientes eran, como he sugerido antes, cháchara mendaz de convicto mezclada con paparruchas new age y escatología filosatanista (Manson había estudiado los panfletos de El Proceso, también llamado Iglesia del Juicio Final9 en prisión), balbuceo preescolar puramente 60’s, mind-fucking poli bueno/poli malo y folleteo-como-liberación. Y lo sazonó con orgías regulares, LSD, escenificaciones de la crucifixión y extensas veladas musicales en las que interpretaba su repertorio de canciones folk de cuño propio10. Charlie ofreció luego ese bebedizo, ya lo vimos, a la franja de edad más manipulable en mitad de la era más boba del siglo xx.
Aunque no es cuestión de esparcir culpas a tontas y a locas, cabe añadir que los años sesenta tienen algo de responsabilidad en los crímenes de la familia Manson. En ninguna otra época han colado memeces del calibre de las que colaron a lo largo de los sesenta, especialmente en la Costa Oeste de los Estados Unidos de América. Aquel ensimismamiento mimado y rebeldía imprecisa que forjaron los beats una década antes abrió los diques para que se colara, y se convirtiese en mayoritaria (al menos entre la juventud), una filosofía tontuna, anti-no-sé-muy-bien-qué, oriental de postal, infantiloide y pueril, que en los buenos momentos adoptaba paridas inofensivas como los primeros libros de Richard Brautigan, el I-Ching o los interminables salmos boogie de Grateful Dead, pero que en un día malo podía tomar un tinte decididamente oscuro. Egoísta y nihilista. Los años sesenta aniñaron a la gente, sí, pero rehuyamos la neutralidad de tal afirmación: si le das un revolver cargado a un niño, a lo mejor te pega un tiro en la cara. Un niño tiene una conciencia muy vaga de lo que es el bien y lo que es el mal, del alcance de sus actos. A un niño, o a un hippy, se le puede engañar y hacer casi todo.
Manson detectó esto de inmediato, tan pronto puso uno de sus mugrientos pies en Haight-Ashbury. También detectó que podía llevar a su terreno toda aquella pataleta y antiautoritarismo, a veces manso, a veces airado, que rezumaban los campus californianos. Naturalmente, a Manson le traía al pairo Vietnam, Nixon, el Watergate, el KKK o el partido republicano. Lo suyo era el desquite. Charlie quería vengarse de un mundo que lo transformó en monstruo. Lo dijo más de una vez durante los juicios, «Habéis creado el monstruo», señalando de modo altanero a los miembros del jurado, y lo mismo repetían, sin casi alteraciones, a modo de coro cacatuesco, sus jóvenes acólitas. Edward Bunker lo expuso de un modo parecido en cada una de sus novelas criminales: «Lo habían hecho así. La sociedad había permitido que se cometieran crímenes contra un niño». (Perro come perro). Manson reclutó para su causa (la revancha; la satisfacción personal; el sadismo; el rencor) a una fraternidad de muchachos y muchachas desorientadas, recién manumitidas, que, en su notable mayoría, creía estar repartiendo «amor» cada vez que hincaba el puñal11.
No pretendo ensañarme con la contracultura. Discúlpenme. Pero la bochornosa defensa de Manson por parte de la intelligentsia yippie y freak del momento resume todo lo malo de los sixties. Es rebel chic desquiciado y risible. Por no decir decididamente irresponsable. Tanto los Weathermen como la SDS (Students for a Democratic Society) declararon que Manson era «far out» y que «cargarse a esos cerdos ricos» y «luego comer en la misma habitación» era lo más. El periódico Tuesday’s Child (conocido por ser la «voz de los yippies») puso a Charlie en portada y lo bendijo con el título de «HOMBRE DEL AÑO». Jerry Rubin, activista y autor de ¡Hazlo!, dijo haberse enamorado de Manson la primera vez que lo vio por televisión, y que «sus palabras y su valor» eran una inspiración. Por favor, señores. Que la contracultura decidiese ungir rey a un enano machista y maloliente, violador y timador y admirador de Adolf Hitler12, dice mucho del nivel de volubilidad e inconsistencia de su ethos. Cuando Rotten soltó aquello de «never trust a hippie» no lo decía por decir. Me juego algo a que había leído Helter Skelter.
A la vez, podemos darle todas las vueltas teóricas que se nos antojen, exhumar los traumas del niño Manson que queramos (y tendremos parte de razón), pero tarde o temprano habrá que afrontar que Charlie, parafraseando una novela de Castle Freeman Jr., «solo quería causar problemas». Manson era un mamón malvado, no hay más. Tal vez esto sea todo lo que hay. Le gustaba joder la marrana, jugar con la gente, abusar del débil. Los historiadores fiables de la Segunda Guerra Mundial tienen razón al afirmar que el nazismo no puede explicarse por una persona sola, sino que lo hizo posible una concatenación de factores económicos, sociales y políticos. Pero a la vez, sin Hitler, y su visión extática y su suerte increíble13, no hay nazismo. Ni, desde luego, Segunda Guerra Mundial, al menos no como la conocemos. Con Manson sucede algo parecido: el contexto es crucial, de acuerdo, pero sin Charlie, el individuo, nada de todo esto habría sucedido. Manson es banal e insustituible a la vez. Ahí radica una gran parte del misterio y del encanto del caso, y también del hombre.
5. Dije que no quería hablar fuera de lugar y al final he acabado llenando más páginas de las que anticipaba. No lo demoremos: es hora de que enciendan la luz de la mesilla de noche y vuelvan la página y se enfrenten a Helter Skelter. La experiencia, se lo digo de corazón, será una de las más memorables de su vida lectora. Querrán repetir. Entrarán, quizás, si tienen el suficiente tesón, en el Club de los Cinco (los que hemos leído Helter Skelter cinco veces).
Aún recuerdo una de aquellas relecturas. Estaba con mi familia, acababa de nacer mi primer hijo, de vacaciones en un pequeño apartamento, ni muy aislado ni muy céntrico, de L’Escala. Una de aquellas noches post lectura hice algo que no había hecho antes y no he vuelto a hacer: dormí con un cuchillo inmenso, de cortar jamón, debajo de la almohada14. Acababa de leer la primera confesión de Sadie Mae Glutz a Ronnie Howard, su compañera de celda.
Me disponía a desearles algo así, prueba inequívoca de que estarían viviendo la experiencia Helter Skelter como Dios manda, pero tengo mis reservas. Léanlo primero, y luego decidimos lo del cuchillo.
KIKO AMAT
Febrero del 2019