Loe raamatut: «Legalidad e Imaginación»

Font:




Serie orientada por CARLOS BERNAL PULIDO

Muñoz Valencia, Daniel Alejandro

Legalidad e imaginación: o de cuán difícil es tomarse los derechos en serio / Daniel Alejandro Muñoz Valencia – Bogotá : Universidad Externado de Colombia, 2019.

215 páginas ; 16,5 cm. (Teoría Jurídica y Filosofía del Derecho ; 97)

Incluye referencias bibliográficas (páginas 211-215)

ISBN: 9789587901719

1. Derecho y sociedad 2. Argumentación jurídica 3. Política y administración de justicia 4. Responsabilidad del estado 5. Filosofía del derecho 6. Teoría del derecho 7. Derecho y ética I. Universidad Externado de Colombia II. Título III. Serie.

340.1 SCDD 15

Catalogación en la fuente -- Universidad Externado de Colombia. Biblioteca. MCGP.

Julio de 2019

ISBN 978-958-790-171-9

© 2019, DANIEL ALEJANDRO MUÑOZ VALENCIA

© 2019, UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA

Calle 12 n.º 1-17 este, Bogotá

Tel. (57-1) 342 02 88

publicaciones@uexternado.edu.co

www.uexternado.edu.co

Primera edición: julio de 2019

Imagen de cubierta: Moisés por Miguel Ángel, escultura en mármol (1513-1515), San Pietro in Vincoli, Roma

Diseño de cubierta: Departamento de Publicaciones

Corrección de estilo: Alfonso Mora Jaime

Composición: Karina Betancur Olmos

Impresión: Xpress Estudio Gráfico y Digital S.A.S. - Xpress Kimpres

Tiraje de 1 a 1.000 ejemplares

Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia. Las opsiniones expresadas en esta obra son responsabilidad del autor.

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

Enredos con Berenice

PRIMERA PARTE

LA FUERZA DESCRIPTIVA DE LA LITERATURA

I. Descripción y ejercicio literario

II. Imaginación y literatura

III. El léxico de un ironista

IV. Ficción e inconformidad

Vida marital

SEGUNDA PARTE

EL SENTIDO PRÁCTICO DE LA LEGALIDAD

I. Fuerza, violencia y coacción

II. Los actos de los operadores jurídicos

III. Una suposición “compartida”

Reflexiones sobre el poder

TERCERA PARTE

LA INVENCIÓN DEL SUJETO TITULAR DE DERECHOS

I. Una ocurrencia literaria

II. Los derechos y el estado de derecho

III. La “ética del como si”

Visión de la ciudad

CUARTA PARTE

ENTRE LA UTOPÍA Y EL PILLAJE

I. La utopía anarquista

II. La revolución y el pillaje

III. La filial del infierno en la tierra

En las urnas

QUINTA PARTE

LA POSITIVIDAD DEL DERECHO Y EL GARANTISMO

I. La cuestión de la positividad

II. El sentido del garantismo

III. Civismo y coacción

Colofón

BIBLIOGRAFÍA

NOTAS AL PIE

Nosotros, los pragmáticos, argumentamos partiendo del hecho de que el surgimiento de la cultura de los derechos humanos parece no deberle nada al crecimiento del conocimiento moral, pero mucho a la práctica de escuchar historias tristes y sentimentales…

RORTY (1996, p. 157)

Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena.

BORGES

INTRODUCCIÓN

Con este texto no pretendo ser la voz de nadie. Cada cual debería hablar únicamente en su propio nombre y, por tanto, aquí solo estará mi voz. No hablo, pues, en nombre de ninguno de los miembros del apartheid que todos los días ven mis ojos: desplazados, desempleados y, en general, gentes privadas del goce de derechos básicos. Es inmoral arrebatarle a otro la voz. Tampoco quisiera usar el tono ácido de Jeremy Bentham para deplorar los “derechos naturales”, si bien mi propósito es revisar críticamente la postura que defiende la existencia de los mismos. A lo mejor no se trata de un “disparate sobre zancos”, pero el asunto, por lo menos, amerita una revisión.

En este trabajo se conjugan dos apuestas: una de orden teórico y otra de orden ético.

En términos teóricos, el propósito consiste en exponer una caracterización de los derechos, desde la perspectiva juspositivista, que destaca la artificialidad que los constituye. Para el efecto, hago un cotejo entre las ficciones literarias, esos artificios carentes de eficacia operatoria, y las prácticas jurídicas, cuyo sentido viene de una plataforma artificial que construyen sus propios participantes. No hay en esto ninguna originalidad de mi parte: trato, simplemente, de darle buena apariencia al positivismo jurídico. Son tres, a mi juicio, los autores del canon juspositivista: Hans Kelsen, H. L. A. Hart y Luigi Ferrajoli. Hay más, por supuesto, pero el canon lo han construido ellos1.

Desde el punto de vista ético, parto de la base de que una sociedad moralmente decente es aquella en que los poderes legales priman sobre los poderes ilegales. En una sociedad de este tipo hay mejores condiciones para la realización de los derechos, pues la censura de la violencia criminal es una condición de sentido de la efectividad de los mismos. Doblegar la lógica salvaje de la guerra, pues, es la finalidad de someter los poderes de todo tipo a vínculos y límites.

La apuesta de orden ético, a la sazón, no está desligada de la apuesta de orden teórico: el positivismo jurídico, a mi juicio, es la teoría que se muestra más compatible con el garantismo. Los derechos subjetivos como expectativas merecedoras de tutela, por un lado, y una comunidad que se niega a la legitimación social de la ilegalidad, por el otro, son los ejes de este escrito. La efectividad de las leyes del más débil depende de que impere el garantismo, y para esto hace falta que la legalidad sea un valor compartido. Muchos insisten en que el positivismo jurídico está fuera de onda, pero ese es el modelo teórico que uso para explicitar las condiciones de sentido de los derechos.

La noción de “sujeto titular de derechos”, más que de un patrón de corte universalista, pende de las fábulas que muestran nuestros deseos y carencias, que muestran el dolor y la humillación a los que vivimos expuestos. No somos portadores de derechos en virtud de una esencia o naturaleza intrínseca, sino por razón de una reacción imaginativa ante las contingencias históricas que nos revelan los riesgos que enfrentamos en la convivencia. De esta suerte, para considerar importantes los derechos no hace falta apelar a un dato ahistórico que todos compartimos, pues basta con identificar imaginativamente la posibilidad de padecer dolor y humillación, aunque, ciertamente, no todos los derechos se configuran en virtud de esa contingencia. Esta, que es la tesis central, la expongo en la tercera parte del texto.

La premisa fundamental del trabajo es la de que los derechos no van a perder su importancia por el hecho de no estar aferrados a algo sólido. No hay que ir muy lejos en su “fundamentación” para llegar a la conclusión de que merecen tutela. De esta suerte, pueden resultar más persuasivas las ideas objetivadas en las ficciones literarias que las exposiciones de los filósofos profesionales y las arengas de los políticos. Las obras literarias muestran nuestro sino de tal forma que muchas veces no resistimos la tentación de tomárnoslas en serio, a sabiendas de que son artificios carentes de eficacia operatoria.

El goce de los derechos está supeditado a que actuemos como si los actos en que estriban acciones como conferirlos y garantizarlos fuesen actos no carentes de sentido. Tales actos valen si asumimos que la legalidad, herramienta que se precisa para su garantía, depende de una práctica social que opera en virtud de suposiciones compartidas por sus cultores, y no en virtud de un poder más grande que ellos.

Esas suposiciones obligan a los agentes de la legalidad a actuar como si ciertos actos, socialmente identificables, fuesen actos productores de derecho. Tales actos, por ejemplo la expedición de una sentencia o la promulgación de una ley, tienen sentido en virtud de que actuamos como si los elementos en que se fundan (ciertas normas jurídicas) formaran parte del derecho. La circularidad es inevitable: al margen de ciertas suposiciones, la práctica jurídica no funcionaría.

Los actos que empiezan a dar forma a los ordenamientos jurídicos, y los que ayudan a consolidarlos, tienen talante jurídico sobre la base de que nosotros se lo atribuyamos. Sin esa suposición nuestra, bien podrían significar otra cosa. Pero tienen el sentido que tienen (el de actos productores de derecho) porque nosotros les damos esa calidad. A esta cuestión dedico la segunda parte del texto.

El ejercicio que quiero analizar, consistente en hacer la suposición de marras, es análogo al que hacemos al leer ficciones literarias. Nos tomamos en serio la literatura de imaginación, lo que nos cuentan en ella, porque efectuamos la lectura suponiendo que lo que ahí “pasa”, en efecto, tiene lugar o puede tenerlo, aunque no en términos materiales. Si no damos crédito a los hechos narrados, si la ficción no es persuasiva (y esto no depende de su “verdad”), la lectura es impensable. Así como se precisa la suposición de los usuarios del derecho para que la legalidad funcione, para que los actos jurídicos tengan sentido, se precisa la suposición del lector para que la ficción, que carece de eficacia operatoria, “ocurra”. No digo con esto que haya una equivalencia entre derecho y literatura: el racionalismo literario es bastante superior al racionalismo jurídico. Con todo, pueden señalarse semejanzas entre ambos campos categoriales.

El trabajo, según lo anterior, podría resumirse de la siguiente manera: nada pierden los derechos con ser entidades artificiales y no atributos intrínsecos de nuestros vecinos, y no dejará de funcionar la legalidad por basarse en una suposición y no en un burdo ejercicio de poder. La artificialidad de los derechos no desdice de la dimensión pragmática de los mismos, y esta se ve reforzada cuando la legalidad es un valor compartido.

Las ficciones que resultan del ejercicio literario, que la imaginación hace posible, me interesan en un doble sentido. Por una parte, como artificios en los que se objetivan ideas, como las de dignidad o libertad, que dan pie a la concepción del “sujeto titular de derechos”. En este punto, quisiera resaltar el papel defensivo de la imaginación: la fuga hacia lo imaginario como un recurso para enfrentar las insuficiencias de la vida. Y, por la otra, como elaboraciones humanas que tienen sentido en virtud de las suposiciones de los lectores, que, cuando se acercan a ellas, actúan como si lo allí narrado tuviera lugar, aunque no en términos materiales. De esto me ocupo en la primera parte del trabajo.

Me propongo, pues, explorar el sentido de enunciados como “tengo derecho a la salud” o “tengo derecho a la educación”. Mis conciudadanos, en especial una vecina, dicen algo así todos los días, y con qué seguridad. Diría, en este punto, que es la tradición juspositivista la que más ha hecho para que tales enunciados puedan ser considerados enunciados con sentido. El juspositivismo ofrece los fundamentos para una práctica jurídica que quiera tomarse los derechos en serio. En esto, claramente, le lleva la delantera a la reconstrucción antihartiana del sistema jurídico emprendida por Dworkin, quien hábilmente usó la fórmula retórica para titular una de sus famosas obras. Con todo, el aparataje conceptual básico para concretar tal objetivo en la práctica se debe a la tradición juspositivista, aquella que debemos a figuras como Kelsen, Hart o Ferrajoli.

En las dos últimas partes hago lo siguiente: en la cuarta parte planteo un contrapunto entre la utopía y el pillaje, con el propósito de mostrar los extremos entre los que oscila la reivindicación de los derechos. En este fragmento del texto hago consideraciones políticas que sirven de base a la apuesta ética arriba mentada. Para el efecto, acudo a dos figuras notables de la literatura: al banquero anarquista de Fernando Pessoa y a Michael Kohlhaas. Del primero desconocemos el nombre, pero sabemos que es banquero y que es anarquista. El segundo es un personaje del romántico alemán Heinrich von Kleist, cuya historia es comentada por Rudolph von Ihering en La lucha por el derecho. Cierro el texto, en la quinta parte, con la que, desde mi punto de vista, es la mejor presentación del positivismo jurídico: la que debemos a Luigi Ferrajoli. Partiendo de la base de los cuatro postulados juspositivistas: la legalidad de los actos, la positividad de las situaciones, la materialidad de los sujetos y la positividad de las normas, sugiero que es esta teoría la que mejor respalda las tesis garantistas, es decir, aquellas que pugnan por no dejar que la inefectividad de las garantías de los derechos, un rasgo muy notable de nuestra época, acabe por convertirlos en desvaídas entelequias.

Una advertencia final: no está el lector ante un escrito caracterizado por el rigor de los tratados. Hay aquí una apuesta teórica seria, pero también digresiones: la lógica, en algunos pasajes, cede ante la lúdica, y en ello hay deliberación por parte de quien escribe. La no sistematicidad del texto, a mi juicio, no excluye el rigor: la literatura, aparte de la teoría del derecho y de las consideraciones políticas, forma parte de la estrategia para resolver las preguntas planteadas. Por la forma como concibo el derecho, en cuyos orígenes hay algo de magia, no puedo hacer transacciones en este punto con los lectores. La mezcla de conceptos y de pasajes lúdicos puede dar la sensación de burla y de inconexión, pero en todo caso puede ser vista como una imitación del irracionalismo de diseño que parece gobernar nuestras prácticas jurídicas.

Enredos con Berenice

Al cabo de una noche de profuso trabajo, Berenice Suárez despertó con el propósito de regresar a su condición de señorita, idea que no abandonaba desde que, en un descuido, el Dr. Fombona la desfloró. Estuvo un rato acurrucada en la cama y, al verse envuelta en semejante marimorena consigo misma, empezó a considerar la posibilidad de sentarse, cerca al despeñadero, a esperar el final, imitando a fray Bartolomé Arrázola, quien, en circunstancias no estrictamente similares, hizo lo propio en la poderosa selva de Guatemala. Aunque, por una parte, el Dr. Fombona no le disgustaba, y, por la otra, no la había pasado mal con él, era preferible, según ella, su estado anterior, esto es, el de criatura en flor. Siguiendo el vuelo de una mosca, sin embargo, comprendió que si persistía en aquello el desenlace sería tan lúgubre como previsible. En consecuencia, luego de caminar todo el día de un lado para el otro, semiconfusa, en la bullosa y céntrica zona de la ciudad, justo cuando descargaba su abrumada mollera sobre el cojincillo, resolvió dejarlo todo como estaba, olvidándose de su singular y desusado empeño.

PRIMERA PARTE
LA FUERZA DESCRIPTIVA DE LA LITERATURA

Con una novela usted puede entretener los ocios de un policía e incluso imaginarse que usted es un ladrón; con un poema sobre una rosa se puede conmover a un talabosques y apartarlo de su vicio. Con la sátira sucede que todo el mundo se horroriza, ve lo malo, y está dispuesto a cambiar, es cierto, pero a su vecino. La sátira tercera de Juvenal fue escrita contra las molestias, la corrupción y los inconvenientes de vivir en la ciudad de Roma; dos mil años después Juvenal es leído en las escuelas de esa ciudad, pero Roma sigue siendo la misma o es ahora más inhabitable; en el siglo dieciocho el doctor Samuel Johnson adaptó esta sátira a la ciudad de Londres, con el mismo resultado; y si quiere un caso de actualidad, el mayor escritor satírico de la lengua inglesa, el irlandés Swift, también en el siglo dieciocho, señaló las atrocidades que las autoridades británicas cometían en su país e incluso llegó a proponer comerse fritos a los niños para aliviar la miseria de Irlanda; tenga la seguridad de que el actual primer ministro, señor Heath, se sabe su Swift de memoria.

(MONTERROSO, 1992, pp. 49-50)

* * *

En esta parte del trabajo quiero enfrentar una pregunta que ha ocupado, sobre todo, a gentes que se dedican a la literatura, bien porque la estudian, bien porque la hacen: ¿por qué los hombres inventan ficciones? Esta pregunta, cuya respuesta puede ser sentimental, pero también juiciosa y razonada, me parece que obliga a considerar otra: ¿qué papel desempeña la imaginación en la vida humana? Para responderlas con algo de juicio, quisiera discutir una tesis no exenta de controversia, pero que, desde mi punto de vista, puede defenderse sin sentir pena: la literatura de imaginación, es lo que quiero aventurar, tiene una fuerza descriptiva. Las descripciones que genera la literatura, en tal sentido, no son descripciones en sentido lato. Se trata, más bien, de artificios que tocan la intimidad humana y que, por eso mismo, nos describen.

Antes de desarrollar el planteamiento, con algo de detalle, valdría la pena hacer una aclaración. Si bien la palabra “literatura” puede ser empleada en varios sentidos, y hacerlo sin la debida cautela conduciría al extravío, aquí voy a usarla para referirme a las obras de ficción. John Searle, al respecto, hace una precisión que estimo pertinente:

Algunas obras de ficción son obras literarias, otras no lo son. En la actualidad la mayor parte de las obras literarias son de carácter ficticio, pero de ninguna manera todas las obras literarias son de ficción, la mayoría de las caricaturas y las bromas son ejemplos de ficción, pero no son literatura; “A Sangre Fría” y “Ejércitos de la noche” son calificados como literatura, pero no como obras de ficción. Debido a que la mayoría de las obras literarias son de ficción, es posible confundir la definición de ficción con la de literatura, pero la existencia de ejemplos de ficción que no son literatura y de ejemplos de literatura que no son de ficción, es suficiente para demostrar que esto es un error. Incluso, si no existieran tales ejemplos también sería un error puesto que el concepto de literatura es diferente del de ficción. Así, por ejemplo, “la biblia como literatura” indica una actitud teológicamente neutral, pero “la biblia como ficción” es una alusión tendenciosa (1996, p. 160).

Pienso, a la sazón, en un fragmento preciso, restringido, de aquello que hoy llamamos “literatura”. En tal sentido, quisiera usar la expresión ficciones literarias para evitar equívocos que den al traste con la claridad deseada. Voy a ocuparme, pues, de los productos de la actividad fabuladora del hombre. Si decidiéramos usar un concepto amplio, podría considerarse, por ejemplo, que los Ensayos de Montaigne son literatura. Aunque se trata de un producto excelso de la cultura, tal texto no es de orden ficticio. Puede ser considerado literatura en sentido amplio, pero no es ficción o, para usar el giro de Harold Bloom (2015), literatura de imaginación. Los Diálogos de Platón serían un caso discutible, aunque si admitimos que no contienen una fábula, también habría que descartarlos como ficción. En cualquier caso, al comparar esas dos obras con Don Quijote de la Mancha, quizá las dudas quedan despejadas. La obra de Cervantes es la ficción por excelencia, mientras que los textos de Platón y de Montaigne no cumplen con los requisitos para ser considerados literatura de imaginación.

La forma como se construye la ficción literaria, usando redes de enunciados en que unos determinan a otros, hace que en no pocas ocasiones sea difícil escindirla de la forma como discurre nuestra vida. De esta suerte, si consideramos fuera de contexto las frases que emiten los personajes, esos egos experimentales, de las obras literarias, advertiremos un innegable parecido entre ellas y las que, cotidianamente, usamos para la comunicación con nuestros vecinos. Consideremos, por ejemplo, el siguiente caso:

–Durante todo el camino –dijo Baranowicz– estuve pensando si debía decírtelo. Al fin y al cabo me da pena que te vuelvas a tu casa. Probablemente no nos volveremos a ver, y tampoco me escribirás.

–No te olvidaré –dijo Tunda.

–No prometas nada –dijo Baranowicz.

Cualquier lector, en principio, concedería de buen grado que se trata de una conversación que puede tener lugar en el curso de su vida. Después de haber compartido algún tiempo, dos personas tienen que separarse y cruzan las palabras citadas. El punto es que tal cosa tiene lugar en una novela y, por la forma como la misma está construida, el lector resulta persuadido y, en la lectura, hace como si tal conversación se hubiese producido, aunque no en términos materiales. Voy a lo siguiente: el autor de la obra de ficción, que es quien gobierna la composición de la misma, determina lo que pasa mediante una serie sucesiva de simulaciones, sin perjuicio de eventuales entendimientos divergentes del lector.

Si ahora digo que al inicio de una novela de Joseph Roth (2009, p. 10) se narran las circunstancias de Franz Tunda, teniente del ejército austriaco, que había caído en manos de los rusos en agosto de 1916 y que pudo huir gracias a los oficios de un polaco siberiano (Baranowicz), en cuya casa se albergó haciéndose pasar por hermano suyo, y que ese polaco, que vivía en el campo, y que acostumbraba ir en marzo a la ciudad, y de ella llevaba algunos periódicos, por alguna contingencia no pudo acudir en 1918 (y, por tanto, Tunda no leyó ningún periódico ese año), en la primavera de 1919 advirtió que había terminado la guerra y, al regresar y comunicárselo a su compañero, tuvo lugar el coloquio citado; si ahora digo esto, decía, el lector estará al tanto de las circunstancias de la novela en que Joseph Roth, el santo bebedor, simula realizar, a través de Tunda y Baranowicz, los mentados actos lingüísticos. Podrían imaginarse, por supuesto, contextos diferentes, como el de cualquier ciudad tranquila del siglo XXI, sin las resonancias de una guerra recién terminada, pero la conversación tuvo lugar en uno como el que acabo de describir.

Dice Searle: “No hay propiedad textual, sintáctica o semántica que permita identificar un texto como una obra de ficción. Lo que hace que una obra sea de ficción, por decirlo así, es la actitud ilocucionaria que el autor asume con respecto a ésta, y dicha actitud es una cuestión de las múltiples intenciones ilocucionarias que el autor tiene cuando la escribe o, de alguna otra forma, la compone” (1996, p. 168). Para simular, a la sazón, hay que tener la intención de hacerlo, y una cosa es hacerlo para simplemente fingir y otra muy distinta hacerlo para engañar. Que el lenguaje sea usado para simular en el primer sentido es lo que hace posibles las ficciones literarias. De esta suerte, aun cuando la trama sea de orden realista, los personajes de la novela y sus actos van a carecer de eficacia operatoria; es decir, los personajes de las obras de ficción no pueden operar en nuestras efectivas circunstancias, pese a que puedan parecerse mucho a nosotros mismos o a nuestros vecinos. Tal circunstancia, sin embargo, es irrelevante para la construcción de la ficción.

Ahora: por qué esas simulaciones persuaden a tantas personas, es un misterio que aquí no se puede resolver, pero esa simple circunstancia sugiere mucho y, justamente porque es relevante para la tesis que quiero aventurar, valdría la pena decir esto: Joseph Roth puede construir su ficción, en cierto sentido, porque, al escribir, no asume los compromisos que en una conversación efectiva, de su propia vida, tendría que asumir. Tales compromisos, en la ficción, quedan suspendidos, como suspendida ha de quedar, para recordar el giro de Coleridge, la incredulidad del lector. En efecto, pese a que Don Quijote no es un sujeto operante en las efectivas circunstancias de la vida, los lectores suspenden cualquier desconfianza en frente de lo que va contando Cervantes. De lo contrario, no dejarían de dirigir reproches al autor de la novela. Lo propio de la ficción, pues, es la no operatoriedad (G. MAESTRO, 2017): las ficciones, en estricto sentido, son la parte no operatoria de la realidad. De esta suerte, quisiera destacar que, a sabiendas de que es una simulación la que las hace posibles, las ficciones literarias se toman en serio en el curso de la lectura, sea o no Joseph Roth el autor. Sólo podemos tomarnos en serio la ficción, pues, cuando suspendemos voluntariamente nuestra incredulidad ante la misma. Tomarse en serio la ficción, por supuesto, no quiere decir que se admita la materialidad de lo narrado en ella.

En este punto, podríamos aludir a las simpáticas observaciones que ciertos lectores dirigen a los autores de novelas que, en sus escritos, traen a cuento eventos que de veras ocurrieron. En un libro, por ejemplo, se narran algunas batallas que, en efecto, se produjeron en la Historia. El autor “cambia” detalles en función de su propósito artístico, y tales alteraciones motivan los reproches de historiadores. Estos pasan por alto que están ante una narración de orden ficticio y que, por tanto, al autor no le interesaba contar con fidelidad lo ocurrido. La obra de ficción, pues, exige suspender esas prevenciones de historiador.

Si uno no considera lo que se viene exponiendo, sobre el talante de las ficciones literarias, seguramente no podrá distinguir la ficción de la mentira. Searle, en tal sentido, observa con acierto: “Lo que distingue la ficción de las mentiras es la existencia de un conjunto de convenciones particulares que le permiten al autor llevar a cabo el acto de enunciar sin tener convicción en el contenido, aun si él no tiene la intención de engañar, proceder como si realmente hiciera afirmaciones a sabiendas de que no son verdaderas” (1996, p. 170). No son mentiras, a la sazón, lo que quiero examinar. Quiero fijarme en las ficciones literarias, que suponen una forma parásita del uso “serio” del lenguaje, y, sobre todo, en la fuerza descriptiva que tienen. Tal fuerza les viene del hecho de que tocan nuestra intimidad. La literatura de imaginación se vuelve universal, justamente, porque toca la intimidad humana. No otra cosa, quizá, es lo que hace que un individuo se convierta en lector. La universalidad del poema, pues, estriba en su contacto con lo más íntimo, con lo más intestino de la humanidad. La universalidad de la literatura de imaginación no estriba en algo diferente. Quizá por eso algún escritor decía que si uno quiere ser universal, debe hablar de su aldea. Al dar con lo más recóndito del bípedo sin plumas, las ficciones totalizan. Espero que, con lo que sigue, la idea gane precisión.