La distancia del presente

Tekst
Sari: Anverso #14
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
La distancia del presente
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Akal / Anverso

Daniel Bernabé

La distancia del presente

Auge y crisis de la democracia española (2010-2020)


«Este libro es mucho más que un viaje en el tiempo, una mera colección de hechos y cifras, de acontecimientos y personajes. Pretende ser un manual de supervivencia, un códice para entender cómo hemos llegado hasta aquí y por qué somos como somos. Y para eso tenemos que indagar en nuestro pasado más reciente, en ese momento donde todo pudo cambiar –y cambió, de hecho– pero poderosas fuerzas se conjuraron para que, si algo tenía que variar, lo hiciera dentro de un orden. Su orden.»

Pocos periodos han sido tan convulsos en nuestra historia reciente como esta última década. Si volvemos la vista atrás, a aquel año 2009, en los inicios de una crisis económica que ya entonces se temía ruinosa, nos encontramos con un país en el que todo parecía estar atado y bien atado, con un bipartidismo incuestionable, una monarquía respetable y unas fuerzas sociales que apenas emergían de su sopor neoliberal. Diez años después, el panorama está irreconocible, el bipartidismo ha muerto –y ha resucitado–, la monarquía está en crisis continua y los movimientos sociales son una fuerza temible que irrumpe con asiduidad, la corrupción sigue siendo el pan nuestro de cada día y la economía es un dolor de cabeza que no desaparece. El Régimen del 78 aguanta a duras penas.

Entre medias, una década en la que las fuerzas políticas, en colisión permanente –entre sí, con la nueva política o con el desafío independentista–, han mutado y en la que la sociedad civil se ha consolidado como un interlocutor más. Un tiempo, en el que el país se ha asomado al borde del abismo en más de una ocasión, que necesitaba de un análisis crítico, pero también de un visionado costumbrista, de una revisión de ese sainete trágico que ha sido nuestro devenir colectivo en los últimos diez años.

Agárrense fuerte, que vienen muchas curvas.

Daniel Bernabé, periodista y escritor, ha escrito en diversos medios como La Marea, Público, RT y Cuarto Poder. Se prodiga en la radio en la tertulia de Hora 25 en la Cadena SER y ha publicado dos libros de relatos, De derrotas y victorias y Trayecto en noche cerrada. En Akal ha publicado el polémico y exitoso ensayo La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora (2018).

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Intermedio en la Comédie Française de Honoré Daumier

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Daniel Bernabé, 2020

© Ediciones Akal, S. A., 2020

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4886-2

Para mi hermano, Rubén

Capítulo 0

La distancia

Una gran historia requiere de un gran inicio. Esta pretende serlo. Sin embargo, nuestra historia, esos diez años que van de 2010 a 2020, aún no ha comenzado. En las páginas que siguen de este capítulo que sirve de punto de partida podrán ver la España de la primera década de siglo, esa que nunca lleva nombre, esa que aún no se ha sacudido la inercia de su pasado reciente pero que contempla esperanzada la arbitrariedad de los números que rigen el calendario.

Este libro será mucho más que un viaje en el tiempo, una mera colección de hechos y cifras, de acontecimientos y personajes. Este libro pretende ser un manual de supervivencia, un códice para entender cómo hemos llegado hasta aquí y por qué somos como somos. Y para eso tenemos que indagar en nuestro pasado más reciente, ese momento donde todo pudo cambiar –y cambió, de hecho– pero poderosas fuerzas se conjuraron para que, si algo tenía que variar, lo hiciera dentro de un orden. Su orden.

Pero todavía queda un poco para iniciar nuestra aventura, estamos a 5 de septiembre de 2002 y, aunque las terribles fuerzas de la economía ya se están acumulando para provocar el gran terremoto, nadie parece querer verlo. Por el contrario, hoy es un día de fiesta: Ana Aznar, la hija del presidente del Gobierno, contrae matrimonio con Alejandro Agag, un joven empresario que acaba de dejar su carrera política en el Partido Popular (PP) y que responde, físicamente, a lo que podríamos esperar de un buen chico educado en CUNEF.

La boda, un evento privado, se retransmite por varias televisiones y a la misma asisten los reyes, el Gobierno en pleno e incluso mandatarios como Tony Blair. Pero también una extraña caterva de personajes a los que nadie conoce, con nombres como Francisco Correa y Álvaro Pérez «El Bigotes». Aún no se puede reparar en el hecho, pero este enlace es el punto culmen del aznarato, un lugar y un momento donde la corrupción, las relaciones internacionales y el país de un arrogante milagro económico se dan cita. Sotto voce muchos piensan que, en el fondo, esta boda es un pulso del presidente al monarca. El lugar donde se celebra, El Escorial, no ayuda a deducir lo contrario.

José María Aznar, el todopoderoso e indiscutido presidente del Gobierno, está encantado consigo mismo, tanto, que no advierte que está a punto de convertirse en el hombre más odiado del país. Ha afrontado conflictos con los estudiantes por su ley de ordenación universitaria y con los sindicatos por su reforma laboral. El 20 de junio de ese mismo año la huelga general ha quedado en tablas. En noviembre de 2002 un petrolero llamado Prestige causa en la costa gallega una de las mayores catástrofes medioambientales que se recuerdan y, aunque su Ejecutivo no tiene responsabilidad directa en el accidente, la pésima gestión posterior al mismo, trufada de ocultaciones y medias verdades, le empieza a pasar factura. Mariano Rajoy, portavoz del Gobierno en aquel entonces, definirá los escapes del pecio, en una desafortunada rueda de prensa, como hilillos de plastilina. Habrá redescubierto sin proponérselo el género al que pertenece este libro: el sainete trágico.

Aznar nunca superó el complejo de sentarse frente a Felipe González y perder unas elecciones en un debate en el que el sevillano desplegó todas sus armas dejando sentenciada la contienda de 1993. Aznar fue nuestro Nixon, sobre todo por ser un personaje que no logró quitarse nunca esa tacha de hombre antipático al que le ponían nervioso las cámaras, dando sensación de que más que ganar a González en 1996 fue el presidente saliente el que perdió, un poco harto ya de un Parlamento que se le había quedado pequeño.

Quizá eso fue lo que le llevó a embarcarse en una cruzada imperial de consecuencias imprevisibles: no hay nada peor que la complicidad interesada del poderoso para el que se siente pequeño.

Pero sigamos adelante, es 22 de marzo del año 2003 y ocurre algo en la madrileña Puerta del Sol que hacía tiempo que no se veía en el país. Unas estelas blancas recorren el cielo de la plaza marcando una parábola. Al tocar tierra, los botes metálicos que hacen de cabeza del cometa provocan un sonido como a lata vacía golpeada por unos críos en un descampado. El gas lacrimógeno tiene un gusto avinagrado y no es fácil deshacerse de él: una vez que se da una primera bocanada, el cuerpo reacciona con tos nerviosa, los ojos lloran apenas dejando ver y la sensación es de total aturdimiento. Hay familias cuerpo a tierra refugiadas tras las jardineras, hombres advirtiendo desesperados a la policía de la presencia de niños, ancianos corriendo a duras penas… Las cargas ese día son brutales. Más de ochenta personas necesitan de asistencia médica y un chico es herido gravemente en un ojo. Es una de las últimas manifestaciones que tienen lugar, porque la Guerra de Irak ya ha empezado y tardará poco en acabar. En un bar por Delicias, horas después, un tipo de unos cincuenta años con pinta de votar al PP mira las imágenes de los disturbios en una televisión, aún de fósforo, situada en una esquina del techo: «A este gilipollas se le ha ido la cabeza y al final nos va a meter en un lío». Todo el mundo, exceptuando Buruaga, el presentador del Telediario de RTVE, sabía que aquello que estaba pasando en Irak no pintaba bien. La memoria llega allí donde las hemerotecas no alcanzan.

A pesar de todo, las encuestas no eran desfavorables para el PP en las elecciones previstas para marzo de 2004. Los trabajadores de los astilleros públicos se manifiestan en Madrid el 5 de marzo, nueve días antes. Es por la mañana y parten de la Puerta de Alcalá hasta la sede de la SEPI –Sociedad Estatal de Participaciones Industriales–, lo que les hace atravesar una de las zonas eminentemente burguesas de la capital. Una mujer de unos cincuenta años mira con desprecio desde un semáforo y, a pesar de que nadie se ha dirigido a ella, la emprende a gritos contra los trabajadores de IZAR que la miran extrañados. Parece lucha de clases reducida a un sketch.

 

Cerca del recorrido de esta marcha está la plaza de Colón, un lugar que oculta en su subsuelo un centro cultural y en su superficie unas composiciones escultóricas que realizan la extraña simbiosis entre el brutalismo y la nostalgia imperial. Se denominan Jardines del Descubrimiento, pero nadie los llama así. Quince años después, en un acto enormemente simbólico, la derecha liberal se funde con la ultraderecha, aprovechando la excusa del intento independentista catalán, en el mismo paraje. La gigantesca enseña nacional ondea sobre un gentío que parece sacado de uno de los actos de apoyo que el tardofranquismo realizaba en la plaza de Oriente.

La bandera, de 294 metros cuadrados, sobre un mástil de cincuenta metros, es gigantomaquia nacionalista, pero también el mayor legado simbólico que Aznar dejó al país y que muy pocas veces es comentado. Aznar, y aquellos poderes a los que representaba en la esfera política, comprendieron que no valía de nada ganar unas elecciones si el país seguía creciendo sobre un sustrato progresista, si no en lo económico, sí en lo simbólico y emocional. Aznar comenzó siendo el presidente que reeditó las memorias de Azaña, que mantuvo con los nacionalistas de la derecha catalana el Pacto del Majestic y que denominó a ETA, en medio de sus negociaciones, movimiento de liberación nacional vasco. Si comenzó siendo todo eso, pudo ser por inclinación personal, pero también porque no le quedaba otra: el poder político sigue la guía que le marca el económico, pero tiene las barreras que le impone la sociedad a la que gobierna y legisla. Y, en este caso, la España de finales de los noventa, imbuida en los primeros aromas del crédito barato y la clase media aspiracional, seguía siendo un país de una clara mayoría progresista. Y eso había que cambiarlo.

A principios de la década de los noventa, Juan José Laborda, presidente socialista del Senado, pronuncia una conferencia en el Club Siglo XXI sobre el patriotismo constitucional, un concepto acuñado por el politólogo alemán Dolf Sternberg en 1979 y puesto en relevancia por Habermas una década más tarde. El objetivo de la conferencia de Laborda es tratar un tema que resultaba aún tabú para una España que se preparaba para celebrar los juegos olímpicos, pero sobre la que aún pesaba la alargada sombra del franquismo. La palabra patria solo aparecía en las puertas de los cuarteles, en muchos casos oxidada, y quizá en alguna columna de algún nostálgico de la dictadura. Para el resto, desde el ciudadano común hasta los diputados más conservadores, el patriotismo era algo que se soslayaba y que quedaba reducido a una selección que siempre caía en cuartos en los mundiales de fútbol. Laborda pretendió trasladar la idea de que se podían unir los conceptos de patria a los de derechos humanos, civismo y participación bajo el paraguas constitucional.

Años después, José Luis Rodríguez Zapatero, siendo aún jefe de la oposición, recupera el término en la campaña electoral vasca del año 2001. El lugar y la cita no son casuales, ya que el lehendakari Ibarretxe presentará su plan de reforma del Estatuto vasco en septiembre de ese mismo año, algo que, con una economía supuestamente estable y una reciente mayoría absoluta en la segunda legislatura del aznarismo, se convirtió en el único punto de discordia, más teatral que real, ya que todos los implicados sabían de su escaso recorrido político y judicial. Zapatero, recién elegido secretario general del Partido Socialista Obrero Español –PSOE–, anticipó un posible recrudecimiento escénico del conflicto nacional y apostó por recuperar el concepto de patriotismo constitucional, pero no solo. En el otro lado del ring, el Partido Popular encargó para su XIV Congreso una ponencia del mismo tema a María San Gil y Josep Piqué, vasca y catalán, que no pasó inadvertida para la opinión pública.

Que un socialista hablara de patriotismo en 2001 podía sonar pintoresco, que lo hiciera alguien del PP resultaba, aún, alarmante. Los algo más de veinte años desde la aprobación de la Constitución no habían borrado no ya el pasado franquista de los populares, sino sobre todo el rechazo social que todavía provocaba la patria, el campo simbólico-emocional del Estado. Soledad Gallego-Díaz explicaba en un artículo de noviembre de 2001 que:

Se trata de una polémica que acaba de empezar, pero que se va a prolongar porque afecta al concepto de la Constitución que tienen los dos principales partidos del país y a su utilización en relación con los nacionalismos vasco y catalán. Para los socialistas, el «patriotismo constitucional» en boca de José María Aznar tiene un sentido distinto al tradicional porque pretende, de una manera burda, enmascarar un renaciente «nacionalismo español», algo inconcebible para quienes llevan años manejando el concepto[1].

Los dirigentes socialistas no se equivocaban. El Partido Popular que había llegado al poder gubernamental en 1996 lo hizo de la mano de la moderación, al menos estética. Sin embargo, FAES –Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales–, su laboratorio de pensamiento, ya había publicado a principios de 2001 el libro La nación española: historia y presente, donde se apuntaban ideas como acabar con la asepsia constitucionalista o despojar al Estado de su ropaje mítico. Es decir, reactivar no solo el nacionalismo español como baluarte contra los periféricos, sino sobre todo contra la idea cívica y republicana de patriotismo que Zapatero había intentado introducir.

Algunos entresacados del libro nos pueden dar una cierta idea de qué tipo de discurso se manejaba, como este de Iñaki Ezquerra:

Reivindicar España como una realidad honda del sujeto además de una experiencia compartida con los otros, como un sentido, una conciencia de la pertenencia, como sentimiento de una revelación laica de la identidad, como tradición del corazón y como alegría de saberse parte integrante de esa comunidad… [no] renunciar a la exteriorización de la experiencia gozosa de la realidad nacional, de la placentera conciencia de pertenencia a una comunidad, de un regocijo ante la propia mismidad de España[2].

El largo camino del aznarismo puede culminar en nuestros días con una derecha dividida en tres partidos, negativo de la unidad conservadora lograda por Aznar, pero con las ideas del nacionalismo español reaccionario más presentes que nunca en el hemiciclo, los medios de comunicación y las calles. Esta restauración nacional-católica tuvo como vértice a Aznar, pero como gasolina para el sentir popular los éxitos deportivos de la primera década de siglo, que transformaron la idea de España. De aquella por la que nadie sentía especial afinidad, ni odio, a la idea de la marca-país triunfante. Soy español, ¿a qué quieres que te gane?

Que en las últimas elecciones de 2019 la práctica totalidad de los grandes partidos que concurrieron a las urnas llevaran la palabra España en sus eslóganes de campaña es el corolario exitoso de aquel proceso. Esta no era la idea original impulsada por Zapatero, la recuperación de la idea de país en líneas cívicas, sino la constatación de que el españolismo reaccionario ha calado hasta lo más profundo del imaginario colectivo. Los tirantes de Fraga, ridiculizados en los ochenta por los imitadores, son parte hoy del atuendo ideológico de la mayoría de los políticos.

Pasqual Maragall, citado en un artículo de García Abad sobre el patriotismo constitucional en la revista El Siglo, decía que:

Cuando los nacionalistas ganan las elecciones, sacan a la calle las banderas del país; cuando las gana el partido socialista, no hacemos uso de las banderas nacionales, usamos la del partido. Nunca se nos ha ocurrido apropiarnos de algo que consideramos que es de todos. Nos da un enorme pudor. Los nacionalistas no tienen ese pudor, sea cual sea su nacionalismo[3].

En último término, no resultó una cuestión de pudor, sí de estrategia política a largo plazo, una restauración triunfante impulsada por José María Aznar. Una restauración que tuvo un motor poderoso: el de la venganza. Para Aznar y su séquito la derrota electoral de 2004 y todo lo que vino después de ella fueron una intolerable anomalía a corregir.

Es el domingo 18 de abril de 2004. El recién nombrado Ejecutivo socialista afronta su primera medida de peso, el nuevo presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, su primera comparecencia como mandatario:

Esta mañana, una vez que el ministro de Defensa ha jurado su cargo, le he dado la orden de que disponga lo necesario a fin de que las tropas españolas destinadas en Irak regresen a casa en el menor tiempo y con la mayor seguridad posibles… Esta decisión responde, antes que nada, a mi voluntad de hacer honor a la palabra dada hace más de un año a los españoles. El Gobierno, animado por las más hondas convicciones democráticas, no quiere, no puede y no va a actuar en contra ni de espaldas a la voluntad de los españoles. Esta es su principal obligación y es también su principal compromiso[4].

La sensación de emoción es indescriptible. Por primera vez muchos ciudadanos sienten que su voto ha valido para algo, que en quien han depositado su confianza no les ha traicionado a las primeras de cambio. Hay familias que se abrazan en el salón delante de la tele. Amigos que se llaman por teléfono. Esa noche, unos cientos de personas se congregan en Sol para celebrar que sus fuerzas armadas no seguirán participando en la masacre de Irak. No más sangre por petróleo, habían coreado un año antes. La ciudad, el país, despiertan del dolor.

Apenas un mes antes varias mochilas bomba estallan en los trenes de la red de cercanías del sur de Madrid. Ciento noventa y tres víctimas mortales es el trágico balance de un jueves negro que pasará a la historia de la infamia terrorista. El yihadismo golpea España, más concretamente a una clase trabajadora que usa diariamente la tupida red de transporte público que comunica la periferia con el centro de la capital.

Desde esa jornada hasta el domingo electoral, 14 de marzo, se suceden diferentes manifestaciones. En las institucionales del viernes, que congregan en diferentes ciudades a millones de personas, se escuchan los primeros cánticos, aún tibios por el luto, de «antes de votar, queremos la verdad». El sábado, la rabia congrega a miles de personas frente a las sedes del Partido Popular. El domingo, en la jornada electoral, se desbordan los índices de participación.

La clave no fueron los móviles, ni las diferentes teorías acerca de los convocantes de las protestas. Tampoco que la ciudadanía culpara al Gobierno de los atentados por haber formado parte de la coalición agresora en la Guerra de Irak. La clave fue que el Gobierno mintió deliberadamente a los ciudadanos, presionando a los directores de los principales periódicos del país para culpar a ETA del atentado. Si bien se sospechaba de la autoría yihadista, ya se tenía claro que el autor no había sido el grupo terrorista vasco. Profecía autocumplida: el miedo del Gobierno Aznar por no aparecer como culpable le convirtió en partícipe de una gestión informativa amoral y torticera. Antonio García Ferreras, en la dirección de la Cadena SER, se convierte en la principal oposición a la versión del Gobierno: noches de transistores que llegaron a tener incluso aroma a 23F. La madrugada del sábado 13, lo que queda de una sorprendente concentración frente a la sede del PP en la calle Génova, acaba en Atocha, con la policía, otras veces decididamente hostil, observando con cautela a distancia. Algunos chicos rompen el silencio con un «Madrid será la tumba del fascismo» sobre la fuente, sin agua, que corona la glorieta de Carlos V. El minuto de silencio posterior frente a la estación cortaba la respiración.

La primera legislatura de Zapatero se caracteriza por exitosas medidas, todas fuera del ámbito económico, ya con el consenso neoliberal asentado profundamente entre los dos grandes partidos del 78. La Ley Antitabaco retira de los establecimientos públicos algo tan supuestamente arraigado en la cultura del país como fumar. Las medidas de seguridad vial, con la entrada del carnet por puntos, rebajan drásticamente la cifra de accidentes mortales en carretera. La Ley del Matrimonio Igualitario sitúa al país como vanguardia en la defensa de los derechos civiles.

La negociación con ETA y su alto el fuego permanente, rota por el atentado en el aparcamiento de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, el 30 de diciembre de 2006, es el primer intento infructuoso por poner fin a la violencia terrorista surgida contra la dictadura en los años cincuenta del siglo XX. Una organización y un modus operandi que se había ido quedando sin espacio, ni histórico ni técnico, en un nuevo contexto donde era cada vez más difícil mantener estructuras operativas estables y lograr el apoyo de una sociedad menos inclinada a la violencia y horrorizada por la nueva amenaza yihadista.

 

Los grandes debes de la primera legislatura de Zapatero se sitúan en su fracasada Ley del Alcohol, el continuismo en la desmantelación industrial que alcanza su punto álgido con el cierre de Delphi en Cádiz y, sobre todo, la gestión inconclusa del Estatut catalán. La nueva ley autonómica se aprobó en un referendo en Cataluña, pasó el trámite del Parlament e incluso de la Comisión Constitucional del Congreso, a pesar de que su presidente, el histórico socialista Alfonso Guerra, declaró que «nos hemos cepillado el Estatut como lo hace un carpintero»[5].

Fueron años en los que en Cataluña gobernaba el tripartito, la entente entre el PSC –Partit dels Socialistes de Catalunya–, ERC –Esquerra Republicana de Catalunya– e ICV-EUiA –Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa–, una coalición que acabó con décadas de dominio de CiU –Convergència i Unió– haciendo presidentes de la Generalitat a Pasqual Maragall, de finales de 2003 a 2006, y a José Montilla, de ese año a 2010. A pesar de la crisis del tres por ciento, que rompió la idea de un oasis catalán sin corrupción, la derecha nacionalista de CiU acabó cumpliendo su cometido de aportar estabilidad al Parlamento central y Artur Mas pactó con Zapatero su apoyo al nuevo texto estatutario. Aún eran tiempos en los que el independentismo en Cataluña era residual, momentos en los que el heredero del pujolismo era aún un posible aliado de los populares.

Manuel Vázquez Montalbán, antes de partir en su último viaje para dar una serie de conferencias en universidades australianas y neozelandesas y fallecer en el aeropuerto de Bangkok el 18 de octubre de 2003 mientras esperaba en la escala para volver a Barcelona, había dejado una serie de artículos escritos en los que comentaba la situación electoral de las elecciones catalanas de noviembre de ese mismo año:

Aunque aparentemente Josep Piqué pretende ser el primer presidente de la Generalitat catalana del PP, desde Aznar hasta el propio aspirante, pasando por todo el Olimpo dirigente de los populares, saben que su candidato real es Artur Mas. El PP quiere que gane Mas pero no por mayoría absoluta, sino por una ventaja que requiera el apoyo de los populares encabezados ahora en Cataluña por un personaje de entidad, que ha tenido tiempo de ser comunista y ministro de Exteriores a las órdenes de Aznar y de Bush, y al que resulta muy difícil de asumir como simple cabeza de la oposición liberal-conservadora en un Parlamento periférico[6].

Si en las elecciones de 2003 se llegó a intuir un pacto entre las derechas nacionalistas española y catalana, que había tenido su correspondencia en el Parlamento central o en ayuntamientos como el de Tarragona, en el invierno de 2005 Piqué mantuvo negociaciones con el ministro socialista Jordi Sevilla para que los populares no entorpecieran el futuro Estatut.

El periodista Enric Juliana lo cuenta así en un artículo de título tan descriptivo como «El pacto que lo hubiera cambiado todo»:

Piqué estaba dispuesto a negociar, por dos motivos. Entendía que la recuperación del PP en España pasaba por una superación estilística y conceptual del último aznarismo: más moderación, más conexión con las jóvenes generaciones y un poco más de peso del centroderecha español en Catalunya… Josep Piqué fue frenado en seco por Eduardo Zaplana y Ángel Acebes, en aquel momento jefes de la guardia de hierro del PP, ante la aparente indiferencia de Mariano Rajoy, seguramente preocupado por lo que le esperaba si volvía a ser derrotado en las legislativas del 2008[7].

La aznaridad no se detuvo con la derrota electoral de su delfín Mariano Rajoy en 2004, un hombre que de parco y gris fue elegido como sucesor sin sombra, en un dedazo que pasará a la historia por un Aznar preñado de gloria diciendo a las salas de prensa, inanes por docilidad, lo que tocaba o no tocaba mientras acariciaba un cuaderno que tomó cierta relevancia por algunos meses.

La aznaridad, el gran proyecto de restauración franquista, continuó en todo el proceso posterior a los atentados, donde El Mundo de Pedro J. Ramírez y La Mañana, de la Cadena Cope, de Federico Jiménez Losantos se apuntaron a las teorías de la conspiración, cada vez más demenciales, ejerciendo no solo de oposición real al presidente Zapatero, sino también al propio Mariano Rajoy, que sabía que sus posturas moderadas, sin una victoria en 2008, le costarían el puesto.

Así, la derecha social se encontró en las calles por primera vez en democracia. Algunos con un lejanísimo recuerdo de concentraciones, a mediados de los ochenta, contra la ley del Aborto, bajo el manto, santo hoy, de Teresa de Calcuta. Otros ocultando el recuerdo de las bandas ultras que pretendieron mantener la dictadura a base de cadenazos, tiros y bombas. La década de los dos mil presenció manifestaciones en contra del matrimonio homosexual, en contra de la negociación con ETA e incluso en contra, nunca se supo bien, si del PSOE, la judicatura, la policía o los servicios secretos, a raíz de la conspiranoia en torno al 11M, cuyo único objetivo fue exonerar a Aznar de la desastrosa gestión del atentado. La semilla del populismo ultra de 2020 comienza con los Peones Negros, un grupo creado en foros de internet, con la conspiranoia como combustible y la bandera de la «rebeldía ante los secretos del poder». Tan solo una argucia ultra para atrapar a incautos anfentaminados de Expediente X.

Pero donde el PP de Rajoy puso toda la carne en el asador fue contra el nuevo Estatut catalán, con la excusa de que el término nación aparecía en el preámbulo del mismo, algo que tenía una enorme carga simbólica pero ninguna consecuencia legal. Además de las manifestaciones, recogió cuatro millones de firmas mientras el texto legal seguía su curso. Rajoy podía mandar, como hemos visto, a que Piqué negociara con Sevilla, pero miraba de reojo la guadaña de Esperanza Aguirre, que esperaba ansiosa su oportunidad de continuar el legado aznarista.

¿Y la izquierda más allá del PSOE? Mientras que el Partido Comunista fue uno de los máximos impulsores de las manifestaciones contra la Guerra de Irak, en una extraña repetición disminuida de los acontecimientos históricos de la transición, quien más había hecho contra Aznar casi desaparece del Parlamento quedando como único diputado de Izquierda Unida –IU–, Gaspar Llamazares. Un hombre cuyo mandato al frente de IU siempre estuvo salpicado por la oposición interna, que le veía demasiado moderado, pero que quizá adelantó parte de las líneas del progresismo que ocupa este libro, ampliando sujetos y campos de acción, pero también abriendo la puerta a una atomización creciente. La coalición de izquierdas añadió al rojo el verde y el violeta, algo que la había caracterizado desde el principio, pero que se hizo más patente en esta etapa.

Eran tiempos donde alcaldes de Izquierda Unida como Manuel Fuentes hicieron frente en pueblos como Seseña al desmesurado modelo del milagro económico español iniciado por Rodrigo Rato y continuado por Pedro Solbes, y que se reducía a personajes atrabiliarios como Francisco Hernando, «Paco el Pocero», invirtiendo en un ladrillazo tan opíparo como desmesurado. Casi nadie, ni siquiera los propios vecinos de las localidades que se metían de lleno en la espiral especuladora, se oponía ni entendía el proceso de envenenamiento al que estaba siendo sometida nuestra economía. En aquel momento, aunque el dinero se lo llevaban unos pocos, a menudo además con ilegalidades recalificadoras de por medio, las voluntades se compraban con suntuosos polideportivos, piscinas cubiertas o museos de arte moderno. España era una fiesta, España quería caña.